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Viena, 1 de diciembre de 1791

Mientras la autorizada publicación de Berlín Musikalische Wochenblatt emitía un juicio definitivo sobre La flauta mágica, «no es el éxito esperado, pues el tema y el texto son realmente malos», Thamos vio reaparecer a Geytrand.

—¿Aún no estás decidido a hablar?

—Lo he dicho todo ya.

—Me obligas a cambiar de método. Esta vez, cederás. Voy a comenzar por los ojos.

Como si estuviera aterrado, Thamos se apoyó en la pared.

—¡Lo confieso, sé fabricar el oro alquímico!

Un maligno fulgor animó la mirada de Geytrand.

—¡Por fin un buen impulso! ¿Puedes demostrarlo?

—Llevadme a mi laboratorio.

—¡Ni hablar! Sin duda es una trampa.

—Traedme entonces el material necesario.

—¿Qué forma adoptará el oro?

—Una, líquida; la otra, sólida.

—¿En grandes cantidades?

—Todo depende de la calidad de la materia prima.

Si Thamos no alardeaba, Geytrand tenía una inesperada oportunidad de hacerse rico. Al terminar el primer experimento alquímico, tomaría el botín y omitiría mencionarlo a Joseph Anton. Luego, y sólo luego, le advertiría.

—Voy a procurarte el material, egipcio. Indícame lo necesario.

Viena, 3 de diciembre de 1791

Como último remedio, el doctor Closset había practicado una sangría. Mozart recuperó algo de energía e hizo que convocaran a su cuñado, Hofer, y a sus hermanos Gerl, el Sarastro de La flauta, y Schack, intérprete de Tamino, para cantar los fragmentos del Réquiem[137] ya compuestos.

Entonces, todos recuperaron la esperanza.

La obra se interrumpió al comienzo del Lacrymosa, salida del abismo de la muerte y ascenso del alma de los resucitados hacia la Luz. Con ejemplar comportamiento, Gaukerl asistió a todo el ensayo. Y los cantantes regresaron al teatro.

Wolfgang pensaba en Thamos. ¿Conseguiría escapar de manos de la policía secreta?

Constance, algo más serena, le sirvió un caldo. El compositor miró su reloj.

—¡La flauta mágica comienza! Muy pronto, la serpiente perseguirá a Tamino y comenzarán las pruebas iniciáticas…

Durante toda la velada, siguió en su espíritu el desarrollo del ritual hasta la consagración de la pareja real en el templo de los hijos y las hijas de la Luz.

Viena, 4 de diciembre de 1791

—¿Te sirve esto, egipcio? —preguntó Geytrand mostrándole las redomas, los recipientes y los botes de extrañas formas que contenían sustancias coloreadas, designadas con indescifrables jeroglíficos.

Thamos examinó el material.

—Un espacio tan reducido me impide trabajar. Necesito una estancia más amplia.

—¡Tu celda te bastará!

—Insisto, necesito mucho espacio. ¡Ya visteis mi laboratorio!

—Subiremos al primer piso, pero permanecerás encadenado.

El egipcio descubrió el gran salón de la mansión donde actuaba, con toda impunidad, la policía secreta. Allí se conservaban los expedientes acumulados, durante años y años, contra la francmasonería.

Dos policías residían permanentemente allí. Geytrand les ordenó que no apartaran los ojos del prisionero.

—Debo tener las manos libres —solicitó Thamos.

—Ni hablar.

—Si manipulo mal alguna sustancia, todo estallará. A buena distancia, vos no corréis riesgo alguno. Pero yo moriré y os quedaréis sin el oro.

Como atestiguaban los informes de la policía, esos accidentes se producían.

—Tus pies seguirán encadenados —decretó Geytrand.

Thamos no protestó.

—¿Cuánto tiempo necesitarás?

—Veinticuatro horas, por lo menos, antes de obtener el primer oro líquido. Proporcionadme una vela grande y otra encendida. Luego apartaos.

El egipcio hizo brotar fuego de la primera gran vela pronunciando unas fórmulas incomprensibles procedentes del ritual del despertar divino en el corazón de los santuarios egipcios. Luego, tomó una pizca de un polvo pardo, guardado en un recipiente que llevaba la inscripción kemet[138], la «tierra negra», y lo inundó de luz. Al celebrar las bodas de los elementos, recreaba la materia primigenia, soporte indispensable de la Gran Obra.

En vista de las circunstancias, Thamos estaba obligado a seguir la vía breve, especialmente peligrosa. A pesar de su experiencia, no estaba seguro de conseguirlo. El menor error sería fatal.

Pero tenía que actuar de prisa, producir el antídoto, huir y cuidar a Mozart.