—¡Cuidado! —exclamó Gemma, cuando un banco de atunes envolvió la cosechadora.
Los peces, enloquecidos, me quitaban la visibilidad al intentar permanecer junto a la luz. Apagué los faros de la cosechadora y los atunes desaparecieron con la misma rapidez con la que habían venido. Debería haberlas apagado antes. ¿Quién sabía si la banda de los Seablite seguía estando por los alrededores? Una pareja de delfines pasó junto a nosotros emitiendo chasquidos de advertencia. Revisé el panel de control. El agua estaba caliente, demasiado para el fondo del mar. Debíamos de haber cruzado los límites de la propiedad de los Peavey.
A lo lejos se veían unos puntos rojos, es decir, que las luces de emergencia se habían encendido. Me dirigí hacia la casa de los Peavey, que parecía un pulpo gigante sujeto al lecho marino por sus tentáculos. Sus costados hundidos me indicaron que el suministro de aire presurizado había dejado de funcionar. Si no restablecía pronto la energía, la casa se desinflaría y se inundaría. El descenso de la temperatura mataría a sus bancos de peces de agua cálida como los mahi mahi y los pargos. El resto, sin una valla de burbujas que se lo impidiera, escaparía. La familia de Hewitt lo perdería todo.
—Vigila por si ves al Specter, el submarino de los forajidos. Lo has visto desde abajo, de frente parece un tiburón blanco gigantesco —dije, señalando con la cabeza el cristal panorámico.
—¿Con la boca abierta? —preguntó ella.
—Sí —contesté con sorpresa.
—¿Y una gran burbuja negra atrapada en la garganta? —Apuntó con un dedo la amenazante sombra gris que había a nuestra izquierda.
¡El Specter! Invertí el acelerador e hice que la cosechadora retrocediera como un calamar en retirada. Con un poco de suerte, al haber apagado las luces había evitado que los forajidos vieran la forma redondeada de un submarino. Empujé el acelerador para que la cosechadora bajara en picado, y la oculté en un campo de algas de nueve metros de altura.
Un instante después, el Specter se deslizó por encima de nosotros como un ágil y verdadero tiburón, pero diez veces más grande. El puente estaba situado en el estómago del submarino: una burbuja negra de plexiglás. Y ahí dentro, en algún lugar, estaba Sombra, un forajido que era más un fantasma que un hombre.
Gemma se tapó la boca con la mano. Seguí su mirada aterrorizada hacia la aleta caudal del Specter, donde estaba encadenado un cadáver descompuesto.
—Dicen que era un miembro de la banda que traicionó a Sombra.
—¿Por qué no le detiene nadie?
—La Comunidad nos ha encargado a nosotros ese trabajo. —No pude disimular la amargura de mi voz. ¡Como si los colonos, gente como mis padres, pudieran acorralar a la banda de los Seablite! El Representante Tupper estaba mal de la cabeza—. El policía nunca ha encontrado el escondite de la banda, por lo que es un poco difícil detenerlos. Algunos creen que viven en el Specter.
—Yo me volvería loca si no saliera nunca de él.
—Ella. Un submarino es una nave, y las naves son siempre del género femenino. De todas formas, ¿eliminar a un buscador no es de locos? —Vi que el Specter se iba alejando.
—¡Vamos a seguirles!
—Tengo que ayudar a Shurl y a Lars. —Maniobré para sacar la cosechadora del campo de algas—. Ahora.
—Eso puedo hacerlo yo. Tú deberías perseguir a los forajidos y descubrir dónde está su guarida.
—No pienso perseguirles. —Dirigí la cosechadora a toda velocidad hacia la casa hundida.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo?
—Sí —contesté sin sentir la más mínima vergüenza.
—Yo no.
