3

La aleta salió como un cohete del océano para entrar en otro mundo, lleno de aire y de sol. Cuando trazó un arco a seis metros sobre el mar, Gemma gritó encantada y aplaudió cuando caímos en picado salpicando agua en todas direcciones.

—¡Alucinante!

Me protegí los ojos, puse el motor en punto muerto y dejé que la aleta se meciera con las olas. La luz del sol era demasiado caliente e intensa para mis pupilas.

—¿Te encuentras bien?

Cuando se inclinó hacia mí para verme la cara, su trenza me rozó la muñeca, lo que me causó un estremecimiento.

—Estoy bien.

No lo estaba, pero podría fingir que sí en cuanto pasara un minuto. Hice un esfuerzo para quitarme la mano de los ojos y, con ellos entornados, contemplé el extenso océano que nos rodeaba. Como me pasaba siempre, la superficie fue una descarga para mis sentidos. Colores brillantes y sonidos agudos me agredieron. ¿Cómo podía alguien estar cómodo ahí arriba? La luz por sí sola hacía que se me quedara la mente en blanco y me provocaba un fuerte dolor de cabeza.

Deslicé hacia atrás el techo de la cabina, estremeciéndome cuando el calor me envolvió. Lo raro del aire natural era que, a diferencia del aire filtrado, tenía sabor; un sabor que adquiría de lo que tuviera más cerca. En este caso, el sol y el océano, caliente y salado. Respiré hondo y calculé la distancia que nos separaba del Muelle de Superficie. Desde allí, el hueco del ascensor de cuatro alturas, coronado por un observatorio de cristal blanco, parecía un mástil con la vela desplegada. Sin embargo, a pesar de la lejanía, nos llegaba el estruendo de las voces. Odiaba los días de mercado. Por si fuera poco, no había venido equipado para la superficie. No tenía ni sombrero ni gafas de sol para protegerme, no solo de los mortíferos rayos ultravioletas, como la mayor parte de la gente, sino también de las miradas.

Me planté en mi asiento.

—Me reuniré contigo en el punto de atraque.

—¿Dónde vas…? —La pregunta de Gemma quedó interrumpida cuando me zambullí en el agua, de regreso al fresco abrazo del océano.

Mi humor mejoró de inmediato. Con dos patadas me puse detrás de la aleta, donde desenganché la tabla manta.

—¡Te echo una carrera! —le grité a Gemma, que estaba asomada al otro lado de la aleta.

Dio media vuelta a la vez que yo me subía sobre la manta. Giré los mandos y la tabla surcó las olas como una bala.

—¡No has dado la salida! —gritó ella.

Detrás de mí, la aleta propulsada volvió a la vida con un rugido y pasó a mi lado con Gemma saludando desde la cabina descubierta.

Me levanté, puse el mando al máximo con un dedo del pie y la manta saltó hacia delante, mientras el viento y el agua del mar azotaban mi rostro. Había que admitir una cosa a favor de la superficie: aquí, sin la presión de toneladas de agua, todo se movía más rápido.

Según me iba acercando al Muelle de Superficie, el ruido se convirtió en algo agresivo. Vendedores vociferantes, compradores que regateaban y los chillidos de las gaviotas. Aminoré tanto la velocidad que la manta corrió el riesgo de hundirse y clavé los ojos en los tenderetes de brillantes colores instalados a un lado y otro de la cubierta de paseo. Más tranquilizadora todavía fue la visión de los botes que se apiñaban a lo largo del muelle de atraque, al nivel del agua. Menos mal que la mayoría de las personas que había en el Muelle de Superficie vestían túnicas con pantalones holgados, lo que indicaba que, probablemente, eran flotadores; es decir, gente que vivía en casas barco. Aunque no hubieran visto una piel brillante con sus propios ojos, la mayoría sabía lo que era, igual que los pescadores.

Yo casi nunca venía aquí. Hacía tiempo que había aprendido, y por las malas, que no era sitio para mí.

Aunque ahora, con Gemma por delante de mí, no había vuelta atrás. Rodeé una gabarra y divisé el Seacoach en la siguiente curva, con sus alas desplegadas como un gigantesco murciélago blanco a punto de alzar el vuelo. Mi inquietud desapareció cuando vi en el muelle a mi vecino, Jibby Groot, regando las membranas solares situadas entre los soportes de las alas para capturar la luz del sol y el viento.

—¿Necesitas remolque? —grité mientras me abría paso entre los barcos amarrados.

Jibby levantó su desgreñada cabeza rubia y sonrió de oreja a oreja al verme.

—¡Justo el tirillas brillante que quería ver!

—Yo no brillo.

Derrapé sobre una ola, levantando una cortina de agua que le cayó encima. Oí risas y aplausos cerca de nosotros y vi a varios chicos más, todos colonos novatos como Jibby, pasando el rato junto a la cabina de cubierta del barco. Mientras les devolvía el saludo, Jibby saltó al muelle circular.

