12

El Remanso de Vorello era uno de los lugares más hermosos que había visitado Isana en su vida. Situado en el centro de un estanque cristalino al pie de una gruta rocosa, parecía como si toda la casa de comidas se hubiera construido a partir de los árboles y las cepas plantados dentro de la cueva y que crecían como particiones, puentes y escaleras vivientes. Las mesas estaban dispuestas a diversas alturas sobre repisas de roca alrededor del estanque. Muchas de las mesas estaban formadas por piedras planas que surgían del agua, y los empleados del establecimiento llevaban a los comensales a sus mesas con botes muy airosos impulsados por las furias dentro del agua del estanque.

Las lámparas de furia brillaban con colores luminosos encima de cada mesa, y los colores cambiaban lenta y constantemente de tonalidad. Desde cierta distancia parecía como si una nube de luciérnagas se cerniese sobre la superficie del agua. Más luces dentro del propio estanque también iluminaban hacia arriba, cambiaban de color cada poco tiempo y lanzaban sombras que se elevaban sobre las paredes de la gruta y casi ocultaban las mesas.

Había muchas cantantes, en su mayoría jóvenes. Estaban de pie sobre unas rocas elevadas, o sentadas sobre las ramas de uno de los árboles. Entonaban canciones bellas y tristes con unas voces graves y tremendamente encantadoras. La música de los instrumentos apoyaba el canto y planeaba a través de la casa de comidas sin que hubiera una fuente visible.

Un miembro del personal condujo a Isana hasta su mesa, que estaba situada en un afloramiento rocoso por encima del estanque. Lo enmarcaban las largas y fuertes raíces del árbol que se alzaba por encima de este. Casi no había tenido tiempo de instalarse cuando llegaron Bernard y Amara. Giraldi les seguía los pasos.

Isana se puso en pie para recibir el cariñoso abrazo de oso de su hermano pequeño, y enseguida supo que había ocurrido algo. Todos sus sentidos se llenaron de una emoción y una alegría desbordantes que no sentía en él desde… Isana respiró con fuerza. Desde que había estado casado. Ella lo miró a la cara durante un momento, dejó que su propia felicidad le dibujara una sonrisa, y después miró de reojo a Amara.

La condesa tenía el mismo aspecto de siempre: distante, dorada e inescrutable. Tenía la piel cálida y de color marrón meloso característica de los sureños de la soleada Parcia, y su cabello recto y fino tenía el mismo tono, de manera que cuando estaba quieta parecía una estatua consagrada a una cazadora: delgada, intensa y peligrosa. Isana había descubierto que esa era solo una faceta de la personalidad de la condesa. Su belleza destacaba más en movimiento, cuando andaba o volaba.

Isana miró de reojo a Amara y la condesa evitó mirarla a los ojos. Amara se ruborizó y su gesto, por lo común reservado, se convirtió en juvenil y encantador. Removió los pies, y su mano encontró la de Bernard sin que ninguno de los dos fuera consciente de ello, hasta que Amara se tranquilizó.

—Bien —rompió el silencio Isana, y se dirigió a su hermano—. ¿Debo pedir una botella de algo especial?

—¿Por qué lo preguntas? —replicó Bernard con tono petulante.

—Porque no es idiota —gruñó Giraldi.

El viejo centurión, canoso y leal a pesar de la cojera, rodeó a Bernard y le hizo una reverencia muy cortés a Isana. Ella rio y lo abrazó, provocando una sonrisa evidentemente placentera por parte de Giraldi.

—Pero no pidáis ninguna bebida especial a mi cuenta —comentó—. Solo algo que me haga pensar que la comida sabe bien si bebo lo suficiente.

—Entonces no vas a necesitar casi nada —replicó Amara—. Aquí la comida es maravillosa, aunque los sibaritas de mi ciudad natal la desdeñen. Creo que no les gusta que un cocinero les obligue a comer demasiado porque ha superado sus expectativas.

Giraldi gruñó y miró a su alrededor.