—Eso es porque no has oído las historias que se cuentan de ellos. —Señale la casa que teníamos delante—. Además, ¿ves cómo se está hundiendo el piso de arriba? La casa de Hewitt está perdiendo aire segundo a segundo. Ahora, mira a tu alrededor, ¿ves todos esos peces a la deriva? Se están muriendo porque el agua se está enfriando demasiado para ellos. No sé cómo restablecer la energía, pero debe de haber algo que podamos hacer.
—Tienes razón —admitió ella mirándome de reojo.
—No quiero tener razón —murmuré mientras apuntaba la cosechadora hacia el ancho agujero situado en el parte inferior de la casa—. Quiero que esto no esté pasando.
La piscina lunar también estaba a oscuras, pero las luces rojas de emergencia delimitaban su contorno. Apagué el motor en cuanto salimos a la superficie, junto al submarino de los Peavey.
Cuando abrí la escotilla, una voz furiosa me dio la bienvenida.
—No te muevas. Tengo una pistola de arpones apuntándote.
Forcé la vista para ver en la oscuridad y me encontré con un arma a pocos centímetros de mi cabeza, con el cargador lleno de arpones en miniatura. Con su cara redonda y su enfado, Shurl parecía una versión fiera de una de las muñecas que Zoe tenía, pero con la que no jugaba nunca.
—Soy yo, Shurl —dije levantando las manos para que no me disparara.
—¡Ty! —Para mi alivio, enfundó la pistola—. ¿Los has visto? —preguntó, mientras yo salía de la cosechadora—. Me refiero a los Seablite.
—Se estaban marchando —contesté desde el borde de la piscina lunar mientras miraba con preocupación las paredes deformadas.
—¿Tú padre está de camino?
—No llegará a tiempo.
—No deberías haber venido, Ty —me reprendió Shurl—. Es demasiado…
—Queríamos ayudar —intervino Gemma, asomando tan repentinamente por la escotilla abierta que Shurl se echó hacia atrás de un salto.
—Esta es Gemma —expliqué, mientras, encima de mí, el techo se arrugaba como un balón desinflado.
—¡Tengo que coger a los animales! —Shurl giró los talones y se fue corriendo.
—¡Shurl, la casa se está desplomando!
Ella se dirigió al ventanal situado al otro extremo de la húmeda habitación.
—No puedo abandonarlos.
Corrí detrás de ella, preguntándome por qué no guardaba a sus cabras y a sus pollos en un edificio externo, como el resto de los colonos. Cuando entré en el invernadero, un pollo corrió hacia mis piernas, aleteando.
Las asustadas cabras se agruparon alrededor de Shurl, balando a todo volumen.
—No pasa nada, mamá está aquí. —Levantó en brazos a un pollo, chasqueando la lengua—. No podemos permitirnos el lujo de reemplazarlos.
¿Y si estuvieran forrados de dinero los dejaría ahí? ¡Ni de guasa!
—Podemos llevar algunos en la cosechadora. —Levanté una cabra con las dos manos y salí del invernadero—. ¿Dónde está Lars?
Shurl me siguió con una gallina debajo de cada brazo.
—Le he sacado del edificio exterior. —Corrió hacia el submarino que estaba al lado de la cosechadora—. Me ha costado un montón meterle aquí dentro. Es una suerte que esté tan escuchimizado —dijo con voz temblorosa.
Sólo Shurl era capaz de describir a Lars como escuchimizado. A través de la ventana del submarino vi que estaba tumbado en el asiento del piloto. Los padres de Hewitt eran completamente distintos; Shurl, pequeña y de piel oscura, y Lars rechoncho y pálido. Ahora la sangre teñía de rojo el revuelto pelo rubio de Lars. Me ponía enfermo ver a aquel hombre orgulloso derribado de ese modo por un asqueroso forajido.
—¿Esta inconsciente? —pregunté.
Shurl asintió.
—Ha dejado de sangrar, pero…
El resto de la frase quedó silenciada por el cacareo de las gallinas que aletearon como locas cuando su dueña las dejó caer por la escotilla. A través de la ventana vi que aterrizaban encima de Lars, que no se movió.
