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Viena, 23 de noviembre de 1791

El estado del enfermo no mejoraba, y el tratamiento del doctor Closset no daba resultados. Puesto que Wolfgang no conseguía darse la vuelta, dada la hinchazón, su cuñada Sophie había confeccionado un camisón que se ponía por delante.

—Una cómoda bata acolchada para tu convalecencia —le anunció ella—. Yo misma la he cosido.

La pobre sonrisa del compositor le desgarró el corazón.

—¿Aceptas recibir a Stadler? —preguntó Constance, con el rostro demacrado.

—Por supuesto.

—Buenas noticias —dijo el clarinetista con aire risueño—. Nuestro hermano Artaria va a publicar unos primeros extractos de La flauta mágica. Y el éxito popular continúa.

—Todas las noches —reveló Wolfgang—, recuerdo la ópera desde la primera hasta la última escena. Oigo a los cantantes, participo en las pruebas y veo la luz del templo del sol.

—Recupérate pronto, ¡te necesitamos tanto!

—¿Y Thamos?

—¡Ha desaparecido! Algunos piensan que ha abandonado Viena.

—¿Sin avisamos? ¡Imposible! La realidad es mucho más siniestra. Thamos ha sido detenido y encarcelado.

A pesar de su habitual optimismo, Stadler no podía descartar esa hipótesis.

—Intenta averiguar algo más —pidió Wolfgang.

—¡Y tú sigue descansando! Con tantas mujeres entregadas a tu causa, tu curación es segura.

Con ojos inquietos, Gaukerl no salía ya de la habitación de su dueño.

Viena, 24 de noviembre de 1791

El arzobispo Migazzi había aceptado, por fin, escuchar en confesión a Antonio Salieri, aliviado al recibir la absolución. Puesto que Dios le perdonaba sus pecados, podía acabar con sus remordimientos, olvidar a Mozart y consagrarse a su brillante carrera de cortesano y compositor[136].

Mientras degustaba un plato de cierva con una salsa al vino, el arzobispo recibió a su secretario particular, presa de una insólita emoción.

—El Señor ha escuchado nuestras oraciones, eminencia, y su justa cólera ha golpeado al impío.

—¿Mozart?

—Está muy enfermo y los tratamientos médicos no dan resultado. Se habla de un fatal desenlace.

—Toma de inmediato las disposiciones necesarias: que ningún sacerdote le dé la absolución. Ese francmasón debe quedar condenado, de acuerdo con las exigencias del Altísimo.

—Su voluntad se cumplirá, eminencia.

Viena, 25 de noviembre de 1791

El jurista Franz Hofdemel no conseguía calmarse.

¿Por qué su mujer, María Magdalena, lo había humillado de aquel modo? Dejándose preñar por Mozart, mancillaba el honor de un marido abnegado. ¡Imaginaba, día y noche, las lecciones de piano! ¡Él, Franz Hofdemel, cornudo y obligado a criar un hijo que no era el suyo!

Utilizar el veneno, el arma de los cobardes… A veces, se lo reprochaba. Pero era imposible no reaccionar y dejar impune al maldito músico. Además, su maniobra había tenido éxito, ¿bastaría la cantidad?

El jurista rumiaba su venganza.

Viena, 26 de noviembre de 1791

Thamos conocía cada parcela de su celda, desde el suelo hasta el techo. Lamentablemente, no había ni un solo punto débil. La piedra sillar no ofrecía defecto alguno y, a pesar del rigor del clima, el lugar ni siquiera estaba húmedo.

Todo intento de fuga parecía imposible. Sin embargo, debía salir de allí y procurar a Mozart el indispensable remedio. Desde hacía dos días no había interrogatorio. Lo alimentaban y le daban cierto respiro para zurrarle mejor después. En el exterior, un policía armado montaba guardia. El relevo se hacía cada seis horas.

Antes de que Geytrand penetrara en su celda, un carcelero encadenaba al egipcio. Prohibido comunicarse con el prisionero. Le daban las comidas por una pequeña abertura, que volvía a cerrarse en seguida. Ni cuchillo, ni tenedor, ni cuchara.

Negándose a ceder a la desesperación, Thamos rogó al abad Hermes que lo ayudara.

Viena, 28 de noviembre de 1791

—Os presento a mi ilustre colega, el doctor Sallaba, médico jefe del Hospital General —le dijo Closset a Constance—. Ha aceptado examinar a Wolfgang.

El facultativo pasó unos momentos a la cabecera del enfermo. Con semblante serio, salió de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta.

—¿Y vuestro diagnóstico?

—Alejémonos, señora. Vuestro marido no debe oír nada.

Loca de inquietud, Constance se llevó al facultativo hasta el vestíbulo.

—Seré preciso, debéis esperar lo peor.

—Queréis decir que…

—Sí, señora. Mozart está perdido.

—¿No existe ningún remedio, no podéis…?

—Mi excelente colega, el doctor Closset, os ayudará. Sed valiente.