Amara llevaba meses sin ver al conde de Calderon. Cuando su escolta de caballeros Aeris y ella descendieron sobre el valle de Calderon y sobre Guarnición, la ciudad fortaleza de Bernard, sintió unas punzadas de excitación en el vientre.
Para su sorpresa, Guarnición había crecido a ojos vista, incluso durante las semanas que habían transcurrido desde su última visita. Lo que había empezado como un poblado de tiendas en el lado alerano de los muros de la fortaleza se había convertido en un conjunto de casas de madera semipermanentes. Saltaba a la vista que Bernard había reunido el dinero para contratar a suficientes artífices de tierra para empezar a erigir edificios de piedra, que proporcionarían protección de las furias letales de esa frontera del Reino.
Lo que de verdad resultaba sorprendente era lo que estaba ocurriendo fuera de las murallas protectoras de la fortaleza. Las tiendas se extendían por una amplia zona, y formaban un mercado al aire libre, por donde pudo ver un centenar de personas moviéndose y haciendo negocios como si fuera un día cualquiera de mercado. Pero eso no era lo que resultaba terriblemente extraño, sino el que la mayor parte de las personas que se movían por el mercado improvisado fueran marat.
Los bárbaros pálidos y sus animales apenas habían sido poco más que una amenaza letal que rara vez había irrumpido en la historia alerana. Hacía unos veinte años, una horda invasora había masacrado a la Legión de la Corona, que aún se estaba recuperando de las elevadas pérdidas sufridas en una campaña anterior. En un solo día murieron miles de legionares, seguidores del campamento y habitantes del valle, entre ellos el príncipe Gaius Septimus y toda su guardia personal, de la que solo se había salvado sir Miles, el capitán de la recién recreada Legión de la Corona.
Había sido una de las derrotas aleranas más amargas y, aunque el Primer Señor y su legión habían limpiado el valle de marat, nada podía traer de vuelta de la tumba a su hijo y heredero. Habían muerto muchos aleranos, y también el próximo Primer Señor. No faltaban los sentimientos de animadversión entre los aleranos y sus vecinos bárbaros.
Aun así, había vendedores ambulantes y mercaderes que hacían negocios con los marat, como los harían en cualquier otra ciudad del Reino. Muchos caballos pastaban tranquilamente en la llanura que conducía al interior del territorio marat, y Amara pudo ver a dos docenas de gargantes enormes que hacían lo mismo. Un grupo de quizás una docena de lobos dormitaba bajo el sol matinal en una elevación de peñascos erosionados a poco menos de un kilómetro. Las tribus caballo y gargante eran, más que cualquier otro marat, los aliados de los aleranos… o, para ser más exactos, eran aliados de Bernard, conde de Calderon, y por eso su presencia era comprensible. Pero la tribu lobo le había parecido siempre la parte más cruel y sedienta de sangre de los marat, y no habían dejado de ser un enemigo para el Reino.
Parecía que los tiempos estaban cambiando, quizás a mejor, y sintió una cálida oleada de orgullo porque Bernard era uno de los responsables de dicho cambio.
Amara intentó seguir relajada y tranquila, pero a pesar de sus esfuerzos descubrió que se había adelantado centenares de metros a su escolta. Relajado, el centinela que había encima de la puerta le preguntó cómo se llamaba y le indicó con un gesto que descendiese antes de acabar de responder. Después de tantos años visitando al conde de Calderon, la mayoría de los legionares destinados en la ciudad la conocían de sobra, en especial los veteranos que quedaban de la centuria de Giraldi. Esos hombres, de los que apenas quedaban sesenta legionares aptos para el servicio, formaban la única centuria en la historia del Reino que había recibido dos veces la franja escarlata de la Orden del León por su valor, y disfrutaban mostrando la tira roja en ambas perneras de los pantalones del uniforme con la misma indiferencia fingida con la que otros legionares lucían las armas y la armadura.