—Ty —me llamó Gemma—, pásame el… —entornó los ojos para observar con atención la cabra que yo llevaba en brazos—, lo que quiera que sea eso.
¿No había visto nunca una cabra? Corrí hacia la cosechadora, pero tropecé y resbalé cuando la casa se hundía, llenando de agua el borde de la piscina lunar. Gemma perdió el equilibrio y su cabeza desapareció de la escotilla, pero volvió a salir enseguida. La chica era valiente. Salté al casco, le entregué la cabra, que no dejaba de dar coces y balar, y luego volví con Shurl al invernadero. En cuestión de minutos trasladamos a casi todos los animales a la cosechadora. Si los cálculos de Hewitt eran correctos, no nos quedaba mucho tiempo. Era una pena que no pudiéramos utilizar el mismo método para salvar a los peces de los Peavey.
Mientras le entregaba a Gemma el último pollo, Shurl paseó la mirada por la habitación.
—Hasta que se ha deshinchado, ha sido un buen hogar.
La pared más alejada se hundió como una plancha de aluminio bajo la presión de un puño gigante.
—Saca a Lars de aquí —le ordené—. Llévalo a mi casa. Doc se reunirá allí contigo.
—Queda una cabra más…
—Yo me ocuparé de ella. Tú vete.
Ella hizo un gesto con la cabeza para darme las gracias y se dejó caer en el asiento del piloto, al lado de Lars. Esperé a que el submarino desapareciera bajo las revueltas aguas antes de correr de vuelta al invernadero a por la última cabra. Acababa de cogerla por uno de los cuernos cuando un sonoro desgarro me inmovilizó. Algo se estaba rompiendo en el segundo piso. Con el corazón retumbándome en los oídos, arrastré a la cabra por la habitación.
La cosechadora dio una sacudida cuando me subí a ella con la cabra en brazos.
—¿Crees que podrás conducirla? —le pregunté a Gemma, mientras intentaba meter a la cabra por la escotilla.
—¡Claro! —contestó con lo que me pareció falsa confianza.
—El sistema de navegación te llevará de vuelta a mi granja. Lo único que tienes que hacer es pulsar donde pone «casa» una vez que hayas salido de aquí. Yo voy a ver lo que le han hecho los forajidos al generador. —Cerré la escotilla de golpe—. Llévala abajo.
En la habitación, el techo cayó al suelo. Salté de la cosechadora y corrí a coger una tabla manta de la pared. La habitación se inclinó, lanzando equipos de buceo y motos subacuáticas por toda la sala. Las taquillas se abrieron de golpe y su contenido salió volando. Algo afilado me dio en la oreja mientras saltaba y esquivaba las herramientas sueltas. A través del ventanal vi que Gemma revisaba el panel de control a la vez que ahuyentaba a las aves que tenía en el regazo. Luces de colores iluminaban su cara mientras estudiaba los controles holográficos que flotaban delante de ella.
No habría servido de nada gritar, pero deseé que se diera prisa. Me ajusté de nuevo el casco y aspiré el Liquigen. Detrás de mí, la pared de metacrilato del invernadero se desprendió del techo, se tambaleó y se estrelló contra el suelo. La cosechadora desapareció por fin de mi vista. Me eché la tabla manta al hombro, salté a la piscina lunar y caí en las revueltas aguas.
Las cadenas que sostenían el edificio se desplomaron a mi alrededor mientras la casa se venía abajo. Vi que Gemma dirigía la cosechadora con desesperación entre las espirales de las cadenas que caían. Se ladeó y retorció. Un trozo de cadena chocó contra la parte de atrás de la cosechadora, pero Gemma se las arregló para alejarse a toda velocidad de la casa.
La seguí, luchando por abrirme camino entre la corriente de burbujas que creaba la cosechadora, hasta que salí de debajo de la casa. Detrás de mí, el edificio se derrumbó como una bestia moribunda, creando un remolino de agua que me arrastró hasta el fondo del mar.