—No lo sé. Aquí hay un montón de gente fina. —Señaló una mesa por encima de la suya—. Allí está la Gran Señora de Parcia cenando con la hija del Gran Señor de Ática. Más allá, un par de senadores. Y ese es lord Mandus, de Rodas. Es el Tribuno de la Flota en la marina. No son el tipo de gente que comen comida decente.

Amara rio.

—Si la cena no es de tu gusto, centurión, pagaré a alguien para que vaya a buscar un filete y una jarra de cerveza.

Grimaldi sonrió y aceptó.

—De acuerdo.

Isana se fijó en Amara. Su voz y sus gestos tenían una calidez que no había percibido antes. Isana ya respetaba a Amara, pero verla junto a Bernard y tan felices de estar el uno con el otro le hacía difícil no compartir una parte del afecto de su hermano por la joven. También lucía un vestido, lo que era algo muy poco habitual según la experiencia de Isana. No se le pasó el que la cursor llevaba un vestido con el verde y el marrón intensos que Bernard había escogido como sus colores, en vez de los tonos apagados y sombríos en rojo y azul que destacaban en las ropas formales de los cursores y de otros sirvientes de la Corona.

Isana siempre había mantenido las distancias con la cursor, una joven que debía lealtad personal a Gaius Sextus. Los malos sentimientos que albergaba Isana respecto al Primer Señor se habían decantado contra Amara. En cierto sentido sabía que no era justo depositar los pecados del señor sobre la cursor que lo servía, pero no había sido capaz de darle a Amara la oportunidad de demostrar su verdadera valía.

Quizás había llegado el momento de cambiar esa situación. Estaba claro que Bernard adoraba a la joven condesa, y resultaba obvio que le había proporcionado una gran felicidad al hermano pequeño de Isana. Si lo que Isana sospechaba era verdad, lo más probable era que Amara se quedara por allí durante mucho tiempo. Aquello bastaba para obligar a Isana a enfrentarse al hecho de que lo menos que le debía a su hermano era tratar de hacer las paces con la cursor.

Isana saludó a la condesa con la cabeza.

—Esta noche tenéis un aspecto encantador, Amara.

Las mejillas de la cursor se volvieron a ruborizar y se encontró con los ojos de Isana durante un instante, antes de sonreír.

—Muchas gracias.

Isana le devolvió la sonrisa y se dio la vuelta para sentarse. Giraldi retiró la silla para que lo hiciera.

—Muy agradecida, centurión.

—Señora —replicó el viejo soldado, que esperó a que Amara estuviera sentada para sentarse en su silla. Se apoyó en el bastón e hizo una mueca de incomodidad.

—¿La pierna no ha llegado a curar del todo? —preguntó Isana.

—No, que yo sepa.

Isana frunció el ceño.

—¿Me dejaríais echarle un vistazo?

—El conde trajo a un gran sanador desde Riva. Ya la han trasteado lo suficiente. El problema no es la herida. La pierna se está haciendo vieja —comentó Giraldi con una sonrisita en los labios—. La vida le ha ido bien, Isana. Y aún puede andar. Creo que me acompañará hasta el final del camino, así que no os tenéis que preocupar.

Isana sintió un pequeño matiz de decepción y arrepentimiento en la voz de Giraldi, pero era mínima al lado de su resolución y orgullo, o quizá sería más preciso decir de su satisfacción, una especie de paz interior. A Giraldi lo habían herido de gravedad en los combates contra los vord durante la batalla de Aricholt, pero nunca había faltado a su deber, nunca había fallado en su lucha en defensa del Reino. Se había pasado toda la vida en las legiones y al servicio del Reino, y con ello había marcado la diferencia. Esa conciencia le daba unos sólidos principios al viejo soldado, razonó Isana.

—¿Cómo ha ido vuestra presentación? —preguntó, mirando primero a Giraldi y después a Bernard.

Bernard gruñó.

—Bastante bien.

—Bastante bien con los soldados —puntualizó Giraldi—. Los senadores están seguros de que nosotros, pobres campesinos, nos hemos dejado sugestionar por los marat y que en realidad no hay que preocuparse por los vord.

