21

Max miró a Tavi durante un segundo con gesto inexpresivo.

—¿Estás loco? —preguntó.

—No es tan complicado —le contestó Tavi—. Coge este mazo y me rompes la maldita pierna.

Era difícil estar seguro bajo la débil luz que precedía al amanecer, pero Tavi creyó ver que su amigo se ponía un poco verde. A su alrededor se desplegaban los sonidos de la Primera Alerana que se preparaba para la marcha. Los centuriones gritaban, los peces se disculpaban y los veteranos se quejaban. Fuera de la empalizada, los seguidores del campamento también se estaban preparando para partir.

—Tavi —protestó Max—, mira, tiene que haber otra manera.

Tavi bajó la voz.

—Si existe, explícamela. No puedo utilizar las furias en la calzada para mí o para mi caballo, no puedo ir montado en un carro sin parecer tremendamente sospechoso, y estoy tan seguro como los cuervos de que no puedo mantener el ritmo por mí mismo más de tres horas. Una pierna rota tarda días en curarse lo suficiente como para poder andar con ella.

Max suspiró.

—Estás loco.

—¿Loco? —preguntó Tavi—. ¿Se te ocurre algo mejor, Max? Porque si es así, este es el momento de compartirla conmigo.

Max dejó escapar un bufido de exasperación, y murmuró toda una retahíla de pintorescas maldiciones.

—Soborno —dijo al fin—. Engrasas las manos adecuadas y te puedes librar de casi todo. Es el estilo de las legiones.

—¿Me puedes prestar algo de dinero?

Max frunció el ceño.

—Ahora mismo, no. Lo perdí todo hace dos noches jugando a las cartas con Marcus.

—Bien hecho.

Max frunció aún más el ceño.

—¿Dónde está tu dinero?

—He estado pagando baños todas las noches, ¿recuerdas? Y no son baratos.

—Oh.

Tavi colocó el mango de un pequeño martillo de herrero en la mano de Max.

—En la espinilla. Les diremos a los médicos que un caballo se asustó y me pasó por encima la rueda de un carro.

—Tavi —protestó Max—. Eres mi amigo. Yo no les pego a los amigos.

—¡Lo hiciste cuando entrenábamos! —replicó Tavi indignado—. ¡Me rompiste la muñeca!

—Eso es diferente —explicó Max, como si la diferencia saltara a la vista—. Eso fue por tu propio bien.

Una columna de soldados montados pasaron a su lado. Los arreos y los arneses repicaban. Los jinetes estaban de buen humor a juzgar por sus conversaciones, y Tavi captó retazos de bromas pesadas, insultos amistosos y risas fáciles.

—Los exploradores se van ya —le informó Tavi señalando a la tropa montada—. Les seguirá la vanguardia. En cosa de un minuto recibiremos la orden de marcha. Deja de actuar como una abuela y rómpeme la maldita pierna. Es tu deber.

—Los cuervos se lleven el deber —replicó Max con presteza—. Eres mi amigo, y eso es más importante.

—Max, algún día te meteré un poco de sentido común en la cabeza a pedrada limpia —le espetó Tavi—. Con una piedra grande y pesada. —Extendió la mano para que le diera el martillo—. Dámelo.

Max le devolvió la herramienta a Tavi con alivio.

—Bien. Mira, me apuesto algo a que podemos descubrir otra manera de…

Tavi cogió el martillo, colocó la pierna derecha sobre la rueda del carro más cercano y, antes de que pudiera pensar en ello, golpeó con fuerza un lado de la espinilla.

El hueso se rompió con un crujido.

El dolor atravesó los sentidos de Tavi como una llamarada repentina, e hizo todo lo que pudo para no chillar. Sintió todo el cuerpo sorprendentemente débil durante un momento, como si el martillazo hubiera transformado sus músculos y tendones en agua, y cayó de espaldas, agarrándose la pierna herida.

—¡Malditos cuervos sangrientos! —maldijo Max con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. Tío, estás loco. ¡Loco!

—Cállate —replicó Tavi entre dientes—. Y llévame al médico.

Max se lo quedó mirando durante un buen rato y movió la cabeza.

—De acuerdo —asintió, desconcertado—. ¿Para qué están los amigos?

Se acercó a él y se agachó como si quisiera recoger a Tavi y llevarlo como a un niño.