Amara descendió en el patio, obligando a su furia del viento, Cirrus, a que la dejase en tierra mientras seguía en movimiento, y se deslizó con gracia involuntaria en un trote suave que la llevó al otro lado del patio y le hizo subir las escaleras que conducían a la oficina y las habitaciones del conde. Subió los escalones de dos en dos, aunque sabía que así parecía una chica demasiado ansiosa por caer en los brazos de su amante, pero no pudo contenerse mucho más.
Antes de llegar a lo alto de la escalera, se abrió la puerta y Bernard apareció en el hueco. Era un hombre grande, con hombros anchos y fuertes, el cabello y la barba oscuros bien recortados al estilo de la legión, salteados con hebras de un plateado prematuro. Su rostro fuerte y marcado por la vida a la intemperie se abrió con una amplia sonrisa, y cogió a Amara en sus brazos como si no pesara más que un cordero recién nacido. Ella cerró los brazos alrededor de su cuello y hundió la cara en el espacio entre el cuello y el hombro, apretándolo con fuerza y respirando su aroma: cuero, heno recién cortado y humo de madera.
Él la condujo al interior de su despacho sencillo y espartano, y ella cerró la puerta con el pie al pasar a su lado.
En cuanto estuvieron solos, ella cogió su cara entre las manos y le dio un beso en la boca, lento, lujurioso y profundo. Él se lo devolvió con una calidez lenta y creciente. Transcurrido un buen rato se separó un poco y murmuró:
—¿Crees que esta es la mejor manera de ocultar nuestro matrimonio?
Amara levantó la vista con una sonrisa, antes de acercarse más y apretar los dientes contra la piel de su cuello, en un bocadito rápido y delicado.
—¿Qué matrimonio se comporta de esta manera? —murmuró, mientras los dedos ya estaban desabrochando los botones de la túnica.
La voz de Bernard se convirtió en un gruñido sordo, y ella sintió cómo cambiaba el peso para sostenerla con una mano, mientras la otra se deslizaba sobre su muslo.
—Pero ahora no nos ve nadie.
—Me gusta ser concienzuda —replicó Amara, cuyos labios se movían sobre su piel, la respiración cada vez más acelerada—. Es lo más seguro.
El gruñido de su marido se hizo aún más sordo y se convirtió en un rumor. Después se dio la vuelta con rapidez y la sentó en el borde de su escritorio de roble. Se oyó el sonio del acero que raspaba contra el acero cuando sacó la daga del cinturón y la colocó al lado de Amara sobre el escritorio.
—Bernard, no… —protestó.
La boca de Bernard cubrió la suya en un beso repentino y abrasador que silenció a Amara por un instante. Él abrió la pesada chaqueta de cuero que utilizaba para volar, y una mano la apretó en la parte baja de la espalda para forzarla a arquear el cuerpo y encontrarse con su boca mientras la besaba a través de la delgada muselina de la blusa. Sus dientes le apretaron ligeramente la punta de los pechos, lo que le provocó un dolor pequeño, dulce y agudo. La oleada de calor que desencadenó esa caricia le atravesó todo el cuerpo, y limitó su capacidad para hablar a un gemido bajo y desesperado de necesidad.
Sintió cómo se retorcía, con las caderas apretadas contra las suyas, mientras él cogía el cuchillo y, con un gesto rápido y certero, cortaba los lazos de cuero que unían las costuras exteriores de una pernera de sus pantalones, también de cuero. En lugar de protestar, Amara le animó a darse prisa con las manos, el cuerpo y la boca, y empezó a liberarse de la ropa a medida que sentía como el aire tocaba cada vez más piel desnuda.
Sus ojos se encontraron con los de Bernard y, como hacía siempre, a Amara le sorprendió cuán profundo era el deseo que reflejaban, el hecho de que ese hombre, su esposo secreto, realmente la deseara con tal intensidad. Al principio casi no había podido creer lo que veía en su rostro, e incluso en ese momento era una sensación que permanecía fresca y renovada. Más aún, en respuesta desencadenaba un deseo que iba mucho más allá de lo que nunca había creído que pudiera sentir. Para Amara era excitante que un hombre la deseara de una manera tan sincera y desesperada. Ese hombre. Su esposo, su amante.
