13

Sin la advertencia de Isana, lo más seguro era que Amara hubiera muerto.

Su mirada controlaba lo que tenía ante sí. Buscaba a los dos hombres que los habían seguido a Bernard y a ella después de la presentación en el anfiteatro. Un chillido agudo de terror atrajo la atención de Amara hacia el extremo más alejado de la gruta, donde vio cómo le abrían el cuello al Tribuno de la Flota Mandus con un corte profundo y preciso. Mandus cayó de rodillas y hacia un lado y murió en el suelo.

Cuando Isana gritó en señal de advertencia, Amara estaba de espaldas a los asesinos. Se dio la vuelta y consiguió desviar el tajo descendente del primer hombre. Dos de los sicarios cayeron sobre Bernard e Isana. Este no podría defenderse debido a la carga de su hermana.

Amara llamó a Cirrus y, como respuesta, la furia entró en tromba en la cueva y se precipitó como un huracán sobre los dos hombres, a quienes atrapó a media caída. Amara tiró a uno de ellos por encima del puente y cayó al estanque. El otro consiguió agarrarse con una mano a una rama extendida del árbol más cercano y aterrizó con suavidad en el suelo al lado de Bernard. El asesino se volvió hacia el esposo de Amara con la espada en la mano, pero la cursor lo había retenido durante los pocos segundos críticos que podrían haber convertido su ataque en un éxito.

—¡Giraldi! —bramó Bernard, mientras se daba la vuelta y lanzaba a Isana hacia los brazos del soldado canoso. Después el conde de Calderon agarró una de las pesadas sillas de madera y, con la fuerza que le proporcionaban sus furias, lanzó el mueble de casi treinta kilos contra el asesino, que se dio un fuerte golpe contra la pared rocosa de la gruta.

Amara se giró y adelantó la mano para detener al atacante con una ráfaga de viento. Este le lanzó una pequeña nube de sal que había sacado de la bolsa que le colgaba del cinturón, y Amara sintió cómo Cirrus se contraía de dolor, pues la sal había dispersado durante un momento el poder concentrado de la furia.

Los sicarios a sueldo no suelen ir por ahí con una bolsa de sal a mano y listos para lanzarla, lo que significaba que Amara era el único objetivo de aquel hombre.

El asesino avanzó con la velocidad de un luchador profesional y lanzó dos tajos rápidos contra ella. Amara se zafó con facilidad del primero, pero el segundo se deslizó por encima de su cadera y le hizo un corte largo y superficial que quemaba como el fuego.

—¡Abajo! —tronó Bernard.

Amara se tiró al suelo en el mismo instante en que Bernard lanzaba la pesada silla de madera. Esta golpeó al asesino con el sonido sordo del crujido de los huesos rotos y lanzó al hombre con gran violencia contra el tronco de un árbol.

El asesino rebotó en el tronco del árbol, agarró la silla y la lanzó hacia el estanque. Aunque tenía la caja torácica terriblemente deformada por el poder del golpe que le había descargado Bernard, su gesto no había cambiado en absoluto: una sonrisita extraña bajo unos ojos fijos y muy abiertos.

Amara miró sorprendida al asesino mientras levantaba la espada y avanzaba de nuevo contra ella, casi sin perder velocidad a pesar del golpe que debería haberlo matado. La cursor empezó a recular, pero sintió el aire vacío bajo los talones. Tuvo que darse la vuelta y saltar, extendiendo los brazos para agarrarse a la rama de un árbol. La espada del asesino cortó el aire a su espalda. Falló y, con un bufido de rabia, perdió el equilibrio y se precipitó hacia el estanque.

Detrás de Bernard, el primer asesino se levantó a pesar del golpe que le había dado su esposo. Aunque el brazo izquierdo le colgaba inútil, roto en varios puntos, avanzó con la espada en alto y mostrando la misma sonrisa loca y la misma mirada fija que el otro hombre.

Bernard situó la mesa entre el asesino y él, antes de tirar hacia atrás el pie enfundado en la bota y darle una fuerte patada. Acertó y el asesino perdió el equilibrio. En el instante que necesitó para recuperarlo, Bernard levantó la mano, la cerró y gruñó:

—¡Brutus!

Brutus, la furia de tierra de Bernard, respondió a su llamada. El arco de piedra se alzó y bamboleó, y de repente la propia roca se estiró hasta formar la figura de un enorme perro de piedra. Gemas verdes brillaban donde habrían estado los ojos de un perro, y la boca de Brutus se abrió para mostrar una fila de colmillos de obsidiana negra. La furia se precipitó contra el asesino, haciendo caso omiso de los tajos que le descargaba la espada del sicario. Cerró las mandíbulas alrededor del tobillo del hombre, y lo inmovilizó.

