18

Cuando las estrellas brillaron rojas, los habitantes de Westmiston no se dejaron llevar por el pánico sino que se quedaron completamente helados, como los conejos que sienten la cercanía de un depredador.

Ullus había despertado a Ehren sin mediar palabra, y habían salido del edificio para mirar hacia arriba en completo silencio. Los demás habitantes de Westmiston hicieron lo mismo. Nadie había sacado luz alguna, como si les diera miedo llamar la atención de lo que fuera que los pudiera estar mirando.

Nadie hablaba.

Las olas rompían contra la costa.

El viento soplaba de manera irregular y sin descanso.

La luz mortecina de las estrellas no iluminaba nada. Las sombras crecieron con bordes difusos. Todos los movimientos quedaban velados y emborronados bajo la luz, de manera que resultaba difícil ver la diferencia entre objetos inmóviles, cosas vivas y las propias sombras.

El sol se levantó a la mañana siguiente, puro y dorado durante unos instante, pero después adoptó una coloración sanguínea y mortecina. Los colores del atardecer parecieron extraños con la luz fuerte y brillante que caía desde arriba. Era inquietante. Casi nadie se movía por Westmiston. Los que se atrevían a hacerlo buscaban vino, ron y cerveza. La tripulación del único barco que se encontraba en el puerto asesinó al capitán en la calle al mediodía cuando les ordenó que volvieran al puerto para largar velas. El cuerpo quedó donde había caído, sin que nadie lo tocara.

Los marineros miraban temerosos hacia el cielo, entre murmullos tenebrosos y gestos supersticiosos. También bebían todo el alcohol que podían conseguir, y pasaron por encima de los restos de su antiguo capitán para entrar en la vinatería.

Ullus salió de su casa para mirar hacia el cielo con los puños sobre las caderas.

—Cuervos sangrientos —se quejó en un tono de ofensa personal—. Todos los habitantes de este maldito pueblo se quedan en casa. Esto podría ser malo para el negocio.

Ehren dejó la pluma durante un momento y descansó la frente sobre el borde del escritorio. Se tragó una docena de réplicas insultantes y se dispuso a suspirar antes de retomar la escritura y decir:

—Puede que tengáis razón.

Alguien empezó a tocar la campana del pueblo que avisaba de una tormenta.

Ullus movió la cabeza enfadado, se acercó a un armario y sacó una botella de ron barato.

—Ve a ver qué le pasa ahora al idiota del centinela.

—Sí, señor —asintió Ehren, contento de poder moverse.

Como casi todo el mundo, tal vez con la única excepción de Ullus, a Ehren le preocupaban los portentos en el cielo, la neblina de sangre que teñía el sol y las estrellas. Pero a diferencia de todo el mundo, Ehren sabía de las enormes tormentas que los canim habían lanzado contra las costas occidentales de Alera solo unos pocos años antes. Ehren sabía que sus ritualistas eran capaces de grandes demostraciones de fuerza que rivalizaban o superaban el artificio de las furias del Reino.

Y Ehren sabía que un capitán sin escrúpulos, sin tiempo que perder y con un cargamento sospechosamente grande de bienes que vender había partido de Westmiston en dirección a la tierra de los canim hacía tres semanas y un día.

Seguramente el cielo teñido de sangre no era ningún acontecimiento natural. Si, como sospechaba, eso significaba que los canim estaban extendiendo de nuevo su poder, y a una escala inimaginable para nadie. En tal caso, los negocios irían muy mal en Westmiston o en cualquier otro lugar que se encontrase al alcance de los barcos de los saqueadores canim.

Terminó la línea que estaba escribiendo: eran sus notas, codificadas con un cifrado que solo conocían los cursores, en lugar de los libros de cuentas que Ullus suponía que estaba completando. Ya había preparado un resumen de todas las averiguaciones que había realizado en los últimos meses, y solo le quedaba por añadir las observaciones de los últimos días al pequeño recipiente impermeable que Ehren llevaba en el cinturón.

