Gemma se quedó paralizada por la sorpresa, o quizá por la incredulidad; no sé. Le quité el casco de las manos y se lo puse en la cabeza.
—Puedo ver a partir de los sonidos —expliqué, sellando su casco—. Se llama biosónar.
—¡Eres Akai!
—Sí —admití—. Ese es el nombre que los médicos pusieron en mi expediente. Significa «nacido en el mar». ¿Podemos irnos ya?
Tiré de la palanca situada a un lado de mi asiento para tumbar el respaldo.
—¿Qué alcance tiene?
Tiré de la palanca de su asiento y se quedó tumbada cuando el respaldo se echó hacia atrás.
—Un kilómetro y medio por lo menos.
Me arrastré hasta la trampilla de salida y saqué el pie. Por suerte la red no había envuelto del todo la parte inferior de la nave.
—Voy a colgarme del borde exterior. Tú respira Liquigen y luego sígueme lo más rápido que puedas.
—¡Espera!
No sabía si era porque tenía más preguntas sobre mi Don Oscuro o si es que seguía asustada por saltar, pero no me paré a averiguarlo. Me llené los pulmones de Liquigen y me impulsé a través del anillo de goma, sujetándome al borde de la trampilla al salir. Mi cuerpo se zarandeó contra la parte inferior del mini submarino debido a la velocidad del Specter. Gracias a Dios, el pie de Gemma asomó enseguida. Mientras ella salía, rodeé su cintura con un brazo y luego solté el borde del anillo. Caímos juntos a través del agua de color medianoche.
Gemma se giró entre mis brazos para quedar frente a mí, puso las manos alrededor de mi cintura y se aferró tan fuerte que nuestros cascos chocaron. Detrás del cristal sintético, tenía los ojos cerrados con fuerza.
Muy por encima de nosotros, el Specter seguía su marcha, arrastrando al mini submarino. Genial. Los forajidos no nos habían visto salir. No iba a pasarnos nada y tampoco a la nave, me dije. Lo más probable era que los bandidos la soltaran cuando vieran que la cabina estaba vacía. Luego tendría que ir a buscarla.
Gemma abrió los ojos mientras el océano se oscurecía a nuestro alrededor. Pasamos a través de una bandada de jureles que lanzaban destellos plateados bajo la tenue luz del sol. Cuando un pez vela nos adelantó, unas rayas de color azul eléctrico aparecieron en sus costados para despistar a los jureles. Noté que los brazos de Gemma se tensaban alrededor de mi cuerpo. La miré a los ojos esperando ver el miedo en ellos, pero para mi sorpresa estaba sonriendo ante la belleza de la vida salvaje que nadaba delante de nosotros.
Encendió las luces de su casco. Yo hice lo mismo, pero la luz solo nos proporcionó una visibilidad de seis metros. Emití una serie de sonidos para saber qué había más allá. Los chasquidos que hice con la laringe eran demasiado agudos para que Gemma los oyera. Los había ido perfeccionando con los años hasta encontrar el sonido que regresaba más rápido y era más fácil de emitir. Luego mi cerebro creaba una imagen a partir del eco; igual que la pantalla del sónar de un submarino, con los picos y los valles del suelo marino dibujados en 3D.
Utilizando el lenguaje de signos, le dije a Gemma que apretara el botón que hacía que salieran las aletas de las punteras de sus botas. Al ver su expresión de desconcierto, anoté otra diferencia entre crecer Arriba y hacerlo bajo el mar. Bajo el mar aprendíamos el lenguaje por señas antes que el verbal. Pero, claro, nosotros teníamos que comunicarnos con los pulmones llenos de Liquigen. Presioné el botón de control de su pantalla de muñeca, aunque, incluso con las aletas, parecía no entender que tenía que mover las piernas para permanecer a flote.
Los ordenadores de nuestros trajes de buceo tiñeron automáticamente nuestros cascos para la visión ultravioleta y el paisaje que teníamos debajo apareció con un relieve bien definido. Aterrizamos en medio de una enorme nube formada por al menos mil medusas rosas, ninguna de ellas más grande que mi puño. Las aparté con cuidado para abrir un camino.