Tavi se lo quedó mirando.

Max puso los ojos en blanco y, en su lugar, agarró uno de los brazos de Tavi y se lo pasó por los hombros para aguantar su peso.

—Aquí estás, Antillar —bramó una voz dura—. ¿Por qué cuervos está formada tu maldita centuria al lado de la de Larus…? —Valiar Marcus se calló de repente cuando vio a Max y a Tavi, y el feo rostro del veterano, curtido por la guerra, se contorsionó con una mueca—. ¿Qué cuervos es esto, Maximus? —Miró a Tavi y le dedicó un saludo descuidado—. Subtribuno Scipio.

Tavi intentó esbozar una sonrisa y le saludó con un gesto al Primera Lanza.

—Estaba cargando el carro —explicó, concentrándose en las palabras e intentando hacer caso omiso del dolor—. El caballo se asustó y la rueda me ha pasado por encima de la pierna.

—El caballo se asustó —repitió el Primera Lanza y miró el caballo uncido al carromato de suministros.

El animal de pelaje gris seguía plácidamente sobre las cuatro patas con la cabeza baja y durmiendo como un bendito.

—Hum —fue lo único que pudo decir Tavi mientras se relamía e intentaba pensar en algo que explicarle al Primera Lanza, pero el dolor de la pierna dificultaba que se le ocurriera algo con la rapidez habitual, de manera que miró a Max.

Max se encogió de hombros ante el Primera Lanza.

—No he visto lo que ha ocurrido. Pasaba por aquí y me lo he encontrado en el suelo.

—Te lo has encontrado —repitió el Primera Lanza.

Valiar Marcus miró a Tavi. Dio dos pasos y se inclinó. Se incorporó de nuevo con el martillo de herrero.

—Un caballo asustado. Una rueda de carro. —Miró el martillo y después a los dos jóvenes.

Max tosió.

—Yo no he visto nada.

—Muchas gracias —murmuró Tavi con amargura.

—Para qué están los amigos —replicó Max.

Valiar Marcus bufó.

—Antillar, coloca a tu centuria en el lugar adecuado y preparaos para la marcha. —Miró a Tavi—. Va a ser un buen día para marchar, señor —comentó—. Pero supongo que no todo el mundo comparte la misma opinión.

—Hum. Sí, centurión —replicó Tavi.

El Primera Lanza movió la cabeza y le lanzó el martillo a Max, quien lo atrapó limpiamente por el mango.

—Lo mejor será que lleves primero al subtribuno a un médico —sugirió Marcus—. Y si es posible, de camino deja esto en los carromatos del herrero. Después coloca a tus peces en su lugar en la columna. Le advertiré al jefe de los arrieros de que tengan más cuidado con este… eh… caballo nervioso.

El viejo caballo dejó escapar un ronquido. Tavi no sabía que fueran capaces de hacer eso.

Max asintió y le dedicó al Primera Lanza un saludo extraño con el martillo en la mano. Estuvo a punto de darle a Tavi en la sien, de manera que se tuvo que agachar hacia un lado, con lo que Max estuvo a punto de perder el equilibrio.

El Primer Lanza lanzó una reniego burlón en voz baja y se alejó.

—¿Crees que ha descubierto tu plan? —preguntó Max, ufano.

—Cállate, Max. —Tavi suspiró e iniciaron, cojeando, el camino hacia los médicos—. ¿Empezará a hablar? Si empiezan a hacer preguntas, no tardarán mucho en descubrir que no tengo capacidad para realizar ningún artificio. Y solo conozco a una persona en todo el maldito Reino que sea así. Mi falsa identidad saltará por los aires.

Max sonrió.

—Menudo espía estás hecho. La próxima vez que te diga que tu plan es una locura…

—¿Qué? ¡Si no hubieras perdido el tiempo quejándote de él, no nos encontraríamos en este aprieto!

—¿Quieres ir andando hasta el médico sin mí? —gruñó Max—. ¿Se trata de eso, Scipio?

—Si con ello evito oír más quejas, ¡lo haré! —replicó Tavi.

Max bufó.

—Cabe la posibilidad de que te tire a una de tus letrinas y te deje allí.

Pero a pesar de sus palabras, el gigantesco norteño llevó a Tavi hasta los carromatos de los médicos con cuidado de no dañar aún más la pierna de su amigo.

