Cuando faltaba media hora para el amanecer, lady Aquitania convocó a cuatro Lobos del Viento, caballeros mercenarios que llevaban mucho tiempo al servicio de Aquitania y eran los responsables de la pérdida de no pocas vidas. Los supuestos responsables, se recordó Amara con firmeza. No había pruebas.
Amara, Bernard, Rook y lady Aquitania se encontraron con ellos en la punta de la aguja más alta de la ciudadela de Cereus. Los caballeros Aeris y el carruaje que transportaban subieron hacia la aguja desde el interior de la ciudad. Se mantuvieron por debajo del nivel de los tejados siempre que les fue posible.
Iban vestidos para viajar: Amara, con sus ajustados cueros de vuelo y el cinturón con la espada. Bernard, con ropa de leñador en marrón, verde y gris, cargando con un hacha, el arco, las mantas para dormir y una aljaba de guerra. Lady Aquitania llevaba unas prendas parecidas a las de Amara, aunque las capas de cuero estaban combinadas con una trama de acero increíblemente fina que le ofrecía mayor protección a la Gran Señora. También llevaba una espada, aunque Amara no era capaz de imaginarse a Invidia Aquitania blandiendo una, pero lucía la hoja larga y fina con la misma despreocupación que ella.
El carruaje tomó tierra y se abrió la puerta, de la que salió uno de los espadachines vivos más letales. Aldrick ex Gladius superaba en casi media cabeza la estatura de Bernard y se movía con una especie de agilidad serena, sin malgastar movimientos. Del lado izquierdo le colgaban dos espadas, un gladius del modelo de las legiones y una hoja larga de duelista. Sus ojos grises y lobunos se encontraron con los de lady Aquitania, a quien saludó con un gesto.
—Vuestra Gracia.
Detrás de él había una mujer que llevaba un vestido verde pálido. Los contemplaba desde el asiento del carruaje. Su hermoso y muy pálido rostro creaba un contraste fantasmal con el cabello y los ojos oscuros. Amara reconoció a Odiana, otra de los caballeros mercenarios de Aquitania. Ladeó la cabeza mientras estudiaba a los demás, y Amara vio cómo los colores de su vestido de seda latían y formaban remolinos con tentáculos rojo oscuro y bermellón que se deslizaban sobre la tela y le cubrían los hombros. Era una visión inquietante.
Aldrick los miró durante un momento sin quitarles ojo a Amara ni a Bernard.
—Esto es demasiado peso para el carruaje, mi señora. No podremos despistar a sus caballeros Aeris.
Lady Aquitania sonrió.
—Solo iréis los cuatro —le informó a Aldrick—. La condesa y yo viajaremos fuera del carruaje. Suponiendo que eso sea aceptable, condesa.
Amara asintió.
—En cualquier caso, esa era mi intención.
Aldrick frunció el ceño por un momento.
—Esa no es una decisión muy inteligente, mi señora —comentó en voz baja.
—Sobreviviré si se me deshace el peinado, muchas gracias —replicó—. Pero estoy dispuesta a escuchar alternativas, suponiendo que las tengas.
—Dejad aquí a uno —sugirió de inmediato.
—No —se negó Amara, y el tono convirtió la palabra en una orden.
Como lady Aquitania no dijera lo contrario, Aldrick frunció el ceño aún más.
—Cuanto antes nos vayamos —comentó lady Aquitania—, más lejos estaremos de la ciudad antes de que amanezca. Conde Calderon, señora Rook, por favor, tomad asiento.
Bernard miró a Amara, que asintió. A Rook le habían entregado un sencillo vestido marrón y, al igual que lady Aquitania, había alterado sus rasgos, aunque pareció que le costaba bastante más que a ella. Aún cojeaba ligeramente y parecía extenuada —y se apreciaba una notable ausencia de armamento sobre su persona—, pero subió al carruaje por su propio pie. Bernard y Aldrick se miraron por un instante, antes de que el segundo hiciera una leve reverencia y saludara:
—Vuestra Excelencia.
