20

Isana puso la mano sobre el pecho de Fade, y llamó a Rill para que le permitiese percibir el cuerpo del hombre a través de los sentidos de la furia de agua. Pero después de su colapso, el esfuerzo fue superior a sus fuerzas. Isana sentía que la cabeza le iba a estallar con una explosión de dolor agudo, y su corazón empezó a latir desbocado cuando perdió las fuerzas para incorporarse.

Dejó escapar un grito débil de pura frustración antes de apretar los dientes y concentrarse. Si les daba alas a sus emociones, no iba a poder ayudar al hombre que yacía a su lado.

—¡Socorro! —gritó, pero el sonido le pareció patéticamente débil, y estuvo segura de que no había traspasado la puerta de madera cerrada. Intentó respirar hondo y gritar de nuevo—. ¡Necesito ayuda! ¡Sanador!

Tras el segundo grito, la puerta se abrió de golpe. Giraldi lanzó una mirada por toda la estancia y soltó una maldición. Corrió hacia Isana cojeando de manera ostensible.

—¡Estatúder!

—Yo no —le indicó, débil y frustrada—. Fade se ha desmayado. No respira. Sanador.

El viejo centurión asintió con un gesto brusco, se puso en pie y salió corriendo del dormitorio a un paso que con toda seguridad no le convenía a su pierna lisiada. Gritó en la antesala y oyó unos pasos que se acercaban a la carrera. Primero aparecieron los guardias y, al cabo de unos minutos, escoltaron hasta la habitación a una joven que lucía un vestido blanco muy sencillo.

Era una criatura pálida con una piel tan blanca que casi parecía translúcida. El cabello, muy corto para tratarse de una mujer tan joven, era fino y ralo como una telaraña. Isana sintió que su juventud era genuina, y no el resultado de su talento con el artificio del agua, aunque no sabía por qué podía sentirlo. Los ojos de la sanadora parecían demasiado grandes para su rostro largo, delgado y triste a su manera, y tenía unas cejas tan oscuras que parecían negras. Las ojeras destacaban con tanta fuerza que parecían moretones, y se comportaba con los gestos bruscos y seguros que otorgaba la confianza, cosa que Isana solo habría esperado de alguien mucho mayor.

La joven se acercó de inmediato al lado de Fade, se arrodilló y colocó la punta de los dedos en las sienes. Era un gesto competente y profesional, aunque algo desganado.

—Estatúder —preguntó mientras se concentraba con los ojos cerrados en su artificio de las furias—, ¿me podéis decir lo que le ha ocurrido?

—Cayó redondo al suelo —respondió Isana.

Giraldi volvió a entrar en el dormitorio, e Isana sintió que la invadía una oleada de gratitud y otra de vergüenza cuando él se limitó a cogerla en brazos y devolverla a la cama.

—Empezó a divagar. Temblaba. Después cayó al suelo. Dejó de respirar, y no he podido encontrarle el pulso.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Ni dos minutos.

La joven asintió.

—Entonces hay una posibilidad. —Alzó la voz hasta que resonó como un clarín que llamara a las armas con un volumen digno de un centurión en el campo de batalla—. ¿Dónde está mi bañera?

Tres legionares, que gruñían por el esfuerzo, pasaron a través de la puerta cargando con una pesada bañera de sanador que iba llena a rebosar. La dejaron en el suelo, mientras la joven sanadora libraba a Fade de la capa, el cinturón de la espada y las botas. Ante un gesto de ella, los guardias metieron el cuerpo sin vida en la bañera.

La sanadora se arrodilló detrás de la bañera y colocó las manos sobre la cabeza de Fade.

—Apartaos —ordenó con un tono que sugería que estaba acostumbrada a hacerlo.

Los guardias se apartaron de la bañera y salieron del dormitorio a toda prisa. Isana le hizo a Giraldi un gesto para que se fuera con ellos.

La sanadora se quedó en silencio durante un buen rato, con la cabeza inclinada, e Isana se tuvo que contener para no gritarle que se diera prisa. Entonces el aire en la habitación se empezó a espesar de alguna manera, y dio lugar a una sensación extraña, como un viento invisible que presionara contra la piel de Isana. El cabello fino de la sanadora se empezó a levantar de la cabeza, pelo a pelo, como si lo impulsara una suave brisa ascendente, pero Isana no pudo sentir ningún movimiento en el aire. La joven se quedó en silencio durante un momento, soltó el aire con un murmullo, y lo que parecieron pequeños relámpagos empezaron a recorrer la bañera.

La reacción de Fade fue violenta. El cuerpo se le arqueó hacia arriba, y se dobló con tanta fuerza que parecía uno de los arcos de caza de Bernard. Se quedó así durante un momento, antes de caer de nuevo en la bañera y empezar a toser con un sonido húmedo e irregular.

A Isana le dio un vuelco el corazón cuando el esclavo volvió a respirar.

