—Le habéis explicado a la asamblea que todos los asesinos de Kalarus prefirieron morir a que les capturasen —murmuró lady Aquitania mientras descendían los últimos escalones hacia las celdas por debajo de la ciudadela de lord Cereus.
—Sí —confirmó Amara—, lo hice. Pero a esta la cogimos viva. Fue ella la que intentó quitarle la vida a la estatúder Isana.
—¿Ella? —preguntó lady Aquitania con tono interesado—. Todos los demás eran hombres.
—Sí —asintió Amara—, es una de los cuervos de sangre de Kalarus. Cabe la posibilidad de que esté al tanto de sus planes. Se encontraba en una posición destacada en su consejo.
—Y por ello le será leal —musitó lady Aquitania—. O, al menos, estará bajo su control. ¿Creéis de verdad que os va a facilitar esa información?
—Lo hará —le aseguró Amara—. De una u otra forma.
Pudo sentir la presión de la mirada de lady Aquitania en su nuca.
—Ya veo —murmuró la Gran Señora—. Esto va a resultar interesante.
Amara puso una mano sobre el hombro de Bernard para hacerle una señal y se detuvo en la fría escalera de piedra que tenía delante. Se dio la vuelta para mirar a lady Aquitania.
—Vuestra Gracia, os recuerdo que estáis aquí para ayudarme —comentó en voz baja—. Yo hablaré.
La Gran Señora entornó los ojos durante un momento, y asintió. Amara reanudó la marcha.
Las mazmorras de la ciudadela de Cereus apenas se utilizaban. De hecho, parecía que aquel lugar helado servía sobre todo como almacén de comida. En la sala que se encontraba delante de la única puerta cerrada y vigilada se habían almacenado numerosas cajas de repollos, manzanas y tubérculos. Un legionare con la túnica marrón y gris de la Casa de Cereus se encontraba delante de la puerta con la espada desnuda en la mano.
—Alto, señor —ordenó cuando Bernard entró en la sala—. Esta zona se encuentra fuera de los límites.
Amara pasó al lado de Bernard.
—Legionare Karus, ¿verdad? —preguntó.
El hombre se puso firmes y saludó.
—¿Condesa Amara? Su Gracia me indicó que teníais acceso a la prisionera.
Amara hizo un gesto a Bernard y lady Aquitania.
—Vienen conmigo.
—Sí, Vuestra Excelencia. —El guardia se retiró de la puerta y sacó la llave del cinto. Dudó durante un instante—. Condesa, sé lo que es la mujer, pero… está muy malherida. Necesita un sanador.
—Me ocuparé de ello —le aseguró Amara—. ¿Ha intentado hablar contigo?
—No, señora.
—Dame. Dame la llave. Quiero que vigiles al pie de la escalera. No nos puede molestar nadie, excepto lord Cereus y Gaius Sextus en persona.
El legionare parpadeó y saludó.
—Sí, señora.
Recogió el escudo por las correas de transporte y se desplazó hacia el pie de las escaleras.
Amara giró la llave con suavidad en la cerradura perfectamente conservada, y abrió la puerta. Las bisagras no hicieron el menor ruido y Amara frunció el ceño.
—¿Algún problema? —susurró Bernard.
—Supongo que esperaba que rechinara y crujiera.
—¿Es la primera mazmorra?
—Si no contamos aquella en la que me encerraron contigo.
La boca de Bernard se torció en una sonrisita y empujó la puerta hasta abrirla por completo. Fue el primero en entrar en la celda. Se detuvo durante un instante y Amara sintió cómo se envaraba y lo oyó respirar con fuerza. Se quedó quieto como una roca durante un momento, hasta que Amara le tocó la espalda y Bernard se movió hacia un lado.
A Rook no la habían tratado con suavidad.
