Amara parpadeó, se puso en pie de repente, se dio la vuelta y descubrió que Gaius estaba de pie detrás de ella en carne y hueso. Surgía de un velo creado con un artificio de viento, tan fino y delicado que no se había dado cuenta de que estuviera allí.
—¿Sire? —exclamó—. ¿Lleváis ahí todo el tiempo? Pero Kalarus…
El Primer Señor arqueó una ceja.
—El ego de Kalarus Brencis es enorme… y también es una enorme debilidad. Cuanto más crezca, más obstruirá su perspectiva, y no tengo ningún inconveniente en alimentarlo. —Sonrió—. Y mi viejo amigo Cereus necesitaba que alguien le recordase de lo que es capaz. Kalarus ha sido muy generoso al presentarse voluntario.
Amara movió la cabeza porque debería haberlo supuesto. Gaius Sextus no había conservado el poder ante hombres peligrosos y despiadados como Kalarus siendo débil o predecible.
—Mi señor, habéis escuchado lo que han dicho los señores Aticus y Placidus.
—Desde luego —reconoció Gaius.
Amara asintió.
—Sin sus fuerzas para apoyar a Ceres, la apuesta de Kalarus puede tener éxito.
—Le doy cinco posibilidades sobre seis —asintió Gaius.
—Sire —replicó Amara—, eso es… Eso… —La indignación le estranguló la voz durante un momento y apretó con fuerza los labios antes de decir algo de lo que no se pudiera retractar ante los ojos de la ley.
—Está bien, cursor —accedió Gaius—. Habla con libertad. No consideraré nada de lo que digas como una acusación formal.
—Es traición, señor —espetó Amara—. Están obligados a acudir en defensa del Reino. Os deben lealtad, y os están dando la espalda.
—Y a cambio, ¿les debo yo lealtad? —preguntó Gaius—. ¿Y protección contra amenazas demasiado poderosas como para que se puedan enfrentar solos a ellas? A pesar de eso, tanto ellos como los suyos han sufrido daños.
—¡Pero no por culpa vuestra! —exclamó Amara.
—Eso no es cierto —replicó Gaius—. No calculé correctamente la respuesta de Kalarus, ni sus recursos, y ambos lo sabemos.
Amara cruzó los brazos sobre el pecho y apartó la mirada de Gaius.
—Lo único que sé —volvió a la carga— es que han abandonado su deber. Su lealtad al Reino.
—Hablas de traición —murmuró Gaius—. De lealtad. Palabras duras. Dado el clima de incertidumbre que impera hoy en día, son términos algo mutables. —Levantó ligeramente la voz y miró hacia el rincón más alejado del pequeño jardín—. ¿No estáis de acuerdo, Invidia?
Un segundo velo, tan delicado e indetectable como el de Gaius, se desvaneció y dejó a la vista la figura alta y majestuosa de lady Aquitania. Aunque tenía los ojos un poco hundidos, no mostraba ninguna otra señal del trauma que la súbita oleada de pánico vivida por la ciudad había provocado en los artífices del agua más poderosos. Su expresión era fría, el rostro pálido, encantador y terso, el cabello oscuro recogido hacia atrás en una onda que caía sobre un hombro blanco y se derramaba sobre su vestido de seda carmesí. Una diadema de plata bellamente labrada con un diseño de hojas de laurel, la insignia de una receptora del Laurel Imperial al Valor, destacaba con fuerza sobre sus mechones y contrastaba con la tonalidad de su piel.
—Creo —respondió con tono sereno— que, dejando a un lado nuestras diferencias, ambos sabemos reconocer una amenaza mucho mayor que nuestros planes cuando aparece.
Amara respiró con fuerza y los ojos volaron de lady Aquitania a Gaius y de vuelto a la dama.
—¿Sire? No estoy segura de comprender. ¿Qué está haciendo aquí?
—La he invitado, claro está —respondió Gaius—. Tenemos un interés común en este asunto.