La sanadora frunció el ceño, e Isana vio cómo el agua se empezó a remover en la bañera, lo mismo que cuando ella aplicaba la fuerza sanadora de su furia, aunque solo durante un momento. Entonces la sanadora esbozó una sonrisita triste y apartó las manos de la cabeza de Fade. Rodeó la bañera y levantó su mano herida. Retiró el pañuelo que llevaba alrededor de la mano y lo dejó a un lado. Olisqueó. Retiró la cabeza con un gesto brusco, apartando la cara de la herida antes de bajar la mano hasta el agua.

—¿Qué ocurre? —preguntó Isana.

—Envenenamiento con aceite de garic —respondió la joven.

—¿Qué es eso? —preguntó Isana.

—Muchos mercaderes de armas de las tierras del sur preservan sus productos con una mezcla de aceite que incorpora un tinte destilado a partir del aceite de la piel de los lagartos garic.

—¿Y es venenoso? —prosiguió Isana con las preguntas.

—No siempre de manera intencionada. Pero si el aceite no se mezcla correctamente, o se deja durante demasiado tiempo, el aceite de garic se vuelve venenoso. Se pudre. Si se encuentra en un arma que inflige una herida, la podredumbre entra en la sangre. —Movió la cabeza y se puso en pie—. Lo siento mucho.

Isana parpadeó.

—Pero… lo habéis curado. Está respirando.

—Por ahora —replicó la sanadora en voz baja—. Supongo que vuestro amigo es un artífice del metal.

—Sí.

—¿Resultó herido durante el ataque?

—Defendiéndome —respondió Isana en voz baja—. Una flecha le atravesó la mano.

La sanadora movió la cabeza.

—Eso ha debido de paliar las molestias. Si hubiera acudido a un sanador en menos de una hora, quizá…

Isana la miró, incrédula.

—¿Qué va a ocurrir?

—Fiebre. Desorientación. Dolor. Tal vez pérdida de la conciencia. —La joven esbozó una sonrisa hueca—. No es rápido. Puede tardar días. Pero si tiene familia, deberíais enviar a buscarla. —Levantó la mirada hacia Isana con los ojos oscuros firmes y tristes—. Lo siento —se disculpó en voz baja.

Isana movió lentamente la cabeza.

—¿No se puede hacer nada?

—Se ha curado, a veces. Pero se tardan días, y la mayoría de los que lo intentan mueren con la víctima.

—¿No sois capaz de intentarlo? —preguntó Isana.

La sanadora se quedó en silencio durante un momento.

—No lo voy a hacer.

—Grandes furias —jadeó Isana—. ¿Por qué no?

—Las legiones marchan contra la ciudad de mi padre, estatúder. Se librará una batalla. Habrá heridos, y necesitaremos que regresen a la guerra. Si intento curarle, eso comportará las muertes de docenas o cientos de legionares de mi padre. —Negó con un gesto—. Mis prioridades están claras.

—¿Sois la hija de Cereus? —preguntó Isana.

La joven sanadora le lanzó una sonrisa carente de alegría y vida, y bajó la cabeza con una pequeña reverencia.

—Sí. Cereus Felia Veradis, estatúder.

—Veradis —repitió Isana, y miró al hombre herido—. Muchas gracias por vuestra ayuda.

—No me las deis —replicó Veradis.

—¿Os puedo pedir un favor? —preguntó Isana.

La joven asintió.

—Por favor, me gustaría que me trajeran una bañera de sanador.

Las cejas de Veradis se alzaron con rapidez.

—Estatúder, me han dicho que vuestras capacidades curativas son impresionantes, pero no estáis en condiciones de intentar semejante artificio.

—Me parece que estoy más capacitada para juzgar eso que vos —replicó Isana en voz baja.

—La experiencia me sugiere que no lo estáis —recalcó Veradis con tono práctico—. Él es importante para vos, y no estáis pensando con claridad.

—También eso es algo que solo yo puedo juzgar. —Le sostuvo con firmeza la mirada a Veradis—. ¿Me haréis el favor, señora?

Veradis la estudió durante un buen rato.

—Lo haré —respondió al fin.

—Muchas gracias —le agradeció Isana en voz baja.

—Por la mañana —le informó Veradis—. Después de que hayáis dormido. Volveré y os instruiré en el método. Un retraso de unas pocas horas no empeorará su pronóstico.

Isana apretó los labios, ofuscada, pero asintió.

—Muchas gracias.

Veradis asintió con un gesto y se dio la vuelta para irse, pero se detuvo en el quicio de la puerta.

—Haré traer un camastro y me aseguraré de que haya siempre alguien al lado de la puerta. —Dio unos pasos y se detuvo al otro lado de la puerta—. ¿Es vuestro protector? —preguntó.

—Sí —respondió Isana en voz baja.

—Entonces os pido que ponderéis una cosa antes de empezar. Si morís intentando curarle, su muerte carecerá de sentido. Habrá sacrificado su vida por su señora a cambio de nada.

—No soy su señora —replicó Isana con voz casi inaudible.

—¿Y aun así vais a arriesgar vuestra vida por él?

—No me voy a quedar de brazos cruzados y contemplar cómo muere.

Veradis sonrió durante un segundo y pareció que volvía a ser una muchacha joven y vivaz.

—Comprendo, estatúder. Buena suerte.