—Solo tienes que mantener la boca cerrada —le ordenó Tavi cuando Max lo acercó hasta el carro—. Hasta que sepamos lo que está haciendo.

—De acuerdo —asintió Max y dejó a Tavi en manos de los sanadores, antes de sacar el bastón de centurión del cinturón y salir corriendo para disponer a sus soldados en el orden de marcha adecuado.

Foss apareció en uno de los carromatos y el viejo sanador con aspecto de oso subió al fondo del carro donde estaba sentado Tavi y examinó brevemente la pierna.

—Hum. ¿Un accidente, hum?

—Sí —respondió Tavi.

—Muchacho, solo tenías que sobornar al Primera Lanza para que te dejase conducir un carromato. Y para eso tampoco se necesita un gran soborno.

Tavi frunció el ceño.

—¿Cuánto? En cuanto haya recibido la paga.

—Solo en efectivo —lo interrumpió Foss con voz firme.

—Oh, en ese caso, ya os lo he dicho —repitió Tavi—. Ha sido un accidente.

Foss bufó y empezó a trastear con la pierna de Tavi.

Sintió cómo una hoja se hundía en su piel y apretó los dientes siseando de dolor.

—Y me he gastado todo el dinero en el Pabellón.

—Ah —exclamó Foss, asintiendo—. Es bueno aprender a compensar los vicios, señor. Alegrarse un poco con las mozas y ahorrar un poco para evitar el trabajo.

Sacó una bañera larga y estrecha de la parte trasera del carromato y la llenó con un par de pesadas jarras de agua. Entonces ayudó a Tavi a quitarse las botas. Le dolió tanto que se prometió a sí mismo que la siguiente vez no se rompería la pierna sin haberse quitado antes las botas.

Foss no había empezado aún el proceso de sanación cuando empezaron a redoblar los tambores de la legión, que le indicaban a la columna la partida inminente. Un momento después, sonó un clarín a la cabeza de la columna, y los carromatos y la infantería se pusieron en movimiento. Al principio lo hacían con bastante lentitud, hasta que los hombres y los caballos alcanzaron la calzada, y entonces ganaron velocidad. La marcha a paso redoblado se convirtió en un paso ligero y, a partir de ahí, aumentaron la zancada hasta una carrera que devoraba los kilómetros sin llegar a ser un esprint en toda regla. De manera similar, los caballos fueron acelerando hasta el medio galope y el carromato empezó a saltar y a bambolearse detrás de ellos.

Tavi sintió en la pierna herida cada bache del camino. Cada uno de ellos le envió una punzada de dolor como si fuera una criatura pequeña y malvada decidida a arrancarle la pierna. Y así continuó durante lo que le pareció media vida, hasta que Foss pareció finalmente satisfecho de que el ritmo se hubiera estabilizado lo suficiente como para permitirle trabajar y metió la pierna herida de Tavi dentro de la bañera.

El artificio de agua que le curó la pierna fue rápido, y transformó el dolor en un calor repentino, intenso y, en cierto sentido, benévolo. Cuando desapareció al cabo de un rato, se llevó consigo la mayor parte del dolor, y Tavi se dejó caer de espaldas muy cansado.

—Tranquilo, señor —murmuró Foss—. Tened. Comed al menos un poco de pan, antes de quedaros dormido.

Le pasó una hogaza de pan dura y redonda, y la barriga vacía de Tavi empezó a protestar. Tavi devoró la hogaza y un trozo de queso, y engulló casi toda una bota de vino flojo. Entonces, Foss asintió.

—Con eso basta —indicó—. Dentro de nada volveréis a estar en pie.

Tavi deseó con todas sus fuerzas que no fuera así. Se dejó caer de espaldas, se puso el brazo sobre los ojos y se dejó llevar por el sueño.

Fue vagamente consciente de los gritos de alarma y cuernos estridentes que ordenaban un alto. El carromato frenó hasta quedar parado. Tavi le abrió los ojos a un cielo mortecino y nublado que brillaba con relámpagos de una luz rojiza y retumbaba con truenos amenazadores.

Tavi se sentó.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a Foss.

El veterano sanador se puso en pie en la parte trasera del carromato al mismo tiempo que se detenía y miró hacia delante. Un tambor sonó en una serie de redobles rápidos y lentos, y Foss exhaló con una maldición.