Lo hizo y abandonó la casa. Corrió hacia el puerto a un ritmo constante. Sus pasos resonaron con fuerza en el silencio poco habitual de la isla. No tardó mucho en ver por qué el centinela había empezado a tañer las campanas: al puerto había llegado un barco. Tardó un momento en asegurarse, pero cuando vio al capitán Demos en cubierta, reconoció el buque: se trataba del Lagarto Venenoso. Había llegado con fuerte viento y con todo el trapo desplegado, y la tripulación se movía con las bruscas prisas de unos hombres cansados que no tienen tiempo que perder.

Una ráfaga repentina de viento frío empujó a Ehren, quien miró hacia el horizonte de poniente. Allí, a lo lejos, sobre el mar, pudo ver una línea larga de oscuridad en el horizonte. Nubes de tormenta.

El Lagarto Venenoso aprovechó la inercia de la llegada para virar de repente, y sus maderos temblaron y gruñeron. Una ola de proa iba por delante del barco, lo suficientemente alta como para lanzar una lluvia de agua de mar sobre el muelle, antes de que el buque llegase al atracadero, encarado hacia el oeste, en dirección a la boca del puerto, dispuesto para salir a aguas abiertas.

Ehren supo de repente que quería salir de la isla.

Se encaminó hacia el puerto y recorrió el muelle viejo y desvencijado hasta llegar al Lagarto Venenoso.

Los dos hombres que trasteaban en cubierta con cabos en las manos se fijaron en él. Ehren redujo el paso con precaución a medida que se acercaba al barco y se mantuvo lejos de la plancha de desembarco cuando la bajaron.

El capitán Demos fue el primer hombre en pisar la plancha y le lanzó a Ehren una mirada neutra que solo tenía de humana el brevísimo instante de reconocimiento. Lo saludó con la cabeza y dijo:

—El escribiente del perista.

—Sí, capitán —asintió Ehren e hizo una reverencia con la cabeza—. ¿En qué os puedo servir?

—Llévame con tu amo y date prisa.

Silbó con fuerza sin utilizar los dedos y media docena de hombres dejaron lo que estaban haciendo y bajaron por la plancha detrás de él. Ehren se dio cuenta de que cada uno de los hombres era grande, estaba armado y su aspecto no era nada amistoso. De hecho, todos los hombres a bordo iban armados, incluso mientras preparaban el barco para zarpar de nuevo. También estaban a la vista algunas piezas de armadura, en su mayoría cotas de mallas recortadas, y algunas piezas de cuero curtido.

Aquello no era lo habitual, ni siquiera en un barco pirata. Las armas no eran más que un impedimento para un marinero en plena faena. Llevar puesta una armadura ligera en un barco era una sentencia de muerte si se caía al agua. Ningún marinero, fuera pirata o no, llevaría encima semejante equipo sin una razón muy poderosa.

Ehren se dio cuenta de que el capitán Demos lo estaba mirando con una intensidad inquietante y con el rostro inexpresivo. Su mano descansaba perezosamente sobre la empuñadura de la espada.

—¿Alguna pregunta, escribiente?

Ehren levantó la mirada hacia Demos. Sintió que se encontraba en peligro, así que bajó la cabeza con precaución.

—No, señor. No es asunto mío.

Demos asintió y apartó la mano de la espada para hacerle un gesto a Ehren de que fuera delante.

—Recuérdalo.

—Sí, capitán. Por aquí, señor.

Ehren condujo a Demos y a sus hombres hasta la casa de Ullus. El perista salió a recibirlos con un viejo gladius oxidado colgado del cinturón y una cara que mostraba una mueca de valor conseguida a base de beber.

—Buenos días, capitán.

—Perista —devolvió Demos el saludo con tono plano—. He venido a por mi dinero.

—Ah —exclamó Ullus, que miró a la escolta armada de Demos y entornó los ojos—. Bueno. Como os dije, señor, tres semanas no son tiempo suficiente para liquidar sus artículos.

—Y como te dije yo, me pagarás en efectivo por todo lo que no hayas vendido.