Bernard gruñó, le lanzó a Amara una mirada irónica y subió al carruaje. Aldrick lo siguió, y los caballeros Aeris que había al lado de las barras de transporte engancharon sus arneses de vuelo y, con un inevitable ciclón de viento, levantaron el vehículo de las piedras de la torre y se elevaron en el aire, de manera lenta pero constante. Ganaron altitud.
—Condesa —comentó lady Aquitania antes de emprender el vuelo—, supongo que habéis presenciado combates aéreos con anterioridad.
—Sí.
—Yo no —replicó, sincera—. Estáis al mando. Sugiero que intente crear un velo a nuestro alrededor.
Amara le arqueó una ceja a la orgullosa Gran Señora, que estaba impresionada. Invidia podía ser arrogante, despiadada, ambiciosa y una enemiga peligrosa, pero no era idiota. Su sugerencia era muy buena.
—Una corriente de viento tan amplia será difícil de ocultar.
—Imposible, de hecho, si cualquier caballero Aeris pasa cerca —reconoció lady Aquitania—. Pero creo que reducirá las posibilidades de que nos vean a distancia.
Amara asintió.
—Hacedlo. Tomad posición a la izquierda del carruaje. Yo lo haré a la derecha.
Lady Aquitania asintió, se recogió el cabello en un moño sobre la nuca y se lo ató con fuerza.
—¿Vamos?
Amara asintió, llamó a Cirrus y las dos mujeres subieron a las almenas de la torre y saltaron hacia el cielo justo antes del alba. Se elevaron dos torrentes de viento que las levantaron rápidamente hacia el cielo. Adelantaron con facilidad al carruaje que se elevaba con lentitud. Amara tomó posición al lado derecho del vehículo, y se colocó entre él y la dirección por la que se aproximaban las fuerzas de Kalarus.
Casi habían ganado mil doscientos metros de altitud cuando salió el sol, que redujo el paisaje que tenían debajo a un enorme diorama, cuyos rasgos característicos parecían reproducidos en miniatura. Si se arriesgaban a ascender para alcanzar las corrientes rápidas de la atmósfera superior, el terreno se acabaría pareciendo a un edredón, pero al salir el sol Amara pudo distinguir algunos detalles de las tierras que recorrían, en especial los viajeros de las calzadas que conectaban con el sur. Huían hacia la protección de las murallas de Ceres.
Y por detrás de ellos, avanzando a gran velocidad por la calzada hacia Ceres, llegaban las legiones de Kalarus. Las sombras seguían cubriendo buena parte del paisaje que sobrevolaban, pero cuando las primeras luces doradas empezaron a caer sobre la columna entre los huecos del terreno, empezó a resplandecer en escudos, yelmos y armaduras. Amara levantó las manos, concentró una parte de los esfuerzos de Cirrus en doblar la luz, y acercó el terreno inferior en una lente cristalina y magnificada. Con la ayuda de la furia podía ver a cada uno de los legionares.
Las dos legiones se desplazaban a toda prisa en filas sólidas y constantes: esa era la marca de unas tropas experimentadas. No se trataba de legiones formadas por forajidos, reclutadas y entrenadas en secreto en las tierras salvajes, con una tropa formada por bandoleros y bribones. Debían de ser las legiones regulares de Kalare, que la ciudad mantenía desde hacía bastante tiempo. Aunque veían menos acción que las legiones del norte, todavía eran un ejército bien entrenado y disciplinado. La infantería iba flanqueada por más jinetes que la mayoría de las legiones, que por lo general solo agrupaban a doscientos cuarenta hombres en dos alas auxiliares de caballería. Las legiones de Kalarus tal vez triplicaran esa cifra, los caballos eran todos altos y fuertes, y los jinetes lucían la librea verde y gris de Kalare.
—¡Mirad! —llamó lady Aquitania—. ¡Al norte!