Hacía que Amara se sintiera hermosa.
Bernard la besó, y sus manos y boca la siguieron recorriendo hasta que Amara creyó que iba a perder la cabeza. Dejó escapar un grito sordo y le dio rienda suelta a su deseo. Él la tomó sobre el escritorio, de manera que su presencia, su fuerza, su aroma y su roce se fundieron en un placer torturador que casi no podía resistir. Su deseo de tocar y de sentir apartó todo pensamiento de su mente. Tan solo le importaba lo que pudiera saborear, oír, sentir, oler, y se sumergió en ello abandonándose por completo.
Horas más tarde, Amara estaba tendido con él en su ancha cama y con las piernas largas y delgadas enredadas con las suyas. No podía recordar a ciencia cierta cuándo la había llevado hasta el dormitorio, pero el ángulo de la luz del sol que iluminaba una pared a través de una ventana alta y estrecha le indicó que la tarde se estaba alejando con rapidez y le daba paso al atardecer. Estaba desnuda, excepto por una sencilla cadena de plata que llevaba alrededor del cuello y el pesado anillo de la legión de Bernard con una piedra verde que colgaba de la cadena. Uno de sus brazos la rodeaba, y su cuerpo era una presencia pesada y relajada.
Amara estaba allí tendida, adormilada y contenta, moviendo perezosamente una de las manos delgadas del color de la miel sobre los músculos nudosos de los brazos de Bernard. Había visto como conseguía levantar con facilidad pesos que ni siquiera un gargante habría considerado una carga ligera, gracias al poder que le proporcionaba su artificio de tierra. Siempre le había resultado muy sorprendente el que un hombre tan fuerte también pudiera ser tan amable.
—Os he echado de menos, mi señora —murmuró su voz con un ronroneo sordo, perezoso y satisfecho.
—Y yo a vos, mi señor.
—He estado esperando este viaje.
Amara dejó escapar una carcajada maliciosa.
—Si por ti fuera, nos quedaríamos aquí.
—Tonterías —replicó, pero con una sonrisa en los labios—. Echo de menos a mi sobrino.
—Y eso es lo que has estado esperando —murmuró Amara, mientras movía la mano—. Eso no.
Los párpados de su esposo se cerraron y dejó escapar un siseo sordo.
—No me malinterpretes. Mmmm. No tengo nada que objetar a esto. Nada en absoluto.
Bernard sintió cómo el vello suave y oscuro de su pecho rozaba la mejilla de Amara mientras sonreía.
—Entonces, supongo que ha funcionado.
Bernard rio, y el sonido fue cálido y relajado. Apretó ligeramente el abrazo y la besó en el cabello.
—Te amo.
—Y yo a ti.
Bernard se quedó en silencio durante un momento, y ella notó que él se ponía un poco tenso. Amara sentía que le quería preguntar algo y que no estaba seguro de hablar o no. Su mano se deslizó sobre el vientre de ella, fuerte y suave.
Amara sabía que no podía sentir las cicatrices que la peste había dejado en su vientre; aun así se encogió durante un instante. Se forzó a seguir quieta y relajada, y le cubrió la mano con las suyas.
—Aún no —comentó y tragó saliva—. Bernard…
—Calla, amor —le cortó él con una voz fuerte, soñolienta y confiada—. Lo seguiremos intentando.
—Pero… —suspiró—. Dos años, Bernard.
—Dos años de una noche aquí y una noche allí —replicó Bernard—. Por fin vamos a pasar algún tiempo juntos en Ceres. —Su mano acarició la piel de Amara y ella tembló—. Semanas.
—Pero… amor, si no te puedo dar un hijo… Tu deber como conde te obliga a traspasarles la fuerza de tu artificio a tus hijos. Se lo debes al Reino.
—Yo ya he cumplido con el Reino —replicó Bernard, y su tono se volvió inflexible—. Y he ido más allá. Y le daré a la Corona unos niños con talento. A través de ti, Amara. O no lo haré.