—Por supuesto —reconoció Amara—. Ninguno de los dos deseáis ver a lord Kalarus —recalcó el nombre de manera casi imperceptible— en el trono.
—Exactamente —asintió lady Aquitania con una sonrisa fría.
—El momento elegido por Kalarus ha sido casi perfecto —comentó Gaius—. Pero si las legiones de Atica y Placida quedan libres para actuar, podremos detenerle. Ahí es donde entráis lady Aquitania y vos, condesa.
Amara frunció el ceño.
—¿Cuáles son sus órdenes, sire?
—Dicho de manera sencilla: rescatar a las rehenes y eliminar la amenaza de Kalarus contra los señores Placidus y Aticus a la mayor brevedad posible. —Gaius hizo un gesto hacia lady Aquitania—. Invidia ha aceptado ayudaros. Trabajad con ella.
Amara sintió cómo se le envaraba la espalda y entornó los ojos.
—¿Con… ella? Aunque es la responsable de…
—¿De salvarme la vida cuando los canim atacaron el palacio? —la cortó el Primer Señor con suavidad—. ¿De asumir el mando de una situación que podría haber resultado un desastre total? ¿De sus esfuerzos incansables por conseguir apoyos para la emancipación?
—Soy consciente de su imagen pública —replicó Amara con voz dura—. Pero también de cuáles son sus verdaderos objetivos.
Gaius entornó los ojos.
—Esa es la verdadera razón de que le ofreciese la oportunidad de trabajar juntas —explicó Gaius—. Aunque no creáis que ella actúe por el bien del Reino, estoy seguro de que confiáis en sus ambiciones. Mientras su esposo y ella deseen arrebatarme el trono, confío en que no hará nada para entregárselo a Kalarus.
—No podéis confiar en ella, sire —insistió Amara en voz baja—. Si ve la oportunidad de actuar contra vos, lo hará.
—Es posible —reconoció Gaius—. Pero hasta que llegue el momento, confío en su ayuda contra una enemigo común.
—Con toda la razón —murmuró lady Aquitania—. Condesa, os aseguro que veo el valor de la cooperación en este asunto. —Los ojos de la mujer ardieron de repente con un fuego interior—. Y si dejamos de lado la política, el intento de asesinato de Kalarus contra mi vida, las de mis clientes y las de tantos ciudadanos y miembros de la Liga no se puede pasar por alto. Hay que abatir a los animal malvados y peligrosos como Kalarus. Será todo un placer ayudar a la Corona en esta tarea.
—¿Y cuando esté hecho? —preguntó Amara con un desafío en la voz.
—Cuando se haya logrado —respondió lady Aquitania—, ya veremos.
Amara se la quedó mirando durante un momento antes de volverse hacia Gaius.
—Mi señor…
Gaius levantó una mano.
—Invidia, sé que seguís agotada por los acontecimientos de esta noche —comentó.
Ella sonrió con una expresión elegante y no demasiado cansada.
—Por supuesto, sire. Condesa, el Gran Señor Cereus ha ofrecido la seguridad de su ala de invitados a todos los atacados por los Inmortales de Kalarus. Por favor, llamadme cuando lo creáis oportuno.
—Muy bien, Vuestra Gracia —respondió Amara en voz baja.
Lady Aquitania le hizo una reverencia a Gaius.
—Sire.
Gaius inclinó la cabeza y lady Aquitania abandonó el jardín.
—Esto no me gusta nada, señor —comentó Amara.
—Un momento —la cortó el Primer Señor, que cerró los ojos y murmuró algo, realizando un par de gestos rápidos con las manos y Amara sintió que estaba elaborando un artificio de las furias, indudablemente para asegurarse unos momentos de privacidad.
Amara arqueó una ceja.
—Entonces no confiáis en lady Aquitania.
