Isana abrió los ojos y creyó que se iba a desmayar. Septimus, con su delicado y preciso tacto habitual, le había deslizado un anillo en el dedo con tanta suavidad que no se había dado cuenta de como lo hacía.
El aro parecía de plata, pero estaba tallado con tal delicadeza que apenas podía sentir su peso. El diseño mostraba un par de águilas que se miraban y sostenían la joya con las alas estiradas hacia delante. La piedra estaba cortada en la forma de un diamante delgado, pero no se parecía a nada que hubiera visto nunca, de un rojo y azul brillantes, dividida con precisión en el centro sin que se pudiera apreciar ninguna juntura.
—Oh —jadeó en voz baja. Sintió cómo se le hinchaban los ojos y como se le sonrosaban las mejillas—. Oh. Oh, mi amor.
Septimus dejó escapar una pequeña carcajada, y ella sintió cuánto le complacía su reacción. También sintió cómo esa misma oleada de alegría la llenaba por dentro, como la primera vez que había escuchado su risa. Le falló la boca, y solo acertó a quedarse sentada, levantando la mirada hacia Septimus y bebiendo en sus facciones. Tenía los cabellos oscuros, los ojos de un verde intenso, y era alto y fuerte. Era muy guapo, su rostro expresivo podía denotar miles de significados sin hablar en absoluto, y su voz era fuerte, grave y entonada.
Estaban sentados juntos sobre una manta extendida a la orilla de un pequeño lago. Estaban cerca de la guarnición de la legión en el valle de Calderon, bajo la luna de la cosecha. Habían cenado allí, como habían hecho tantas veces desde la primavera, dándose de comer el uno al otro, hablando en voz baja, riendo y besándose.
Él le había pedido que cerrara los ojos, e Isana había accedido, segura de que estaba a punto de mostrarle algún nuevo truco.
En su lugar había deslizado en su anular izquierdo el anillo que llevaba todas las marcas de la Casa de Gaius.
—Oh, Septimus —jadeó Isana—. No lo digas.
Él volvió a reír.
—Mi amor, ¿cómo podría no decirlo? —Extendió las manos y tomó las de Isana—. Maldije a mi padre cuando envió la legión hasta aquí —explicó en voz baja—. Pero nunca pensé que fuera a conocer a alguien como tú. Alguien fuerte, inteligente y hermosa. Alguien… —Sonrió un poco y su cara pareció la de un niño—. Alguien en quien puedo confiar. Alguien que quiere estar a mi lado, siempre. No puedo correr el riesgo de perderte si ordenan que la legión se vaya a cualquier otro sitio, mi amor. —Levantó una mano de Isana y la besó—. Cásate conmigo, Isana. Por favor.
El mundo empezó a dar vueltas en círculos salvajes, pero Isana no podía apartar los ojos del único elemento estable que quedaba en él: Septimus y sus ojos brillantes e intensos bajo la luz de la luna.
—Tu p-padre —tartamudeó Isana—. Ni siquiera soy ciudadana. Nunca lo permitirá.
Septimus lanzó una mirada de irritación en la dirección que se encontraba la capital.
—No te preocupes por eso. Yo me ocuparé de mi padre. Cásate conmigo.
—¡Pero él no lo aceptará! —jadeó Isana.
Septimus se encogió de hombros y sonrió.
—La sorpresa le sentará bien, y lo superará. Cásate conmigo.
Isana parpadeó a causa de la sorpresa.
—¡Él es el Primer Señor!
—Y yo soy el Princeps —replicó Septimus—. En realidad, nuestros títulos no vienen al caso. Él es el Primer Señor, pero también es mi padre y las grandes furias saben que hemos chocado más de una vez. Cásate conmigo.
—Pero te podría crear muchos problemas —presionó Isana.