—Pero… —empezó Amara.
Bernard se volvió y la miró.
—¿Deseáis abandonarme, mi señora? —murmuró.
Ella tragó saliva y negó con un gesto, porque no confiaba en que pudiera hablar.
—Entonces no hablemos más de ello —zanjó Bernard, y le dio un beso intenso.
Amara sintió cómo sus reticencias y preocupaciones se empezaban a disolver ante el calor que la volvía a asaltar.
Bernard dejó escapar un gruñido sordo.
—¿Creéis que ya hemos levantado suficientes sospechas sobre esta visita, mi señora?
Ella rio con un sonido gutural.
—No estoy segura.
Bernard dejó escapar otro gemido sordo y giró el cuerpo hacia ella. Sus manos se movieron, y esta vez pudo Amara sentir los escalofríos de placer que le proporcionaban sus caricias.
—Entonces será mejor que nos andemos con cuidado —murmuró él—. Y que cumplamos con nuestro deber.
—Oh —susurró Amara—. Desde luego.
En la hora más fría y oscura de la noche, Amara sintió cómo Bernard se ponía tenso y se sentaba en la cama con la espalda rígida. Estaba rendida de cansancio, pero consiguió ahogarlo para salir lentamente de las profundidades de unos sueños carentes de forma.
—¿Qué ocurre? —susurró.
—Escucha —respondió en un murmullo.
Amara frunció el ceño y obedeció. Las rachas de viento se precipitaban contra las paredes de piedra del dormitorio de Bernard en ráfagas irregulares. Desde muy lejos, creyó que podía oír un sonido muy leve en el viento, compuesto por chillidos y gemidos inhumanos.
—¿Una tormenta de furias?
Bernard gruñó y sacó las piernas por el borde de la cama para ponerse en pie.
—Quizá peor. Luz.
Una lámpara de furia que había en la mesita al lado de la cama respondió a su voz, y un brillo dorado surgió de ella. Eso le permitió a Amara ver cómo Bernard se vestía con movimientos secos y rápidos.
Amara se sentó en la cama. Apretaba las sábanas contra su pecho.
—¿Bernard?
—Solo voy a comprobar que se están ocupando de ello —la tranquilizó Bernard—. Apenas tardaré un momento. No te levantes.
Bernard le lanzó una breve sonrisa antes de atravesar la habitación y abrir la puerta. Amara oyó cómo el viento golpeaba contra la puerta. El sonido distante de la tormenta creció hasta convertirse en un aullido ensordecedor antes de que él volviera a cerrarla a sus espaldas.
Amara frunció el ceño y se levantó. Adelantó la mano para coger sus cueros de vuelo, pero vio los cierres cortados y suspiró. En su lugar se vistió con una de las camisas del conde de Calderon y se envolvió en una de las capas de Bernard. Era lo suficientemente grande como para envolverla varias veces, y le caía por debajo de las rodillas. Cerró los ojos durante un momento y respiró el aroma que su esposo había dejado en la tela. A continuación abrió la puerta para ir tras él.
El viento la recibió con un golpe físico. Un viento frío y húmedo que impulsaba una fina niebla. Amara sonrió y le pidió a su furia del viento, Cirrus, que se colocara en el aire a su alrededor para protegerla de las rachas más fuertes de viento y lluvia.
Se quedó en lo alto de las escaleras durante un momento, mirando alrededor de la fortaleza. Las lámparas de furia brillaban contra la tormenta, pero el viento y las rachas de lluvia fría amortiguaban su resplandor, y las reducían a poco más que unas esferas con el diámetro de la largura de un brazo. Amara podía ver hombres que atravesaban a la carrera las sombras provocadas por la tormenta, y de guardia sobre las murallas de Guarnición con las armaduras y las capas empapadas de lluvia. Los barracones que albergaban al contingente de caballeros adscritos a las fuerzas bajo el mando de Bernard se abrieron, y los hombres salieron corriendo en dirección a las murallas.