—Me gustaría tener lo suficiente para cubrirlo —reconoció Ullus—, pero no puedo acceder a tanta cantidad de dinero en esta estación. Si volvéis en otoño, gozaré de más disponibilidad.

Demos se quedó en silencio durante un momento.

—Lamento que los negocios no vayan bien, pero dejé bien clara mi postura, perista. Y sea cual sea el tipo de serpiente que puedas ser, mi palabra es ley. —Giró la cabeza hacia sus hombres y ordenó—: Cortadle el cuello.

La espada de Ullus estuvo en su mano mucho antes de que los hombres de Demos pudieran blandir las suyas.

—Tal vez no sea tan fácil como pensáis —les informó—. Y no os iba a servir de nada. Mis monedas están escondidas. Matadme y no veréis ni un aries de cobre.

Demos alzó una mano y sus hombres se detuvieron. Miró a Ullus durante un segundo antes de decir:

—Cuervos sangrientos, hombre. Realmente eres muy estúpido. Pensé que estabas actuando.

—¿Estúpido? —repitió Ullus—. No tan estúpido como para dejar que me trates sin miramientos en mi propia isla.

Ehren se quedó muy quieto a un lado, donde se podía esconder detrás de la casa si empezaba la pelea. Sintió cómo el viento cambiaba de repente. La brisa irregular e incansable que había soplado perezosamente sobre la isla durante todo el día se había desvanecido. Algo parecido al aliento de una bestia enorme recorrió la isla como un gemido estruendoso. El viento se levantó con tanta rapidez que los pendones colgados de los postes del puerto restallaron con las puntas crujiendo como si fueran látigos cuando el viento, cálido y húmedo, alzó todas las banderas que señalaron al horizonte.

La atención de Demos se volvió hacia las veletas, y entornó los ojos.

El instinto le gritó y Ehren se volvió hacia Demos.

—Capitán —lo llamó—, para ahorrar tiempo, tengo una oferta para vos.

—Cállate, esclavo —gruñó Ullus.

Demos miró de reojo a Ehren con los ojos fríos.

—Sé donde esconde las monedas —prosiguió Ehren—. Garantizadme un pasaje al continente y os mostraré donde está.

Ullus se giró rabioso hacia Ehren.

—¿Quién crees que eres, mierdecilla grasienta? Calla esa lengua. —Y levantó la espada oxidada—. O lo haré.

—¿Capitán? —presionó Ehren—. ¿Tenemos un trato?

Ullus dejó escapar un grito de pura rabia y se lanzó contra Ehren con la espada levantada.

El cuchillo de Ehren apareció salido de su escondite en la manga amplia de la túnica. Esperó hasta el último momento a que Ullus atacase antes de deslizarse a un lado y evitar el golpe por la anchura de un cabello. Contraatacó con el cuchillo en un tajo que dejó un corte de unos cinco centímetros de largo y otros tanto de hondo.

Del cuello de Ullus empezó a manar sangre. El perista desaliñado se derrumbó sobre el suelo como un borracho que hubiera decidido que había llegado el momento de echarse una siesta.

Ehren miró al hombre durante un momento con grandes remordimientos. Ullus era un idiota, un mentiroso, un criminal y no cabía la menor duda de que había realizado muchos actos despreciables a lo largo de su vida. Aun así, Ehren no quería matarlo. Pero si el instinto de Ehren no le fallaba, tenía pocas alternativas. Era imprescindible que abandonase la isla, y Demos era la única vía de salida.

Se volvió hacia Demos y se inclinó para limpiar la hoja de su cuchillo en la espalda de la túnica de Ullus.

—Parece ser que vuestro acuerdo con Ullus se ha resuelto de acuerdo con vuestras condiciones. ¿Tenemos un acuerdo nuevo, capitán?

Demos se quedó mirando a Ehren, sin cambiar el semblante inexpresivo. Le echó un breve vistazo al cuerpo de Ullus.

—Parece que tengo pocas alternativas si quiero conseguir mis monedas.