—Bajas.

—¿Ya estamos luchando? —preguntó Tavi y movió la cabeza con la esperanza de quitarse de encima el sueño.

—¡Abrid paso! —gritó una voz de mujer, más fuerte de lo que era humanamente posible, y el gran caballo blanco de lady Antillus pasó al galope por la calzada. Los legionares tenían que apartarse de su camino, y los demás caballos se removían nerviosos en su sitio. Pasó al lado de Tavi con los arneses resonando.

—Vamos —gruñó Foss—. A sus brazos no les pasa nada, señor.

Le hizo un gesto a Tavi para que le ayudara, y los dos sacaron del carromato un par de bañeras de cuerpo entero y las bajaron al suelo. La pierna le dolía a rabiar, y los músculos agarrotados se habían convertido en nudos ardientes, pero Tavi apretó los dientes e hizo todo lo que pudo para hacerle caso omiso. Foss y él arrastraron las bañeras hasta un lateral de la calzada, mientras lady Antillus tiraba de las riendas de su corcel hasta que se detuvo y saltó de la silla con una extraña mezcla de elegancia y elasticidad.

—Agua —gruñó Foss.

Tavi volvió a subir al carromato y empezó a mover las pesadas jarras hasta el extremo de este. El viento se levantó hasta formar un rugido estruendoso, y el comandante Fantus y Crasus llegaron disparados por la calzada a unos tres metros del suelo. Cada uno de ellos llevaba una figura inmóvil sobre el hombro. Lady Antillus, Foss y cuatro sanadores más salieron a su encuentro, recogiendo a los hombres heridos de los caballeros Aeris. Le quitaron la armadura a los heridos con la eficacia que da la práctica y metieron a los dos hombres en las bañeras.

Tavi observó desde lo alto del carromato y mantuvo la boca cerrada. Las heridas de los hombres eran… extrañas. Los dos estaban cubiertos de sangre y los dos se agitaban de manera salvaje, dejando escapar gritos ahogados de dolor. Les habían desaparecido largas tiras de piel en las piernas, formando bandas de unos dos o tres centímetros de ancho, como si les hubieran azotado con una cadena al rojo vivo.

En cuanto estuvieron en las bañeras, lady Antillus avanzó un paso y agarró a uno de los caballeros heridos por la cabeza. Se agitó durante un instante más, pero entonces se fue tranquilizando de manera paulatina en la bañera, jadeando pero sin gritar, y con los ojos vidriosos. Otro tanto hizo con el segundo hombre antes de indicarles con un gesto a los sanadores que se acercaran a examinar a los heridos y conferenciar.

El ruido estruendoso de cascos de caballo se fue acercando, pero esta vez lo hizo a un lado de la calzada. Eso conjuraba el peligro de asustar un caballo nervioso o de pisotear a un legionare desafortunado. El capitán Cyril y el Primera Lanza se acercaron a los sanadores. El capitán desmontó, seguido de Valiar Marcus, y miró a su alrededor hasta que vio al tribuno de los caballeros, Fantus.

—¿Tribuno? Informe.

Fantus hizo una mueca hacia los dos hombres en las bañeras antes de saludar a Cyril.

—Nos atacaron, señor.

—¿Atacaron? —preguntó Cyril—. ¿Quién?

—Sería mejor preguntar qué nos atacó —le corrigió Fantus—. Algo al borde de esa capa de nubes. Sea lo que sea, no lo pude ver. —Señaló a Crasus con un gesto—. Él sí lo vio.

Crasus estaba mirando a los dos hombres heridos con el rostro completamente pálido y las arcadas a flor de piel. Tavi sintió una punzada de compasión por el joven, a pesar de su enemistad con Maximus. Crasus había visto por primera vez sangre derramada, y a Tavi le pareció que era demasiado joven como para encajar algo así.

—Sir Crasus —lo llamó Cyril con un tono de voz deliberadamente alto para sacar al joven caballero de su inmovilidad.

—¿Señor? —respondió Crasus y lo saludó un latido más tarde, como si acabara de recordar el protocolo.

Cyril miró al chico, sonrió y preguntó con voz más tranquila:

—¿Qué ha ocurrido ahí arriba, hijo?

Crasus se lamió los labios con los ojos fijos en la lejanía.

