Max miró a Tavi con una sonrisa.
—Dicen que respirar por la boca en vez de por la nariz te ayuda a mantener el desayuno en el estómago.
Tavi suspiró y bajó la mirada para verse. Tenía los pantalones empapados hasta la mitad del muslo, manchados con los efluvios más repugnantes que se pudieran imaginar. Además le chorreaban la túnica, los brazos, el cuello y estaba seguro de que también el cabello y en la cara.
—¿Y chapotear en esto con la boca abierta? Olerlo ya es lo suficientemente malo, y no tengo intención de saborearlo.
Max descansaba en una silla de campo al lado del terreno de maniobras. Veía como Schultz y sus compañeros de lanza practicaban con aceros de verdad, y con las armaduras nuevas y relucientes. Schultz estaba dirigiendo la instrucción mientras Max vigilaba a los reclutas.
—¡Schultz! —llamó Max—. Relájate un poco. Tienes los hombros tan agarrotados que te ralentizan los golpes.
Tavi gruñó.
—¿Sigue creyendo que lo vas a matar?
—Al principio fue divertido —respondió Max—. También fue útil. Pero casi ha pasado un mes. Creo que ahora ya se habrá dado cuenta.
Tavi gruñó y cogió el cazo que colgaba de un cubo de agua cercano.
—Eh —protestó Max—, en la dirección del viento.
Tavi le lanzó a Max el contenido del cazo de agua y bebió con cuidado de hacerlo en tragos cortos y controlados. Había aprendido de la peor manera posible que engullir líquido en un estómago revuelto por el hedor podía provocar resultados muy poco agradables.
—¿Qué te ha ordenado que hagas ahora? —preguntó Max.
—Inspecciones —suspiró Tavi—. Debo tomar las medidas de todas las letrinas y asegurarme de que las dimensiones son correctas. Después, estimar el volumen y comparar el ritmo al que se llenan. A continuación debo supervisar que se caven otras nuevas y se rellenen las antiguas.
—¿Has conseguido controlar el estómago? —preguntó Max.
Tavi sonrió sin ganas.
—Al fin. He tardado cuatro días. Y el capitán le pidió a Foss que me preparase algún tipo de infusión para ayudarme con los vómitos.
—¿Ha funcionado?
—Casi prefiero la enfermedad. Deberías oler el brebaje que prepara Foss.
Max sonrió.
—Y si tú crees que huele mal…
—Muchas gracias. Necesitaba que me humillaran un poco más —replicó Tavi.
—En ese caso, deberías saber cómo te llaman los legionares.
Tavi suspiró.
—¿Cómo?
—Scipio Latrinus. ¿Resulta suficientemente humillante para ti?
Tavi ahogó un ataque de irritación.
—Sí. Eso es perfecto. Muchas gracias.
Max miró a su alrededor con despreocupación, y Tavi pudo sentir cómo el aire se espesaba en el entorno a medida que Max aseguraba su intimidad.
—Al menos eso te da una buena excusa para ir todas las noches al Pabellón. Y me he dado cuenta de que ya no vas lloriqueando por Kitai.
—¿De verdad que no? —preguntó Tavi.
Frunció el ceño y pensó en ello. Esa sensación desagradable de vacío en el vientre, esa punzada de ausencia, había desaparecido tiempo atrás, y frunció aún más el ceño.
—No, no lo hago —musitó.
—Te dije que lo superarías —le recordó Max—. Hace semanas que te debía haber traído una chica para pasar la noche. Me alegro de que lo descubrieses solito.
Tavi sintió que se ruborizaba.
—Pero si no lo he hecho.
Las cejas de Max se levantaron de manera brusca.
—Ah —exclamó, miró a los reclutas con los ojos entornados y continuó—: No habrás alquilado a un chivo, ¿verdad que no?
Tavi bufó.
—No —respondió—. Max, no he venido a pasármelo bien, sino por trabajo.
—Trabajo —repitió Max.
—Trabajo.
—Vas al Pabellón porque es tu deber.
—Sí —asintió Tavi medio exasperado.
—¿Aunque estén esas bailarinas y todas las demás?
—Sí.
—Cuervos, Calderon. ¿Por qué? —Max negó con la cabeza—. La vida es demasiado corta como para pasar de algunas cosas.
—Porque es mi trabajo —repitió Tavi.