—¿Dónde os dirigís? —pregunté cogiéndome de su mano.

Me arrastró hasta el muelle, con tabla manta y todo.

—A Paramus —contestó—. A la estación le falta de todo gracias a la voracidad de los forajidos, de modo que vamos a ver lo que podemos sacar. ¿Quieres venir?

—No puedo. —Plegué las alas de la manta para que fuera más fácil transportarla—. Tengo que ir a ver al policía.

—Buena suerte. Está abajo, en la reunión municipal.

—¿Por qué no estáis vosotros allí? —pregunte sorprendido.

Estaba deseando enterarme de lo que iba a ser «un anuncio de vital importancia, referente a todos los residentes del territorio», según rezaba el letrero que habían colocado. Sin embargo mis padres eran de la opinión de que las obligaciones eran lo primero.

—Si quisiera estar encerrado y hablando sin parar —replicó Jibby—, seguiría viviendo en una ciudad superpoblada. —Una maliciosa sonrisa curvó sus labios—. El policía, Grimes, va a tardar varias horas en salir y también tus padres. Venga. Engancharemos tu manta detrás y haremos un poco de esquí acuático.

—Suena muy bien, pero no puedo. Estoy ayudando a una persona.

No tenía por qué hablarle de Gemma a Jibby, que estaba a la busca y captura de una novia. El año anterior había intentado encargar una, pero cuando la que llegó era tan vieja como su abuela, pidió que le devolvieran el dinero.

—¿A una persona? —preguntó con curiosidad.

—¡Ty! —Gemma me estaba haciendo señas con ambos brazos desde el bullicioso muelle de abajo.

Ya no había forma de esconderla. Había aparcado entre una escalera de color naranja que llevaba hasta el paseo y una puerta que daba a una sala de embarque, una forma elegante para definir un hueco del Muelle de Superficie provisto de armarios y bancos. Los pescadores se agrupaban a su alrededor, con el torso desnudo, cada uno de ellos embadurnado con una pasta a base de zinc de distinto color, naranja, azul, verde, para protegerse del sol.

Jibby emitió un silbido apreciativo, se peinó el pelo húmedo con la mano y echó a andar hacia ella. Muy elegante. Como no me quedaba otra elección, me eché la tabla manta al hombro y le seguí. Alcanzamos a Gemma justo cuando los pescadores se dispersaban. El último de ellos le devolvió una fotografía plastificada diciendo:

—No le conozco.

—Es una foto muy antigua —gritó ella mientras el hombre se marchaba—. Imagíneselo con más años.

—Hola —canturreó Jibby.

Ella miró hacia atrás, como si el saludo estuviera dirigido a otra persona, lo cual me irritó. Gemma sabía que Jibby la había saludado a ella y no a uno de los sudorosos y pintarrajeados pescadores que se abrían paso a empujones. Lo cierto era que algunos de ellos eran mujeres, pero ¿quién era capaz de notar la diferencia cuando estaban embadurnados hasta las cejas con una mezcla de pasta de zinc, mugre y escamas de pez?

Se la presenté a Jibby de mala gana.

—Así que —Jibby me dirigió una sonrisa de satisfacción—, tú eres una persona.

—Eso espero —replicó Gemma—. Normalmente soy una más entre un millón de personas.

—Bienvenida a Benthic, Gemma —Jibby extendió la mano—. Un lugar en el que no eres una más, sino una rareza.

Ella frunció el ceño como si no supiera qué decir a eso. Desvié la vista e inhalé el aroma salado del mar para aliviar el dolor que sentía detrás de los ojos. Gemma no había actuado con nerviosismo; al contrario, me había dado un golpe en las costillas con una linterna y no había dejado el tema de los Dones Oscuros.

—¿Le has visto por aquí? —oí que preguntaba.

Al girarme para mirarla vi que ponía la foto en la mano extendida de Jibby. Mi cabeza mejoró de pronto.

—¿Es tu hermano? —pregunté.

Ella asintió.

—Hasta ahora nadie le ha reconocido, pero cuando se hizo esta foto solo tenía catorce años. No tengo ninguna más reciente.

—Lo siento —Jibby le devolvió la foto—. No le he visto.

—Se llama Richard. —Paseó el pulgar por la imagen como si estuviera apartando el largo pelo de los ojos de su hermano—. Richard Straid.

—Te pareces mucho a él —afirmó Jibby.

Le miré con extrañeza, sin que ella lo notara. El parecido entre ambos hermanos era ligero, como mucho. Los dos tenían los ojos azules y el pelo castaño rojizo, pero el hermano de Gemma era un chico alto y delgado con rasgos demasiado grandes para su rostro. Sin embargo, a ella se le iluminó la cara ante la comparación.

—No te molestes en enseñar esa foto a los pescadores —le aconsejé—. Los buscadores no suben demasiado a la superficie. A veces alquilan camas en la estación inferior, pero la mayoría vive en sus plataformas y protegen sus parcelas de los buzos que quieren reclamarlas. Si alguien ha visto a tu hermano, será un colono.