—Porque mi padre intenta preservar las tradiciones, mi amor. —Se inclinó hacia ella con los ojos brillantes e intensos—. No ve que ha llegado el momento de cambiar las antiguas formas, el momento de conseguir que Alera sea un sitio mejor para todo el mundo y no solo para los ciudadanos. No solo para aquellos que tienen poder suficiente como para coger lo que les place. El Reino debe cambiar. —Sus ojos resplandecieron, y su voz se tiñó de convicción y pasión—. Cuando me convierta en Primer Señor formaré parte de ese cambio. Y quiero que estés a mi lado cuando lo haga.
Entonces se movió, reclinó a Isana sobre la manta con delicadeza y la besó en la boca. La sorpresa de Isana se transformó en un huracán repentino de placer y necesidad, y sintió cómo su cuerpo se derretía y movía, presionando sinuosamente contra el de él mientras la besaba con una boca suave, fuerte, hambrienta y dotada de un calor abrasador. No tenía ni idea de cuánto tiempo duró el beso, pero cuando separaron los labios al fin, Isana sintió como si estuviera ardiendo, quemándose desde el interior. La necesidad era tan grande que casi no podía enfocar los ojos.
La boca de Septimus se deslizó sobre su cuello y depositó un beso lento y cosquilleante sobre la piel que le cubría el pulso desbocado. Él levantó lentamente la cabeza y se encontró con la mirada de Isana.
—Cásate conmigo, Isana —repitió en voz baja.
Ella sintió en Septimus la necesidad de una respuesta, la llamada salvaje de la carne, la marea creciente de su pasión, la calidez y el amor que sentía por ella… y entonces vio algo más en sus ojos. Allí, solo durante un instante, revolotearon la incertidumbre y el miedo.
Septimus tenía miedo. Miedo de que ella dijera que no.
A Isana casi se le rompe el corazón al ver cuán profundo era su dolor, y levantó una mano para tocarle la cara. Nunca le haría daño, nunca le provocaría ningún dolor. Nunca.
Y él la amaba. Él la amaba. Lo podía sentir en él, un lecho de roca de afecto que había ido creciendo, creciendo y creciendo, igualado por lo que Isana sentía en su interior.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, y al mismo tiempo dejó escapar una carcajada casi sin aliento.
—Sí —afirmó—. Sí.
La marea de la alegría de Septimus la inundó y se sumergió en ella, tirándolo de espaldas para poder besarlo en la cara, el cuello y las manos, para saborearlo, para beber la calidez y la belleza de su persona. La razón se desintegró bajo la alegría, bajo la necesidad. Las manos de Isana se movieron como si tuvieran voluntad propia, y le abrieron la túnica a tirones para recorrer con las manos, con las uñas y con la boca los fuertes músculos que se escondían debajo de ella.
Septimus dejó escapar un gemido de placer y ella sintió cómo sus caderas se alzaban para apretarse contra las suyas. Sintió su dura calidez que presionaba contra ella con tanta fuerza que creyó que iban a estallar en llamas juntos.
Él le cogió la cara entre las manos y la obligó a mirarlo a los ojos. Isana vio todo lo que ya había sentido en ellos, vio hasta qué punto quería dejarse llevar, sumergirse en el momento.
—¿Estás segura? —le preguntó con un susurro gutural—. No lo has hecho nunca. ¿Estás segura de que quieres hacerlo ahora?
Ella no podía confiar en que sus labios respondieran, en que la lengua le funcionara. Estaban demasiado ocupados volviendo a su piel. Así que se incorporó y lo miró, jadeando, con la boca abierta, y le clavó las uñas en el pecho mientras arqueaba la espalda, apretando sus caderas arriba y abajo contra él en un movimiento lento y torturador.
Septimus pudo sentirla de la misma manera en que ella lo podía sentir a él. No hacían falta palabras, ni las querían. Sus ojos brillaban con hambre y necesidad, la levantó y la volvió a bajar, y recibió otro beso salvaje de sus labios abiertos y ansiosos. Su mano se deslizó sobre una de sus piernas, apartó la falda y, de repente, en el mundo de Isana no hubo nada más que pasión, sensación y placer.