—Sería fácil argumentar que debes mantener tu tapadera —señaló Max—. Un poco de vino. Una o dos chicas. O tres, si te lo puedes permitir. ¿Qué daño haces?
Tavi frunció el ceño y pensó en ello. Max tenía razón cuando decía que las chicas del Pabellón podían ser muy tentadoras y Tavi había evitado verlas bailar. Se daba por sentado que toda bailarina que tuviera un poco de artificio de tierra lo utilizaría para aumentar el deseo de los hombres que la contemplaban. Era frecuente que bailaran muchas a la vez. Un ambiente así estaba pensado para aligerar los bolsillos de los legionares que sucumbían a sus urgencias. Como la mayor parte de los legionares iban allí precisamente con esa idea en la cabeza, la cosa solía funcionar.
Tavi había recibido proposiciones de muchas de las chicas, pero se había negado a comprar el encanto de ninguna de ellas por una noche o atiborrarse de vino o de cualquier otro tóxico que hubiera disponible. No tenía intención de nublar su juicio, porque su ingenio era lo que le había mantenido con vida.
—Deberías divertirte un poco —le recomendó Max—. Nadie te lo echaría en cara.
—Yo sí —replicó Tavi—. Tengo que conservar el juicio claro.
Max gruñó.
—Supongo que es verdad. Mientras no sigas lloriqueando por Kitai, supongo que no pasará nada si no satisfaces a alguna chica de vez en cuando.
Tavi bufó.
—Me alegro de que lo apruebes.
Tres cohortes de reclutas, casi tres mil legionares, desfilaban sobre la calzada de instrucción. Se desplazaban como un bloque sólido y con la armadura completa. Sus pasos tronaban a un ritmo uniforme, incluso a través del efecto amortiguador de la pantalla de Max. Después de pasar de largo y desvanecerse el ruido, Max preguntó:
—¿Has descubierto algo?
Tavi asintió.
—He descubierto a dos legionares más que informaban a ese contacto del Consorcio Comercial.
—¿Sabemos ya a quién le informa él?
—Cree que a un agente de un comerciante de Parcia.
—Eh —exclamó Max—. ¿Para quién trabaja el agente?
Tavi se encogió de hombros.
—He untado algunas manos. Es posible que esta noche tenga algo. —Le lanzó a Max una mirada de reojo—. He oído algo sobre un esclavista sin licencia que opera en las cercanías. Al parecer, atrapó a un par de seguidores del campamento. Pero alguien lo dejó inconsciente, lo ató a un árbol, burló a sus guardias y liberó a los esclavos.
Max bajó la pantalla formada con un artificio del viento lo suficiente para ponerse de pie y gritar:
—¡Que te lleven los cuervos, Karder! ¡Levanta ese escudo o te dejaré un par de chichones en lo alto de esa cabeza de idiota para recordártelo! ¡Si la lanza de Valiar Marcus humilla a mis mejores hombres, os haré correr en círculos durante una semana!
Los reclutas le lanzaron a Max miradas de fastidio y de reojo hasta que Schultz empezó a bramar órdenes para que volvieran a la formación.
—¿Sí? —le dijo Max a Tavi mientras se sentaba de nuevo—. Yo he oído lo mismo. Bravo por el autor. Nunca me han gustado los esclavistas.
Tavi frunció el ceño.
—¿No fuiste tú?
Max le devolvió el fruncido de ceño.
—¿No fuiste tú?
—No —respondió Tavi.
Max frunció los labios y después se encogió de hombros.
—No fui yo. Por aquí hay un montón de frigios. Todos odian a los esclavistas. Cuervos, un montón de gente los odia. He oído que Ceres tiene una enorme banda de hombres enmascarados que merodean por las noches y cuelgan a todos los esclavistas a quienes consiguen poner las manos encima. Tienen que emplear a todo un ejército de guardias personales para estar mínimamente seguros. Una ciudad como Ceres me gustaría.
Tavi frunció el ceño y miró hacia el este.
—Oh, de acuerdo —murmuró Max—. Lo siento. Tu reunión familiar.
Tavi se encogió de hombros.
—Solo teníamos planeado quedarnos un mes, poco más o menos. Lo más probable es que ya se hayan ido.
Max contempló a los reclutas que hacían la instrucción, pero el gesto se le puso serio.
—¿Cómo es?
—¿Cómo es qué?