Amara miró hacia atrás. Aunque se encontraba muy lejos, vislumbró otra columna que se dirigía hacia Ceres desde las colinas al norte de la ciudad. Era la Legión de la Corona, que acudía en ayuda de la defensa de la ciudad. Amara comprobó satisfecha que, como había prometido Gaius, se encontraban más cerca de Ceres que las legiones del sur y las derrotarían ante las murallas de la ciudad.
Al instante siguiente, la luz dorada del sol se atenuó un poco y adquirió la misma tonalidad rojiza que las estrellas.
Una sensación inquietante asaltó los sentidos de Amara.
Frunció el ceño e intentó concentrarse en ella. A medida que cambiaba la luz del sol, o quizás a medida que subían en el aire, se produjo un cambio sutil en el patrón de los vientos que los rodeaban. Podía sentirlos a través de Cirrus, a medida que la furia se incomodaba y la corriente de aire que le proporcionaba empezó a sufrir pequeñas fluctuaciones. A Amara se le erizó el vello de la nuca, y le asaltó la repentina impresión de que la estaban vigilando, de que una presencia malévola se encontraba muy cerca e intentaba hacerle daño.
Se acercó al carruaje, elevándose un poco para mirar a lady Aquitania. La Gran Señora había fruncido el ceño mientras miraba a su alrededor y posaba una mano sobre la empuñadura de la espada. Le lanzó a Amara una mirada llena de preocupación. El rugido del viento dificultaba la tarea de hablar, pero el encogimiento de hombros de lady Aquitania y un ligerísimo cabeceo le habían informado de que ella también había sentido algo, aunque no sabía el qué.
Bernard asomó la cabeza por la ventanilla del carruaje, con gesto preocupado. Amara se acercó y voló lo suficientemente cerca del vehículo como para escucharle.
—¿Qué ocurre?
—No estoy segura.
—A la mujer de Aldrick le está dando algún tipo de ataque —gritó Bernard—. Está tirada en el suelo del carruaje hecha un ovillo.
Amara frunció el ceño, pero justo antes de hablar vio cómo una sombra recorría el lateral del carruaje. Puso una mano sobre la cara de Bernard, la empujó con fuerza hacia el interior y utilizó el impulso para rodar hacia la derecha. El mundo y el cielo dieron vueltas, y sintió cómo un artificio del viento intruso interfería con los esfuerzos de Cirrus por mantenerla en el aire. Al mismo tiempo, la figura de un hombre blindado con los colores verde y gris de Kalare picó hacia abajo. Su espada despedía un brillo rojizo bajo la luz alterada del sol. La hoja no encontró la cabeza de Bernard, y el caballero Aeris trató de lanzar un tajo rápido contra Amara. Esta lo evitó lanzándose directamente hacia arriba, y vio cómo el caballero enemigo pasaba de largo e intentaba recuperar el picado y volver a la carga.
Amara volvió a mirar a su alrededor y vio a otras tres figuras armadas a algo más de medio kilómetro por encima y por delante del carruaje. Mientras los miraba, los tres caballeros viraron y picaron para interceptar el rumbo del vehículo.
Amara llamó a Cirrus, y los vientos furiosos a su alrededor dejaron escapar un agudo silbido de alarma como si fuera el grito de un halcón enloquecido, para avisar a los demás del peligro. Salió disparada para adelantar al carruaje, de manera que los porteadores la pudieran ver, y movió las manos realizando una multitud de gestos rápidos, que transmitían sus órdenes. Los porteadores viraron el carruaje hacia la izquierda y lo impulsaron con toda la velocidad que pudieron alcanzar. Salió disparado a través de un cielo extraño de color bermellón.
Hecho esto, Amara salió disparada como un colibrí hacia el lado del carruaje en el que se encontraba lady Aquitania, y voló lo suficientemente cerca de ella como para entablar conversación.
—¡Nos atacan! —anunció, y señaló hacia delante y arriba.
Lady Aquitania asintió con un gesto seco.
—¿Qué debo hacer?
—Mantened levantado el velo y mirad si podéis ayudar a que el carruaje adquiera más velocidad.