—Eso es cierto —asintió Ehren—. Capitán, por favor. Tengo la sensación de que no nos queremos pasar todo el día hablando del tema.

Demos mostró los dientes en una expresión que no era una sonrisa.

—Vuestra técnica es buena, cursor.

—No sé lo que queréis decir, señor.

Demos gruñó.

—Nunca lo saben. El pasaje es una cosa, pero implicarme más en política es otra.

—¿Y más cara? —preguntó Ehren.

—Equiparable al riesgo. Los muertos no se gastan las monedas.

Ehren asintió secamente.

—¿Y vuestras lealtades, señor?

—Son negociables.

—Las monedas de Ullus —ofreció Ehren—. Y una cantidad similar al llegar a Alera.

—Doblad la cantidad a la llegada —negoció Demos—. En efectivo; nada de pagarés, ni de letras de cambio. Estáis comprando un pasaje, no el mando de mi barco. Y tengo vuestra palabra de que no os perderé de vista hasta que se haya completado el pago.

Ehren ladeó la cabeza.

—¿Mi palabra? ¿Confiaríais en ella?

—Rompedla —respondió Demos— y los cursores os perseguirán por manchar su reputación en los negocios.

—Eso es cierto —reconoció Ehren—. O lo sería, si trabajase para ellos. Hecho.

Demos asintió con la cabeza.

—Hecho. ¿Cómo os debo llamar?

—Escribiente.

—Llévame hasta las monedas, escribiente. —Se giró hacia uno de sus hombres—. Zarpamos de inmediato. Coged unos arneses para esclavos y capturad a todas las mujeres o niños que encontréis en el camino de vuelta.

Los hombres asintieron y regresaron hacia el puerto. Demos se volvió hacia Ehren con el ceño fruncido.

—Será mejor que nos pongamos en marcha.

Ehren asintió y lo condujo a la parte trasera de la casa, donde Ullus creía que había construido un escondite muy ingenioso en la pila de leña. Ehren recuperó la totalidad de la fortuna en efectivo de Ullus que se encontraba dentro de un saco de cuero y se lo lanzó a Demos.

El capitán abrió el saco y vació parte de su contenido en la palma de la mano. Había una mezcla de monedas de todo tipo, sobre todo aries de cobre y toros de plata, pero con alguna corona de oro mezclada entre ellas. Demos asintió y emprendió el regreso al barco. Ehren lo siguió, caminando un paso a la izquierda del pirata: así tendría tiempo y espacio de maniobrar si este blandía la espada.

Demos pareció ligeramente divertido.

—Si quisiera librarme de ti, escribiente, no me molestaría en matarte. Te dejaría aquí.

—Llamadlo cortesía profesional —replicó Ehren—. No sois ni un contrabandista ni un pirata.

—Hoy lo soy —le rectificó Demos.

Los hombres armados de la tripulación del Lagarto Venenoso pasaron corriendo a su lado. Detrás de ellos, Ehren oyó los chillidos que se produjeron cuando los hombres empezaron a atrapar y encadenar a mujeres y niños.

—Y también un esclavista —completó Ehren, intentando mantener un tono sereno—. ¿Por qué?

—Esta última empresa ha terminado de una manera muy poco satisfactoria. Los venderé cuando lleguemos al continente y recuperaré parte de mis gastos —explicó Demos, que miraba hacia el oeste mientras se encaminaban al muelle, sin apartar la vista de la negra tormenta que se estaba levantando en esa dirección.

Acto seguido, Demos guardó silencio hasta que abordaron el Lagarto Venenoso. Entonces empezó a repartir órdenes de inmediato, y Ehren se afanó en apartarse de su camino. La patrulla esclavista subió a bordo a una veintena de prisioneras encadenadas, mientras que un grupo numeroso de hombres libraba una escaramuza breve y fea contra los habitantes de Westmiston que se oponían a la captura. Los lugareños mataron a un pirata, pero tuvieron que retirarse dejando atrás a media docena de muertos. Ehren tuvo a las mujeres y los niños a un paso de él cuando los esclavistas los empujaron hacia la bodega, y sintió náuseas ante su angustia, sus sollozos y sus gritos de protesta.