Y Septimus.
Mucho más tarde yacían abrazados mientras la luna empezaba a ponerse, aunque el amanecer aún quedaba lejos. Isana casi no podía creer lo que le estaba ocurriendo. Los brazos rodeaban a Septimus con una languidez maravillosa, y sentía su calor, su fuerza y su belleza.
Él abrió lentamente los ojos, y le sonrió de una manera en que no le sonreía a nada ni a nadie más. Eso hizo que Isana se sintiera deliciosamente ufana y encantada.
Ella cerró los ojos y escondió la cara en su pecho.
—Mi señor, mi amor.
—Te quiero, Isana —replicó él.
La verdad de la frase resonó en el corazón de Isana. Lo sintió entre ellos. Fluía como un río que los recorría y no tenía fin.
—Te quiero —susurró Isana y tembló de puro placer—. Esto es…, esto es como un sueño. Tengo miedo de abrir los ojos y que todo haya desaparecido y me encuentre en mi camastro.
—No podría soportar que esto no fuese real —murmuró Septimus en su cabello—. Mejor será que sigas durmiendo.
Isana abrió los ojos y se encontró en un dormitorio extraño.
No estaba bajo la luz de la luna.
No era joven.
No estaba enamorada.
No estaba con él.
Septimus.
Ya había tenido antes el mismo sueño: eran recuerdos reales y perfectamente preservados, como flores congeladas en un bloque de hielo, y hacían que el sueño fuera tan real que le resultaba imposible recordar que estaba soñando.
Despertarse del sueño le dolió lo mismo que en todas las ocasiones anteriores. Un dolor muy lento la atravesó y se burló de ella: lo que podría haber sido y no fue. Era una tortura, pero el dolor valía la pena si a cambio tenía la oportunidad de volver a verlo y a tocarlo.
No lloró. Hacía ya mucho tiempo que se le habían secado las lágrimas. Sabía que los recuerdos se desvanecerían antes del amanecer, difuminados como fantasmas pálidos de sí mismos. Lo único que podía hacer era aferrarse a esas imágenes todo lo que podía.
La puerta se abrió. Isana alzó la vista y vio la figura de su hermano recortándose en el quicio. Bernard entró, se acercó a la cama y le ofreció una sonrisa cálida.
Ella intentó devolvérsela.
—Bernard —lo saludó con voz cansada—. En algún momento me gustaría pasar algunas semanas sin desmayarme durante una crisis.
Su hermano se inclinó sobre ella y la envolvió en un abrazo de oso.
—Las aguas volverán a su cauce —le aseguró—. Lord Cereus dice que se debe a que tu artificio del agua es muy fuerte y no lo complementa suficiente artificio de metal como para compensar tu empatía.
—Lord Cereus —se sorprendió Isana—. ¿Estoy con él?
—Sí —respondió su hermano—, en sus habitaciones para invitados. Cereus les ha ofrecido la hospitalidad de su ciudadela a los ciudadanos que han quedado atrapados aquí.
Isana alzó las cejas.
—¿Atrapados? Bernard, ¿qué está pasando?
—Guerra —fue la breve respuesta de Bernard—. Lord Kalarus marcha contra Ceres. Dentro de muy poco se librará una batalla.
—El loco. —Isana movió la cabeza—. Deduzco que no hay tiempo para irse.
—No sería seguro —aclaró Bernard—. Eras uno de los objetivos prioritarios de los asesinos que atacaron la casa de comidas, hay agentes de Kalare en la ciudad, y su avanzadilla ya se encuentra en las inmediaciones. Este es el lugar más seguro para ti. Giraldi se quedará contigo, lo mismo que Fade.
Isana se incorporó de golpe.
—Fade. Está aquí, en Ceres.
Bernard señaló hacia atrás con el pulgar.