—Confío en que me clave un cuchillo en la espalda a la primera oportunidad —reconoció Gaius—. Pero sospecho que su odio contra Kalarus es sincero, así como su deseo de recuperar a los miembros de la Liga secuestrados, y su ayuda puede ser de un valor incalculable. Es muy capaz, Amara.
La cursor movió la cabeza.
—Y cuanto más ocupada esté conmigo, menos tiempo tendrá para conspirar contra vos.
—En esencia, sí —empezó Gaius, a quien se le estaba formando una sonrisa en la comisura de los labios—. Utilízala como mejor sepas, y rescata a las rehenes.
Amara movió la cabeza.
—No es posible que las tenga cerca de aquí. No a alguien tan poderosa como Placidus Aria. Necesita tenerlas a mano en sus propias tierras, probablemente en su ciudadela.
—Estoy de acuerdo —asintió Gaius—. Durante los últimos días se ha producido mucho movimiento en las capas altas del cielo, pero estoy seguro de que al menos una parte de los viajeros han partido hacia Kalare. Tienes que decidir un curso de acción y partir mañana antes de que el sol haya salido del todo.
Amara frunció el ceño.
—¿Por qué, sire?
—Habréis notado —respondió Gaius— que en la conversación más reciente hemos evitado escrupulosamente un tema en particular.
—Sí. Las estrellas —reconoció Amara en voz baja—. ¿Qué les ha ocurrido?
Gaius se encogió de hombros.
—Solo puedo hacer conjeturas al respecto.
—Yo ni siquiera he llegado a ese punto —aclaró Amara.
—Creo que es obra de los canim —explicó Gaius—. El cambio llegó del oeste y se extendió hacia el este. Sospecho que se trata de una especie de nube muy alta y muy fina que le da esa tonalidad a la luz de las estrellas.
—¿Una nube? —murmuró Amara—. ¿Y no la podéis investigar?
Gaius frunció ligeramente el ceño.
—En realidad, no. He enviado a docenas de furias ahí arriba para investigar, pero no han regresado.
Amara parpadeó.
—¿Han…, han sufrido algún daño?
—Eso parece —respondió Gaius.
—Pero… no creía que los canim fueran capaces de obrar tan a lo grande. Sé que sus rituales les proporcionan un tosco parecido al artificio de las furias alerano, pero no pensé que pudieran conseguir algo a esta escala.
—Nunca lo han hecho —replicó Gaius—. Pero lo más destacable de esta elaboración es que tiene unos efectos muy amplios con los que no me había encontrado antes. He sido incapaz de observar actividades y acontecimientos que tienen lugar en el Reino a más de un centenar de kilómetros de Alera Imperia. Sospecho que los otros Grandes Señores también han quedado cegados de esta manera.
Amara frunció el ceño.
—¿Cómo lo habrán conseguido los canim?
Gaius negó con la cabeza.
—No tengo manera de saberlo. Pero sea lo que sea lo que han hecho, las capas altas gimen por ello. Viajar se ha vuelto muy peligroso en unas pocas horas. Sospecho que empeorará con el paso del tiempo. Por eso me tengo que ir de inmediato. Tengo muchas cosas que hacer y, si el viaje por aire se vuelve tan difícil como sospecho, me tendré que ir enseguida, lo mismo que vos.
Amara sintió cómo se le abrían mucho los ojos.
—¿Queréis decir… sire, que Kalarus está conspirando con los canim?
—Me parecería demasiada coincidencia que fuera capaz de atacar en tantos lugares a la vez, con tanta precisión y justo en el momento en que los artífices de las furias más poderosos con quienes podía enfrentarse estaban impedidos para actuar, justo en el preciso instante que los canim pusieron en marcha su elaboración.
—Una señal —concluyó Amara—. Las estrellas eran la señal para empezar.
—Probablemente —reconoció Gaius.
—Pero… Sire, nadie ha encontrado nunca la manera de llegar a un acuerdo con los canim. Ningún alerano… —Se calló y se mordió el labio—. Hummm. Pero los hechos sugieren que uno lo ha hecho. Tiene el toque del senador Arnos.