Tal vez pudiera encontrar alguna manera de ayudarles cuando regresara a Alera. Cruzó los brazos, cerró los ojos e intentó no pensar en ello. Mientras tanto, Demos y su tripulación aparejaban el barco y se encaminaban hacia la bocana del puerto. Luchaban contra un viento fuerte en contra. Los hombres se afanaban con los remos para que el barco pudiera ir a toda la velocidad posible. La oscuridad de la tormenta crecía cada vez más, hasta que pareció una montaña enorme que se cernía sobre el horizonte. Le desconcertó ver a todos los marineros a bordo del Lagarto Venenoso esforzándose por impulsar el barco directamente hacia esa ola de sombras brillantes y siniestras, hasta que pudieran salir del puerto y rodear la isla.

Una vez en mar abierto, Ehren vio de lo que le había advertido su instinto.

Barcos.

Cientos de barcos.

Cientos de barcos enormes, anchos y de borda baja, que navegaban en formación con sus enormes velas negras estiradas y llenas con la galerna que tenían detrás. El horizonte, de un extremo al otro, estaba ocupado por velas negras.

—Los canim —susurró Ehren.

Se estaba aproximando el mayor contingente de canim que jamás hubiera presenciado la historia de Alera.

Ehren sintió cómo le flojeaban las piernas y se apoyó en la borda del Lagarto Venenoso para no caer. No podía dejar de contemplar la armada que se les echaba encima. A lo lejos, pudo oír el tañido aterrorizado de las campanas de tormenta de Westmiston. Se dio la vuelta y vio a la tripulación borracha y desorganizada del otro barco corriendo por el muelle, pero la flota canim iba a una velocidad impresionante. No podrían escapar del puerto antes de que las velas negras les cortasen el paso.

El Lagarto Venenoso rodeó el extremo septentrional de la isla de Westmiston y la tripulación ajustó el velamen para navegar por delante del viento en lugar de hacerlo con él. Al cabo de unos pocos minutos, las velas de lona gris del buque alerano se estiraron por delante de la vanguardia ventosa de la oscura tormenta, y el Lagarto Venenoso se encaminó hacia mar abierto.

Ehren retrocedió con parsimonia, y miró más allá de la popa del Lagarto Venenoso. Unos barcos se separaron de la flota canim y cayeron sobre Westmiston como lobos sobre un rebaño.

Ehren levantó la mirada y vio a Demos a su lado.

—Las mujeres y los niños —dijo Ehren en voz baja.

—Todos los que podíamos cargar —reconoció Demos.

El humo se empezó a elevar en Westmiston.

—¿Por qué? —preguntó Ehren.

Demos contempló la flota canim con ojos desapasionados y calculadores.

—¿Por qué íbamos a dejar que se desperdiciasen? Conseguiremos un buen precio.

La inexpresividad del hombre, tanto en las palabras como en los movimientos y los actos, era sorprendente. Ehren cruzó los brazos para ocultar un escalofrío.

—¿Nos alcanzarán?

Demos negó con la cabeza.

—A mi barco, no.

De repente levantó la mano y señaló hacia el mar.

Ehren miró. Allí, entre el Lagarto Venenoso y la armada que se acercaba, se levantó de repente una ola que iba en contra de la dirección de todas las demás. Ehren casi no podía creer lo que veían sus ojos, hasta que el agua empezó a romper alrededor de una forma enorme que había surgido del mar. Desde esa distancia pudo ver pocos detalles, pero la figura enorme y negra que rompía la superficie podía ser más alta que las velas del Lagarto Venenoso.

—Leviatán —jadeó—. Eso es un leviatán.

—Algo tímido y de tamaño mediano —asintió Demos—. Son territoriales. Esos barcos canim llevan diez días molestándolos con su paso.

Un tamborileo grave y estruendoso recorrió el agua, tan poderoso que la superficie del mar agitado empezó a vibrar con ella, lanzando al aire una espuma muy fina. El barco tembló a su alrededor, y Ehren oyó con toda claridad una plancha que cedía y se partía por debajo de ellos.