—No podré ayudaros, condesa, si me tengo que concentrar en el velo.
—Ahora mismo solo son cuatro. Solo son un patrulla. Si los caballeros nos pueden ver a distancia, se nos echarán encima muchos más. Mantened el velo levantado hasta que estén demasiado cerca. Llevarán sal, para tratar de herir a las furias de los porteadores y así obligar al carruaje a aterrizar. Debemos evitar que se acerquen tanto. Quiero que toméis posición por encima del carruaje.
Lady Aquitania asintió y se colocó en posición.
—¿Dónde estaréis?
Amara blandió la espada y miró con determinación a los caballeros que caían sobre ellos.
—Vigilad a quienquiera que consiga superarme —gritó, y a continuación llamó a Cirrus y salió disparada para encontrarse con los enemigos a más velocidad que una flecha lanzada por el arco.
Los caballeros Aeris atacantes dudaron durante un instante cuando se abalanzó sobre ellos. Amara explotó su error aumentando al máximo la velocidad. Era, sin duda alguna, la voladora más rápida de Alera, y los caballeros no estaban preparados para la velocidad con qué cargó. Estaba encima del caballero más adelantado antes de que este pudiera sacar la espada y estabilizar su corriente de aire para aguantar un golpe. Amara pasó al lado de él y lanzó un tajo con ambas manos en la empuñadura de la espada.
Había apuntado al cuello, pero el caballero se agachó en el último instante y la espada golpeó el lateral del yelmo. La fuerte hoja se rompió bajo la fuerza bruta del golpe, y las esquirlas de metal brillaron bajo la luz escarlata. Amara sintió una breve sensación dolorosa y punzante en las manos, que se le quedaron insensibles de inmediato. Su corriente de viento se tambaleó hasta extremos peligrosos, y la arrojaron hacia un lado, pero apretó los dientes y recuperó el equilibrio a tiempo de ver al caballero enemigo caer a plomo hacia el suelo, perdido el conocimiento a causa del golpe.
Los otros dos caballeros vieron la desgracia de su compañero y viraron para picar. Sus furias adquirieron más velocidad que la caída del caballero inconsciente, pero les iba a resultar difícil alcanzarlo y salir a tiempo de la caída en barrena. El carruaje iba a tener unos minutos muy valiosos para huir y poner más distancia con los observadores, de manera que el velo de lady Aquitania lo podría ocultar de nuevo.
Amara presionó las manos insensibles contra los costados, mantuvo la vigilancia sobre el picado de los caballeros, se dio la vuelta y regresó junto al carruaje. Desde allí podía ver, a través del artificio, que las furias de lady Aquitania seguían rodeando el vehículo, aunque no podía distinguir los detalles. Era como si estuviera mirando un objeto distante a través del bochorno que surgía de una de las calzadas de Alera en pleno verano. Si hubiera estado algo más lejos, no habría podido ver el carruaje.
Amara movió la cabeza. Llegado el caso, podía crear un velo similar para sí misma, pero para ello tenía que forzar sus capacidades al máximo. El velo de lady Aquitania tenía, al menos, veinte veces dicho volumen y lo estaba haciendo mientras impulsaba la ráfaga de viento que los mantenía a todos en el aire, al mismo tiempo que se impulsaba ella misma. Tal vez no tuviera ni el entrenamiento ni la experiencia de Amara en el combate aéreo, pero se trataba de un formidable recordatorio de lo capaz —y peligrosa— que podía ser.
Amara notó un golpe que venía de abajo, un impacto repentino que la dejó sin respiración e hizo que su visión se convirtiera en un túnel negro con un cielo bermellón en su extremo más alejado. Había descendido en una curva suave para unirse al carruaje, y ese descenso había hecho que aumentara la potencia del golpe.