—Mucho menos tedioso —replicó Gaius y puso una mano sobre el hombro de Amara—. Condesa, os tengo que decir dos cosas. La primera es que si Kalarus consigue evitar que Placida y Atica envíen refuerzos, lo más probable es que ocupe la capital y sus furias. Aquitania y los otros Grandes Señores se opondrán a él. Nuestro Reino caerá en el caos absoluto. Decenas de miles de personas morirán y, si es cierto que Kalarus se ha conchabado con los canim, podríamos hallarnos ante el final del Reino. —Bajó la voz insistiendo en ello—. Tenéis que triunfar. A cualquier precio.
Amara tragó saliva y asintió con la cabeza.
—La segunda —prosiguió en voz más baja— es que no hay nadie en el Reino a quien le confiaría esta misión excepto a vos, Amara. En los últimos años habéis rendido servicios más valiosos que la mayoría de los cursores en toda su vida. Hacedles honor, y estoy muy orgulloso de contar con la lealtad de una persona de tanta valía.
Amara sintió cómo se le enderezaba la espalda cuando miró al Primer Señor. Sintió la garganta encogida, tragó saliva y murmuró:
—Muchas gracias, sire.
Gaius asintió y retiró la mano.
—Entonces os dejo con la misión —se despidió en voz baja—. Buena suerte, cursor.
—Muchas gracias, sire.
Gaius movió varias veces las manos, y los sentidos de Amara percibieron como se desvanecía la privacidad del artificio de las furias. Al mismo tiempo, un viento suave que casi no había agitado las plantas del jardín elevó a Gaius del suelo, mientras tejía a su alrededor otro velo delicado y se desvanecía a medida que se alzaba silenciosamente hacia el cielo.
Durante un momento Amara levantó la mirada para ver cómo se alejaba el Primer Señor. Entonces sintió la presencia de Bernard a su lado. Él deslizó un brazo alrededor de su cintura y ella se apoyó en él durante un instante.
—Esto no me gusta nada —comentó Bernard.
—Ni a mí —reconoció Amara—. Pero eso no importa. Giraldi y tú deberíais ir a informar a la estatúder de lo que ha ocurrido aquí.
—Giraldi se puede ocupar de eso —replicó Bernard—. Yo voy contigo.
—No seas ridículo —le cortó Amara—. Bernard, tú eres…
—Tu esposo. Un veterano. Un cazador y explorador experto —la cortó con la mandíbula muy firme—. Voy contigo.
—No voy…
—A impedir que vaya contigo. Nadie lo iba a conseguir.
Amara sintió de repente como se le apretaba el pecho, se volvió hacia su marido y lo besó ligeramente en los labios.
—Muy bien. Está claro que vas a ser terca como una mula al respecto.
Giraldi se acercó cojeando y gruñó.
—Tened cuidado, señor. No quiero ser el único centurión de las legiones que pierda a dos comandantes en combate.
Bernard le estrechó la mano.
—No pierdas de vista a Isana. Cuando despierte, explícale… —Movió la cabeza—. No importa. Ella sabe mejor que yo lo que iba a decir.
—Por supuesto —asintió Giraldi antes de atrapar a Amara con un abrazo de oso, lo suficientemente fuerte para hacerle crujir las costillas—. Y vos, no dejéis que os distraiga a ninguna de las dos.
Amara le devolvió el abrazo.
—Muchas gracias.
El viejo centurión asintió con la cabeza, los saludó con el puño sobre el corazón y salió cojeando del jardín.
—Muy bien, mi señora —murmuró Bernard—. ¿Por dónde empezamos?
Amara frunció el ceño y entornó los ojos.
—Con alguien que ha presenciado la operación de Kalarus desde dentro y que es posible que conozca sus planes. —Se volvió hacia Bernard y anunció—: Vamos a las mazmorras.