—Tener una familia.
Tavi bebió otro cazo de agua.
—A veces me parecía que me iban a asfixiar. Sé que lo hacían porque se preocupaban por mí; aun así, me volvían loco. Se preocupaban por mí, por mis problemas con los artificios. Me gustaba saber que estaban allí. Daba por hecho que, si tenía un problema, me ayudarían. Algunas noches tenía una pesadilla o me quedaba en vela sintiendo lástima por mí mismo. Me levantaba y miraba en sus habitaciones para saber que seguían allí. Entonces podía volver a la cama y dormir.
El gesto de Max no cambió.
—¿Cómo era tu familia? —preguntó Tavi.
Max se quedó en silencio durante un segundo.
—No creo que esté lo suficientemente borracho como para responder a esa pregunta —contestó.
Pero había sido Max quien había sacado el tema. Quizá quería hablar y necesitaba un pequeño empujoncito.
—Inténtalo —lo animó Tavi.
El silencio se prolongó.
—Notable por su ausencia —dijo finalmente Max—. Mi madre murió cuando tenía cinco años. Era una esclava de Rodas, ¿lo sabías?
—Lo sabía.
Max asintió.
—No recuerdo gran cosa de ella. Mi señor padre vivía en la Muralla del Escudo y solo regresaba a Antillus durante el verano, donde le esperaba todo un año de trabajo que poner al día. Dormía unas tres o cuatro horas por la noche, y odiaba que lo interrumpiesen. Cenaba como mucho una vez con él, y me daba una o dos lecciones de artificio de las furias. A veces cabalgaba con él para pasar revista a los reclutas. Pero ninguno de los dos hablaba demasiado. —Su voz se hizo más profunda—. Pasaba la mayor parte del tiempo con Crasus y mi madrastra.
Tavi asintió.
—No era divertido.
—Crasus no era tan malo. Yo era mayor y más grande que él, así que no podía hacer gran cosa. Me seguía por todas partes y, si veía algo mío que le gustaba, lo cogía sin más. Ella se lo daba. Si yo decía algo, me hacía azotar. —Apretó los dientes en un rictus que quería imitar una sonrisa—. Por supuesto, si yo hacía cualquier cosa, ella me mandaba azotar.
Tavi pensó en las cicatrices de su amigo y apretó las mandíbulas.
—Al menos, hasta que conseguí mis furias. —Entornó los ojos—. Cuando descubrí lo fuerte que era, convertí en cenizas la puerta de acceso a sus habitaciones privadas, entré y le dije que si intentaba azotarme de nuevo la mataría.
—Entonces empezaron los accidentes —sugirió Tavi.
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—El primero se produjo durante una lección de vuelo —explicó Max—. Planeaba a menos de un metro por fuera de las murallas de la ciudad, y quizás a unos nueve metros de altura. Un jarrón lleno de sal de roca cayó por una ventana de la torre, golpeó contra las murallas y los trozos pasaron volando a través de mi artificio de viento. Lo perturbaron y caí.
Tavi hizo un gesto de dolor.
—La siguiente ocasión fue en invierno. Alguien derramó agua en la parte superior de una escalera muy larga y se heló. Resbalé y caí. —Respiró hondo—. Entonces hui y me alisté en las legiones en Placida.
—Max —empezó Tavi.
Max se puso en pie de repente.
—Estoy un poco mareado —comentó—. Debe de ser tu hedor.
Tavi le quería decir algo a su amigo. Para ayudarle. Pero conocía a Max, y este era demasiado orgulloso como para aceptar la compasión de Tavi. Max había abierto viejas heridas al hablar de su familia, y no quería que nadie viese el dolor. Tavi se preocupaba por su amigo, pero Max no estaba preparado para que nadie le prestara ayuda. Era suficiente por el momento.
—Debe de ser mi hedor —asintió Tavi en voz baja.
—Tengo trabajo que hacer —anunció Max—. Mis peces tienen un combate de instrucción con la lanza veterana de Valiar Marcus por la mañana.
—¿Crees que ganarán?
—No, a menos que a Marcus y todos su hombres les dé un ataque al corazón y caigan muertos durante el ejercicio. —Max miró hacia atrás y se encontró durante un momento con los ojos de Tavi—. Los peces no pueden vencer. Pero eso no es lo importante. Tan solo tienen que presentar una batalla decente.