Amara se quedó al lado de su esposo. La cuervo de sangre estaba encadenada al techo, y los grilletes se le clavaban en las muñecas, de manera que los pies casi no tocaban el suelo. La pierna rota no podía soportar su peso. Un círculo de unos quince centímetros de diámetro que se hundía en el suelo estaba lleno de aceite, y varias docenas de mechas flotantes rodeaban de fuego a la prisionera. De este modo se evitaba que se pudiera usar ninguna furia de agua, que estaba claro que dominaba si había sido capaz de cambiar de apariencia para suplantar muchos años antes a la estudiante asesinada. Su escasa conexión con la tierra, unida a la falta de equilibrio, hacía que el uso de las furias de tierra fuera un gesto inútil. En la habitación no había ninguna planta viva o que lo hubiera estado, de manera que quedaba descartado cualquier artificio de madera. Además, el espacio cerrado hacía que el uso de artificios de fuego fuera básicamente un suicidio. Tal vez un artificio de metal pudiera debilitar los grilletes, pero llevaría mucho tiempo y esfuerzo, cosas de las que Rook carecía. A tanta profundidad, las furias de viento tenían un alcance muy limitado. Aquello no se le escapaba a Amara, quien nunca se sentía del todo cómoda cuando Cirrus no estaba disponible al instante.
Eso dejaba el ingenio como la única amenaza posible contra sus captores, y nadie que llevara mucho tiempo trabajando al servicio de Kalarus debía carecer de él. O, al menos, no en condiciones normales. Rook colgaba sin fuerzas de las cadenas, y su pierna buena temblaba al borde del colapso, prácticamente incapaz de aliviar el peso de sus hombros suspendidos y evitar que se dislocaran. Un día más, poco más o menos, y ocurriría de todas formas. Le colgaba la cabeza, y el cabello le ocultaba la cara. La respiración era entrecortada y rasposa, y emitía sonidos elementales de dolor y miedo. Lo poco que pudo oír Amara de su voz sonaba seco y gutural.
La mujer no suponía ninguna amenaza para nadie. Estaba condenada, y lo sabía. Una parte de Amara gritó ante el estado de la mujer, pero alejó la compasión de sus pensamientos. Rook era mucho peor que una asesina. Era una traidora al Reino y tenía las manos ensangrentadas.
Daba igual. Cuando la miró, Amara se sintió enferma. Luego pasó por encima de las velas flotantes y se colocó delante de la prisionera.
—Rook. Mírame.
Esta movió la cabeza. Amara pudo ver el resplandor mortecino de las luces en uno de los ojos de la mujer.
—No quiero que esto sea más desagradable de lo necesario —comentó Amara en voz baja—. Quiero información. Dámela y haré que te miren la pierna. Te daré un camastro.
Rook la miró y no dijo nada.
—Eso no cambiará lo que va a ocurrir. Pero no hay ninguna razón para que estés incómoda hasta tu juicio. Ninguna razón para que mueras con fiebres y dolores mientras esperas.
La cautiva tembló. Su voz surgió rasposa.
—Mátame. O vete.
Amara cruzó los brazos.
—Ya han muerto varios miles de legionares por culpa de tu amo. Y unos cuantos miles más lo harán en las próximas batallas. Hay mujeres, niños, ancianos y enfermos que también van a sufrir y morir. Siempre ocurre lo mismo en las guerras.
Rook no dijo nada.
—Intentaste matar a Isana de Calderon. Una mujer a quien en más de una ocasión he visto demostrar valor personal, amabilidad e integridad. Una mujer a quien considero mi amiga. El conde de Calderon, aquí presente, es su hermano. Y, por supuesto, creo que ya conoces a su sobrino. Y todo lo que han entregado en servicio del Reino.
Rook respiraba de manera entrecortada y rasposa, pero no habló.
—Te enfrentas a la muerte por lo que has hecho —prosiguió Amara—. Nunca he creído en los espíritus atados a la tierra a causa de los crímenes que cometieron en vida. Ni tampoco desearía que acciones como las que has cometido recayeran sobre mi conciencia.
