Los acontecimientos se precipitaron a una velocidad que Amara recordaba como una sucesión de comunicaciones desesperadas, órdenes emitidas a gritos y carreras de obstáculos de un edificio a otro mientras la ciudad de Ceres, inmersa en el pánico, se preparaba para la batalla.
Todo ello culminó a altas horas de la madrugada con una reunión en el jardín privado del Gran Señor Cereus, intramuros de la Torre del Gran Señor, el reducto final y bastión principal de las defensas de la ciudad, y el lugar más seguro de la urbe.
Amara llegó la primera, con Bernard y Giraldi. Era una locura, pero Bernard había salido tambaleándose de la bañera para artificios de un sanador. Se había negado a dejarla desprotegida ni un solo momento desde que se produjera el ataque en la casa de comidas. Giraldi aseguró que también tenía que ir para proteger a su conde, pero Amara no se dejó engañar por eso. Habían decidido que ella necesitaba protección y, por lo que a ellos les atañía, eso era todo.
Un mayordomo anciano y de cabello blanco les condujo hasta el jardín, un lugar sencillo con flores y árboles como el que se podía encontrar en cualquier explotación del Reino y que el Gran Señor Cereus fingía cuidar con sus propias manos. El jardín rodeaba un estanque en forma de círculo perfecto. La superficie reflejaba los colores de las lámparas de furia mortecinas dispuestas por todo el jardín, así como la tétrica luz roja de las estrellas.
Los sirvientes llevaron comida, y la barriga de Amara le recordó que les habían atacado antes de poder cenar. Giraldi obligó a ella y a su esposo a sentarse mientras les llevaba algunos platos y los vigiló como si fuera su abuelo. Se aseguró de que comían antes de atacar un plato con queso, una rebanada de pan y una jarra de cerveza.
Lord Cereus llegó un rato más tarde. Cereus Macius era algo así como una rareza entre los ciudadanos del Reino: un anciano de cabellos plateados. O bien carecía del talento para preservar su apariencia juvenil, o bien sencillamente nunca se había preocupado en mantenerla. Corrían rumores de que sus habilidades con el artificio de las furias estaban un poco embotadas cuando se trataba de los artificios de agua, aunque Amara no tenía manera de saber si estos rumores se basaban en hechos concretos, o si la evidencia de su aspecto les había dado alas.
Cereus era de altura mediana y constitución delgada, con una cara larga y de aspecto taciturno, y unos dedos cortos y fuertes. Entró flanqueado por dos hombres de rostros pétreos, que no apartaron la mano de la espada. Al ver a Bernard y a Giraldi, los dos hombres se detuvieron y entornaron los ojos. Bernard y Giraldi les devolvieron una mirada impasible que igualaba la de los guardaespaldas.
—Una pregunta, condesa Amara —murmuró Cereus con tono afectado—. ¿Vamos a dejar que se olisqueen el trasero y se hagan amiguitos, o será mejor que los atemos con correas en paredes muy separadas para evitar problemas?
—Vuestra Gracia. —Amara sonrió, se puso en pie e hizo una profunda reverencia—. Traen buenas intenciones.
Cereus cogió las manos de Amara entre las suyas con una sonrisa, y le devolvió el saludo con un gesto.
—Puede que tengáis razón. Caballeros, si hay que luchar esta noche, preferiría que no fuera en mi jardín. ¿De acuerdo?
Los dos guardaespaldas asintieron y retrocedieron medio paso. Giraldi esbozó una sonrisa y volvió a la comida. Bernard sonrió y le hizo una reverencia a Cereus.
—Por supuesto, Vuestra Gracia.
—Conde Calderon —saludó Cereus—. Bienvenido, aunque me temo que habéis venido a mi ciudad en muy mal momento.
—Aquí estoy, Vuestra Gracia —replicó Bernard con firmeza—. Y os ofrezco toda la ayuda que os pueda proporcionar.
—Muchas gracias —replicó Cereus sin el menor rastro de ironía—. Conde, ¿vendrán los demás?