Durante un segundo perdió completamente la referencia del cielo y de la tierra, pero su instinto le advirtió de que no se detuviera. Desesperada, llamó a Cirrus para ordenarle que adquiriera más velocidad, sin importar la dirección en la que volaba. Intentó superar la desorientación, el dolor de un muslo y la sensación de vacío que se produce al quedarse sin aire de repente, y se dio cuenta de que estaba subiendo casi en vertical, tambaleándose y haciendo eses como si estuviera borracha. La rodeaban océanos ligeros y tenues nubes rojas como la sangre, como si fueran una neblina translúcida.
Amara miró hacia atrás y reparó en su error. Mientras vigilaba a los dos caballeros que descendían, se había olvidado del primer atacante, que debía de ir a suficiente velocidad como para ser capaz de desafiar la de Amara.
Ahora la perseguía de cerca un hombre joven con ojos turbios y una mandíbula decidida. Sostenía uno de los arcos cortos y pesados de cuerno, madera y acero que tanto apreciaban los cazadores de los bosques y marismas sureños. Tenía una flecha corta y pesada colocada en la cuerda, y el arco medio levantado.
Sintió que la rodeaba una onda en el aire. Supo que el caballero había disparado la primera flecha, y que no tenía tiempo para evitarla. Amara le indicó a Cirrus que desviara el proyectil, de manera que el aire sobre su espalda se volvió de repente tan espeso y duro como el hielo, pero impactó con tanta fuerza que Cirrus fue incapaz de mantener el ritmo del vuelo y la velocidad cayó.
Asaltada por una oleada repentina de miedo, se dio cuenta de que esa había sido la intención cuando la dispararon.
El caballero enemigo consiguió situarse por encima de ella. La columna de aire que lo impulsaba interfirió con la suya, y Cirrus perdió aún más fuerza.
Y para empeorar las cosas, volvió esa sensación inexplicable de hallarse ante una presencia hostil, más fuerte, más cercana y más llena de rabia y odio.
El caballero enemigo pasó disparado por encima de ella. La corriente de aire se desvaneció de repente cuando se dio la vuelta con un saco de cuero abierto en la mano. A continuación lanzó media libra de sal de piedra directamente contra la cara de Amara.
Otro silbido agudo recorrió el aire, esta vez de dolor, cuando la sal impactó contra la furia. Esta, convertida en un destello de luces azules, silueteó brevemente la forma que solía adoptar con más frecuencia, la de un semental grande y ágil cuyas patas, cola y crines terminaban en una masa de niebla. La furia se echó hacia atrás y se revolvió a causa del dolor, que golpeó la conciencia de Amara. Esta sintió de repente como si le hubieran caído encima miles de ascuas al rojo vivo. Era una sensación insustancial pero, al mismo tiempo, terriblemente real.
Con otro chillido, Cirrus se dispersó como una nube ante los vientos fuertes, y huyó del doloroso contacto con la sal.
Y Amara se quedó sola.
Su corriente de aire se desvaneció.
Cayó.
Agitó los brazos y las piernas presa del pánico, descontrolada, llamando con desesperación a su furia. No podía alcanzar a Cirrus, ni mover el aire, ni volar.
Por encima de ella, el caballero enemigo llamó a su furia y recuperó su corriente de aire antes de picar detrás de ella. Colocó otra flecha en el arco, y de repente se dio cuenta de que no dejaría que se matara con la caída.
Era un profesional y no iba a correr riesgos.
Se aseguraría de que estaba muerta antes de llegar al suelo.
Amara intentó alcanzar el cuchillo en un gesto inútil, pero al girar las caderas para alcanzarlo, provocó un giro descontrolado, mucho más fuerte y terrorífico que cualquier cosa que hubiera sentido antes.
Veía el destello e imágenes emborronadas.
El suelo crecía por debajo de ella. Estaba formado por campos y pastos ondulados bajo la luz rojiza del sol.
El sol escarlata le frunció el ceño.
El caballero enemigo levantó el arco para efectuar el disparo mortal.
Entonces la bruma escarlata que estaban atravesando se movió.
Suelo.
Cielo.
Sol.