No hubo respuesta, y Amara frunció el ceño.
—Rook, si colaboras con nosotros es posible que acabemos con esta guerra antes de que nos destruya a todos. Salvaríamos miles de vidas. Seguramente eres consciente de eso.
Cuando la espía no contestó, Amara se inclinó más cerca y la miró a los ojos.
—Si cooperas, si nos ayudas a darle la vuelta a la situación, el Primer Señor podría suspender tu ejecución. Es posible que tu vida no sea muy agradable, pero vivirás.
Rook inhaló temblorosa y levantó la cabeza lo suficiente para mirar a Amara. Las lágrimas, ausentes hasta ese momento, le empezaron a correr por las mejillas.
—No os puedo ayudar, condesa.
—Puedes —replicó Amara—. Y debes.
Rook apretó los dientes de dolor.
—¿No lo veis? No puedo.
—Lo harás —le aseguró Amara.
Rook negó con la cabeza con un movimiento ligero con cansancio y desesperación, y cerró los ojos.
—Nunca he torturado a nadie —le explicó Amara en voz baja—. Conozco la teoría. Preferiría resolver esto de manera pacífica. Pero depende de ti. Me puedo ir y regresar con el sanador. O puedo volver con mi cuchillo.
La prisionera no dijo nada durante un buen rato, pero entonces respiró hondo y se lamió los labios.
—Si calentáis el cuchillo es más fácil evitar errores. La herida se cauteriza. Podéis causar mucho más dolor con mucho menos daño, siempre que no me desmaye.
Amara se quedó mirando a Rook en silencio durante un momento bastante largo.
—Id a buscar el cuchillo, condesa —susurró Rook—. Cuanto antes empecemos, antes acabará.
Amara se mordió el labio y miró a Bernard, que estaba mirando a Rook con la cara desencajada y moviendo la cabeza.
—Condesa —llamó lady Aquitania—. ¿Puedo hablar con vos?
Rook levantó la mirada ante el sonido de su voz con el cuerpo tenso.
Amara frunció el ceño pero asintió a lady Aquitania que se recortaba como una silueta en el quicio de la puerta, antes de darse la vuelta y acercarse a ella.
—Muchas gracias —empezó lady Aquitania en voz baja—. Condesa, sois un agente de la Corona. Es vuestra profesión, y por ello compartís muchos conocimientos con la prisionera. No obstante, no conocéis personalmente a Kalarus Brencis, cómo gestiona sus posesiones ni cómo manipula a sus clientes y a sus empleados.
—Si hay algo que creéis que debo saber, posiblemente lo más provechoso sería que me lo dijerais.
Lady Aquitania consiguió que sus ojos parecieran al mismo tiempo fríos y perfectamente controlados.
—¿Os ha pedido que la mataseis en cuanto os vio?
Amara frunció el ceño.
—Sí. ¿Cómo lo sabéis?
—No lo sé —respondió lady Aquitania—. Pero eso es una suposición comprensible si se conocen algunos datos importantes.
Amara asintió.
—Os escucho.
—En primer lugar —empezó lady Aquitania—, dad por hecho que Kalarus solo confía en ella porque le podría hacer daño de ser necesario.
Amara frunció el ceño.
—Se ve obligado a ello.
—¿Por qué?
—Porque la mayor parte del tiempo actúa sin un control directo por su parte —explicó Amara—. Su papel en la capital la mantiene lejos de Kalarus durante meses. Lo podría haber traicionado y él no se habría enterado hasta mucho después.
—Justo por eso —asintió lady Aquitania—. ¿Y qué la puede haber obligado a mostrarle una lealtad tan perfecta a pesar de disponer de tantas oportunidades?
—Yo… —empezó Amara.
—¿Qué la puede impulsar a rechazar la posibilidad de clemencia? ¿A animaros a que acabéis con ella lo más rápidamente posible? ¿A pediros que la matéis desde el principio?