—Sí, Vuestra Gracia —respondió—. Pero les llevará algún tiempo. La mayoría de los supervivientes están muy traumatizados por el pánico que cunde en la ciudad.
Cereus gruñó y se sentó algo envarado en un banco de madera bellamente tallado.
—Lo entiendo. —Miró de reojo a Bernard—. Vuestra hermana, la… —parpadeó como si casi no se lo pudiera creer—… estatúder. La mujer estatúder. ¿Es una artífice del agua con gran talento?
—Sí —respondió Bernard.
—¿Cómo se encuentra?
—Extenuada y durmiendo —contestó Bernard—. Ha tenido un día difícil desde mucho antes de que cambiasen las estrellas.
—El pánico ha sido extremadamente doloroso para todos aquellos que son sensibles a esas cosas. Si puedo hacer algo por ella, por favor, decídmelo —se ofreció Cereus.
Bernard hizo una reverencia con la cabeza.
—Muchas gracias, Vuestra Gracia. Vuestra oferta de alojamiento seguro ha sido más que generosa. Está descansando cómodamente.
Cereus miró a Giraldi.
—¿Eso es cerveza? ¿Una cerveza honrada y auténtica?
Giraldi eructó.
—Cuervos y truenos —tronó Cereus—. ¿Tienes otra jarra, soldado?
Giraldi la tenía a mano. Cereus sorbió el líquido, dejó escapar un suspiró muy largo y se volvió a sentar en el banco.
—Mi hija —explicó—. No deja que un anciano disfrute de un buen trago que se ha ganado con creces. Dice que no es bueno para mi corazón.
—De algo hay que morir —comentó Giraldi—. No estaría mal trasegarse unas cuantas pintas mientras esperas a ver cómo es.
—Exacto —reconoció Cereus—. La muchacha tiene un corazón de oro, pero no se da cuenta de eso.
El anciano señor miró hacia las almenas que se alzaban por encima del jardín. En su rostro en sombras se marcaron unas arrugas más profundas, que dejaban traslucir la preocupación y la pena que se cernían. Amara vio cómo se sentaba para beberse tranquilamente la cerveza y esperar la llegada de los demás. No tardaron mucho. Al cabo de media hora, el pequeño jardín del Gran Señor Cereus estaba abarrotado de visitantes.
—Bien —dijo mientras miraba a su alrededor con una expresión algo perdida en la cara—. Supongo que debemos empezar.
Cereus se puso en pie, subió encima del banco con una expresión de disculpas en el rostro y golpeó el anillo contra la jarra, que ya estaba vacía.
—Señores y damas. Bienvenidos. Me gustaría que fuera una ocasión más feliz. —Esbozó una sonrisa e hizo un gesto con la mano—. Os he convocado por indicación del Primer Señor y de su cursor, la condesa Amara. Condesa.
Lord Cereus bajo del banco con una expresión de alivio muy evidente.
Amara inclinó la cabeza ante Cereus, sacó una moneda pequeña de la bolsa y la tiró al estanque.
—Aguas de Amarante, llamad con rapidez a vuestro amo —murmuró.
La superficie del agua se empezó a ondular alrededor de la moneda, que se había desvanecido, y después se agitó. Al poco rato se alzó un brazo de agua que se concretó en la figura de un hombre alto y delgado al final de la madurez, y los colores se fueron asentando lentamente en la forma de la túnica y los pantalones, hasta que adquirieron el azul y el escarlata de la Casa de Gaius. Asimismo, su cabello se cubrió de un blanco grisáceo, aparentemente prematuro, aunque tenía casi ochenta años.
Amara le hizo una reverencia con la cabeza.
—Mi señor, estamos dispuestos.
La imagen del Primer Señor se volvió hacia Amara y asintió.
—Adelante. Los señores Aticus y Placidus —señaló con un gesto dos figuras acuosas que empezaron a tomar forma a ambos lados de la suya— también se van a unir a nosotros.
Amara asintió y se dio la vuelta para encarar a las personas que había en el jardín.