Un sifonóforo giró delante de nosotros, creando la impresión de que era una brillante red de pesca de la que colgaban campanillas de plata. Gemma retrocedió hacia mí. Suponiendo que no había visto nunca ninguno, cogí su mano y la acerqué al sifonóforo. Luego lo toqué haciendo que se enroscara y ondulara, consciente de que el guante de mi traje de buceo me protegía de sus tentáculos urticantes. Con un golpe rápido, rompí una porción. No se trataba de un animal, sino de centenares, unidos unos a otros. Hice saltar la parte luminosa desprendida en la palma de mi mano y luego se la envié a Gemma. Sus ojos se abrieron maravillados. Cuando la atrapó, la suave luz amarilla le iluminó la piel.
Hice un gesto con la cabeza para indicarle que teníamos que movernos, pero ella no podía apartar los ojos de la criatura. Si un sifonóforo la impresionaba tanto, que esperara a pasar algún tiempo aquí abajo. De repente, deseé enseñarle todos los sitios maravillosos que había descubierto. Y los animales. Quería ver que su rostro se iluminaba así otra vez.
Por fin seguimos nuestro camino hacia la granja de los Peavey. Había pasado muchas veces por la zona en submarino, pero nunca andando por el suelo marino. Emitía rápidos chasquidos cada dos por tres y esperaba la respuesta del eco. No había depredadores grandes moviéndose a lo lejos. Solo vi delfines, cien por lo menos, nadando, saltando y comiendo cerca de la superficie. También percibí sus chasquidos y los interminables ecos que cayeron sobre nosotros, aunque sabía que la mayor parte de los sonidos eran demasiado agudos para los oídos de Gemma.
Cuando distinguí el silbido característico de un gran macho buceando a mayor profundidad que el resto, le llamé para que se acercara. No invité a toda la manada porque me imaginé que Gemma se llevaría un susto si cien delfines descendieran de golpe sobre nosotros. Fue una decisión inteligente, teniendo en cuenta que saltó como si hubiera sufrido una descarga eléctrica cuando un solo delfín mular, de tres metros de longitud y cuatrocientos cincuenta kilos de peso, se dirigió en picado hacia nosotros. El delfín se apartó a un lado en el último segundo, enseñándonos su pálido vientre al pasar a toda velocidad. En el tiempo que tardó en volver, Gemma ya se había dado cuenta de lo que era. Esta vez, cuando pasó a nuestro lado, se quedó muy quieta, con los brazos pegados al cuerpo, como si quisiera dejarle sitio para pasar, aunque su cara reflejaba la más increíble mezcla de emociones que había visto en mi vida: estupefacción, euforia y temor, todo a la vez. A lo mejor tendría que haber llamado a toda la manada.
El delfín nos dejó cuando llegamos a un terraplén empinado. A Gemma no pareció importarle demasiado que la visibilidad fuera limitada, porque se fue directa hasta la cima de la colina sin esperarme. Una vez allí, se paró de golpe.
Nadé hasta ponerme a su lado y entonces lo entendí. El paisaje que se extendía a nuestros pies estaba plagado de huesos gigantes que los carroñeros habían dejado diseminados después de devorar una ballena muerta. Por su aspecto, parecía haber sido hacía unas semanas. Los cartílagos flotaban en el agua como jirones fantasmales. Cogí a Gemma de la mano y la conduje hacia el borde del terraplén, luego la sujeté más fuerte y salté.
Bajamos flotando por una enorme pared de roca, evitando por los pelos los grandes picos de piedra que sobresalían de abajo. Cuando nuestras botas tocaron el suelo, el légamo se llenó de vida. Las lampreas salieron del lodo y se enroscaron alrededor de nuestras botas como un millar de serpientes. El cieno que había bajo nuestros pies eran los restos de la carne de la ballena, que ahora estaban descompuestos, de manera que solo las lampreas eran capaces de tragárselos. Gemma saltó para apartarse de ellas y fue entonces cuando se hizo evidente su incapacidad para nadar. En vez de seguir moviendo las piernas o usar las manos para mantenerse a flote, dejó de moverse y volvió a hundirse hasta el suelo. No pude evitar sonreír ante sus esfuerzos. Y en cuanto descubrió que me estaba riendo, se resignó a andar.