La bruma escarlata se condensó en una docena de nubes más pequeñas, opacas y escarlatas. Unos apéndices rojizos y parecidos a enredaderas salieron por la parte inferior de las nubes más pequeñas, y se agitaron y lanzaron a través del aire con un movimiento decidido y terrorífico.
Le asaltó un chillido más escalofriante que ninguna otra cosa que Amara hubiera escuchado nunca.
Una docena de zarcillos ensangrentados salieron disparados hacia su perseguidor.
El caballero enemigo soltó el disparo, pero el impacto de los zarcillos extraños envió lejos la flecha.
El caballero chilló con un sonido largo y continuado de dolor y terror. Era la voz de un hombre joven que se quebraba a la mitad.
Bestias nubosas de un color carmesí oscuro lo rodeaban con unos zarcillos que azotaban y despedazaban.
Su grito se detuvo.
La visión de Amara se emborronó, estaba muy desorientada y llamó desesperada e inútilmente a Cirrus. Luchaba por moverse como si la furia hubiera estado allí para guiarla. Consiguió que los giros fueran más lentos, pero nada más. La tierra se acercaba, enorme, ubérrima y dispuesta a recibir su cuerpo y su sangre.
Cirrus estaba más allá de su llamada.
Iba a morir.
No podía hacer nada para evitarlo.
Amara cerró los ojos y apretó las manos sobre el vientre.
No necesitaba respirar para susurrar su nombre: Bernard.
Y entonces se levantó una ráfaga de viento que la rodeó. Presionó con fuerza contra ella para detener la caída. Gritó de frustración, miedo e impotencia, y sintió cómo viraba hacia un lado, conjurando la caída como si hubiera sido un picado intencionado.
La tierra siguió subiendo, y Amara aterrizó en el campo arado de una explotación. Intentó golpear con los pies y doblarse en una voltereta controlada para dispersar la inercia. La tierra fresca era lo suficientemente suave como para frenar su velocidad, y después de dar vueltas durante quince metros consiguió detenerse a los pies de un espantapájaros.
Se quedó tendida de lado, aturdida, confusa y dolorida por la docena de impactos que había sufrido durante el aterrizaje. Estaba cubierta de tierra, de barro y de lo que tal vez fuera un poco de estiércol.
Lady Aquitania apareció a su lado, y aterrizó con suavidad.
Llegó a tiempo de que la manchase la sangre del caballero a quien habían capturado las bestias de las nubes. Amara había llegado antes al suelo.
Lady Aquitania levantó la mirada totalmente aturdida, con brillantes gotas de sangre en la mejilla y un párpado.
—¿Condesa? —jadeó—. ¿Estáis bien?
El carruaje también descendió. Bernard tenía tantas prisas por salir y correr hacia Amara que estuvo a punto de arrancar la puerta de las bisagras. Se arrodilló a su lado con una expresión cercana al pánico. La miró muy de cerca y después la examinó en busca de heridas.
—Conseguí frenar la caída —explicó lady Aquitania—. Pero tiene muchos moratones y es posible que se haya roto algún hueso.
A Amara estas palabras le parecieron encantadoras, aunque no podía recordar lo que significaban. Sintió la mano de Bernard en la frente y sonrió.
—Estoy bien, mi señor —murmuró.
—Aquí, conde —indicó lady Aquitania—. Dejadme que os ayude.
Se inclinaron sobre ella y se sintió cómoda.
Miedo. Pánico. Terror. Demasiado para un solo día.
Amara solo quería descansar, dormir. Seguramente las cosas mejorarían después de descansar.
—No tiene ningún hueso roto —anunció lady Aquitania.
—¿Qué ha ocurrido ahí arriba? —preguntó Bernard con una voz que parecía un gruñido muy bajo.
Lady Aquitania levantó los ojos hacia el cielo rojo que tenían encima.
Seguían cayendo gotitas de sangre, pequeñas cuentas rojas que en su momento habían sido un ser humano.
Frunció el ceño y murmuró perpleja:
—No tengo ni idea.