Amara frunció el ceño y volvió a llamar a Cirrus. La furia la levantó de los escalones con una suave ráfaga de viento y la depositó en el pesado techo de piedra del edificio, que le permitía ver por encima de las murallas de la fortaleza y hacia la llanura que se encontraba más allá.
La tormenta de furia se removía por allí como una bestia enorme, extendida sobre la llanura ancha y ondulada que marcaba el inicio del territorio marat. Se trataba de un caldero enorme e hirviente de relámpagos y enfurecidas nubes de tormenta. Sus fuegos internos iluminaban el terreno con más brillo que la luz de una luna llena. Formas pálidas y luminosas se movían en los relámpagos y los remolinos de niebla, y a su alrededor: eran manes del viento, las furias salvajes y letales que acompañaban a las grandes tormentas.
Un relámpago estalló de repente. Brilló de manera tal que a Amara le dolieron los ojos, y vio cómo el fuego bajaba desde la tormenta como una cortina sólida e impactaba contra el suelo. Saltaron tierra y piedras debido al impacto, que formó una nube llena de escombros que pudo ver a kilómetros de distancia. Mientras miraba, vio cómo unas retorcidas columnas de fuego descendían desde la tormenta y tocaban el suelo. Se convirtieron en media docena de torbellinos aullantes que levantaban tierra y piedras que, a su vez, se convirtieron en una segunda nube de tormenta.
Nunca había visto una tormenta con un poder tan salvaje y primario, y se asustó hasta la médula, pero aquello no tuvo ni punto de comparación cuando vio cómo los tornados, cada uno de los cuales aullaba como si lo estuvieran torturando, giró y se encaminó por la tierra iluminada por los relámpagos hacia las murallas de Guarnición. Más lamentos, aunque infinitamente más débiles, se alzaron en una gran disonancia cuando los manes del viento empezaron a descender de las nubes que tenían encima, vanguardia y escolta de los vórtices mortales.
Resonó la alarma en las pesadas campanas de hierro. Las puertas de la fortaleza se abrieron, y unas dos docenas de comerciantes aleranos y la mitad de marat las atravesaron a la carrera. Buscaban refugio de la tormenta. Detrás de ella pudo oír cómo sonaban otras campanas que señalaban que los habitantes del barrio de cobertizos podían acceder a la seguridad de los refugios de piedra dentro de la fortaleza.
Cirrus le susurró una advertencia en el oído, y Amara descubrió que los manes del viento más cercanos se abalanzaban sobre los hombres que vigilaban encima de las puertas. El resplandor de un relámpago le mostró a Bernard con su gran arco de guerra en la mano, dispuesto a recibir el ataque de las furias salvajes. Vio el brillo de la punta de una de las flechas, y entonces el arco pesado zumbó y la flecha se desvaneció en cuanto el arco de guerra la hizo volar con gran rapidez.
Amara sintió que el corazón se le salía por la boca, porque el acero no era de ninguna utilidad contra los manes del viento, y ninguna flecha del Reino podía matar a aquellas criaturas. Pero los manes del viento gritaron de dolor y se alejaron con un agujero irregular abierto en la sustancia luminosa de sus cuerpos.
Empezaban a descender más manes del viento, pero Bernard siguió en la muralla, disparando con calma las flechas de punta brillante, mientras que los caballeros bajo su mando concentraban su atención en la tormenta que se iba acercando.
Los caballeros Aeris de Guarnición, que eran artífices del viento como mínimo tan fuertes como Amara, junto con los que la habían escoltado hasta la fortaleza, estaban alineados en las murallas. Se lanzaban gritos por encima de los aullidos furiosos y enloquecidos del viento y la tormenta. Concentrando esfuerzos, cada uno de ellos se centró en el tornado más cercano, y después dejaron escapar todos juntos un chillido repentino. Amara sintió un cambio en la presión atmosférica cuando las furias de los caballeros se lanzaron hacia delante siguiendo sus órdenes, y el torbellino más cercano se tambaleó de repente, titubeó y se convirtió en una nube sucia y confusa que se fue, enlentecida, y acabó desvaneciéndose.