Mientras pasábamos por debajo del esqueleto gigante, empecé otra vez con los chasquidos. Al percibir algo cuadrado y fortificado a nuestra izquierda, decidí hacer un desvío rápido antes de dirigirme hacia la casa de los Peavey.
Sujetando la mano de Gemma, la llevé hacia el horroroso edificio de dos pisos. Ahora veía la prisión Seablite, oscura y abandonada, con mis propios ojos. La primera vez que había pilotado por allí, hacía unos años, sus ángulos y rincones me hicieron pensar que era una reliquia de Arriba, de principios del siglo XXI. Una que había sobrevivido al corrimiento de tierras del fondo del mar que había mandado a la mayoría de los edificios inundados al Cañón del Sueño Frío. Ahora, ante el edificio intacto, vi que era un extraño híbrido entre las arquitecturas terrestre y submarina. Suspendido por encima del suelo marino, equilibrado sobre altos pilones, era evidente que había sido construido aquí abajo. Sus pequeñas ventanas eran redondas y fabricadas con cristal sintético, exactamente igual que las de los submarinos antiguos. El conducto de una cámara de descompresión bajaba desde el piso inferior hasta el lecho del mar.
Sobre la oxidada puerta abierta brillaba el símbolo que indicaba que era una estructura poco segura. Casi todos los edificios de Arriba situados a lo largo de la costa exhibían un círculo amarillo atravesado por un relámpago, aunque eso no impedía que violentas tribus de okupas vivieran en los rascacielos semi hundidos.
Al acercarnos, Gemma señaló el círculo amarillo, pero yo me encogí de hombros y seguí adelante. La Comunidad había mentido al decir que era un laboratorio científico y estaba bastante seguro de que lo de «estructura insegura» era mentira también. El edificio parecía bastante estable. Cuando Gemma volvió a señalar con el dedo, me di cuenta de que estaba mirando más arriba del símbolo, a las letras grababas en la pared de metal, que decían: SEABLITE.
Sabía que mis padres me habrían prohibido husmear en el interior, pero tal vez encontrara alguna información o una pista que ayudara a los colonos a atrapar a los forajidos. Tomé una decisión y le indiqué a Gemma que esperara junto al hueco del ascensor. Antes de que hubiera dado dos pasos, fui arrastrado hacia atrás por el cinturón. Al darme la vuelta apenas pude ver la cara de Gemma, solo la forma de su cabeza. Lo había olvidado: era imposible que fuera a limitarse a esperar sentada.
El ascensor no funcionaba; sin embargo había una escotilla abierta en el techo. Nadé hacia ella y la crucé. Gemma intentó seguirme. Hizo un buen esfuerzo, pero por más que movía las piernas no podía despegar los pies del suelo más que unos segundos. Pensé en dejarla al pie del hueco del ascensor por su propio bien. ¿Y si me equivocaba en cuanto a la estabilidad del edificio? De todas formas, ella había elegido venir… Al siguiente salto, cogí su mano y la aupé hasta el hueco del ascensor.
Afortunadamente, una vez allí no hizo falta que subiera nadando, ya que había una escalera empotrada en el muro. Subimos hasta el primer nivel, en el que había una serie de puertas de ascensor abiertas. Toda la planta estaba inundada. Emití unos chasquidos y vi mentalmente que el agua terminaba a media altura de otro conjunto de puertas de ascensor abiertas. Le indiqué a Gemma que teníamos que seguir subiendo.
Cuando puse el pie en el último peldaño, emergí del agua y salí del conducto. El mar había inundado el segundo piso del edificio, pero solo me llegaba a la cintura. Gemma salió inmediatamente detrás de mí. Cuando la luz de mi casco iluminó la oscuridad, golpeé la pared que tenía más cerca. El sólido metal anticuado no rebotó ni cedió, parecía bastante firme.