Cuando la arena se asentó, encendí las luces de mi casco y contemplé los restos de lo que había sido el hogar de los Peavey. Chorros de burbujas que escapaban señalaban su descenso hacia el fondo del océano.
Me abracé a la tabla manta de Hewitt. Puede que los forajidos no fueran los responsables del baño de sangre del submarino abandonado, pero desde luego sí que lo eran de esto. Estaba furioso. Como si los colonos no se deslomaran ya lo bastante para mantener en funcionamiento sus granjas, criar peces y mariscos para los platos de los Terrestres y crear cultivos en el fango, ahora venía una banda de forajidos, perezosos e inútiles, y destruía todo lo que tanto trabajo les había costado conseguir.
Peces desorientados chocaban contra todas las partes de mi cuerpo. Los delfines, que se habían parado para disfrutar de una comida fácil, se gritaban ahora unos a otros para ponerse en movimiento. Los grandes depredadores no tardarían en acudir, atraídos por los espasmos de los peces moribundos. Si no salía pitando de allí, iba a acabar formando parte del menú del banquete. Sin embargo, no podía irme sin intentar al menos poner en marcha el generador. Quizá fuera una avería fácil de arreglar. O quizá una sirena llegaría nadando y me ofrecería su ayuda… Las probabilidades de que sucediera una de las dos cosas eran las mismas.
Utilizando las luces de mi casco, encontré el cable de electricidad que iba desde la casa doblada hasta el campo de algas. La pantalla de mi muñeca indicaba que la temperatura del agua había descendido más de lo que los peces tropicales podían aguantar. Si no estaban muertos ya, lo estarían pronto. Me subí a la manta y seguí el cable hasta el campo, buscando el generador principal.
Las algas se agitaron delante de mí. Algo grande se estaba moviendo entre los tallos, atravesando el campo. Apagué el motor de la manta y me deslicé hacia el suelo. Sujeté la cuerda a mi cinturón, dejé que la tabla flotara y saqué la picana. No veía nada aparte de algas, pero sabía que lo que fuera que estuviera acercándose había ganado velocidad. Retrocedí rápidamente, lleno de pánico, y entonces me di cuenta de que me había alejado del límite del campo y que ahora estaba a plena vista.
Las algas que tenía delante se sacudieron como si estuvieran vivas, pero a medida que los últimos tallos verdes se separaban, un grupo de peces muertos se interpuso entre el campo y yo, bloqueándome la vista. Los aparté, pues sabía que sus cuerpos desparramados no tenían densidad suficiente como para ocultarme. Los peces sin vida se alejaron y entonces vislumbré algo grande que flotaba delante de mí. Antes de que pudiera saber qué era, la granja se llenó de luz.
La energía había vuelto.
Me protegí los ojos y parpadeé, a la vez que intentaba ajustar las lámparas lo más rápido posible. Separé los dedos que tenía sobre el casco y retrocedí horrorizado. Sobre mí flotaba un cadáver, todavía con el traje de buceo puesto. Blanquecino e hinchado.
Lleno de asco, me eché hacia atrás unos metros y luego volví a mirar. Los brazos hinchados y el enorme pecho indicaban que esa cosa llevaba muerta algún tiempo. Esa cosa no, me dije. Sin embargo, se hacía difícil pensar en él como en un ser humano mientras el cuerpo flotaba cerca de mí. Detrás del casco, la pálida cabeza calva del muerto relucía como si una lamprea le hubiera chupado hasta la última gota de sangre. Su piel estaba más blanca que la nieve. Lo único que no estaba blanco eran los ojos, completamente negros, tanto las pupilas como los iris y los globos oculares; todo estaba negro. Como si fueran agujeros en su cráneo.
De repente se me iluminó el cerebro y me quedé helado. Eso no era hinchazón, sino músculo. Y no estaba frente a un cadáver. ¡Ojalá! No, la horripilante cara que tenía delante era la de Sombra, el líder de la banda de los Seablite. Y estaba muy vivo.