—Era el hombre de vanguardia de una patrulla aérea, señor. Bardis y Adriano, que están ahí, eran los hombres de flanco. Quería aprovechar la capa de nubes y escondernos en el borde, donde aún podíamos ver el terreno que quedaba por delante. Los conduje hacia arriba.

Tembló y cerró los ojos.

—Continúa —lo animó Cyril con voz tranquila y firme.

Crasus parpadeó varias veces.

—Algo salió de las nubes. Cosas escarlatas. Formas.

—¿Manes del viento?

—No, señor. Seguro que no. Eran sólidos pero… amorfos… Sí, creo que esa es la palabra. No tenían un perfil fijo. Y tenían muchas patas. O quizá tentáculos. Salieron de la nada y nos agarraron con ellos.

Cyril frunció el ceño.

—¿Qué ocurrió?

—Empezaron a estrangularnos. Tiraban de nosotros. Seguían llegando más. —Crasus respiró hondo—. Quemé al que me había atrapado e intenté ayudarles. Les corté y parecía que les dolía, pero no conseguía detenerlos. Así que empecé a sajarles las patas a esas cosas hasta que liberé a Bardis. Creo que Adriano tenía un brazo libre y también les cortaba. Pero ninguno de los dos podía volar, así que los tuve que agarrar antes de que cayesen. De no haber sido por la ayuda de sir Fantus habría perdido a uno de ellos.

Cyril frunció los labios y juntó la cejas consternado.

—¿Lady Antillus? ¿Cómo están los hombres?

La Gran Señora levantó la vista de su labor.

—Les han quemado. Creo que algún tipo de ácido. Es potente y aún está disolviendo la carne.

—¿Vivirán?

—Es demasiado pronto para decirlo —respondió, y se volvió hacia las bañeras.

Cyril gruñó y se masajeó la mandíbula.

—¿Tenéis alguna idea del artificio que pueda estar detrás de esta capa de nubes? —le preguntó a Fantus.

—No —respondió Fantus—. No se trata de un artificio de las furias.

Retumbaron más truenos. Los rayos escarlatas bailaban detrás de un velo de nubes.

—¿Es natural?

Fantus levantó la vista.

—Está claro que no. Pero tampoco es un artificio de las furias.

—¿Quién más podría hacer algo así? —murmuró Cyril y miró a los caballeros heridos—. Quemaduras con ácido. Nunca he oído de ninguna furia que pudiera hacer eso.

Fantus entornó los ojos hacia la capa de nubes.

—¿Quién más podría hacer algo así? —preguntó.

Los ojos de Cyril siguieron la mirada del tribuno de los caballeros.

—Bien. Si la vida fuera simple y predecible, imaginad lo que nos íbamos a aburrir.

—Está bien aburrirse —replicó Fantus—. Me gusta aburrirme.

—Y a mí también. Pero parece que el destino no nos ha consultado a ninguno de los dos. —Cyril se masajeó la frente con el pulgar. Su rostro parecía distante y pensativo—. Tenemos que saber más. Manda ahí arriba a tus mejores voladores y estad en guardia. Echadles otro vistazo si podéis. Tenemos que saber si se van a quedar ahí arriba o si van a bajar a cenar.

—Sí, señor —asintió Fantus.

—Mientras tanto, quiero que un nivel de las patrullas aéreas mantengan un techo relativamente bajo. Digamos que a media altura. Y un segundo nivel que se sitúe por encima de ellos, sin perder de vista esas nubes. Si hay problemas, el primer nivel puede subir a ayudar.

Fantus frunció el ceño.

—Situarse tan cerca del suelo va a ser muy cansado para el primer nivel, capitán. Los hombres tendrán que realizar rotaciones. Eso reducirá en gran medida el número de ojos que estén vigilando que no haya más problemas.

—No nos encontramos en territorio enemigo. Mejor eso que perder más caballeros Aeris por culpa de esas cosas. Ya somos muy pocos de por sí. Hacedlo.

Fantus asintió y saludó de nuevo. Entonces se acercó a Crasus y se quedó al lado del joven caballero, mirando a los hombres en las bañeras.

Tavi también dirigió la vista hacia las bañeras y estuvo a punto de vomitar.