La pantalla de mi muñeca indicaba que el nivel de oxígeno era normal así que solté el cierre de mi casco. Gemma hizo lo mismo y yo saqué la linterna de mi cinturón. Paseé la luz por los remaches y vigas de hierro mientras el goteo del agua resonaba por la habitación.
—¿Puedo llevar la linterna? —preguntó Gemma tiritando.
Se la pasé y juntos contemplamos la extraña escena. Las paredes estaban oscuras y mojadas. El océano iba entrando, gota a gota, a través de las grietas del techo. En la superficie del agua, a la altura de nuestras cinturas, flotaban antiguos trajes de buceo y botellas de Liquigen, como si hubieran sido abandonados el día anterior. Gemma enfocó la linterna a la puerta enrejada que había en el otro extremo de la habitación y luego iluminó una pared con ganchos de los que colgaban varios pares de esposas corroídas.
Me acerqué para verlas mejor.
—¿Por qué estas son tan largas? —La cadena que había entre las esposas medía más de medio metro.
—Para que los presos puedan trabajar —contestó ella—. En el edificio que hay enfrente del mío hay una penitenciaría. Todos los días, los guardias meten a los hombres en los ascensores exteriores y los llevan hasta la calle. —Tocó una de las largas cadenas—. Los convictos llevan esposas como estas para poder limpiar la basura.
—Los que había aquí no limpiaban nada. —Saqué del agua un cedazo que flotaba en ella y pasé los dedos por los agujeros—. Buscaban perlas negras.
—No parece tan malo.
—¿Te gustaría pasarte todo el día en el cieno, filtrando barro?
—Bueno, visto así…
—Es un trabajo agotador.
—Seguro que los forajidos se hartaron de hacerlo y por eso huyeron —dijo ella, que parecía excitada por la idea.
—O se hartaron del ruido.
Los crujidos y chirridos llevaban molestándome desde que habíamos entrado allí. Cada movimiento del agua que nos rodeaba, y la porquería que había debajo, hacían que la estructura metálica se retorciera y comprimiera. Puede que esa forma de arquitectura formara parte del castigo de los prisioneros. ¿Quién iba a querer vivir en habitaciones cerradas de paredes sólidas? Era antinatural.
Me zambullí en la siguiente sala; la oficina de los guardias. Revisé la hilera de taquillas medio sumergidas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Gemma.
El haz de luz de la linterna creaba un extraño efecto en los muebles de acero inoxidable, haciendo que brillaran y lanzaran destellos.
—Echar un vistazo.
Todos los cajones estaban vacíos.
—¡Ah, no, de eso nada!
Se subió a un escritorio metálico hundido y cruzó las piernas. Hubiera parecido que estaba en una fiesta si no fuera porque estaba sumergida en el agua hasta la cintura. Me miró expectante.
—¿Qué pasa?
—¡Tu Don Oscuro!
Me pregunté si sería demasiado tarde para decir que había mentido para conseguir que saliera del submarino, pero una simple mirada a su cara me aconsejó que no me molestara en hacerlo.
—¿Por qué lo mantienes en secreto? —preguntó.
Me moví hacia la puerta abierta al fondo de la habitación, pero ella fue más rápida. Dio un salto y extendió los brazos para bloquear la puerta.
—¿Qué más da que todos sepan que puedes hacer esa cosa tan guay?
—Porque todos los colonos se irían del océano y no vendrían más familias nuevas a vivir aquí, por eso. —Me agaché para pasar por debajo de su brazo y salí a un pasillo oscuro—. Mis padres han trabajado muy duro para lograr lo que tenemos —dije, volviendo la cabeza—, igual que todos los que viven aquí. ¿Crees que quiero ser el responsable de que fracase la colonia?
Gemma empezó a andar a mi lado.
—Por lo menos, dime cómo fue. ¿Te despertaste una mañana y te diste cuenta de que podías hablar con los delfines?
—No puedo hablar con ellos. —Sorprendí su mirada de impaciencia—. Vale. Los delfines y las ballenas pueden oír mis chasquidos, y cuando yo oigo los suyos soy capaz de saber a qué se deben: felicidad, peligro o comida. Pero no mantenemos conversaciones.