Amara negó con la cabeza.
—No lo sé. Supongo que vos sí lo sabéis.
Lady Aquitania le ofreció a Amara una sonrisita helada.
—Una pista más. Dad por hecho que cree que la están vigilando, de una u otra forma. Que si se vuelve contra él, Kalarus lo sabrá y, sin importar lo lejos que se encuentre, será capaz de vengarse.
Amara sintió cómo se le revolvía la barriga con náuseas de horror cuando empezó a entrever de lo que estaba hablando lady Aquitania.
—Retiene a un rehén para asegurarse de su lealtad. Alguien muy cercano. Si ella se vuelve contra él, matará al rehén.
Lady Aquitania inclinó la cabeza.
—Pensad en nuestra espía. Es una mujer joven. Estoy segura de que soltera y sin familia alguna que la pueda apoyar o proteger. El rehén debe de ser alguien por quien esté dispuesta a morir, y dispuesta a enfrentarse a la tortura y el dolor. Mi suposición…
—Tiene a su hijo —la interrumpió Amara, con voz plana y fría.
Lady Aquitania arqueó una ceja.
—Parecéis ofendida.
—¿No lo debería estar? —preguntó Amara—. ¿No deberíais estarlo?
—Vuestro amo no es muy diferente, Amara —respondió lady Aquitania—. Preguntadle al Gran Señor Aticus. Preguntadle a Isana sobre su opinión de enviar a su sobrino a la Academia. ¿Y creéis que no se ha dado cuenta de vuestra relación con el buen conde Bernard? Si vuestra mano se volviera contra él, Amara, no penséis ni por un momento que no iba a utilizar todo lo que tuviera en su mano para controlaros. Tan solo es más elegante y tiene mejor gusto que arrojártelo a la cara.
Amara miró fijamente a lady Aquitania.
—Estáis muy equivocada —replicó en voz baja.
La boca de la Gran Señora se curvó en otra sonrisita fría.
—Sois muy joven. —Movió la cabeza—. Casi parecería que vivimos en dos Reinos diferentes.
—Aprecio vuestro análisis del carácter de Kalarus… o, más bien, de la carencia de este. ¿Pero qué ventaja nos proporciona eso?
—El palo que utiliza Kalarus —respondió lady Aquitania— también os puede servir.
El estómago de Amara le dio un vuelco a causa del disgusto.
—No —replicó.
Lady Aquitania se volvió completamente hacia Amara.
—Condesa, vuestra sensibilidad es inútil para el gobierno del Reino. Si esa mujer no habla, vuestro señor no podrá reunir el apoyo que necesita para defender la capital y, viva o no, su gobierno se habrá acabado. Habrá miles de muertos en combate. Las remesas de alimentos se retrasarán, y las destruirán. Habrá hambre. Enfermedades. Decenas de miles de personas caerán por su causa sin que les llegue a tocar un arma.
—Lo sé —le espetó Amara.
—Entonces, si de verdad queréis evitarlo, si queréis proteger este Reino al que pretendéis servir, debéis dejar de lado vuestros remilgos y tomar la decisión difícil. —Sus ojos casi brillaban—. Ese es el precio del poder, cursor.
Amara apartó la mirada de lady Aquitania y se fijó en la prisionera.
—Hablaré con ella —accedió finalmente en voz muy baja—. Os pido que os mostréis sin tapujos ante ella.
Lady Aquitania ladeó la cabeza y asintió consciente de lo que le pedía.
—Muy bien.
Amara se dio la vuelta y volvió junto a la prisionera.
—Rook —llamó en voz baja—. ¿O debería llamarte Gaele?
—Como queráis. Los dos nombres son robados.
—Entonces, nos conformaremos con Rook —concluyó Amara.
—¿Habéis olvidado el cuchillo? —preguntó la prisionera, pero la burla era desganada.
