Isana se despertó a la mañana siguiente, cuando lady Veradis abrió la puerta. Las ojeras de la joven y pálida sanadora estaban aún más marcadas que el día anterior, pero lucía los colores de la casa de su padre en un vestido sencillo. Le sonrió a Isana.
—Buenos días, estatúder.
—Señora —le devolvió el saludo Isana con una reverencia. Miró alrededor de la habitación—. ¿Dónde está Fade?
Lady Veradis entró en la habitación. Llevaba una bandeja cubierta con una servilleta de tela.
—Lo están bañando y alimentando. Mandaré que lo traigan cuando estéis dispuesta.
—¿Cómo se encuentra?
—Un poco desorientado a causa de la fiebre. Cansado. Pero lúcido. —Señaló la comida—. Comed y preparaos. Volveré enseguida.
Isana apartó las preocupaciones de su mente, al menos durante el tiempo suficiente para asearse y disfrutar de las salchichas, el pan recién horneado y los quesos que le había llevado Veradis. En cuanto el primer bocado de alimento le llegó a la lengua, Isana se dio cuenta de que estaba hambrienta, y comió con ganas. Necesitaba la comida para darse fuerzas durante la curación. Así pues, iba a tomar todo lo que pudiese.
Unos minutos después se oyó un golpecito en la puerta.
—¿Estatúder? ¿Puedo entrar? —preguntó Veradis.
—Por supuesto.
Veradis entró, seguida de tres guardias que cargaban con una bañera de sanador llena de agua. No era tan grande como la del día anterior, y la herrumbre y el desgaste que lucía la señalaban como un miembro muy utilizado de su especie. Seguramente estaba guardada en algún almacén cercano, olvidada hasta que el ataque repentino contra la ciudad había exigido el uso de todas las bañeras que se pudieran encontrar. Los guardias la dejaron en el suelo, y uno de ellos le acercó un taburete para sentarse a su lado.
Un momento después entró Giraldi, que sostenía a Fade con un hombro a pesar de la cojera y el bastón. Fade solo llevaba puesta una túnica larga y blanca. Tenía el rostro sonrojado a causa de la fiebre, y los ojos vidriosos. La mano herida se había hinchado hasta convertirse en una burla grotesca de sí misma.
Giraldi ayudó al hombre quemado a acercarse a la bañera, y tuvo que asistirle para quitarse la túnica. El cuerpo delgado y cubierto de músculos de Fade mostraba docenas de cicatrices antiguas que Isana no había visto nunca, en especial en la espalda, donde las señales de los azotes que habían acompañado a su marca resaltaban sobre la piel, tan gruesas como el meñique de Isana.
Fade, débil, se instaló en la bañera y, cuando reclinó la cabeza sobre el apoyo de madera, pareció que se quedaba dormido al instante.
—¿Estáis preparada? —preguntó Veradis en voz baja.
Isana se puso en pie y asintió, sin decir palabra.
Veradis hizo un gesto hacia la silla.
—Entonces, sentaos. Cogedle la mano.
Isana lo hizo. El taburete le dejaba la cabeza a la altura de la de Fade. Contempló los rasgos abrasados del esclavo mientras estiraba los brazos para llegar a su mano sana y la sostenía entre las suyas.
—No se trata de un artificio terriblemente complicado —indicó Veradis—. La infección tiene la tendencia natural a concentrarse alrededor de la herida. Está tan concentrada que el cuerpo no la puede expulsar. Debéis disolver la infección, y extenderla por todo el cuerpo, donde tendrá posibilidades de combatirla.
Isana frunció el ceño y respiró hondo.
—¿Extender la enfermedad por todo el cuerpo? Si me detengo, la infección podría arraigar en cualquier parte. Un foco es bastante malo, pero no podría tratar dos a la vez.
Veradis asintió.
—Y su cuerpo podría tardar días en librarse de la infección.
Isana volvió a morderse el labio. Días. Nunca había mantenido artificios de sanación durante más de unas pocas horas.