—Señores y damas, sé que las últimas horas han sido confusas y terroríficas. El Primer Señor me ha dado instrucciones para que comparta la información de que disponemos sobre los últimos acontecimientos.
»No conocemos ni los antecedentes ni los detalles sobre los atacantes de esta noche —explicó Amara—. Pero sabemos que han atacado a casi todos los miembros de la Liga Diánica, además del profesorado y el personal del Collegia Tactica, a los capitanes y tribunos de la Primera Legión de Ceres, y a algunos oficiales militares de visita que asistían a una conferencia en el Collegia.
»Los asesinos han sido letales y eficientes. Han matado a la Gran Señora Rodas y, además, a la Gran Señora Frigia, al senador Parmos y a otros setenta y seis ciudadanos que se les han puesto por delante. Otros muchos ciudadanos, entre ellos lady Placida, están desaparecidos. —Metió la mano en la bolsa que tenía al lado y sacó el anillo metálico de un collar disciplinario, un artilugio de los esclavistas para controlar a esclavos díscolos—. Lo que sabemos es que todos los atacantes llevaban un collar disciplinario como este. Cada uno de ellos lleva una inscripción: “Immortalis”. Ninguno de los hombres implicados en el ataque aparentaba más de veinte años. Cada uno de ellos demostró una capacidad casi sobrehumana de soportar el dolor, y al parecer actuaban sin temor ni interés por conservar su propia vida.
»Estamos bastante seguros de que estos Inmortales, a falta de un nombre mejor con que designarlos, son esclavos entrenados, condicionados y disciplinados con el collar desde su niñez para convertirse en soldados. Dicho de una manera sencilla: son locos muy eficientes, sin conciencia ni dudas ni miedo al dolor y perfectamente dispuestos a sacrificar sus vidas en aras de la misión encomendada. Menos de uno de cada cuatro objetivos sobrevivió al ataque.
Los comentarios en voz baja se desataron en el pequeño jardín. Un hombre alto y de constitución recia, con cabello oscuro y una barba de un gris férreo, y que lucía la armadura de las legiones, murmuró:
—Todos nos hemos hecho una idea aproximada de lo que pueden hacer. Pero ¿sabéis quién los ha enviado?
Amara respiró hondo.
—En los próximos días se completará una investigación legal y amplia pero, a tenor de los hechos, estoy bastante segura de lo que descubriremos. La pasada noche, y al parecer de manera simultánea a los ataques que se produjeron aquí, lord Kalarus movilizó a sus legiones.
Se oyeron muchos jadeos. Los murmullos a media voz recorrieron de nuevo el jardín, pero esta vez eran más rápidos y nerviosos.
—Una de las legiones de Kalarus ha ocupado las estribaciones occidentales de Parcia y ha desviado el Gaul a través del Marjal. La Tercera Legión de Parcia se ha visto obligada a abandonar la fortaleza de Whiteharrow, y las legiones de Kalarus controlan ahora los pasos a través de las Colinas Negras.
»Al mismo tiempo —prosiguió Amara—, otras dos legiones asaltaron el campamento de la Segunda de Ceres, a la que cogieron completamente por sorpresa. Los atacantes no han dado cuartel, y hay menos de un centenar de supervivientes.
Lord Cereus empalideció aún más e inclinó la cabeza.
—Esas legiones están de camino hacia la ciudad —continuó Amara—. Los caballeros Aeris y la avanzadilla ya se encuentran en la región, y suponemos que el cuerpo principal de tropas tardará medio día en llegar.
—Bah —se burló una voz desde el extremo del jardín—, eso es ridículo.
Amara se giró hacia la persona que había hablado, el senador Arnos. Vestía con la ropa académica formal del Collegia Tactica y mostraba una expresión altiva.
—¿Señor? —preguntó Amara con cortesía.
—Kalarus es ambicioso, pero no idiota. ¿Nos queréis hacer creer que iba a librar una guerra contra todo el Reino y dejaría desprotegida su propia ciudad?
—¿Desprotegida, señor? —preguntó Amara con suavidad.
—Tres legiones —explicó lord Arnos—. Cada Gran Señor tiene tres legiones bajo su mando. Esa es la ley.