Uno de los hombres estaba muerto, horriblemente muerto con el cuerpo encogido y arrugado como una uva podrida y con agujeros enormes de quemaduras. El otro caballero respiraba con jadeos frenéticos y los ojos muy abiertos y a punto de saltarle de las órbitas, mientras que los sanadores trabajaban a toda velocidad para salvarlo.

—Se diría que alguien está intentando obstaculizar nuestro avance —le comentó el capitán al Primera Lanza.

—No tiene demasiado sentido. En la dirección que vamos, nos estamos alejando del camino de Kalarus. Estamos saliendo completamente del teatro de operaciones de esta guerra. Debería alegrarse de que estemos en marcha.

—Sí —reconoció Cyril—. Pero parece que alguien nos quiere lentos y ciegos.

El Primera Lanza gruñó.

—Eso significa que queréis avanzar con rapidez y descubrir qué cuervos está pasando ahí delante. Solo para fastidiarlo.

Cyril enseñó los dientes en una rápida sonrisa.

—Reparte medio vaso de agua a hombres y animales para que beban un poco, y nos ponemos de nuevo en marcha.

El Primera Lanza saludó al capitán y se fue. Convocó a los mensajeros y repartió las órdenes.

Cyril se quedó mirando al superviviente del ataque. Poco a poco se estaba tranquilizando y abandonando los violentos espasmos de dolor. Se colocó al lado de Crasus. El joven caballero no se había movido. Su mirada seguía fija en el cuerpo triste y marchito del hombre muerto.

—Sir Crasus —dijo Cyril.

—¿Señor?

El capitán agarró al joven por el hombro y, con suavidad, le obligó a darse la vuelta del todo para alejarlo del cadáver y que mirara al capitán.

—Sir Crasus, no podéis hacer nada por él. Vuestros hermanos caballeros necesitan que vuestros ojos y vuestros pensamientos se centren en vuestro deber. Tenéis que concentraros en ellos.

Crasus negó con la cabeza.

—Si yo…

—Sir Crasus —lo interrumpió Cyril con tono tranquilo pero duro—. Recrearse en las recriminaciones y las dudas es un juego que no se pueden permitir vuestros hombres. Sois un caballero del Reino, y os comportaréis como tal.

Crasus se puso firmes, tragó saliva y saludó al capitán.

Cyril asintió.

—Mejor. Habéis hecho por ellos todo lo que habéis podido. Regresad a vuestras obligaciones, sir Crasus.

—Señor —saludó el medio hermano de Max y empezó a mirar hacia atrás, pero se detuvo a medias no sin esfuerzo, se puso el yelmo y se alejó hacia la cabeza de la columna.

Cyril contempló a Crasus durante un momento, y los sanadores empezaron a retirarse de la segunda bañera con el aspecto de hombres que han completado su labor. Aunque pálido como la muerte, el joven caballero que había en la bañera respiraba a un ritmo constante mientras lady Antillus seguía arrodillada al lado de la bañera, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos sobre la cabeza del caballero herido.

Cyril asintió y su mirada cayó sobre Tavi.

—¿Scipio? —preguntó—. ¿Qué te ha pasado?

—Un accidente con un carro, señor —contestó Tavi.

—Se ha roto la pierna —informó Foss con un gruñido, mientras regresaba al carromato.

Cyril arqueó una ceja y miró a Foss.

—¿Grave?

—En la espinilla, una rotura limpia. La he recompuesto. No dará problemas.

Cyril miró a Tavi durante un buen rato con los ojos entornados y asintió.

Lady Antillus se incorporó de la bañera de sanador, se alisó la falda y se acercó muy seria al capitán. Lo saludó.

—Tribuno —la saludó Cyril—. ¿Cómo se encuentra?

—Creo que está estable —contestó lady Antillus con voz fría y tranquila—. Si no hay complicaciones, sobrevivirá. El ácido se ha comido la mayor parte del músculo del muslo izquierdo y el antebrazo derecho. No volverá al servicio.

—Hay más servicios en una legión que el combate —replicó Cyril en voz baja.

—Sí, señor —asintió lady Antillus, pero su tono neutro manifestaba un claro desacuerdo.

—Muchas gracias, Vuestra Gracia —le agradeció Cyril—. Por salvarle la vida.

El gesto de lady Antillus se volvió distante e indescifrable, e inclinó la cabeza de manera casi imperceptible.