—En realidad no es un método demasiado bueno para ayudarle —comentó Veradis en voz baja—. Sin embargo, es el único. Cuando empecéis, no podréis parar hasta que hayáis vencido. Si no lo hacéis, el aceite de garic corromperá toda su sangre. No tardará ni una hora en morir. —Metió la mano en un bolsillo y sacó una cuerda suave y flexible que le ofreció a Isana—. ¿Estáis segura de que lo queréis intentar?
Isana estudió el rostro quemado de Fade.
—No puedo atarla con una sola mano, señora.
La joven sanadora asintió, se arrodilló y, con sumo cuidado, ató la mano de Isana a la de Fade sin apretar.
—Gran parte dependerá de él, estatúder —murmuró mientras trabajaba—. De su voluntad de vivir.
—Vivirá —replicó Isana con voz tranquila.
—Si él lo decide, habrá esperanza —recalcó Veradis—. Pero si no lo hace, o resulta que la infección es demasiado fuerte, deberéis terminar con el artificio.
—Eso nunca.
Veradis prosiguió como si Isana no hubiera hablado.
—Dependiendo de cómo progrese la infección, puede sufrir alucinaciones. Volverse violento. Preparaos para contenerle. Si pierde la conciencia del todo, o si sangra por la nariz, la boca o los oídos, habrá muy pocas esperanzas de que viva. Así sabréis cuándo ha llegado el momento de terminar.
Isana cerró los ojos y negó con vehemencia.
—No lo abandonaré.
—Entonces moriréis con él —concluyó Veradis con tono pragmático.
«Debería haberlo hecho —pensó Isana con amargura—. Debería haberlo hecho hace veinte años».
—Os pido con todas mis fuerzas que no malgastéis vuestra vida en vano —murmuró Veradis—. De hecho, os lo suplico. Durante una guerra, nunca hay suficientes sanadores con experiencia, y vuestro talento puede resultar de un valor incalculable en la defensa de la ciudad.
Isana levantó la mirada y se encontró con los ojos de la joven.
—Vos debéis librar vuestra batalla —replicó con serenidad—. Y yo la mía.
La mirada cansada de Veradis se fijó en otro punto durante un momento, y entonces asintió.
—Muy bien. Cuidaré de vos si puedo. En la sala están los guardias. Les he dado instrucciones para que os sirvan como ayudantes, si necesitáis comida o cualquier tipo de ayuda.
—Muchas gracias, lady Vera…
Las palabras de Isana quedaron ahogadas de repente por un estruendo titánico, tan fuerte que conmovió las piedras de la ciudadela e hizo temblar los vidrios de las ventanas, que se rajaron en algunos puntos. Hubo un segundo estruendo. Entonces se oyó el redoble más débil de los tambores, una serie de llamadas de los clarines y un sonido como de viento que recorriera un bosque espeso.
Lady Veradis respiró sobrecogida.
—Ha empezado —anunció.
Giraldi se acercó cojeando a la ventana más cercana para mirar al exterior.
—Aquí llegan las legiones de Kalare. Están formando cerca de la puerta sur.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Isana.
—Caballeros Ignus. Probablemente hayan intentado derribar las puertas, que es lo primero que se intenta. —Entornó los ojos durante un momento y prosiguió—. Las legiones de Cereus se han desplegado por las murallas. Las puertas habrán aguantado.
—Me tengo que ir —anunció Veradis—. Me necesitan.
—Por supuesto —reconoció Isana—. Muchas gracias.
Veradis le dedicó una sonrisa fugaz.
—Buena suerte —murmuró, y se fue con pasos silenciosos.
—Para todos nosotros —gruñó Giraldi. Miró por la ventana con el ceño fruncido.
Una serie de detonaciones más pequeñas perturbaron el aire de la madrugada e Isana pudo ver la luz de los fuegos reflejados en el cristal.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Kalare ha adelantado a sus artífices del fuego. Parece que quieren derribar las murallas.
—¿No son demasiado gruesas para pasar a través de ellas? —preguntó Isana.
Giraldi gruñó una afirmación.
—Pero provoca huecos irregulares que les permiten a las tropas fijar cuerdas y escalas. Si tienen suerte, pueden derribar la muralla. Entonces pueden emplear a los artífices de agua para ampliar la brecha o minar la muralla.
