Viena, 4 de diciembre de 1791
Qué horrible dolor de cabeza —se quejó Wolfgang. Sophie Weber posó su mano en la frente del enfermo: estaba ardiendo.
Avisó de inmediato a Constance.
—Mandaré a buscar al doctor Closset —decidió ésta, y acudió luego a la cabecera de su marido, ante la mirada inquieta de Gaukerl.
—Tengo el sabor de la muerte en la boca —declaró el compositor—. Debo partir justo cuando íbamos a vivir apaciblemente. Liberado de las deudas y las modas musicales, podría haber escrito con toda libertad, fundar La Gruta y hacer felices a mi esposa y a mis hijos.
—¡Te pondrás bien, amor mío!
Mozart miró su reloj.
—Papageno se dispone a cantar: «Soy el pajarero…»
El autor de La flauta mágica perdió el conocimiento.
Asustada, Constance apretó con fuerza las manos de Wolfgang.
—¡Quiero contraer tu enfermedad y morir contigo!
Sophie impidió a su hermana tenderse al lado del músico.
—¡No hagas locuras, te lo ruego! Tus hijos te necesitan.
Al salir del teatro, el doctor Closset examinó a su paciente.
—Ponedle toallas húmedas en la frente —le ordenó a Sophie.
La joven se rebeló.
—¿No le será perjudicial el frío? Mirad, sus brazos y sus piernas se han hinchado más aún.
—Obedeced.
Las compresas provocaron una serie de estremecimientos, y el enfermo vomitó.
—¡Un sacerdote, pronto! —exigió el médico.
Sophie se dirigió de inmediato a San Pedro.
—Un moribundo necesita la extremaunción —le dijo a un religioso de sonrisa comprensiva.
—¿Cómo se llama?
—Wolfgang Mozart.
La sonrisa desapareció.
—Un hereje desafía al Señor hasta su último aliento; ningún sacerdote puede concederle los últimos sacramentos. No insistáis, hija mía. 1 Os lo negarán por todas partes.
Corriendo, Sophie regresó a casa de los Mozart El músico no había recuperado el conocimiento.
—¿Y el sacerdote? —preguntó Closset, desamparado.
—La Iglesia le niega la extremaunción.
Constance intentaba apaciguar a Karl Thomas, consciente de la tragedia.
De pronto, Gaukerl soltó un ladrido de desesperación.
Pasaban cincuenta y cinco minutos de la medianoche. Era el 5 de diciembre de 1791.
Mozart acababa de morir.
Viena, 5 de diciembre de 1791
Geytrand no apartaba los ojos del alquimista, sin comprender un ápice de sus manipulaciones. Asistía a la elaboración de la Gran Obra y veía consumarse el misterio, permaneciendo del todo ajeno.
Temerosos de la brujería, sus dos acólitos temblaban. ¿No brotaría el diablo de una retorta y se llevaría sus almas?
Una copela se puso al rojo vivo.
Presa del pánico, un policía salió del gran salón.
Pasaban cincuenta y cinco minutos de la medianoche.
—Ve a buscar a tu camarada —ordenó Geytrand al otro guardia—. De lo contrario, seréis sancionados.
—El oro líquido está listo —dijo Thamos.
—¡Enséñamelo!
El alquimista le mostró un frasco de elixir.
—Es un potente remedio contra la mayoría de las enfermedades. Regenera el organismo y lo hace resistente a las agresiones externas. ¿Quieres probarlo?
—¡Tú primero!
Thamos bebió un trago.
—Yo quiero el oro sólido.
—Me falta cierto tiempo aún.
—¡Pues bien, trabaja!
Los dos policías no regresaban. Aterrorizados, los muy imbéciles debían de estar agazapados en la antecámara, rogando a todos los santos que los protegieran.
Un intenso fulgor dorado cegó a Geytrand.
Thamos sacó del hornillo un pequeño lingote.
—¡Dámelo! —exigió el torturador, que ya se veía dueño de una inmensa fortuna.
—¡Sobre todo, no lo toquéis!
Empujando al prisionero, Geytrand se apoderó del lingote.
De inmediato, sus manos ardieron pegadas al metal. Luego, un fuego infernal devoró sus piernas, su vientre, su torso y, por fin, su cabeza.
Aullando de dolor, el sicario del conde de Pergen se consumió lentamente.
Los dos policías, obsesionados por las visiones que Thamos había provocado, se habían matado mutuamente.
El egipcio pegó fuego a la mansión tras haberse liberado de sus cadenas y se llevó tan sólo la materia prima y el elixir.
¿Podría aún salvar a Mozart?