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Viena, 15 de noviembre de 1791

Desde que había tomado el elixir, Wolfgang se encontraba mejor. Feliz paseando a Gaukerl, no tardó en encontrarse con Thamos.

—El conde de Pergen persigue dos objetivos: detenerme y eliminarte.

—Mi cuerpo vuelve a luchar —estimó el músico.

—El tratamiento será largo, pero te curarás. Aquí tienes otro frasco. ¿Has terminado la cantata?

—¡Hoy mismo! Creo que se adecuará a la inauguración de nuestro nuevo local, y tal vez sea la mejor de mis obras[133]. Comienza con un coro, expresión de la cofradía. Los alegres acentos de los instrumentos celebran la cadena de oro de la fraternidad que nos permite construir el templo. Sede de la sabiduría, este santuario preserva el Gran Misterio. ¿Acaso la primera de las virtudes no es la Beneficencia, el acto de actuar bien? Y la omnipotencia de esta función divina no descansa en el ruido ni en la ostentación, sino en el silencio. Alcanzar la plenitud de la iniciación exige expulsar de nuestro corazón de masones la envidia, la avaricia y la calumnia.

—Que los muros del templo sean eternamente testigos de nuestros trabajos —deseó Thamos—. Recibiremos entonces con dignidad la verdadera luz del Oriente.

—He compuesto un canto[134] muy sencillo para la cadena de unión final de esta Tenida excepcional —añadió Wolfgang—. Marcará el inicio de una nueva era.

—Por ti se expresa la voz de los dioses que te han permitido recorrer el largo camino que lleva hasta esa cantata. Paso tras paso, obra tras obra, has construido el templo construyéndote. Y, ahora, vas a abrir las puertas de una nueva logia consagrada a la celebración de los Grandes Misterios.

Viena, 15 de noviembre de 1791

Cochero de ricas personalidades unas veces, mercader de vinos finos otras, Dentellada se las arreglaba bastante bien. Dicharachero, seductor, no carecía de dinero ni de mujeres, y la frivolidad vienesa le iba como anillo al dedo.

Aquel tiempo asqueroso le daba unas irresistibles ganas de dormitar junto al fuego.

Cuando sus ojos se cerraban, la puerta de su apartamento se abrió con estruendo.

Varios policías lo arrojaron al suelo.

—No me lo estropeéis —exigió Geytrand—. ¿Te apodan Dentellada?

—Sí, sí.

—Si respondes correctamente a mis preguntas, proseguirás tus actividades con toda tranquilidad. De lo contrario…

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡No tengo nada que ocultar!

—¿Conoces a Thamos el egipcio, conde de Tebas?

—He sido su cochero varias veces.

—Exijo la lista completa de los lugares adonde lo has llevado.

—¡Si me dejáis sacar mi cuaderno del bolsillo, os la comunico de inmediato!

Dentellada anotaba los destinos y las cantidades cobradas. Abreviándolo, el nombre de los clientes.

Geytrand consultó el documento.

Decepción, primero: la mansión incendiada, la casa de las afueras perteneciente a Von Born, las logias, el palacio… y, luego, la agradable sorpresa: tal vez la dirección tan esperada, en la salida norte de Viena.

Una sola mención reciente.

¿El único error del egipcio?