Isana frunció el ceño.

—Eso no suena demasiado optimista.

Bernard negó con un gesto.

—Los senadores no van a presentar batalla. Lo harán las legiones.

A Isana le sonó a un hombre que intenta convencerse de algo.

—¿Pero el Senado no administra el presupuesto militar de la Corona?

—Bueno —respondió Bernard con el ceño fruncido—. Sí.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido —recalcó Amara y puso la mano sobre la de Bernard—. No te puedes sentir responsable por la reacción del Senado.

—Es cierto —reconoció Giraldi—. Ya habían tomado una decisión antes de amenazarlo con arrancarle la lengua.

Isana parpadeó varias veces mientras miraba a Giraldi y a Bernard. Su hermano carraspeó y se ruborizó.

—Oh, no —exclamó Isana.

En ese momento llegó un camarero con un vino ligero, fruta y pan, y les informó de que la cena se serviría de inmediato.

—¿Y vos, estatúder? —preguntó Amara, en cuanto se hubo retirado el camarero—. ¿Cuáles han sido los resultados de la cumbre de la Liga con los abolicionistas?

—Un éxito completo —respondió Isana—. El senador Parmos se ha dirigido esta tarde a toda la asamblea, y va a apoyar la propuesta de lady Aquitania.

Amara alzó las cejas.

—¿De verdad?

Isana frunció el ceño.

—¿Tan sorprendente resulta?

—Sí. En realidad, sí —respondió Amara preocupada—. Tal y como entiendo la situación del Senado, los senadores del sur bloquearán cualquier propuesta legislativa favorable a la emancipación. Entre Rodas y Kalare cuentan con los votos suficientes para rechazar mociones en ese sentido.

Isana arqueó una ceja. No cabía la menor duda de que la información de Amara procedía de la red de inteligencia de la Corona. Si Amara no era consciente del cambio que se había producido en los equilibrios de poder, era muy posible que el Primer Señor tampoco lo fuera.

—Los senadores de Rodas han dado su apoyo a los abolicionistas.

Amara se envaró en su asiento.

—¿Todos ellos?

—Sí —respondió Isana—. Creía que ya lo sabíais.

Amara negó con un gesto y frunció los labios. Isana pudo sentir la creciente ansiedad de la cursor.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—No estoy segura —reconoció Isana—. Oí a dos miembros de la Liga que hablaban de ello durante la gira de lady Aquitania. Quizás hará unas tres semanas.

Amara se puso en pie de repente.

—Bernard, tengo que ponerme en contacto con el Primer Señor —anunció con voz tensa—. De inmediato.

Bernard frunció el ceño ante su gesto de preocupación.

—¿Por qué? Amara, ¿qué ocurre?

—Es demasiado —respondió Amara, con la vista fija en el vacío. La voz le salía a ráfagas rápidas que reflejaban el torbellino de pensamientos que la asaltaban—. Están arrinconando a Kalare y va a dejar de lado las acciones encubiertas. No puede limitarse a ellas. Entre las leyes abolicionistas y la carta… No estamos preparados. Oh, cuervos, no estamos preparados.

Isana sintió que la ansiedad de la cursor se empezaba a transformar en un miedo creciente.

—¿Qué queréis decir?

Amara movió la cabeza con rapidez.

—Lo siento. No me atrevo a decir nada más. Aquí no. —Echó un rápido vistazo a su alrededor—. Bernard, tengo que ir al río, ahora. Isana, siento mucho interrumpir la cena.

—No —concedió Isana en voz baja—. Está bien.

—Bernard —llamó Amara.

Isana miró a su hermano al otro lado de la mesa, que tenía el ceño profundamente fruncido y la vista fija en el cielo que cubría la cueva.

—¿Por qué se están volviendo rojas las estrellas? —preguntó en voz baja.