Cyril le devolvió el gesto. Volvió su caballo, montó y trató de alcanzar la cabecera de la columna.

Lady Antillus se volvió hacia Tavi una vez hubo partido el capitán.

—Scipio.

—Tribuno —dijo Tavi con un saludo formal.

—Salta del carromato —le ordenó con firmeza—. Vamos a ver esa pierna.

—¿Perdonad?

Lady Antillus arqueó una ceja.

—Soy la tribuno Medica de esta legión. Estás bajo mis cuidados. Ahora baja del carro, subtribuno.

Tavi asintió y bajó lentamente, con cuidado de descargar el mínimo peso posible en la pierna herida.

Lady Antillus se arrodilló y tocó la pierna rota durante un momento. Entonces se puso en pie e hizo rodar los ojos.

—No es nada.

—Foss la ha curado —explicó Tavi.

—Se trata de una herida menor —replicó—. Seguramente, Scipio, incluso alguien con tus modestas habilidades como artífice del metal es capaz de hacer caso omiso de las posibles molestias y marchar.

Tavi miró a Foss, pero el sanador estaba supervisando el traslado del caballero herido a una cama del carromato y mantuvo los ojos cuidadosamente apartados.

—Me temo que no, Vuestra Gracia —improvisó Tavi, mientras la miraba pensativo—. Está bastante reciente y no quiero ser ningún impedimento para la legión.

Estaba claro que no había engañado a lady Antillus al prender el fuego. Era muy probable que supiera o, al menos, albergara muchas sospechas respecto a su identidad y estaba dispuesta a desenmascararlo. La animosidad que se profesaban no era sorprendente, si se tenía en cuenta la gran paliza que le había dado a su sobrino, Kalarus Brencis Minoris, durante los acontecimientos de Final del Invierno. Aun así, no podía permitir que descubriera, con tanta gente como testigo, quién era él en realidad.

Eso significaba que tenía que actuar.

—Lo siento, Vuestra Gracia —se disculpó Tavi—. Pero aún no puedo apoyar el peso en ella.

—Ya veo —asintió lady Antillus, que alargó la mano y empujó con firmeza el hombro de Tavi, obligándole a descargar el peso sobre la pierna herida.

Tavi sintió una punzada de dolor que lo atravesó desde el talón derecho hasta la clavícula izquierda. La pierna cedió y él cayó, precipitándose sobre lady Antillus y casi derribándola.

La Gran Señora dejó que Tavi cayera y recuperó el equilibrio.

—En Antillus he visto niñas pequeñas que aguantan más que eso —comentó mientras cabeceaba. Clavó la mirada en Foss—. No voy a perder el tiempo tratando a gandules como este. Cuida de la pierna. Ponlo a caminar en cuanto creas que está listo. Mientras tanto, puede jugar a las enfermeras con el herido.

Foss saludó.

—Sí, tribuno.

Lady Antillus bajó la mirada hacia Tavi antes de echar atrás el cabello oscuro, montar a caballo y salir al galope hacia la parte delantera de la columna.

Después de irse, Foss rio con disimulo.

—Tenéis buen olfato para reconocer los problemas, señor.

—A veces —reconoció Tavi—. Foss. Suponiendo que pueda conseguir el dinero. ¿De cuánto estamos hablando para que pueda viajar en el carro?

Foss se lo pensó.

—Al menos dos águilas de oro.

Tavi devolvió su cuchillo pequeño a la funda que llevaba en el bolsillo, deshizo con tranquilidad los lazos fuertemente anudados de la talega de lady Antillus y vació su contenido en la mano. Tres coronas de oro, media docena de águilas de oro y once toros de plata repicaron entre ellos. Tavi seleccionó una corona de oro y se la arrojó a Foss.

El sanador atrapó la moneda con buenos reflejos y se quedó mirando a Tavi y la talega de seda. Abrió los ojos de par en par, y su garganta emitió unos sonidos estrangulados.

—Eso son cinco veces el precio que has pedido —le recalcó Tavi—. Y ayudaré durante todo el camino con el herido. ¿De acuerdo?

Foss se pasó una mano por el cabello cortado al cepillo, dejó escapar una carcajada y se guardó la moneda.

—Muchacho, tienes más pelotas que cerebro. Me gusta. Subid.