Más manes del viento gritaron de rabia y cayeron en picado contra los caballeros Aeris, pero Bernard evitó que se acercasen demasiado y lanzó flechas infalibles contra cada una de las furias salvajes y brillantes que cargaban contra ellos. Juntos, los caballeros se concentraron en el siguiente tornado, y después en otro más. Ambos se disolvieron. El cabo de unos instantes el último de los tornados se abalanzó sobre las murallas, pero se detuvo en seco y murió antes de alcanzarlas.
La tormenta pasó por encima de sus cabezas, tronando y lanzando relámpagos entre las nubes, pero ahora parecía agotada. La lluvia empezó a caer, y los truenos se redujeron de unos crujidos ensordecedores y rugientes a un rumor sordo y descontento.
La atención de Amara volvió a las murallas, donde los caballeros Aeris estaban regresando a sus barracones. Al pasar de largo se dio cuenta de que los hombres ni siquiera se habían molestado en ponerse las armaduras. De hecho, uno de ellos estaba completamente desnudo, tal como había saltado de la cama, excepto por la capa de legionare que mantenía cerrada alrededor del pecho. Los hombres de su escolta parecían mostrar sorpresa y miedo en los ojos, pero parecía que los comentarios irónicos y las risas relajadas de los caballeros de Guarnición los estaban tranquilizando.
Amara movió la cabeza, volvió a bajar hacia las escaleras, y se retiró al dormitorio de Bernard. Puso algo más de madera en el hogar, y lo removió un poco para que las furias proporcionaran más luz y calor. Bernard regresó al cabo de un momento con algo entre las manos. Le quitó la cuerda, lo secó con un trapo y lo dejó en un rincón.
—Ya te lo dije —comentó con un tono divertido—. No valía la pena salir de la cama.
—¿Esto es habitual por aquí? —preguntó Amara.
—De un tiempo a esta parte, sí —respondió Bernard con el ceño ligeramente fruncido. Estaba empapado por la lluvia, de manera que se fue quitando ropa a medida que se acercaba al fuego—. Aquí suelen venir desde el este. Esto es lo infrecuente. La mayoría de las tormentas de furias de por aquí nacen encima del viejo Garados. Y casi no puedo recordar alguna época en la que tuviéramos tantas en una fecha tan temprana del año.
Amara frunció el ceño, lanzando una mirada en la dirección de la montaña vieja y arisca.
—¿Tus campesinos corren peligro?
—No estaría aquí si lo corrieran —contestó Bernard—. Habrá un montón de manes del viento hasta que la tormenta se agote por sí misma, pero eso es bastante habitual.
—Ya veo —asintió Amara—. ¿Qué flechas has utilizado contra esos manes?
—Puntas especiales cubiertas con cristales de sal.
La sal era una maldición para las furias del viento y les causaba muchas molestias.
—Ingenioso —reconoció Amara—. Y efectivo.
—Idea de Tavi —explicó Bernard—. Lo sugirió hace años, aunque nunca había tenido ninguna necesidad de probarlas hasta este año. —De repente, sonrió—. La cabeza le empezará a dar vueltas al muchacho cuando se entere.
—Le echas de menos —afirmó Amara.
Bernard asintió.
—Tiene buen corazón y es lo más parecido a un hijo que tengo. Por el momento.
Amara lo dudaba, pero no tenía sentido decirlo en voz alta.
—Por el momento —repitió en voz neutra.
—Estoy deseando llegar a Ceres —reconoció Bernard—. Hace semanas que no hablo con Isana. Eso es raro en mí, pero supongo que tendremos tiempo durante el viaje.
Amara no dijo nada y los crujidos del fuego acentuaron la tensión repentina que había ido creciendo entre los dos.
Bernard frunció el ceño.
—¿Amor?
Ella respiró hondo y lo miró sin apartar los ojos.
—Isana declinó la invitación del Primer Señor de que la llevaran sus caballeros Aeris. Con suma educación, por supuesto. —Amara suspiró—. La gente de Aquitania ya la está acompañando al cónclave de la Liga Diánica.