—¡Equipo de daños, estribor a popa! —rugió Demos.

—¿Qué ha sido eso? —jadeó Ehren y las plantas de sus pies sintieron como seguían vibrando en ellas extrañas ondas.

—El leviatán se está quejando —explicó Demos, que miró a Ehren y pareció que la comisura de los labios se moviera durante un segundo—. Relájate, escribiente. Tengo ahí abajo a dos brujos que impedirán que molestemos a los leviatanes.

—¿Y los canim?

—Hemos visto como se hundían cuatro barcos, pero eso no los ha detenido. Mira allí.

La enorme figura en el agua se movió durante un momento hacia la armada, pero entonces se hundió con el agua, se precipitó bajo su estela y giró en un remolino después de que el leviatán hubiera desaparecido. Cuando el primer barco canim llegó al lugar, solo quedaba el recuerdo inquieto de la presencia del enorme animal: un mar muy agitado. El barco canim se enfrentó a él lanzando espuma al aire y mantuvo su curso.

—Debo reconocer que estos perros tienen agallas —murmuró Demos con ojos distantes—. Todos los leviatanes, excepto los más grandes, evitarán esa tormenta que viene detrás de los canim. Sufrirán algunas bajas más durante la travesía, pero lo conseguirán.

—¿Les llevasteis un mensaje? —preguntó Ehren.

—Eso no es asunto tuyo —respondió Demos.

—Si es así, sois su cómplice, capitán. ¿Tan solo os dejaron escapar?

—No me dejaron —contestó Demos—. Pero no les di muchas posibilidades de elegir. No son tan astutos como creen. Los cuervos van a tener mucha hambre antes de que deje que ningún perro sacerdote sarnoso me clave un cuchillo en la espalda.

—¿Sacerdote? —preguntó Ehren.

Demos gruñó.

—Túnicas, libros, rollos. Decía un montón de tonterías. Se llamaba era Sarl.

Sarl. El antiguo chambelán del embajador Varg en la capital, y la criatura que había conspirado con los vord para derrocar al Primer Señor. Sarl, que había escapado de Alera, a pesar de todos los esfuerzos de las legiones y de los señores para encontrarlo y detenerlo. Ehren estaba ahora seguro de que Sarl debía de contar con ayuda en el interior de Alera.

—Kalarus —murmuró Ehren.

Demos repitió el discurso de Ehren palabra por palabra, imitando su entonación.

—No sé a qué os referís, señor.

Ehren lo estudió durante un momento, seguro de que la negación franca ocultaba una confirmación encubierta. Si así era, entonces Kalarus había contratado a Demos para que le llevara un mensaje al cane, y este había intentado matarle antes de que pudiera escapar. Saltaba a la vista que Demos no tenía intención de colaborar con las autoridades para obtener una recompensa, porque en esos casos los criminales de su calaña no volvían a encontrar a nadie que quisiera hacer negocios con ellos. Pero debía de estar muy enfadado por la traición; como mínimo, lo suficiente para dejar que Ehren se enterara de refilón de quién le había contratado y de lo que había ocurrido.

—Sabéis lo que significa esto —comentó Ehren con un cabeceo—. Un mensajero. Esta armada. Es la guerra, capitán. Y no sois el único a quien han traicionado.

Demos miró más allá de la popa y no dijo nada. La oscura tormenta que impulsaba la armada canim se tragó por completo la isla de Westmiston.

Ehren se giró para mirar a Demos.

—Triplicaré la cantidad de la paga si me lleváis a Alera con tiempo suficiente para avisar a las legiones. Sin preguntas.

El mercenario lo miró en silencio durante un momento. Entonces volvió a mostrar los dientes y asintió ligeramente.

—¡Bosun!

—Sí, capitán.

—¡Refuerza el palo mayor, cuelga todo el trapo y avisa a los brujos! ¡Vamos a hacer que vuele esta vieja zorra!