Un resplandor brillante atravesó de repente las ventanas, una luz fría y azulada en lugar del naranja dorado del amanecer.
Giraldi gruñó.
—Bonito.
—¿Centurión?
Giraldi miró hacia atrás.
—Cereus ha dejado que los artífices de fuego hagan su voluntad hasta que ha sido capaz de localizar a la mayoría de ellos. Entonces ha subido a los caballeros Flora a las murallas y ha encendido todas las luces y lámparas de furia en la ciudad para que puedan apuntar bien.
—¿Ha funcionado?
—No lo puedo ver desde aquí —respondió Giraldi—. Pero los legionares de las murallas los están vitoreando.
—Entonces es posible que hayan matado a los artífices de fuego de Kalare.
—No han acabado con todos.
—¿Cómo lo sabes?
Giraldi se encogió de hombros.
—Nunca consigues acabar con todos. Pero parece que les han dado algo en qué pensar a las fuerzas de Kalare.
Isana frunció el ceño.
—¿Qué pasará ahora?
Giraldi frunció el ceño.
—Eso dependerá de lo sangriento que quieran que sea. Cereus y su pueblo están en su hogar y están familiarizados con las furias locales. Eso les da ventaja sobre los caballeros de Kalare. Han intentado realizar un asalto con fuego, y han fracasado. Ahora, mientras Cereus mantenga a salvo a sus caballeros y los utilice con criterio, masacrará a las fuerzas de Kalare si cargan contra ellos.
—Si quieren asaltar la ciudad, deben destruir a sus caballeros —reflexionó Isana—. ¿Es eso?
—A grandes rasgos, sí. Además, también saben que el tiempo no está de su parte. Deben tomar la ciudad antes de que lleguen refuerzos. La única manera de hacerlo con rapidez es que sea sangriento. —El viejo soldado movió la cabeza—. Esto va a ser muy feo. Como la segunda batalla de Calderon.
Los recuerdos de Isana la devolvieron a la batalla. Los cadáveres se habían quemado en hogueras que se alzaban a más de doce metros. Habían tardado más de un año en limpiar la sangre y la suciedad de las piedras de Guarnición. Aún podía oír los chillidos, los gemidos y los gritos de heridos y moribundos. Había sido una pesadilla.
Solo que esta vez no estaban en peligro un centenar de civiles, sino miles o decenas de miles.
Isana sintió un escalofrío.
Al fin, Giraldi se apartó de la ventana moviendo la cabeza.
—¿Necesitáis algo de mí?
Isana respiró hondo y negó con la cabeza.
—Ahora mismo, no.
—Entonces os dejo —anunció Giraldi—. Estaré al otro lado de la puerta.
Isana asintió y se mordió el labio.
Giraldi se detuvo en el quicio de la puerta.
—Estatúder, ¿os creéis capaz de conseguirlo?
—Yo… —Isana tragó saliva—. Yo nunca… No creo que pueda hacerlo.
—Estáis equivocada —gruñó Giraldi—. Os conozco desde hace años. La realidad es que no podéis no hacerlo.
La saludó con la cabeza y salió del dormitorio, cerrando la puerta a su espalda.
Isana bajó la cabeza ante las palabras de Giraldi, y centró la atención en el paciente.
Estaba acostumbrada a tratar heridas infectadas, tanto en su calidad de sanadora de explotación rural como durante su servicio en los campamentos de las legiones. La práctica habitual consistía en aumentar el flujo sanguíneo a través de la zona y después concentrarse de manera meticulosa en los tejidos afectados, destruyendo la infección a trocitos pequeños. En cuanto Rill debilitaba suficientemente la infección, el cuerpo del paciente podía eliminar los restos que quedasen en la herida.
Lo había hecho con heridas de entrenamiento en los campamentos, para jóvenes legionares demasiado idiotas como para limpiar bien y cuidar cortes sin importancia. Lo había hecho por los campesinos y sus hijos, e incluso para el ganado. Las infecciones eran un asunto muy complejo porque se necesitaba delicadeza para controlar con precisión las acciones de su furia, y fuerza para atacar las fiebres invasoras. En rara ocasión había tardado más de media hora en conseguir que la herida sanase.