Isana frunció el ceño y miró hacia el cielo. No podía ver toda la hermosura de las estrellas a causa de la bella iluminación de las furias que envolvía a la ciudad de Ceres, pero las estrellas más brillantes aún eran visibles. Toda la mitad occidental del cielo estaba llena de puntos de luz carmesíes. Mientras miraba, las estrellas blancas emitían un brillo deprimente y la luz escarlata se extendía como una especie de plaga hacia el este, hacia donde avanzaba de manera lenta y constante.

—¿Se trata de algún artificio de las furias? —murmuró.

La gruta que los rodeaba vio cómo los cantantes se fueron callando uno a uno y la música se acalló. Todo el mundo miraba hacia arriba y señalaba. Una oleada de emociones confusas asaltó los sentidos de Isana.

Amara miró a su alrededor.

—No lo creo. Nunca he visto nada igual. ¿Bernard?

El hermano de Isana negó con la cabeza.

—Nunca he visto nada así.

Bernard miró a Giraldi, quien también negó con un gesto.

La confusión que rodeaba a Isana se volvió más densa, casi tangible, y se mezcló con algo que iba más allá de la inquietud. Durante los siguientes segundos, la marea emocional siguió creciendo y cada vez la distraía más. Unos segundos más tarde, la sensación presionaba con tanta fuerza contra los pensamientos de Isana que empezó a perder el hilo de qué emociones eran las suyas y cuáles procedían del exterior. Era particularmente insoportable, y no tardó en entablar combate para conservar el raciocinio. Al final, apretó las manos contra la cabeza.

—¿Isana? —llamó la voz de Bernard. Sonaba como si procediera de muy lejos—. ¿Te encuentras bien?

—D-demasiada gente —jadeó Isana—. Miedo. Tienen miedo. Confusión. Miedo. No lo puedo bloquear.

—Tenemos que salir de aquí —ordenó Bernard, mientras le daba la vuelta a la mesa y sostenía a Isana. Esta quiso protestar, pero la presión sobre sus pensamientos era demasiado fuerte para luchar contra ella—. Giraldi —llamó—, ve a buscar el carruaje.

—De acuerdo —respondió Giraldi.

—Amara, vigila a esos dos que nos están siguiendo. Prepárate para eliminar a alguno si fuera necesario.

Isana oyó cómo la voz de Amara se tensaba de repente.

—Crees que es un ataque de algún tipo.

—Creo que estamos desarmados y somos vulnerables —replicó Bernard—. Muévete.

Isana sintió cómo su hermano se ponía en marcha, y abrió los ojos a tiempo para ver cómo el estanque de la gruta pasaba por debajo de ellos. Desesperada, llamó a Rill para que la furia canalizase hacia el agua las emociones que la estaban invadiendo. Si no podía oponerse a la marea de emociones, tal vez pudiera desviarla.

La presión cedió, aunque resultaba muy difícil mantener el desvío. Bastó para que pudiera recordar su nombre y reunir la presencia de ánimo necesaria para levantar la vista y ver lo que estaba ocurriendo.

De repente, la emoción, la exaltación y el deseo de luchar la invadieron de manera tan intensa que creyó encontrarse justo al lado de una forja. Levantó la mirada y vio confusión. Los clientes y el personal se ponían en pie y se dirigían hacia las salidas. Entre ellos vio unos hombres enfundados en las túnicas limpias y sencillas del personal de la casa de comidas que se movían con una rapidez profesional y calculada, mientras que sus rostros reflejaban la fuerte determinación de ayudar.

Mientras estaba mirando, uno de los hombres se acercó por detrás a Mandus, el Tribuno de la Flota de Rodas, le agarró por el cabello, le tiró la cabeza hacia atrás y le cortó el cuello de manera rápida y eficiente.

El aumento de la excitación hizo que Isana levantara la cabeza. En la repisa que había sobre sus cabezas se encontraban tres hombres agachados y dispuestos a saltar. Todos ellos llevaban túnicas blancas, espadas cortas, curvadas y de aspecto malvado, y un collar de acero que brillaba alrededor del cuello.

Su propio terror desestabilizó su artificio y la sumergió en un océano de confusión y miedo.

—¡Bernard! —gritó.

Los tres asesinos saltaron sobre ellos.