Sin dudar ni un momento, el asesino bajó la hoja y se cortó la pierna por debajo de la rodilla para liberarse del mordisco de Brutus. Después, desequilibrado y torpemente, se precipitó de nuevo contra Bernard. La sangre le manaba de la herida, y dejó escapar un escalofriante grito de éxtasis. Bernard lo miró, aturdido, durante medio segundo antes de que se le echara encima. Brutus movió la enorme cabeza y escupió la pierna cortada, pero la furia iba a tardar unos segundos interminables en darse la vuelta. Amara apretó los dientes, pero estaba atrapada. Colgaba de una rama. Podía subir por ella y volver al suelo, pero para entonces ya habría acabado todo… y Cirrus no se iba a recuperar a tiempo para permitirle volar en ayuda de Bernard.

Todo empezó a ir más lento. En algún punto de los niveles muy por encima de ellos se produjo un estallido de luz y atronó una explosión. El acero repicaba contra el acero en algún otro sitio. Más gritos retumbaban en la cueva.

Bernard no era lento, sobre todo para tratarse de un hombre de su tamaño, pero carecía de la velocidad necesaria para permitirse el lujo de combatir desarmado con el asesino. Se inclinó hacia un lado cuando este atacó. Interpuso su cuerpo entre Isana y la hoja de acero del sicario. La espada le dio, y gritó de dolor antes de caer.

El asesino agarró a Bernard por el cabello. En lugar de cortarle el cuello, se limitó a apartar al hombre herido, y volvió a levantar la espada para golpear a Isana.

Desesperada, Amara llamó a Cirrus para que la alejara del asesino. Se agarró de la rama cuando la furia debilitada la apartó hacia atrás. Tiró con todas sus fuerzas y, de repente, dejó escapar el artificio. La rama, doblada por la fuerza del viento, recuperó abruptamente su posición original. Amara se balanceó al mismo tiempo en la rama y utilizó el impulso para lanzarse contra el asesino con los pies por delante.

Le dio una patada al sicario con el cuerpo rígido y los talones por delante, para darle más fuerza al golpe. La patada fue limpia y dura, y la fuerza del golpe hizo que la cabeza del hombre bamboleara hacia atrás y hacia delante. Oyó cómo se rompían los huesos y el asesino cayó como una masa inerte de carne ensangrentada, con Amara encima de él.

Se apartó rodando, agarró la espada del asesino y se agachó a cuatro patas, con el vestido verde manchado de sangre. Miró aturdida al asesino, que seguía aferrado a la vida. La locura le ardía en los ojos mientras dejaba escapar un último grito violento y corto.

—¡Hermanos!

Amara levantó la mirada. Muchos de los atacantes en el interior de la gruta ya habían acabado con su trabajo sangriento y, ante la llamada del moribundo, las caras de otra docena de hombres con collares de metal y ojos lunáticos se volvieron hacia ella. Su camino hasta la salida, un sendero a través de los árboles y un segundo arco de piedra, ya estaba ocupado por más hombres. Estaban atrapados.

—Bernard —llamó—. ¿Me puedes oír?

Bernard se puso en pie con el rostro pálido y contraído por el dolor. Miró a un lado y a otro, vio a los hombres que se acercaban y extendió las manos para agarrar otra de las pesadas sillas. Dejó escapar un gemido de dolor al levantarla, y Amara pudo ver una herida punzante en sus músculos como losas de su espalda.

—¿Puedes volar? —le preguntó en voz baja.

Cerró los ojos durante un momento y la silla que tenía en las manos se retorció y tembló de repente como si fuera tan flexible como la rama de un sauce. Las diversas piezas de la silla se alargaron, retorcieron y trenzaron entre ellas hasta formar un grueso garrote de combate como si tuvieran voluntad propia, una maza fuerte y pesada que podía convertirse en un arma mortal en manos de la fuerza física de un artífice de tierra.

—¿Puedes volar? —preguntó de nuevo.

—No te voy a dejar.

Bernard la miró de reojo.

—¿Puedes sacar a mi hermana?

Amara hizo una mueca y negó con la cabeza.

—No creo. Cirrus está herido. No creo que pudiera sacarme, y mucho menos con ella.