—En la sala, para ser más exactos. Y va armado. Y nunca he visto a nadie luchar como lo ha hecho él. —Bernard movió la cabeza—. Siempre creí que era un legionare caído en desgracia.
—¿Por qué está aquí? —preguntó Isana—. ¿Por qué no está con Tavi?
Bernard parpadeó de manera casi imperceptible.
—¿Tavi? Sé que Gaius se llevó a Fade a la capital para servir como esclavo en la Academia… —Frunció el ceño—. ¿Isana? Te has sobresaltado…
Isana se obligó a dejar de lado la creciente sensación de pánico, y atemperó la expresión para aparentar calma.
—Lo siento… Solo… No pasa nada, Bernard.
—¿Estás segura? —preguntó Bernard—. Isana… Yo… Bueno, cuando me pediste que comprase a Fade, lo hice. Nunca te pregunté por qué. Estaba seguro de que tenías tus motivos, pero… —Un silencio pesado cayó sobre ellos y Bernard preguntó—: ¿Hay algo que me debas explicar?
Isana no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Aún no.
Bernard frunció el ceño al oír esa respuesta.
Antes de que pudiera plantear otra pregunta, Isana indicó con un gesto la ropa de trabajo de Bernard, su capa para el campo.
—¿Adónde vas?
Bernard dudó durante un momento y le ofreció una media sonrisa.
—No puedo —respondió Bernard—. Aún no. Tengo una misión.
—¿Qué misión? —preguntó Isana mientras ladeaba la cabeza—. Ah, ya veo. La misión de Amara.
Bernard asintió un poco avergonzado.
—Sí.
—Te hace feliz, ¿verdad?
El rostro de su hermano pequeño se abrió con una sonrisita.
—Sí.
Lo mismo que Isana tuvo a Septimus. La atravesó una punzada de dolor, pero lo disimuló con una sonrisa.
—Según los rumores que me han llegado —añadió Isana con ironía—, muy feliz.
—Isana —murmuró Bernard con la cara ruborizada.
Isana dejó que sus labios se estirasen en una risita ahogada.
—Supongo que partirás muy pronto.
—Antes del amanecer. Estaba a punto de irme —confirmó—. Tenía la esperanza de que te despertaras antes.
—¿Tendrás…? —Isana frunció el ceño—. ¿Es…?
Bernard le sonrió y le volvió a acariciar el hombro.
—No me pasará nada. Te lo contaré todo cuando volvamos.
Pudo sentir la confianza y honestidad de Bernard cuando lo rozó con su hombro, pero también la incertidumbre y el miedo. Aunque su hermano no temía por su vida ni se dejaba llevar por las emociones, sabía muy bien que iba a correr peligro y que el futuro no estaba asegurado.
Llamaron a la puerta. Giraldi la abrió y asomó la cabeza.
—Vuestra Excelencia —saludó—. Vuestra condesa escuálida acaba de pasar volando hacia la torre. Dijisteis que os reuniríais con ella.
Bernard asintió con un gesto seco y se giró para darle a su hermana otro fuerte abrazo. Isana sabía que sus costillas no estaban a punto de romperse, porque había soportado muchos abrazos similares de Bernard en el pasado, pero al final emitió un gemido a modo de queja y le dio un empujoncito. A veces pensaba que era la única forma que tenía él para saber cuándo debía parar.
—Giraldi se quedará contigo —repitió—. Te quiero.
—Y yo a ti —le respondió Isana—. Buena suerte.
Bernard se inclinó y la besó en la frente antes de ponerse en pie e irse.
—Cuídala, centurión.
—Vaya a enseñar a su abuela a sorber huevos —murmuró Giraldi lanzándole un guiño a Isana.
—¿Qué? —exclamó Bernard por encima del hombro.
—¡Señor! —respondió Giraldi—. Sí, señor.
—Terrible —murmuró Isana—. Qué falta de disciplina hay en las legiones de hoy en día.