A lo largo del pasillo se veían puertas cerradas; era un bloque de celdas. Intenté abrir la primera de la derecha, pero estaba cerrada con llave. Gemma apuntó la linterna hacia mi cara como en un interrogatorio.
—¡Está bien! —cedí, protegiéndome los ojos con la mano—. No fue de la noche a la mañana. Cuando cumplí los nueve, el océano me fue pareciendo cada vez más ruidoso, pero a nadie más se lo parecía. También percibía más sonidos cuando estaba fuera del agua, de modo que me imaginé que lo único que pasaba era que mi sentido del oído estaba mejorando. Pasado un tiempo podía distinguir entre el sonido original y su eco, de manera que empecé a hacer ruiditos y a calcular las distancias con ese método. Luego, un día, todas las piezas encajaron y me di cuenta de que podía ver lo que oía.
—¿Por qué? ¿Qué estabas haciendo?
—Nada. Estaba tumbado en la cama con los ojos cerrados —contesté recordando todos los detalles de esa mañana—, y mi madre me llamó para desayunar. Cuando le contesté, oí que mi voz rebotaba por toda mi habitación. Y entonces me di cuenta de que podía ver mi dormitorio sin necesidad de abrir los ojos.
—¡Genial!
—No, fue raro.
—¿Corriste a decírselo a tus padres?
Dudé un momento. ¿Quería revivir todo aquello? Ni de broma.
—Sí —admití por fin—. Se lo conté.
Me concentré en intentar abrir otra puerta, pero también estaba cerrada. Cuando me aparté, ella volvía a estar a mi lado.
—¿Y? —preguntó.
—Y me arrastraron Arriba y me llevaron a un montón de médicos. —La garganta se me estaba cerrando tanto que pronto no sería capaz de tragar saliva—. Después de varias semanas de análisis de sangre y escáneres de cerebro, los médicos no encontraron nada, pero querían seguir haciéndome pruebas. —Esa era una manera suave de decirlo—. El hospital no quiso darme el alta y luego intervino el servicio de menores. Mis padres tuvieron que recurrir a los tribunales para recuperarme, y aun así parecía que el juez iba a fallar en su contra y ponerme bajo la tutela de la Comunidad. De modo que fingí que ya no podía hacerlo.
—¿Los médicos te creyeron?
—Lo dudo, pero no podían demostrar que era mentira. Cuando utilizo mi sónar ven actividad en una parte de mi cerebro que la mayor parte de la gente no usa. Cuando no uso mi habilidad, no hay actividad. No podían alegar nada para retenerme más tiempo. Tengo suerte de que mi verdadero nombre no aparezca en los expedientes. Ese médico que escribió el artículo del que siempre estás hablando, el doctor Metzger, nunca llegó a conocerme. Oyó hablar del caso y sacó toda su información del hospital. Mis padres se enfadaron mucho.
—Pero ellos saben la verdad, ¿no? Saben que puedes seguir haciéndolo.
Me di la vuelta y probé otra puerta. El pomo se movió pero la puerta continuó cerrada.
—¿Mentiste a tus padres?
Apoyé todo mi peso en la puerta, que se desprendió de sus bisagras oxidadas y cayó al suelo. Apenas pude conservar el equilibrio cuando el agua penetró en la habitación. En lugar de dirigir la linterna al oscuro interior, Gemma continuó enfocándome a mí.
—Lo entiendo. No quieres convertirte en un experimento médico, pero…
—No hay peros —la interrumpí bruscamente—. Los médicos le echan la culpa a la presión del agua, dicen que eso es lo que hizo papilla mi cerebro. Les dijeron a mis padres que se trasladaran Arriba de forma permanente. Bueno, tengo una imagen bastante clara de cómo vive tu gente, como sardinas en lata, encima unos de otros. No te ofendas, pero prefiero arriesgarme a tener daños cerebrales.
—¡Son tus padres!
—No decir algo no es lo mismo que mentir.
—¿Cuántos años tienes? ¿Seis? ¡Pues claro que es lo mismo! —Entró chapoteando en la habitación.
—Es bueno saber dónde pones el límite —me burlé—. Mentir está mal, pero robar solo es un truco que te enseñó tu hermano.
