EPÍLOGO

Cuando el mundo cede a tu alrededor, cuando las estructuras de una civilización vacilan bueno es regresar a lo que, en la historia, no cede, sino que, por el contrario, levanta el valor, reúne a los separados, pacifica sin dañar. Bueno es recordar que el genio de la creación actúa, también, en una historia condenada a la destrucción.

ALBERT CAMUS, «Agradecimiento a Mozart»,

L’Express, febrero de 1956[148]

Figeac, 28 de abril de 1793

Joseph Anton ignoraba un dato esencial: el ka de un ser regio como Mozart no desaparecía; se transmitía a otro Gran Mago que Thamos debía intentar descubrir para confiarle el Libro de Thot.

¿Pero cómo localizarlo?

Al salir del cementerio de San Marcos, el egipcio no iba solo. Gaukerl acababa de adoptarlo.

Gaukerl… ¡Él sería su guía!

Deseoso de encontrar de nuevo a Mozart, buscaría al ser depositario de su espíritu.

Tuvo lugar un largo viaje, salpicado de altos durante los que el alquimista fabricaba el oro necesario para su subsistencia y el bienestar de su compañero. Dejaba que el perro fuera a su ritmo, por carreteras cada vez más peligrosas, dada la tormenta que devastaba Europa.

Varias veces, alertado por Gaukerl, Thamos evitó las emboscadas. Cuando su guía cruzó la frontera de Francia, presa del terror revolucionario, el egipcio puso mala cara.

Pese a los riesgos, siguió a Gaukerl hasta Figeac, una pequeña villa de Quercy. En el centro de la plaza Haute se levantaba la guillotina.

De pronto, el perro apretó el paso.

Ante una modesta morada, ladró con insistencia.

Un hombre rechoncho, de edad madura, abrió lentamente la puerta.

—¿Quién sois y qué queréis?

—Me llamo Thamos y necesito vuestra ayuda. Mi perro y yo viajamos desde hace mucho tiempo.

—¿De dónde venís?

—Del Oriente.

—¡Tan lejos! ¿Y quién os ha dado mi dirección?

Gaukerl me ha llevado hasta vos.

El hombre acarició al perro, cuyos grandes ojos expresaron un profundo agradecimiento.

—Me llamo Jacquou y soy curandero. Entrad, voy a devolveros la energía.

El terapeuta llenó dos tazas de licor de ciruela y ofreció sopa a Gaukerl.

—¿Sufre vuestra ciudad mucho por la Revolución? —preguntó el egipcio.

—Han ejecutado a algunos infelices, pero a la población no les gustan los fanáticos. El 21 de enero, el rey Luis XVI fue guillotinado, y mucha gente desaprueba esta barbarie. Sin duda los revolucionarios no vacilarán en cortarle la cabeza a la reina[149]. Por cierto, ¿cuál es el objetivo de vuestro viaje?

—Estoy buscando a un niño excepcional, que tenga unas dotes únicas y al que me gustaría ofrecer un regalo inestimable.

—¡Qué cosas! —se extrañó Jacquou, el curandero—. ¡Pues habéis venido al lugar adecuado!

Las orejas de Gaukerl se irguieron.

—Ayudé a parir a una madre de familia, el 23 de diciembre de 1790. Cuando el niño llegó al mundo, tuve la visión de un país soleado, con magníficos templos, y exclamé: «¡Este muchacho será una luz para los siglos venideros!»

—¿Cómo se llama?

—Jean-François Champollion. Su padre es librero y el chiquillo me ha revelado que ya estaba aprendiendo, a hurtadillas, a leer y escribir. Le espera un gran destino, estoy seguro de ello.

Thamos cerró los ojos y vio un navío que llegaba al puerto de Alejandría.

A bordo, Champollion iba a llegar a su verdadera patria, el Egipto de los faraones, cuya lengua sagrada había descifrado.

Gaukerl no se había equivocado. Mozart renacía en Champollion, encargado de descifrar el Libro de Thot y de transmitir, así, íntegros, los misterios de Isis y Osiris. La flauta mágica se prolongaba, la tradición iniciática seguía viviendo.

—Mañana mismo hablaremos con Jean-François Champollion —decidió Jacquou—, y vos le hablaréis del Oriente.