—Sorprendente —asintió el veterano—. Estatúder, ¿necesitáis algo? ¿Víveres, bebida…?
—Primero, un poco de intimidad —respondió Isana—. Y después, algo sencillo.
—Lo encontraré —afirmó Giraldi.
—Centurión. Por favor, ¿podéis darle recado a Fade de que quiero hablar con él?
Giraldi se detuvo junto a la puerta y gruñó.
—¿El esclavo quemado? ¿La legión de un solo hombre?
Isana se lo quedó mirando durante un momento y no dijo nada.
—Parece un poco extraño que el viejo estuviera tantos años en vuestra explotación y nunca hubiese utilizado nada más que un cuchillo. Me imaginé que todas esas cicatrices de los brazos procedían del trabajo en la fragua. Pero anoche pasó a través de todos esos zumbados como si estuvieran hechos de telarañas. Eso hace que uno se pregunte quién es.
Isana cruzó los brazos mientras tabaleaba de impaciencia y siguió sin decir nada.
—Hum —gruñó Giraldi y salió cojeando—. La trama se complica.
Fade entró un momento más tarde. Seguía vestido con la túnica sencilla y manchada de sangre de un pinche de cocina, aunque llevaba el cinturón propio de las legiones y su vieja espada colgada a un lado. Se había conseguido una capa vieja y raída de un color azul oscuro, y llevaba puestas las botas militares de un legionare. Tenía un trapo ensangrentado atado de cualquier manera alrededor de la mano izquierda. Si le dolía la herida, no lo demostraba.
Fade cerró la puerta tras él, se dio la vuelta y miró a Isana.
—¿Tavi? —preguntó en voz baja.
Fade respiró hondo.
—De misión. Gaius lo tiene sobre el terreno.
Isana sintió las primeras punzadas de pánico.
—¿Gaius lo sabe?
—Eso creo —respondió Fade en voz baja.
—¿Tavi está solo?
Fade negó con la cabeza, dejando que el cabello largo le cayera sobre la cara, como siempre, ocultando la mayor parte de su expresión.
—Antillar Maximus está con él.
—Maximus. ¿El muchacho al que Tavi le tuvo que salvar la vida dos veces?
Fade no alzó la cara, pero su voz se endureció.
—El joven que por dos veces les demostró su lealtad a su amigo y al Reino. Maximus puso en juego su vida para proteger a Tavi contra el hijo de un Gran Señor. No se puede pedir nada más de nadie.
—No niego su disposición a jugarse la vida —replicó Isana—. Lo que me preocupa es si está capacitado para ello. Grandes furias, Araris, Antillar es un experto en la materia.
—Bajad la voz, mi señora —le indicó Fade con un tono de advertencia y cortesía al mismo tiempo.
Nunca había entendido cómo lo podía hacer. Isana movió la cabeza, cansada.
—Fade —se corrigió—. No soy tu señora.
—Como desee, mi señora —replicó Fade.
Ella le frunció el ceño y después apartó la discusión con un gesto de la mano.
—¿Por qué no te has quedado con él?
—Mi presencia habría llamado la atención sobre él —respondió Fade—. Gaius lo ha incorporado a la recién formada Legión Alerana. —Hizo un gesto hacia la terrible quemadura en su cara, la marca de cobardía de un soldado que ha huido del combate—. No habría podido permanecer cerca de él. Si me viera obligado a luchar, lo más probable sería que me reconociera alguien, y eso plantearía muchas preguntas sobre la razones por las que uno de los singulares del Princeps Septimus, supuestamente muerto desde hacía veinte años, estaba protegiendo a un joven.
—Gaius no tenía que enviarlo allí —insistió Isana—. Quería aislarlo. Quería hacerlo vulnerable.
—Quería mantenerlo lejos de la opinión pública y en un lugar seguro —la contradijo Fade.
—Colocándolo en una legión —replicó Isana. La incredulidad endurecía su tono—. En vísperas de una guerra civil.