Amara parpadeó lentamente mientras miraba a Arnos.
—Los Grandes Señores que respetan las leyes no le declaran la guerra a todo el Reino, ni tampoco envían a locos fanáticos a asesinar a sus conciudadanos. Por regla general, claro está. —Se volvió hacia el resto de los asistentes y añadió—: Además de las fuerzas ya mencionadas, otras dos legiones de Kalare han tomado los puentes que cruzan el Gaul en Hector y Vondus. Los informes de inteligencia sugieren que otra legión se unirá a las dos que vienen de camino, y que se mantiene al menos una legión en reserva móvil. —Volvió a mirar al senador—. Si eso os hace sentir mejor, señor, Kalarus también tiene una legión estacionada en Kalare para garantizar la seguridad de la ciudad.
—Siete —murmuró el soldado de barba gris—. Siete malditas legiones. ¿Cómo cuervos ha podido ocultar cuatro legiones completas, condesa?
—Por el momento, eso es lo de menos —contestó Amara—. Lo que importa es que las tiene y las está usando. —Respiró hondo y miró alrededor del jardín—. Si las fuerzas de Kalarus toman Ceres, no quedará nada entre ellas y la capital.
Ahora no hubo murmullos… Solo silencio.
—Muchas gracias, condesa —murmuró el Primer Señor con su voz suave y bien modulada—. Lord Cereus, ¿cuál es la situación de vuestras defensas?
Cereus hizo una mueca y movió la cabeza.
—No estamos preparados para algo así, sire —respondió con franqueza—. Con la Segunda Legión destruida, solo dispongo de la Primera Legión y la legión cívica para ocupar las murallas, y las tropas quedarán muy dispersas. No podremos resistir mucho tiempo contra tres legiones completas y sus caballeros. Si el propio Kalarus se encuentra con ellas…
—Recuerdo a un joven soldado que me dijo que cuanto más desesperada era una batalla, más deseaba participar en ella y entrar en combate —le interrumpió Gaius—. Que vivía para esos retos.
—El soldado creció, Gaius —replicó Cereus con voz cansada y sin levantar la vista—. Se casó. Tuvo hijos. Y nietos. Envejeció.
Gaius miró a Cereus durante un instante y asintió.
—La Primera Legión Imperial debe defender los pasos septentrionales de las Colinas Negras, mientras que la Segunda Imperial defiende la capital. Voy a enviar a la Tercera Imperial en vuestra ayuda, pero no podrán llegar antes que las fuerzas de Kalare. Sin embargo, la Legión de la Corona está de maniobras al sur de la capital, y una hora después del primer ataque les ordené que acudieran en vuestra ayuda. Han realizado una marcha forzada durante toda la noche, y sir Miles debería llegar con sus hombres dentro de unas horas.
Cereus suspiró, con evidente alivio.
—Bien, bien. Muchas gracias, viejo amigo.
Gaius asintió y sus serios rasgos se suavizaron durante un instante.
—No se puede negar que os siguen superando en número —continuó—, pero solo tenéis que resistir. Ya les he pedido a los Grandes Señores Placidus y Aticus que envíen fuerzas de refresco para enlazar con la Tercera Imperial. Aquitania, Rodas y Parcia unirán fuerzas para recuperar los puentes sobre el Gaul.
Cereus asintió.
—En cuanto lo hayan hecho, las legiones de Kalare no se podrán retirar ni recibir refuerzos.
La imagen de Gaius asintió.
—Solo tenéis que resistir, Macius. No pongas en peligro a tu pueblo con heroicidades.
—¡EXCELENTE CONSEJO! —tronó una voz que parecía proceder del agua del estanque y que retumbó de manera desagradable y dura en las paredes que rodeaban el pequeño jardín.
El estanque se removió una vez más y en su extremo más alejado se formó otra figura, la del hombre a quien Amara reconoció como Kalarus Brencis, Gran Señor de Kalare. No era especialmente imponente en persona: alto, pero delgado y con unos ojos que parecían siempre hundidos en las sombras y que le otorgaban a su cara una apariencia sombría y dura; además, tenía el cabello recto, fino y flácido. No obstante, la figura que surgió de las aguas de la fuente era mucho más alta que las demás, y su constitución mostraba muchos más músculos que los del verdadero Kalarus.