Max quería decir más de lo que expresaban las palabras. Tavi asintió con un gesto.
—No descartes sin más a los peces, Max —le aconsejó en voz baja—. Nunca se sabe el giro que pueden tomar los acontecimientos.
—Quizá —reconoció Max—, quizá.
Hizo un amago de saludar a Tavi cuando bajó la pantalla, asintió y se encaminó hacia el campo de maniobras.
—¡Cuervos, Scipio! —exclamó cuando se encontraba a unos treinta pasos—. Te sigo oliendo desde aquí. ¡Puede que necesite un baño, señor!
Tavi acarició la idea de buscar la tienda de Max y revolcarse durante un rato en su camastro. La rechazó porque le parecía poco profesional, aunque tentadora. Tavi contempló el atardecer y abandonó el campo de maniobras. A continuación se encaminó hacia el acantonamiento del personal de servicio.
Los seguidores del campamento formaban parte de la legión, como la armadura y el yelmo. Unos seis mil soldados profesionales necesitaban una cantidad considerable de apoyo, y el personal de servicio y los seguidores del campamento se lo proporcionaban.
El personal de servicio estaba formado en su mayoría por mujeres jóvenes solteras y sin hijos que servían en la legión durante un período regulado por la ley. Se ocupaban de las necesidades diarias de los legionares, que solían consistir en la preparación de la comida y el lavado de la ropa. Otro personal doméstico ayudaba a arreglar los uniformes dañados, mantener el armamento y las armaduras de reserva, gestionar la entrega de paquetes y cartas, y asistían en todas aquellas necesidades imprescindibles en el campamento.
Pese a que la ley solo exigía trabajo, el hecho de situar a tantas mujeres jóvenes en una relación tan estrecha con tantos hombres jóvenes conducía a un resultado inevitable: se entablaban relaciones y se concebían niños. Tavi sospechaba que aquel era el verdadero objetivo de la ley. El mundo era un lugar peligroso, estaba lleno de situaciones mortales, y los habitantes de Alera necesitaban todas las manos que pudieran conseguir. La madre de Tavi y su tía Isana habían servido durante un período de tres años con las legiones, cuando nació él, hijo ilegítimo de un soldado y una sirvienta de la legión.
Entre los demás seguidores de la legión se contaba el personal de servicio que había decidido seguir de manera permanente, con frecuencia como esposas de los legionares en todos los sentidos excepto el legal. Aunque a los legionares se les prohibía el matrimonio legal, muchos soldados de carrera tenían una esposa de hecho en el séquito del campamento o en un pueblo o aldea cercanos.
El último grupo estaba formado por aquella gente que veía una oportunidad en la proximidad a la legión. Mercaderes y buhoneros, artistas, artesanos, prostitutas y otra docena de oficios que seguían a la legión vendiéndoles sus bienes y servicios a unos legionares relativamente ricos y que recibían su paga con regularidad. Otros se limitaban a merodear por allí, empeñados en seguir a la legión, y esperaban hasta el final de una batalla con la esperanza de saquear todo lo que pudieran entre los restos del combate.
Los seguidores del campamento formaban un círculo disperso alrededor de las fortificaciones de madera de la legión. Sus tiendas iban desde restos de las dotaciones de la legión hasta chabolas de colores vivos, pasando por cobertizos y refugios construidos con trozos de lona y bastos postes de madera. Abundaban los proscritos por la ley, y había zonas del campamento en las que era una locura pasear después de anochecer, sobre todo si eras un legionare joven, o para el caso, un oficial joven.
Tavi conocía las rutas más seguras a través del campamento, donde se solían reunir las familias de los legionares buscando apoyo y protección mutuos. Su destino no estaba mucho más allá de la frontera invisible del lado «decente» del campamento.
Tavi se encaminó hacia el Pabellón de la Señora Cymnea. Era un anillo de tiendas grandes y colores vivos, montadas juntas para formar un gran círculo alrededor de una zona central que hacía las veces de patio, lo que dejaba solo un callejón estrecho entre las tiendas para permitir el paso. Podía oír el sonido de la música, en su mayoría flautas y tambores, en el interior, así como el ruido de risas y de voces roncas. Se deslizó hacia el círculo abierto de hierba muy pisoteada alrededor de un fuego central.