—Sin cuchillo —respondió Amara en voz baja—. Kalarus ha secuestrado a dos mujeres. Y sabes quiénes son.
Rook no dijo nada, pero la naturaleza de su silencio le hizo pensar a Amara que lo sabía.
—Quiero saber adónde las han llevado —explicó Amara—. Quiero saber qué medidas de seguridad se han establecido a su alrededor. Quiero saber cómo liberarlas y escapar con ellas.
Un jadeo, que fue como el espectro de una carcajada, escapó de los labios de Rook.
—¿Estás dispuesta a decírmelo? —preguntó Amara.
Rook la miró, burlándose en silencio.
—Ya veo —reconoció Amara decepcionada e hizo un gesto con una mano—. En ese caso, me voy.
Lady Aquitania entró en el círculo de luz que emitía el fuego. Había cambiado su forma y ahora era más baja y fornida, de manera que no le caía nada bien el vestido que llevaba. Sus rasgos habían cambiado, así como la piel, la cara y el cabello, para ser la imagen perfecta de Rook en cuerpo y rostro.
La cabeza de Rook se alzó de repente. Su rostro torturado se contrajo en una expresión de horror.
—Voy a salir a pasear con ella —continuó Amara con voz tranquila y despiadada—. Estaré en público. Con ella. Donde nos puedan ver todos los habitantes de la ciudad. Donde nos pueda ver cualquiera a quien haya enviado Kalarus para espiar.
El rostro de Rook se contorsionó entre el terror y el dolor, y se quedó mirando fijamente a lady Aquitania como si físicamente fuera incapaz de apartar los ojos.
—No. Oh furias, no. Matadme. Acabad con esto.
—¿Por qué? —preguntó Amara—. ¿Por qué debería hacerlo?
—Si muero, ella no tendrá ningún valor para él. Es posible que la eche. —Su voz se difuminó en un sollozo contenido cuando empezó a llorar de nuevo—. Solo tiene cinco años. Por favor, solo es una niña pequeña.
Amara respiró hondo.
—¿Cómo se llama, Rook?
La mujer se removió de repente en las cadenas, impulsadas por sollozos duros y entrecortados.
—Masha —jadeó—, Masha.
Amara se acercó, le agarró el cabello a Rook y la obligó a alzar la cara, aunque tenía los ojos hinchados y casi cerrados.
—¿Dónde está la niña?
—Kalare —sollozó la espía—. La mantiene cerca de sus aposentos para recordarme de lo que es capaz.
Amara no quiso dar señales de debilidad y su voz resonó en los muros de piedra.
—¿Es allí adonde han llevado a las prisioneras?
Rook negó con un débil gesto. Resultaba obvio que mentía.
—No —susurró—. No, no, no.
Amara le sostuvo la mirada a la espía e inyectó resolución en su mirada.
—¿Sabes dónde están? ¿Sabes cómo puedo acceder a ellas?
Cayó el silencio, a excepción de los sonidos rotos de dolor y pena de Rook.
—Sí —reconoció al fin—. Lo sé. Pero no os lo puedo decir. Si las rescatáis, la matará. —Tembló—. Condesa, por favor, es su única oportunidad. Matadme aquí mismo. No le puedo fallar a mi hija.
Amara le soltó el cabello a Rook y se alejó un paso de ella. Se sentía enferma.
—Bernard —llamó en voz baja, y con un gesto señaló el cubo que se encontraba en un rincón—. Dale un poco de agua.
El conde obedeció con una expresión remota y profundamente turbada. Rook no dio señal de haberse percatado de su presencia, hasta que le levantó la cabeza y usó el cazo para verter un poco de agua entre sus labios. Entonces bebió con la necesidad inconsciente y miserable de una bestia enjaulada.
Amara se limpió con fuerza la mano con la que había tocado a la espía. Entonces salió de la celda y le pidió al legionare de guardia las llaves de los grilletes de la mujer. Cuando volvió a entrar en la celda, lady Aquitania, que había recuperado sus rasgos habituales, la tocó en el brazo con un gesto de enfado.