—Yo la tengo, Bernard —informó Grimaldi con un sonrisa sin alegría—. Pero la deberíais sostener vos. Me ocuparé de la retaguardia mientras salen los dos.

Bernard negó con un gesto.

—Nos quedamos juntos. ¿Alguno de los dos ha visto alguna vez luchar a hombres como estos?

—No —respondió Amara.

—No, señor.

—Son muchos —comentó Bernard.

De hecho, el grupo más cercano, formado por media docena de hombres, había avanzado por el arco que se encontraba por encima de ellos y estaba lo suficientemente cerca como para atacarles. Al menos una docena más bloqueaban la vía de escape y se acercaban poco a poco para poder atacar al mismo tiempo que el primer grupo. En algunos de los niveles superiores se había prendido fuego. Un paño de humo teñía el aire y ocultaba las estrellas sangrientas.

—Sí —asintió Amara en voz baja. Le desagradaba que la voz le temblase de miedo, pero no podía evitarlo—. Sea quienes sean.

Bernard se puso de espaldas a Amara para encararse con los hombres que se aproximaban por el extremo más alejado.

—Voy a enviar a Brutus contra ellos. Intentaré derribarlos. Intentaremos atravesarlos a la carrera.

El plan era desesperado. Aunque estaba dotado de una fuerza formidable, Brutus no era nada ágil, y dejaba bastante que desear en el combate cuerpo a cuerpo. Y no solo eso. Si dejaba que la furia actuase por su cuenta, Bernard perdería buena parte de la fuerza leonina que le proporcionaba la furia. Aquellos hombres, fueran quienes fuesen, estaban bien entrenados y tenían una determinación enloquecida. No conseguirían llegar hasta la puerta.

Pero ¿qué podían hacer? La única alternativa era luchar espalda contra espalda hasta que los matasen. El plan de Bernard ofrecía al menos una brizna de esperanza, pero Amara sabía que todo se reducía a buscar una muerte heroica.

—¿Lista? —preguntó en voz baja.

Amara apretó los dientes.

—Te quiero.

Bernard dejó escapar el gruñido sordo de satisfacción que solía emitir después de besarla, y Amara pudo oír la sonrisa de combate que le estiraba los labios.

—Y yo a ti.

Amara oyó cómo respiraba hondo, justo en el momento en que los hombres que tenían por encima se disponían a saltar sobre ellos y dejó escapar un rugido.

—¡Brutus!

Una vez más, el enorme perro de piedra salió de un salto de la tierra. Se precipitó contra el grupo que se aproximaba por la repisa rocosa y aulló con una voz montañosa que emitía el roce de las piedras entre ellas, sometidas a una enorme tensión. El primer asesino levantó el arma, pero el perro de piedra se limitó a lanzarse contra él. Bajó la cabeza y golpeó con el hombro el pecho del sicario. La sangre salió a borbotones de la boca del asesino. Brutus movió la cabeza y lanzó al hombre contra dos de sus compañeros.

Uno de ellos gritó, cayó de la repisa y aterrizó de espaldas sobre una roca que sobresalía unos centímetros de la superficie del agua. Dejó escapar un jadeo entrecortado y se deslizó sin fuerza bajo la superficie del estanque. El otro se tambaleó, y Brutus se lanzó contra él con las patas por delante. Estas aterrizaron sobre el asesino como martillos pilones, y lo aplastaron hasta reducirlo a una masa amorfa.

Bernard cargó detrás de Brutus, y Amara salió a su zaga. Detrás de ella, los hombres que había en el nivel superior se habían detenido por un momento ante el grito de Bernard, y entonces se lanzaron hacia delante con una agilidad aparentemente sobrehumana y un completo desdén hacia el dolor o la muerte.

El garrote de Bernard derribó a otro atacante con el primer golpe, pero Amara oyó el gruñido de dolor que le arrancó el movimiento. Brutus prosiguió su carga, pero los asesinos más alejados del grupo ya habían visto al perro de piedra. Uno de los hombres saltó sobre Brutus, se volvió invisible para la furia de tierra mientras se encontraba en el aire, y se enfrentó a Bernard. Detrás de él, los demás asesinos se retiraron con rapidez hacia el puente de madera, sacando los pies de la piedra de la gruta.

Amara oyó respirar a su espalda y apenas tuvo tiempo de darse la vuelta y detener un tajo muy duro que le había asestado el más cercano de los atacantes. La fuerza del golpe la lanzó contra la espalda de Bernard, cuyo avance se había detenido ante el asesino que lo amenazaba con la espada. Amara desvió otro ataque, con la espalda apoyada en la de su esposo, y llamó a Cirrus para que le proporcionara a sus extremidades toda la velocidad que pudiera. Respondió con un borrón plateado y escarlata de acero ensangrentado que lo golpeó en el cuello justo por encima del collar de acero.