Un hombre del tamaño de un toro se levantó del asiento al entrar Tavi. Tenía la piel enrojecida por la vida al aire libre y no tenía ni un pelo, ni siquiera en las cejas o en las pestañas, y tenía un cuello tan grueso como la cintura de Tavi. Vestía solo unos pantalones de cuero viejo y botas, y el tronco sin vello estaba plagado de músculos grandes y cicatrices antiguas. Una cadena pesada alrededor del cuello lo marcaba como un esclavo, pero en su gesto no había nada de delicadeza ni de sumisión. Se sorbió los mocos, hizo una mueca y no apartó la mirada de Tavi.
—Bors —saludó de manera cortés—. ¿Está disponible la señora Cymnea?
—Dinero —murmuró Bors.
Tavi ya había desprendido del cinturón la bolsa con el dinero. Depositó muchos aries de cobre y unos pocos toros de plata en la palma de la mano y se los mostró al gigante.
Bors miró las monedas y le hizo un gesto cortés a Tavi.
—Espera.
Se fue cojeando hacia la tienda más pequeña del círculo.
Tavi esperó tranquilo. A la sombra que proyectaba una de las tiendas se sentaba Gerta, una vagabunda a la que había adoptado la señora Cymnea, y que era como una guardia permanente a la entrada de su tienda. La mujer llevaba puesto un vestido que parecía más bien un saco amorfo que una prenda de vestir, y no olía demasiado limpia. Sus cabellos oscuros parecían arbustos salvajes, apelmazados por zonas y formando ángulos inverosímiles que solo dejaban visible una parte de su cara. Llevaba un vendaje que le cruzaba los ojos y la nariz por debajo de la mugre de la piel. Tavi podía ver las marcas rojas de alguien que acababa de sobrevivir a la peste o de alguna otra de las peligrosas fiebres que podían afectar a los habitantes de Alera. Tavi no había oído hablar a la mujer, pero estaba sentada. Tocaba una flauta de caña y entonaba una melodía lenta, triste y pegadiza. En el suelo que tenía ante sí había un cuenco de mendigo y, como acostumbraba, Tavi dejó caer en él una moneda pequeña. Gerta no reaccionó ante su presencia.
Bors volvió a aparecer y le gruñó a Tavi. Indicó con un gesto la tienda que había detrás de ellos.
—Ya sabes cuál es.
—Muchas gracias, Bors.
Tavi se guardó el dinero y se encaminó hacia la tienda más pequeña, que así y todo era mucho más grande que la del capitán.
El interior estaba cubierto con alfombras espesas. De los laterales colgaban telas y tapices, con lo que casi parecía una habitación con paredes de verdad. Una chica joven, quizá de doce años, estaba sentada en una silla cerca de la entrada y leía un libro. La muchacha arrugó la nariz y, sin levantar la vista del libro, llamó.
—¡Mamá! ¡Ha llegado el subtribuno Scipio para su baño!
Un momento después se abrieron las cortinas que había detrás de la niña y una mujer alta entró en la cámara delantera. La señora Cymnea era una morena de ojos oscuros, más alta que la mayoría de los hombres y que parecía que, llegado el caso, podría levantar del suelo a un legionare con armadura y echarlo de la tienda. Lucía un vestido largo de seda de color rojo vino, que ajustaba un corsé con un bordado muy intrincado en negro y oro. El traje dejaba a la vista sus anchos hombros y los brazos, y resaltaba las curvas de su figura.
Saludó a Tavi con una reverencia muy airosa y le dedicó una sonrisa.
—Rufus, buenas tardes. Diría que se trata de una sorpresa agradable, pero podría controlar el horneado con vuestra llegada si tuviera cabeza para ello.
Tavi le respondió con una reverencia con la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Señora. Siempre es una alegría verla de nuevo.
La sonrisa de Cymnea se ensanchó.
—Qué encantador. Y puedo ver que seguís… eh… sin contar con el favor del tribuno Gracus. ¿Qué os puede proporcionar el Pabellón en esta velada?
—Solo un baño.
Ella le dedicó una expresión burlonamente seria.
—Qué serio para ser tan joven. Zara, querida, corre y prepárale el baño al bueno de Scipio.
—Sí, mamá —asintió la niña, que se puso en pie y salió corriendo. Se llevó el libro consigo.