—Caballeros. Damas. Confío que en estos momentos la situación sea evidente para… bueno, no tanto para todos como para aquellos que han sobrevivido. —Los dientes de la imagen mostraron una sonrisa lobuna—. Hasta el momento, claro.
Amara le lanzó una mirada a la imagen de Gaius. El Primer Señor la miró a ella, y después, a Cereus. El anciano Gran Señor estaba muy callado y muy quieto, y no se movía en absoluto.
—Brencis —intervino el Primer Señor con tono tranquilo—, ¿debo entender que estás confesando delante de todos los aquí presentes que eres el responsable de estos asesinatos, y que estás enviando tus fuerzas contra las de los otros Grandes Señores, saltándote la legalidad?
La imagen de Kalarus se volvió hacia el Gran Señor.
—He estado esperando esto desde que era niño, Gaius. —Cerró los ojos y exhaló complacido—. Cierra la maldita boca, viejo.
La imagen de Kalarus cerró de repente la mano y la imagen acuosa de Gaius explotó en una lluvia de gotitas individuales que cayeron sobre el estanque.
Amara, y todos los presentes en el jardín, resoplaron ante lo que acababa de hacer Kalarus. Había cortado el contacto del Primer Señor a través del estanque, ni más ni menos. Era toda una demostración de fuerza con el artificio de las furias, y sus implicaciones eran terroríficas. Si Kalarus tenía de verdad tanto o más poder que el Primer Señor…
—Fuera con el viejo —comentó Kalarus, mientras su imagen se volvía para dirigirse a los presentes—. Dentro con el nuevo. Conciudadanos de Alera, pensad muy bien quiénes queréis ser. Todos sabemos que la Casa de Gaius ha fracasado. No tiene heredero, y se ha apostado todo el Reino en lugar de aceptar su caída del poder. Os arrastrará a todos hacia la tumba. Podéis formar parte de la nueva era de grandeza de la civilización alerana… o podéis quedar aplastados por ella.
El senador Arnos se puso en pie y se encaró con la imagen de Kalarus.
—Vuestra Gracia —empezó—. Aunque vuestro poder y temeridad han quedado demostrados de sobra, seguramente veréis que vuestra posición militar es insostenible. Vuestros movimientos iniciales han sido audaces, pero no podéis albergar la esperanza de imponeros al poderío unido de las otras ciudades del Reino y de sus legiones.
Kalarus explotó en una carcajada estruendosa.
—¿Poderío unido? —preguntó—. Ceres caerá hoy mismo, y me dirigiré contra Alera Imperia. No existe ningún poder libre que lo pueda impedir. —La imagen se giró hacia lord Placidus y comentó—: Sandos, no tenía ni idea de que Aria tuviera una marca de nacimiento en el muslo izquierdo. —Su mirada se desplazó hacia la imagen de lord Aticus—. Elio, ¿puedo felicitarle a tu hija por su mata de cabello especialmente encantadora? Un mensajero os entregará un pequeño mechón de su cabello, para que sepáis que se encuentra bajo mi protección.
—¿Protección? —preguntó Amara con voz recia.
Kalarus asintió.
—Cállate. Mi señores Aticus y Placidus, nunca he tenido problemas con vuestras ciudades, ni tampoco los quiero ahora. Retengo a estas dos damas como garantía de vuestra neutralidad. No os pido que incumpláis ningún juramento ni que os volváis contra el Primer Señor… Solo quiero que os apartéis de mi camino. Os doy mi palabra de que si lo hacéis, cuando las cosas se calmen, regresarán con vosotros sin haber sufrido daño alguno.
Cereus se puso en pie lentamente y se acercó hasta el borde del estanque.