Bernard le frunció el ceño, pero apartó la mirada, que se concentró en el calor del fuego.
—Ya veo.
—En cualquier caso, no creo que tenga muchas ganas de compartir mi compañía —continuó Amara en voz baja—. Ella y yo… bueno.
—Lo sé —reconoció Bernard, y para Amara su esposo parecía de repente muchos años mayor—. Lo sé.
Amara movió la cabeza.
—Sigo sin comprender por qué odia tanto a Gaius. Parece como si lo considerara algo personal.
—Oh —replicó Bernard—, lo es.
Ella le tocó el pecho con los dedos de una mano.
—¿Por qué?
Él negó con un gesto.
—Sé tanto como tú. Desde que murió Alia…
—¿Alia?
—Nuestra hermana menor —explicó Bernard—. Isana y ella estaban muy unidas. Yo estaba fuera en mi primer período de servicio con las legiones rivanas. Estábamos estacionados en la Muralla del Escudo, colaborando con las tropas de Frigia contra los hombres de hielo. Nuestros padres habían muerto unos años antes y, cuando Isana fue a prestar servicio en el campamento de la legión, Alia la acompañó.
—¿Adónde? —preguntó Amara.
Bernard hizo un gesto hacia la pared occidental del dormitorio, indicando todo el conjunto del valle de Calderon.
—Aquí. Estuvieron aquí durante la primera batalla de Calderon.
Amara inspiró con fuerza.
—¿Qué ocurrió?
Bernard volvió a negar con la cabeza y parecía que sus ojos se habían hundido un poco más.
—Alia e Isana escaparon por los pelos del campamento antes de que lo destruyera la horda. Por lo que explicó Isana, cogieron desprevenida a la Legión de la Corona. Entregaron sus vidas para que los civiles tuvieran la oportunidad de salir corriendo. No había sanadores. No había refugio. No había tiempo. Alia se puso de parto e Isana tuvo que elegir entre Alia y el bebé.
—Tavi —concretó Amara.
—Tavi. —Bernard dio un paso y abrazó a Amara. Ella se reclinó en su fuerza y calor—. Creo que Isana culpa al Primer Señor de la muerte de Alia. Supongo que no es demasiado racional.
—Pero comprensible —murmuró Amara—. En especial, si se siente culpable por la muerte de su hermana.
Bernard gruñó y alzó las cejas.
—Nunca lo había analizado desde ese punto de vista. Suena bastante razonable. Isana siempre ha sido del tipo de persona que se echa la culpa por cosas en las que no podía hacer nada. Eso tampoco es muy racional.
Bernard apretó los brazos alrededor de Amara y ella se abandonó en él. El fuego era cálido, y el cansancio la fue invadiendo poco a poco, y eso hizo que se sintiera muy pesada. Bernard la acarició por última vez y la cogió en brazos.
—Ambos necesitamos dormir.
Amara suspiró y apoyó la cabeza en su pecho. Su esposo la llevó a la cama, le quitó la ropa que se había puesto encima a la carrera antes de salir a la lluvia y se deslizó con ella bajo las sábanas. La sostuvo con mucha suavidad, y su presencia le transmitió calma y alivio, antes de que Amara lo rodeara con un brazo y cayera en un sopor que la condujo casi de inmediato hacia un sueño mucho más profundo.
Amara analizó la tormenta de furias en el momento de tranquilidad que se produce justo antes del sueño. Su instinto le decía que no había sido natural. Temía que, como la enorme tormenta de hacía dos años, pudiera ser el esfuerzo deliberado de uno de los enemigos del Reino para debilitar a Alera. En especial ahora, teniendo en cuenta los acontecimientos que se estaban produciendo por todo el Reino.
Ahogó un sollozo y se apretó contra su esposo. Una vocecita interior le gritaba que aprovechase todos los momentos de paz y seguridad que pudiera, pues sospechaba que estaban a punto de convertirse en meros recuerdos.