—¿Qué creéis que estáis haciendo?
Amara se paró en seco y respondió a la mirada fría de la Gran Señora con un brillo de confianza y certidumbre duro como el acero.
Las cejas de lady Aquitania se alzaron a causa de la sorpresa.
—¿Qué estás haciendo, muchacha?
—Os estoy mostrando la diferencia, Vuestra Gracia —respondió—. Entre mi Reino y el vuestro.
Entonces se acercó a Rook y le quitó los grilletes. Bernard cogió a la espía y evitó que cayera al suelo. Amara se giró, llamó al legionare y dispuso que enviaran una bañera de sanador y agua para llenarla.
Rook quedó sentada, apoyándose débilmente en el cuerpo de Bernard. La espía levantó la mirada hacia Amara con el desconcierto en la mirada.
—No entiendo nada —reconoció—. ¿Por qué?
—Porque vas a venir con nosotros —respondió Amara en voz baja, y la voz le sonó extraña en sus oídos, segura y poderosa—. Vamos a Kalare. Las vamos a encontrar. Vamos a encontrar a lady Placida y a la hija de Aticus, y a tu Masha. Y las vamos a liberar a todas de ese lagarto venenoso y asesino.
Bernard la miró con los ojos de color avellana, que ahora brillaban y parecían algo lobunos, relucientes con un orgullo feroz y silencioso.
Rook no podía más que mirarla, como si estuviera loca.
—N-no… ¿por qué ibais…? ¿Es una trampa?
Amara se arrodilló y cogió las manos de Rook entre las suyas, mientras la miraba a los ojos.
—Rook, te juro por mi honor que si nos ayudas haré todo lo que esté en mi mano para rescatar a tu hija. Te juro que entregaré mi vida antes de permitir que se pierda la suya.
Rook la miró fijamente, aturdida y en silencio.
Sin apartar la mirada de los ojos de la prisionera, Amara apretó la daga en el puño de la espía y la levantó hasta que Rook sostuvo la hoja contra el cuello de Amara. Entonces apartó las manos lentamente del arma.
Bernard dejó escapar un siseo corto y fuerte, y Amara sintió su tensión, pero de pronto se volvió a relajar. Ella vio por el rabillo del ojo cómo le hacía un gesto de asentimiento. Confiaba en ella.
—Te he dado mi palabra —le repitió a Rook en voz baja—. Si no me crees, toma mi vida. Si quieres continuar al servicio de tu señor, toma mi vida. O ven conmigo y ayúdame a recuperar a tu hija.
—¿Por qué? —preguntó Rook en un susurro—. ¿Por qué hacéis esto?
—Porque es lo correcto.
Se produjo un momento de silencio interminable.
Amara miró a Rook, tranquila y sin apartar los ojos.
Entonces el cuchillo de Amara rebotó en las piedras. Rook dejó escapar un sollozo y cayó sobre Amara, que la cogió y soportó su peso.
—Sí —susurró Rook—. Os diré todo lo que queráis. Haré todo lo que me digáis. La salvaré.
Amara asintió, levantando la mirada hacia Bernard, que descansó la mano durante un instante sobre el cabello de Amara, con dedos cálidos y suaves. Sonrió, y ella sintió cómo esbozaba una sonrisa a modo de respuesta.
—Vuestra Gracia —llamó Amara al cabo de un momento, mientras levantaba la vista—, es necesario que partamos enseguida. El guardia está trayendo una bañera de sanador. Por favor, ¿podríais atender las heridas de Rook?
Lady Aquitania se quedó mirando a los tres en el suelo, con la cabeza ladeada y frunciendo el ceño como si asistiera sorprendida a una silenciosa representación teatral interpretada por lunáticos.
—Por supuesto, condesa —asintió al cabo de un momento, con voz distante—. Siempre encantada de servir al Reino.