—¿Para eso has venido aquí, Kalarus? —preguntó en voz baja, sin mirar a la imagen—. ¿Para prometerles a tus vecinos que no los atacarás, mientras estás asaltando a otros delante de sus propios ojos?
—Les estoy presentando mis condiciones —respondió Kalarus—. Mis condiciones respecto a ti son algo diferentes.
—Te escucho —replicó Cereus en voz baja.
—Entrégame tu ciudad ahora mismo —ordenó Kalarus—. Y os perdonaré la vida a ti y a tu familia. Serás libre para irte y vivir en cualquier otro lugar del Reino.
Cereus entornó los ojos.
—¿Pretendes expulsarme del hogar de mi familia? ¿Forzarme a abandonar a mi pueblo?
—Deberías estar agradecido de que te ofrezca una alternativa —replicó Kalarus—. Desafíame y seré muy duro contigo y con tu linaje. Prometo ser implacable. Conozco todos sus nombres, viejo. Tus tres hijas. Tu hijo. Tus once nietos.
—¿Vas a amenazar a bebés de pecho, Kalarus? Estás loco.
Kalarus soltó otra carcajada.
—¿Un loco? O un visionario. Solo la historia lo decidirá, y todos sabemos quién escribe la historia. —Kalarus volvió a mostrar los dientes—. Preferiría que lucharas para destruirte. Pero ambos sabemos que ya no eres un guerrero, Macius. Vete ahora que puedes.
El Gran Señor Cereus se encaró con la imagen de Kalarus durante un minuto silencioso. Levantó la mano, la cerró con saña y bramó:
—Sal de mi jardín.
Las aguas del estanque se removieron y la imagen de Kalarus, como antes había hecho la de Gaius, se disolvió en gotitas que cayeron en la laguna.
—Amenazas a mi nieta. Te voy a retorcer el escuálido cuello, lagarto cobarde —le gruñó Cereus al estanque. Entonces se dio la vuelta y se encaró con la asamblea—. Damas y caballero, tengo una ciudad que defender. Cualquier ayuda que me podáis proporcionar será bienvenida. Pero si no tenéis intención de luchar, deberéis abandonar la ciudad lo antes posible. —Se giró de nuevo hacia el estanque, hacia donde se había levantado la imagen de Kalarus—. Si no podéis ayudar, apartaos de mi camino.
Entonces el anciano, envuelto en su rabia como si fuera una capa, giró sobre los talones y salió del jardín ladrando órdenes a sus sorprendidos hombres. Su voz resonaba en las paredes.
Los demás presentes en el jardín se quedaron mirando a Cereus, sorprendidos por el cambio que había experimentado. Entonces empezaron a hablar en voz baja y la mayoría empezó a abandonar el lugar. Amara se volvió hacia las imágenes de los señores Placidus y Aticus.
—Mis señores, por favor. Antes de iros, ¿puedo haceros una pregunta en nombre del Primer Señor?
Las formas acuosas asintieron y Amara esperó hasta que el jardín quedó vacío.
—Mis señores, ¿os puedo preguntar cuáles son vuestras intenciones?
Lord Placidus, un hombre bajo, fornido, de aspecto vulgar, estatura discreta y unos ojos azules cristalinos, movió la cabeza.
—No estoy seguro, condesa. Pero si tiene a Aria, entonces… —El Gran Señor negó con la cabeza—. Existen una serie de furias peligrosamente volátiles que la voluntad de mi esposa tiene a rajatabla para que no le hagan daño a nadie. Si muere sin adoptar las medidas necesarias para neutralizarlas, muchos miles de campesinos perecerán. No tengo inconveniente en enviar mis legiones a misiones peligrosas… pero no estoy dispuesto a sacrificar a los habitantes de explotaciones enteras. Mujeres. Niños. Familias.
—Y en su lugar, ¿dejaréis caer el Reino? —preguntó Amara.
—El Reino resistirá, condesa —respondió Placidus, endureciendo la voz—. Solo cambiará la cara debajo de la corona. Nunca ha sido ningún secreto que no me quiero implicar en la política de la Corona. De hecho, si el paje de Gaius no nos hubiera manipulado en público para que lo apoyásemos, mi esposa podría estar ahora conmigo, segura e ilesa.
