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Viena, 6 de diciembre de 1791

El tiempo había mejorado, volviéndose templado y brumoso. A las tres de la tarde, ante la capilla del crucifijo de la catedral de San Esteban, se organizaba el servicio fúnebre por Mozart.

El barón Gottfried Van Swieten asumía los gastos: 8 florines y 55 kreutzers por un entierro de tercera clase; 3 florines por un coche fúnebre tirado por dos caballos. Había pagado también una tumba individual y una estela con el nombre del compositor.

Constance, destrozada, permanecía encerrada en su habitación. Estaban presentes Van Swieten, Anton Stadler, Süssmayr, Joseph Deiner, llamado Primus, Hofer, el cuñado de Mozart, Sophie Weber y algunos miembros de la compañía de Schikaneder.

Conmovidos, todos guardaban silencio. Nadie quería creer en la desaparición de Mozart.

Joseph Anton se acercó a Gottfried Van Swieten.

—Cambio de planes, barón.

—¿Qué significa eso?

—La causa oficial de la muerte, inscrita en el registro de la catedral, es «fiebre biliar[140] aguda». Puesto que se teme una epidemia de cólera, debemos respetar el estricto reglamento de la policía aplicable a este tipo de circunstancias. Por consiguiente, el cuerpo será enterrado en una simple fosa común.

—He reservado una sepultura individual y…

—Vos no existís ya, barón. Una notificación oficial os cesa de todas vuestras funciones. La sanción podría haber sido peor. El emperador no manifestará indulgencia alguna con los participantes de la conspiración masónica. Dada vuestra brillante carrera, el poder os respeta. Ahora, mostraos discreto, muy discreto.

Van Swieten permaneció mudo.

—Mozart será enterrado en el cementerio de San Marcos, a cuatro kilómetros de Viena —indicó Anton—. Dada la distancia, la ley prohíbe que nadie acompañe al coche fúnebre. Los enterradores pasarán a encargarse de sus restos al anochecer.

Viena, 6 de diciembre de 1791

En el primer piso del número 10 de la Grünangergasse se oyeron unos aullidos de mujer. Sin duda, un marido que golpeaba a su esposa. Prudente, el mensajero se batió en retirada.

Chocó con un vecino que subía la escalera.

Un grito atroz les desgarró los tímpanos.

—¿Qué ocurre en casa de los Hofdemel?

—Yo tengo prisa y no me mezclo en los asuntos ajenos.

El mensajero se largó, el visitante golpeó en vano la puerta. Preocupado, llamó a un cerrajero.

Al abrir, descubrieron un horrible espectáculo: el jurista Hofdemel, con una navaja en la mano, se había degollado tras haber agredido a su esposa, María Magdalena, encinta de cinco meses. Con el rostro, los hombros y los brazos llenos de cortes, ella yacía en un charco de sangre.

Hofdemel, loco de celos, considerándose culpable de haber envenenado a Mozart, el amante de su mujer y el padre del niño, se había vengado de la infiel antes de suicidarse.

El plan de Geytrand había funcionado a las mil maravillas, no tardaría en correr el rumor.

Viena, 6 de diciembre de 1791

Ni hermanos, ni parientes ni amigos se atrevieron a infringir el reglamento de la policía. De modo que, al caer la noche, el coche fúnebre que transportaba el cadáver de Mozart, que ningún médico había tenido derecho a examinar, tomó la dirección del cementerio de San Marcos.

Brotando de la penumbra, el perro Gaukerl siguió a su dueño. No lo abandonaría ni en este mundo ni en el otro.

Una vez cubierta la fosa, los enterradores se retiraron del lugar.

Entonces, Thamos se acercó a la sepultura y pronunció las fórmulas de transformación en luz. El espíritu de Mozart brillaría entre las estrellas, y su obra transmitiría la iniciación a quienes tenían oídos para escuchar.

Tras aquel modesto ritual, se oyó una voz.

—Sabía que vendríais, conde de Tebas —afirmó Joseph Anton.

Thamos se volvió lentamente.

El conde de Pergen parecía solo.

—¿Dónde se ocultan vuestros hombres?

—Quería rendir un último homenaje a un genio inmenso, muerto a causa de su ideal. Fiel servidor del Estado, he obedecido órdenes. Sin Mozart, vuestro poder de Superior desconocido queda reducido a la nada. Por eso no considero necesario deteneros. Erraréis el resto de vuestra existencia, pensando en este ser insustituible al que no habéis podido salvar.

—Intentáis convenceros de una victoria en la que ni vos mismo creéis. Nunca se extinguirá la Luz de Mozart.

Joseph Anton inclinó la cabeza de un modo extraño; luego desapareció en la noche.