Ella levantó la cabeza con interés.

—¿Cómo sé quién es un colono?

—Ahora mismo, la mitad del asentamiento está en la estación inferior, cariño. —Jibby le ofreció el brazo—. Te llevaré hasta allí.

—¿No te ibas a Paramus? —pregunté.

—Iré después.

—Pero yo tengo que bajar de todas formas —repliqué—, para hablarle al policía de ese submarino que hemos encontrado.

Jibby me miró con renovado interés.

—¿Qué submarino?

Noté con cierta envidia que su ego era como un pez volador coronando las olas: no había forma de hundirlo.

—Tenía toda la pinta de ser de prospección.

—El interior era horrible; tenía las paredes cubiertas de sangre —añadió Gemma con un estremecimiento.

—Tripas de peces —la tranquilizó Jibby—. Sucede…

—Lo dudo —interrumpí—. La banda de los Seablite se lo llevó como si tuviera algo que esconder. Conseguimos salir de allí de milagro.

Jibby clavó los ojos en mí.

—Los Seablite solo roban barcos del Gobierno.

—Hasta ahora.

—¡Qué va! —contestó, como convenciéndose a sí mismo—. Los buscadores no tienen nada que merezca la pena coger.

Yo me encogí de hombros.

—Cuando un tiburón tiene hambre, come cualquier cosa. —Jibby palideció, pero continué hablando—: Mira, si vas a dirigirte hacia la costa, deberías irte ahora. Si sales más tarde, pondrás rumbo a casa después de anochecer cargado de provisiones frescas…

Él asimiló mis palabras.

—Encantado de conocerte, Gemma —soltó antes de dar media vuelta y salir corriendo por el anillo de atraque—. ¡Dejad de tomar el sol, chicos! Tenemos que ponernos en marcha.

Cuando los hombres del Seacoach se levantaron, me invadió una sensación de culpabilidad. Esperaba no haber encendido la mecha del pánico solo para poder estar a solas con una chica.

—Casi no brilla —dijo Gemma, mientras veía a Jibby saltar a la cubierta del Seacoach.

—Vino aquí hace solo dos años.

—¿Para reclamar terreno?

La miré, convencido de que se burlaba de mí por querer hacer precisamente eso, pero me devolvió la mirada con unos ojos tan transparentes como el cristal azul.

—Dentro de tres años, Jibby será dueño de cuarenta hectáreas.

Una voz se elevó sobre las olas mientras el Seacoach empezaba a moverse.

«Mi Gemma está en el océano. Mi Gemma es una joya del mar…» —cantaba Jibby, mientras manejaba las velas—. «Mi Gemma está en el océano. ¡No hay quien la pueda igualar!».

Gemma torció el gesto y volvió a guardar la foto de su hermano en la bolsa del cinturón.

—¿Desafina? —pregunté, contento de que no le hubiera gustado.

—Que vaya a tener cuarenta hectáreas no le da derecho a ser mala persona. —Me miró con el ceño fruncido, como si yo tuviera algo que ver con la broma—. Vaaale, el mundo está repleto de chicas como yo. Lo entiendo.

Me eché a reír.

—¿Ves alguna otra chica por aquí?

Ella me miró con suspicacia, pero echó un vistazo alrededor.

—Ahí hay una. —Señaló con la cabeza los botes atracados detrás de mí—. ¿Qué quieres decir con eso?

Sin duda había visto a una flotadora, y eso no contaba. Una chica de una casa flotante nunca se quedaba fuera más tiempo del que tardaban sus padres en poner un correo. Sin embargo, cuando me di la vuelta, me sorprendí al ver un llamativo yate que se mecía en la rampa de al lado. En la cubierta, dos mujeres estaban tumbadas debajo de unas sombrillas brillantes. Por sus gafas y sus vestidos vaporosos eran del continente. Eso significaba pasarse tres horas en un barco, o más, según el viento, solo para hacer turismo. Normalmente acostumbrábamos a estar solos, seguros de que lo que quedaba de «civilización» se encontraba a sesenta millas náuticas de distancia. Pero, de vez en cuando, la «civilización» se dejaba caer por allí para hacer fotos.

Un escalofrío me recorrió la espalda. En ese momento la mujer de amarillo me vio y contuvo la respiración; la de verde la imitó, como si su expresión de asombro fuera contagiosa. Por supuesto, a mí me daba el sol de lleno, lo que significaba que mi piel capturaba los rayos.

—Vámonos de aquí —le susurré a Gemma.

Ella señaló con el dedo un poste cercano.

—He dejado nuestros cascos en el submarino alquilado.

—Aleta —corregí de manera automática, antes de entregarle mi tabla manta—. Iré a por ellos y me reuniré contigo en el paseo.

Hice un gesto hacia la escalera, rogando en silencio que se diera prisa.

Pero ya era demasiado tarde.