Amara apretó los dientes, pero asintió.
—Muy bien, Vuestra Gracia. —Se volvió hacia el Gran Señor Aticus—. ¿Y vos, señor?
—Ya le he dado una hija a Gaius —respondió Aticus con amargura en la voz—. Mi Caria, tomada como esposa y retenida como rehén en la capital. Ahora Kalarus se ha llevado a mi otra hija. Veo pocas diferencias entre los dos. Pero Gaius me pide que sacrifique hombres y sangre, mientras que Kalare solo quiere que me mantenga al margen. —Apretó los dientes, cortando las palabras—. Por mí se pueden hacer pedazos y dejar que los cuervos les limpien los huesos.
Se dio la vuelta y la imagen acuosa volvió a caer en el estanque.
Lord Placidus esbozó una sonrisa hueca ante la marcha del señor de Atica.
—No le tengo ninguna simpatía a Kalarus ni a lo que defiende —le explicó a Amara—. No tengo inconveniente en enfrentarme con él en el campo de batalla. Pero si tengo que elegir entre la vida del Primer Señor y la de mi esposa y miles de campesinos, no me decidiré por Gaius.
—Comprendo —repitió Amara en voz baja.
Placidus asintió.
—Decidle a Gaius que no me opondré si las legiones tienen que pasar por mis tierras. Eso es todo lo que puedo ofrecer.
—¿Por qué? —le preguntó Amara en voz muy baja.
Placidus se quedó en silencio durante un momento.
—La mayoría de los Grandes Señores se casan por conveniencia —respondió—. Para establecer alianzas políticas. —La imagen de Placidus movió la cabeza mientras se deslizaba lentamente de regreso al estanque—. La amo, condesa. Aún la amo.
Durante un momento Amara se quedó mirando las ondas en el estanque, suspiró y se sentó en el banco más cercano. Movió la cabeza mientras intentaba desenredar una docena de líneas de pensamiento. Un poco después levantó la mirada y descubrió que Bernard estaba de pie a su lado, y le ofrecía una jarra de la cerveza de Giraldi. La terminó de un trago.
Kalarus era mucho más fuerte de lo que había imaginado nadie, y había descubierto una manera de entrenar en secreto y transportar a legiones enteras. Era despiadado, astuto y decidido… y lo peor de todo, según el punto de vista de Amara, era que la acusación de lord Cereus podía ser inquietantemente precisa. Era muy posible que Kalarus estuviera tan loco como pretendía Cereus. Las fuerzas del Reino podrían aplastarlo de no ser porque Kalarus había elegido un momento especialmente delicado para atacar y había golpeado donde más dolía. Si se movía a velocidad suficiente, era posible que su golpe de estado triunfara.
De hecho, no se le ocurría qué podría hacer el Primer Señor para detenerlo.
En cierto sentido, podía comprender lo que acababa de hacer Placidus, pero por otro lado ardía de rabia ante su decisión de dejar de lado al Primer Señor. Era un Gran Señor de Alera. El honor lo obligaba a acudir en ayuda del Primer Señor en caso de insurrección. Amara no deseaba que a lady Placida le ocurriera nada malo o a ningún campesino inocente, por supuesto, pero no podía reconciliar la elección de lord Placidus con sus obligaciones como ciudadano y señor del Reino.
Sentía que el anillo de Bernard que le colgaba del collar alrededor del cuello se le hacía muy pesado. Le costaba lo indecible ser la primera en tirar esa piedra. A fin de cuentas, ¿no había antepuesto sus propios deseos al deber?
Bernard se sentó a su lado y soltó aire de manera pausada.
—Pareces agotada —comentó en voz baja—. Necesitas dormir.
—Muy pronto —replicó Amara, y su mano encontró la de él.
—¿Qué opinas? —le preguntó—. De todo esto.
—Es malo —respondió en voz baja—. Muy malo.
La voz de Gaius recorrió el jardincito, entonada y divertida.
—O solo lo parece en la superficie, condesa.