Fade movió la cabeza.
—No habéis reflexionado al respecto, mi señora —la volvió a contradecir—. La Primera Alerana es la única legión que no entrará en combate en una guerra civil. No con tantos soldados y oficiales leales a ciudades, señores y dinastías familiares en ambos bandos. Además, se ha estado instruyendo en la zona occidental del valle de Amarante, lejos de cualquier combate, y no me sorprendería nada enterarme de que Gaius ha enviado órdenes para enviarla aún más al oeste, lejos del teatro de operaciones.
Isana frunció el ceño y recogió las manos en el regazo.
—¿Estás seguro de que está a salvo?
—En ningún sitio estará totalmente a salvo —respondió Fade en voz baja—. Pero ahora está escondido en medio de una masa de miles de hombres vestidos como él, que no van a entrar en combate contra ninguna de las legiones de los Grandes Señores y que están condicionados, por instrucción y tradición, a protegerse entre ellos. Lo acompaña el joven Maximus, que es más peligroso con una espada que cualquier otro hombre de su edad a quien yo haya visto, excepto mi señor en persona, y un artífice de poder formidable. Conociendo a Gaius, tendrá a su alrededor a más agentes de cuyas identidades no tengo conocimiento.
Isana apretó los brazos contra el cuerpo.
—¿Por qué has venido aquí?
—La Corona ha recibido información con arreglo a la cual eras un objetivo prioritario de Kalare.
—La Corona —replicó— y todo el mundo que estuvo presente en la fiesta de Final del Invierno, y los sirvientes y cualquiera que hubiera hablado con ellos o que hubiera escuchado rumores.
—Especifico —concretó Fade—. Me pidió que te vigilara y acepté.
Isana ladeó la cabeza con el ceño fruncido.
—¿Te lo pidió?
Fade se encogió de hombros.
—Gaius Sextus no puede mandar sobre mi lealtad, y lo sabe.
Isana esbozó una sonrisa.
—No puedo confiar en él. No puedo confiar en ninguno de ellos. No cuando se trata de Tavi.
La expresión de Fade no cambió, pero Isana sintió en el esclavo quemado un fogonazo de algo que no había percibido nunca: un instante de rabia.
—Sé que solo lo queréis proteger. Pero le hacéis un flaco favor a Tavi. Es más extraordinario y capaz de lo que creéis.
Isana parpadeó.
—Fade…
—Lo he visto —continuó Fade. La sensación de rabia seguía creciendo—. Lo he visto actuar bajo presión. Es más capaz que la mayoría de los hombres, sin importar su habilidad con las furias. Y es más que eso…
Isana apartó sus pensamientos de las preocupaciones y miró de verdad al hombre desfigurado. Su piel era demasiado pálida, y estaba cubierta de manchas rojas y brillando a causa del sudor frío. Tenía las pupilas dilatadas, y su pulso latía fuerte y duro en el cuello y en las sienes.
—Hace que todos los que están a su alrededor sean mejores de lo que son —bufó Fade—. Hace que sean más de lo que son. Más de lo que creen que pueden ser. Como su padre. Cuervos sangrientos, como el padre a quien dejé morir…
Fade levantó de repente la mano herida y se la quedó mirando. Temblaba con violencia y tenía los labios cubiertos de espuma. Le parpadeó a su mano temblorosa, totalmente sorprendido. Abrió la boca como si quisiera hablar, pero un espasmo lo lanzó al suelo con violentos temblores y convulsiones. Durante unos segundos dio patadas y se revolvió, antes de dejar escapar un gemido suave y quedarse inmóvil.
—¡Fade! —jadeó Isana y salió de la cama.
El mundo le dio vueltas y se encontró en el suelo. No tenía fuerzas suficientes para estar de pie, pero se arrastró a cuatro patas hasta el hombre caído, y alargó la mano hacia su cuello para tomarle el pulso.
No lo pudo encontrar.