Su tajo había sido demasiado superficial como para cortarle la arteria del cuello, pero dejó escapar un jadeo que pareció más un sonido de placer que de dolor y redobló el ataque con mayor ímpetu.

Bernard soltó un gruñido de esfuerzo, seguido del sonido de un golpe pesado a espaldas de Amara. El acero silbó en el aire y Bernard volvió a gritar.

—¡No! —chilló Amara, y el miedo hizo que se le quebrara la voz.

Pero entonces, por detrás de los atacantes que se acercaban por el sendero, Amara vio a un hombre vestido con la túnica blanca algo mugrienta de un cocinero o un pinche, en contraste con la ropa de un blanco inmaculado que lucían los asesinos. Era de altura y constitución medianas, y de cabello largo, gris y despeinado. Aterrizó en el sendero con la agilidad y la discreción de un gato, con un viejo gladius desgastado en la mano derecha. Se valió de un movimiento sencillo, eficiente y despiadado para traspasar con la punta la base del cráneo del asesino más cercano.

Este cayó al suelo como si se hubiese quedado dormido de repente. Su asesino avanzó hacia el siguiente sicario. Los ojos oscuros le brillaban detrás de una cortina de cabello desgreñado. El sicario cayó bajo el mismo golpe, pero dejó caer la espada, que rebotó en la piedra con un sonido metálico. El asesino que venía a continuación se dio la vuelta.

—¿Fade? —gritó Amara, mientras paraba otro ataque.

El esclavo no perdió velocidad. Un rápido giro le dejó la cara al descubierto, revelando la tremenda cicatriz que le cubría toda la mejilla, la marca de las quemaduras que les aplicaban las legiones a los cobardes fugitivos del campo de batalla. La espada de Fade se movió con agilidad dibujando círculos engañosamente descuidados, que destrozaron el arma del asesino con una facilidad pasmosa y le arrancaron la parte superior del cráneo con el siguiente movimiento. Fade le dio una patada al moribundo para que se precipitara sobre el hombre que tenía detrás, y siguió adelante por el sendero rocoso. El brazo que sostenía la espada se movía con gestos pequeños, sencillos y poco espectaculares. Destrozaba filos y cuerpos con la misma facilidad desapasionada.

Los asesinos iban cayendo, víctimas de golpes en el cuello o en la cabeza, y cuando se retiraba la espada de Fade no se volvían a mover. Nunca más.

El último, el oponente de Amara, lanzó una mirada rápida hacia atrás. Amara aulló en gesto desafiante y movió con las dos manos la espada curvada que le había arrebatado a un sicario. Acertó y la hundió todo a lo ancho en el cráneo del asesino. Este se envaró y tembló, mientras la espada se le caía de los dedos.

Fade agarró la empuñadura de la espada y se la arrancó del cráneo del asesino, al mismo tiempo que lo hacía caer por el borde de la repisa.

—Perdonadme, condesa —murmuró.

Amara jadeó durante un instante, aturdida. A continuación se apartó y dejó pasar a Fade. El esclavo empujó a Bernard hacia un lado, contra la pared de la gruta, y detuvo con la hoja un tajo que iba destinado a la estatúder. Fade avanzó hacia la pasarela de madera como si fuera un bailarín. Su espada giraba, bloqueaba y mataba. Los asesinos se dispusieron a seguir atacando.

Murieron. Ninguno de ellos se acercó lo suficiente como para tocarlo.

En el transcurso de cuatro o cinco segundos, Fade mató a nueve o diez hombres, dejó un herido sin piernas en el sendero para que Brutus lo aplastase, y a otro lo sacó de una patada del camino, lanzándolo al estanque que había debajo. En el extremo más alejado de la pasarela, se dejó caer sobre una rodilla con las espadas dispuestas y los ojos muy vivos mirando a su alrededor.

—¿F-fade? —murmuró Bernard.

—Traed a Isana —les ordenó el esclavo—. Condesa, id delante.

Dejó caer la espada curva y volvió a atravesar el puente para colocar el hombro bajo el brazo de Bernard y ayudar al conde aturdido a ponerse en pie.

—¿Fade? —repitió Bernard con voz débil y confusa—. ¿Tienes una espada?

Fade no le contestó a Bernard.