Tavi esperó un momento antes de decir:
—Odio ir tan directamente al grano…
—En absoluto —le tranquilizó Cymnea mientras arrugaba la nariz—. Teniendo en cuenta vuestras fragantes circunstancias, cuanto menos tiempos pasemos en un sitio cerrado, mejor.
Tavi hizo una reverencia, a modo de disculpa.
—¿Habéis podido averiguar algo?
—Por supuesto —respondió—. Pero todavía tenemos que tratar el asunto del precio.
Tavi parpadeó.
—Puedo ofrecer algo más de la cantidad de ayer, pero para más que eso…
Cymnea hizo un gesto con la mano.
—No. No se trata de dinero. La información puede ser potencialmente peligrosa.
Tavi frunció el ceño.
—¿Cómo es eso?
—Es posible que algunos hombres poderosos no estén demasiado interesados en que unos enemigos potenciales reciban información relativa a ellos. Si la comparto, es posible que tenga que pagar por ello.
Tavi asintió.
—Comprendo vuestra preocupación. Lo único que os puedo asegurar es que mantendré la confidencialidad de mi fuente.
—¿Sí? ¿Y qué garantía me dais de ello?
—Tenéis mi palabra.
Cymnea estalló en una carcajada divertida.
—¿De verdad? Oh, joven, eso es tan… tan encantador por vuestra parte. —Ladeó la cabeza y miró a Tavi—. Pero lo decís en serio, ¿verdad?
—Así es, señora —respondió Tavi mirándola a los ojos.
Ella le devolvió la mirada durante un momento y negó con un gesto.
—No, Scipio. Si he llegado hasta donde estoy no ha sido por correr riesgos inaceptables. Estoy dispuesta a negociar por la información, pero solo en especie. A cambio de algo que me pueda proteger.
—¿Como por ejemplo…? —preguntó Tavi.
—Bueno. Como la persona para la que trabajáis. De esa manera, si habláis sobre mí, yo estaré en disposición de hablar sobre vos.
—Parece justo —reconoció Tavi—, pero no puedo.
—Ah —exclamó ella en voz baja—, bueno. Entonces estamos en un punto muerto. Os devolveré vuestra plata.
Tavi extendió una mano.
—No. Consideradlo un depósito. Si os tropezáis con algo jugoso que represente menos riesgos, quizá podáis informarme.
Cymnea ladeó la cabeza y asintió.
—¿Por qué confiáis en que lo haga?
Tavi se encogió de hombros.
—Llamadlo instinto. A vuestra manera, dirigís un negocio honrado. —Sonrió—. Además, el dinero no es mío.
La señora Cymnea volvió a reír.
—Bien. Tampoco he llegado adonde estoy devolviendo la plata. Zara ya debe de tener listo vuestro baño. Conocéis el camino, ¿verdad?
—Sí, muchas gracias.
La mujer suspiró.
—Si he de ser sincera, no es que me importe vuestra tarea, pero parece que Gracus está llevando el castigo demasiado lejos.
—Viviré con ello —replicó Tavi—. Siempre que pueda acabar el día con un buen baño.
—En tal caso, no soy quién para impedir que lo toméis —dijo con una sonrisa.
Tavi le hizo un gesto de despedida y abandonó la tienda. Cruzó el pequeño patio verde donde la mujer ciega tocaba la flauta de junco. La tienda donde se servían vino y chicas rugió con un estruendo de bramidos y gritos mucho más fuertes de lo habitual a aquella hora de la tarde, de manera que ahogó durante un rato el sonido de la flauta. Bors giró la cabeza hacia el sonido y el movimiento le recordó a Tavi el de un perro que percibe actividad en su territorio.
Tavi se encaminó hacia otra tienda, de brillante color azul y verde. Dentro se habían distribuido diversas alcobas con cortinas pesadas, y en cada una de ellas había una bañera circular de madera lo suficientemente holgada como para que cupieran dos o tres personas sin problemas. Un fuerte chapoteo y la risita de una mujer llegó desde el interior de una de las habitaciones encortinadas. En otra, un hombre balbuceaba una canción con voz de borracho. Zara apareció detrás de otra cortina y le hizo un gesto a Tavi. Llevaba en la mano un saco de yute y arrugó la nariz a causa del olor cuando Tavi entró en el recinto.