Me dio la espalda e inspeccionó la habitación con la linterna. Estaba claro que la conversación había terminado. Era una pena que no lo hubiera hecho antes.
La seguí entre los camastros alineados en la habitación. La mayoría de los colchones habían desaparecido, pero las mantas y las sábanas colgaban de los barrotes, como ropa puesta a secar en la oscuridad. La luz de la linterna se paseó por los carteles pegados en las paredes. Un dibujo de un hombre haciendo paravelismo. Cómics. La foto de una niña pequeña de pelo color fresa y sonrisa desdentada.
El peso del océano presionaba el edificio fortificado, haciendo que crujiera y protestara.
—Salgamos de aquí. En este lugar no voy a descubrir nada sobre los forajidos, al menos nada que tenga sentido.
Todavía de espaldas a mí, Gemma dirigió el foco de la linterna hacia la foto de la pared, situada junto a uno de los camastros de arriba. Se acercó a verla mejor.
—Probablemente fuera la hija de algún prisionero —supuse poniéndome a su lado.
Ella me puso la linterna en las manos y trepó hasta la litera superior. Levantó con cuidado la cinta adhesiva que sujetaba la foto. Sus movimientos eran espasmódicos, impacientes. ¿Qué estaba haciendo? Cuando despegó de la pared la última esquina de la foto, su respiración se volvió agitada.
—¡Eres tú! —exclamé, al entenderlo de repente. Ella acunó la foto entre sus manos—. ¿Por qué no me dijiste que tu hermano estaba en la cárcel?
—¿No lo entiendes? —dijo con voz rota—. Esto no era una cárcel.
Iluminé otra vez los pósters y comprendí a qué se refería. Paravelismo y cómics. Esas no eran el tipo de imágenes que los adultos pegarían junto a sus camas. Y menos si eran duros criminales.
—Era un reformatorio —jadeé.
Aquí era donde Anguila había adquirido su brillo. Y también Bonito. Ellos eran los que habían estado esposados mientras lavaban nódulos de manganeso.
Las paredes emitieron un sonido chirriante de metal contra metal que me produjo un escalofrío. De repente me acordé de que Doc había conocido personalmente a los reclusos de Seablite. Había monitorizado su salud. La última noche, cuando contó la historia de la fuga de los forajidos, sabía que en aquella época eran menores. Más jóvenes que yo. Y aun así había dejado que creyéramos que eran adultos, había dicho que Seablite era una prisión, aunque nadie metía en la cárcel a niños de trece años. ¿O sí?
—No lo entiendo. —Hice un esfuerzo para descubrir por qué Doc había tergiversado las cosas—. ¿Por qué iba a querer la Comunidad obligar a unos niños a vivir aquí abajo?
La expresión de Gemma se volvió amarga.
—El espacio es un lujo. —Levantando las piernas, se subió en la litera, con su larga trenza enroscada en el cuello, como un collar—. La Comunidad no está dispuesta a desperdiciar ni un milímetro con delincuentes juveniles.
—¿Tu hermano pasó aquí cuatro años?
Al pasear la mirada por la deprimente habitación, sentí una punzada de pena por los chicos que formaban la banda Seablite. No era de extrañar que siguieran robando los envíos de suministros. Si yo hubiera estado encerrado allí, también estaría enfadado con el Gobierno.
Gemma apoyó la frente en las rodillas como si no quisiera escuchar mi pregunta. O quizá estaba intentando negar con todas sus fuerzas la conclusión obvia: que era posible que Richard formara parte de la banda. Se abrazó las piernas, tiritando. Su traje de buceo no era adecuado porque le venía demasiado grande. A menos que lo que le provocaba los temblores no fuera el aire helado.
Me acerqué más a ella.
—¿Estás bien?
Ella sacudió la cabeza.
Puede que un Terrestre hubiera sabido qué decirle, pero yo me quedé ahí, sin saber qué hacer, sintiéndome inútil y preguntándome si debería acariciarle el brazo o si se tomaría a mal que lo hiciera.
—Por favor —murmuró sin levantar la cara—, déjame sola.