—Tenemos que sacarlos de aquí, ahora mismo —le ordenó a Amara—. Adelante, y no nos separemos.

Amara asintió, consiguió levantar a la estatúder y se tambaleó detrás del espadachín.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Bernard—. Creía que estabas en la capital, Fade.

—Silencio, conde —respondió Fade—. Estáis perdiendo sangre. Guardad fuerzas.

Bernard movió la cabeza y de repente la levantó en tensión.

—¡I-Isana!

—Yo la tengo —gruñó Grimaldi.

Bernard parpadeó, asintió y dejó caer la cabeza, tambaleándose. Fade lo ayudaba.

Los cadáveres y la sangre cubrían la casa de comidas. Los asesinos con collares no habían perdonado a ninguno de sus objetivos. Los ancianos y las ancianas, e incluso los niños, yacían donde habían caído, heridos, muertos o moribundos. Fade los condujo a la calle delante del establecimiento, donde las consecuencias pesadillescas del ataque parecían más intensas. Muchos habían conseguido huir de la casa de comidas, aunque sus heridas habían resultado mortales. Algunas heridas que a veces parecían menores podían resultar fatales al cabo de un momento, y muchos de los que habían creído escapar de la matanza tan solo sobrevivieron el tiempo suficiente como para morir en la calle.

La gente gritaba y chillaba, y corría de un lado a otro. Los cuernos y los tambores de la legión cívica de Ceres ya se concentraban allí. Había más personas en el suelo, encogidas en una bola muy apretada, sollozando a causa de una histeria incapacitante, como la propia Isana. En un momento de lucidez mareante, Amara se dio cuenta de que lo mismo que había incapacitado a Isana había afectado a esa gente.

Todos eran artífices del agua, las únicas personas con posibilidades de salvar la vida de muchos de los heridos. Todos estaban fuera de servicio y, aunque había otras personas que intentaban cerrar heridas y detener hemorragias, apenas tenían poco más que tela y agua para conseguirlo.

La sangre había formado un charco escarlata de casi dos centímetros de profundidad y de unos diez metros de ancho.

Y en ese momento, las grandes campanas de la ciudadela de Ceres empezaron a resonar con profundos tañidos de pánico, alertando a las legiones de la ciudad. Empezaron a sonar los cuernos que llamaban a las armas a las legiones.

Estaban atacando la ciudad.

—Cuervos sangrientos —susurró Amara, sorprendida.

—¡Adelante! —bufó Fade—. No podemos dejar…

De repente, el esclavo miró hacia arriba, dejó caer a Bernard y se lanzó sobre Giraldi e Isana con las manos extendidas.

Una flecha con un astil negro rematado con plumas grises y verdes atravesó el aire y la mano izquierda de Fade. Una punta ancha y afilada le salió de la carne.

Sin parpadear, señaló con la espada hacia un tejado cercano, donde una figura envuelta en sombras desapareció rápidamente de la vista.

—¡Condesa! ¡Detenedlo!

Amara cogió la espada de la mano de Fade, llamó a Cirrus y se alzó en el aire. Se dirigió hacia el tejado y vio a la figura oscura, con el arco en la mano, agachada y dispuesta a saltar al suelo.

La rabia y el miedo le impidieron pensar a Amara. El mero instinto la impelió a lanzar a Cirrus por delante de ella. La ráfaga de viento repentina hizo que la figura encapuchada se cayera del tejado, unos seis metros. El arquero aterrizó con un crujir de huesos y dejó escapar un agudo chillido de dolor.

Amara descendió sobre el callejón, aterrizó en la piedra casi encima de la mujer caída, y golpeó hacia abajo cuando la asesina levantaba el arco. La espada partió la madera y la mujer cayó hacia atrás con otro grito.

Agarrando la espada con fuerza, Amara la bajó hacia el cuello de la arquera y le rasgó la piel con la punta, de manera que empezó a correr un hilillo de sangre. Podía ver gracias a la luz de una lámpara de furia cercana, y por eso le arrancó la capucha de la cabeza a su contrincante.

Era Gaele o, mejor dicho, la máscara que lucía la espía principal de Kalare, Rook, cuando servía a los cursores en la capital. Una espía en el epicentro de los enemigos de Kalare.

La mujer se encontró con los ojos de Amara, sus rasgos agradables pero vulgares y su rostro pálido. Tenía la pierna retorcida debajo del cuerpo en un ángulo antinatural.

Y estaba llorando.

—Por favor —le susurró a Amara—. Condesa. Por favor, matadme.