Tavi pasó a la alcoba y cerró las cortinas. Se quitó la ropa sucia, y se la pasó a través de la cortina a la chica que estaba esperando. Ella la cogió con movimientos rápidos, la metió en el saco de yute y se la llevó con el brazo extendido para que la lavaran, la secaran a toda prisa y se la volvieran a traer.
Al lado de la bañera había un gran cubo con agua templada, cubierto por una toallita. Tavi la utilizó para limpiar la roña que llevaba pegada al cuerpo antes de meterse en el agua hirviendo. Añadió un poco más de agua caliente de un depósito grande que estaba unido a un brazo móvil al lado de la bañera, y después se hundió en ella con un suspiro de alivio. La calidez lo envolvió y se dejó llevar por ella durante un tiempo. El trabajo que le había asignado Gracus era tan pesado y extenuante como desagradable, y su única esperanza residía en sumergir los músculos cansados en agua caliente al final del día.
Pensó durante un momento en su familia, y se sintió mal por haberse perdido la reunión en Ceres. Empero, debía admitir que habría sido incómodo hablar con su tía ahora que apoyaba de manera abierta a lord y lady Aquitania. Las cosas irían bien mientras la conversación no derivase hacia la política, pero la formación de Tavi como cursor significaba que, de una manera u otra, estaba envuelto en la política prácticamente desde que se despertaba hasta que se iba a dormir.
También echaba de menos a su tío. Bernard le había mostrado tal consideración y respeto a Tavi que nunca se había dado cuenta de que no eran nada habituales. A Tavi le hacía sentir orgulloso el que su tío se hubiera convertido en un héroe del Reino en numerosas ocasiones, y le habría gustado ver cómo reaccionaba al encontrarse con Tavi después de estos años de educación y entrenamiento. Bernard había trabajado muy duro para asegurarse de que Tavi disponía de las materias primas necesarias para edificar una vida honorable. Tavi quería que Bernard viera con sus propios ojos lo que su sobrino había hecho con ellas.
Y Kitai…
Tavi frunció el ceño. Y Kitai. Ella también habría estado allí. Tavi no había sentido las pequeñas punzadas de soledad que le habían perseguido desde que abandonó Alera Imperia, pero no era porque no desease su compañía. Pensaba muy a menudo en ella, en especial en su risa y en su ingenio afilado, y si cerraba los ojos podía ver su rostro exótico y la encantadora arrogancia de sus ojos marat rasgados, el cabello blanco como la seda, las extremidades largas y fuertes, los muslos con músculos bien definidos, y la piel más suave que…
En la otra alcoba, las risitas de la mujer se convirtieron en otros sonidos agudos y completamente diferentes. El cuerpo de Tavi reaccionó ante los pensamientos sobre Kitai y los sonidos que la prostituta emitía con entusiasmo casi violento. Apretó los dientes, repentinamente impelido a seguir el consejo de Max. Pero no. Necesitaba concentrarse al máximo en el cumplimiento de su deber, en estar alerta para recopilar cualquier información de inteligencia que pudiera transmitirle al Primer Señor. Lo último que deseaba hacer con su tiempo era hacerlo ineficaz con distracciones idiotas, aunque indudablemente atractivas.
Además, no quería que lo acompañara ninguna de las chicas de Cymnea. Quería estar con Kitai.
Su cuerpo demostró, con incómoda claridad, que estaba de acuerdo con esos sentimientos.
Tavi gruñó y se sumergió en el agua durante todo el tiempo que pudo aguantar la respiración. Cuando salió a la superficie, agarró el cuenco de jabón que tenía al lado y una toallita limpia, y se restregó la piel hasta que creyó que se la iba a arrancar. Trataba de llevar sus pensamientos a un terreno menos comprometedor. Estaba claro que echaba de menos a Kitai. Estaba claro que quería estar tan cerca de ella como siempre. Pero si era así, ¿a qué venía la extraña e incómoda sensación de soledad que le había llevado a dejar de hablar de ella?
Siempre había sentido las punzadas cuando pensaba en… su presencia, o eso suponía. Su voz, su tacto y sus rasgos eran algo perfectamente natural en su mundo, como el brillo del sol y el aire. Cuando la tocaba, aunque se limitara a cogerla de la mano, sentía una especie de resonancia tranquilizadora en el roce, algo cálido, sereno y profundamente satisfactorio. Era el recuerdo de su pérdida lo que le había producido la desagradable sensación de soledad. Incluso en ese momento el recuerdo debería haber surtido el mismo efecto.