Isana le indicó a Rill que se deslizase dentro de la bañera, y rodeó a Fade con la presencia de la furia. En condiciones normales, los sentidos de Isana, ampliados a través de la furia de agua, sentían la presencia de una infección como una especie de calor amortiguado, mortecino y lleno de odio. Exponerse a él era desagradable pero soportable. En cierto modo, aquello se podía equiparar a una quemadura producida después de haber pasado un día muy largo bajo el sol.
Pero la herida de Fade era diferente. En el mismo instante en que la furia tocó la herida del hombre desfigurado, Isana la sintió como una bocanada de calor, más caliente que un horno, y se alejó de ella dando un respingo por puro reflejo.
Fade gimió en sueños y se revolvió antes de tranquilizarse de nuevo. Estaba sumergido en un sueño febril. Sintió su confusión como una serie de destellos de una emoción, y después otra. Ninguna de ellas se mantuvo durante el tiempo suficiente como para comprenderla con claridad. Isana apretó las mandíbulas llena de determinación. Entonces, concentrándose en Rill, volvió a introducir los sentidos en el agua de la bañera y se dirigió hacia la mano herida de Fade.
Cuando tocó la herida, sintió cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaron de repente cuando el fuego pulsante y malévolo de la infección por aceite de garic se abrió camino en su percepción. Se fortaleció contra el dolor, controlando sus pensamientos y su concentración, y presionó con más fuerza sobre la zona herida.
Enseguida vio por qué Veradis consideraba que ese artificio era difícil y peligroso. Las infecciones tenían vida propia, e Isana se había encontrado con muchas especies diferentes que intentaban extenderse a través del cuerpo de la víctima, como los hombres libres de una explotación que penetran en una zona salvaje para apropiarse de ella.
Pero la fiebre de garic no era una simple explotación de colonizadores. Se trataba de una legión, de una horda, de una civilización de criaturas diminutas y destructivas. Por eso el calor habitual e incómodo era mucho más intenso y doloroso. La fiebre ya estaba destruyendo la mano de Fade, corroyendo las venas y los vasos sanguíneos, abriéndose camino en hilos y tentáculos hasta los huesos de la mano y la muñeca. Si Isana aplicaba el método habitual y atacaba directamente la fiebre, le destrozaría la mano a Fade. Eso permitiría que la infección se extendiese a diferentes zonas del cuerpo sin perder la densidad dolorosa y peligrosa, le provocaría una conmoción y lo más probable sería que lo matara. No podía intentar aplastarla.
En su lugar, tendría que asediar la fiebre en la fortaleza que había construido en la herida. Al atacarla centímetro a centímetro, podría desgastar lentamente la masa pulsante de la infección, eliminando a través de la sangre trocitos tan pequeños que el cuerpo de Fade fuera capaz de combatirlos. Si lo hacía, al mismo tiempo debía mantener la presión sobre la infección para evitar que se fracturase en piezas más grandes mientras la iba minando y desgastando.
Pero era muy grande. Podía tardar días en terminar la tarea y, mientras tanto intentaría crecer, extenderse y destruir. Si trabajaba con demasiada rapidez, liberando masas de infección demasiado grandes, el cuerpo de Fade no sería capaz de combatirla y se extendería, lo que acarrearía consecuencias letales. Si trabajaba demasiado despacio, separando trozos demasiado pequeños, la fiebre crecería con mayor rapidez que la destrucción que le aplicaba. Y durante todo ese tiempo se vería obligada a soportar el dolor de la proximidad y mantenerse concentrada en la tarea.
Casi parecía imposible. Pero no podía permitirse creer eso, o de lo contrario no podría ayudarle.
Giraldi tenía razón. Isana preferiría perder la vida antes que cruzarse de brazos y contemplar como moría su amigo.
Isana apretó los dedos alrededor de la mano de Fade y se preparó para llamar a Rill. Cerró los ojos e intentó hacer caso omiso del sonido de los tambores y de las trompetas, y de los gritos muy distantes de los heridos y los moribundos.
Isana tembló. Al menos, Tavi estaba seguro y muy lejos de aquella locura.