Pero no lo había hecho. ¿Por qué?
Acababa de aclararse el jabón cuando lo supo de repente.
Tavi bufó una maldición en silencio y salió de la bañera. Cogió una toalla, se secó el cuerpo a toda prisa, agarró una túnica sencilla que se encontraba doblada sobre una silla cercana y metió los brazos aún húmedos. Salió de la tienda de baños al patio central.
En la tienda de vinos se oía un jaleo inmenso, y Tavi salió a tiempo de ver a Bors, que cojeaba hacia la entrada y penetraba en el interior. Vio a la mujer ciega al lado de una de las tiendas, que seguía tocando la flauta de junco, y se encaminó hacia ella.
—¿Qué estás haciendo? —le siseó a la mujer.
La mujer ciega bajó la flauta y su boca dibujó una sonrisa.
—Contando los días que faltaban hasta que te dieras cuenta de donde me encontraba —contestó—. Aunque estaba a punto de contar las semanas.
—¿Estás loca? —preguntó Tavi con un susurro cortante—. Si alguien se diera cuenta de que eres marat…
—… serían mucho más observadores que tú, alerano —bufó Kitai.
—Se suponía que debías estar en Ceres en la reunión familiar.
—Igual que tú —replicó.
Tavi esbozó una sonrisa hueca. Ahora que sabía quién era en realidad «Gerta», los elementos que disfrazaban la apariencia de Kitai parecían dolorosamente obvios. Se había teñido el cabello blanco plateado con un color negro crudo, y había dejado deliberadamente que creciera apelmazado y enredado. Las marcas en la cara eran sin duda algún tipo de maquillaje, y el vendaje de mujer ciega le cubría los ojos exóticos y rasgados.
—No me puedo creer que el Primer Señor te haya dejado partir sin más.
Kitai sonrió y le mostró sus dientes blancos.
—Nadie me ha dicho nunca por dónde puedo ir y venir. Ni mi padre. Ni él. Ni tú.
—Es lo mismo. Tienes que salir de aquí.
—No —se negó Kitai—. Necesitas saber a quién le pasa la información el agente del mercader de Parcia.
Tavi parpadeó.
—¿Cómo sabes…?
—Si recuerdas —respondió con una sonrisa—, tengo muy buen oído, alerano. Y aquí sentada me entero de muchas cosas. Poca gente refrena sus palabras cerca de una mujer loca.
—¿Solo has estado aquí sentada?
—Por las noches me puedo mover con más libertad y averiguar más cosas.
—¿Por qué? —preguntó Tavi.
Ella arqueó las cejas.
—Hago lo mismo que llevo años haciendo, alerano. Os vigilo a ti y a tu pueblo. Aprendo de vosotros.
Tavi dejó escapar un suspiro corto y exasperado, pero le tocó el hombro.
—Me alegro de verte.
Kitai levantó la mano, apretó la suya con unos dedos tan calientes que parecían febriles, y emitió un pequeño gemido placentero.
—No he disfrutado de tu ausencia, chala.
Se oyó un chillido en el extremo más alejado del Pabellón, y un legionare borracho salió volando de la tienda de vinos. Bors salió detrás de él un segundo más tarde y, con sus grandes pies enfundados en botas, descargó unas patadas en el pobre borracho, hasta que lo expulsaron del Pabellón.
Kitai retiró la mano de la de Tavi, y experimentó una sensación especialmente fría producida por la ausencia de su piel caliente.
—Rufus Scipio, la gente se va a extrañar si te ve hablando con una retrasada. Vete o lo echarás a perder todo.
—Tenemos que volver a hablar —replicó Tavi—. Pronto.
Los labios de Kitai se curvaron en una sonrisita sensual.
—Hay muchas cosas que tenemos que hacer pronto, alerano. ¿Por qué echarlas a perder hablando?
El atardecer era especialmente rojo, lo que tal vez ocultara su rubor. Kitai alzó la flauta de junco hasta los labios y volvió a interpretar su papel. Bors regresó después de expulsar al borracho alborotador y se sentó en su puesto junto al fuego. Tavi movió la cabeza y regresó a la tienda de los baños a esperar su ropa limpia.
Cerró los ojos y se quedó sentado escuchando la flauta de Kitai, y se dio cuenta de que estaba sonriendo.