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Viena, 12 de noviembre de 1791

Condenado, yo! —exclamó Mozart, leyendo el documento oficial que le entregaba el ujier—. ¡Es imposible!

—Lo siento mucho, el tribunal de la Baja Austria ha dictado su sentencia definitiva. Debéis pagar al príncipe Karl von Lichnowsky la suma de 1.435 florines y 32 kreutzers, más 24 florines por las costas. Si no podéis pagar de inmediato, vuestro salario de músico de cámara será confiscado hasta la mitad de vuestras ganancias. Y si ponéis trabas al curso de la justicia, también vuestros bienes serán secuestrados[132]. Mis respetos, señor Mozart.

El músico se derrumbó en un sillón. Constance y Gaukerl acudieron de inmediato a consolarlo.

—Estábamos saliendo de las dificultades —murmuró—, y ahora llega esa increíble condena. ¿Por qué me persigue así ese hombre?

—Porque no le has halagado bastante —supuso Constance—. Lichnowsky es un tipo brutal y pretencioso, y no soporta que le contraríen. ¡Esta multa no nos condena a la miseria! El éxito de La flauta mágica se confirma, compondrás nuevas danzas y pronto tendrás un puesto en la catedral. El año que viene, nuestras deudas habrán desaparecido. ¡Y hay en tu corazón tantas obras por nacer! Sobre todo, no cedas a la desesperación. Al menos, ese asunto interminable termina.

—¡No soporto la injusticia!

—¿Acaso ésta no es inherente a la especie humana?

Wolfgang pensó en Sarastro, capaz de arrojar la injusticia fuera de los límites del templo. ¿Pero se haría realidad el ideal de La flauta mágica?

Viena, 13 de noviembre de 1791

Thamos debía hablar lo antes posible con el policía que, desde su llegada a Viena, le informaba de las intenciones de las autoridades. Jefe de distrito, conocía los planes de Joseph Anton y avisaba al egipcio. Gracias a aquel hermano, convencido de la necesidad de practicar los misterios de Isis y de Osiris, el conde de Tebas pasaba entre las mallas de la red.

A intervalos regulares, se encontraban ante el porche de la vieja iglesia de San Miguel, frente al Burgtheater; luego se mezclaban con los ociosos.

La nieve comenzaba a caer, un viento gélido obligaba a los viandantes a apretar el paso. En caso de mal tiempo, para no llamar la atención, el policía no permanecía inmóvil en el lugar habitual, sino que entraba en la iglesia.

Ahora bien, el jefe de distrito estaba petrificado en el umbral de San Miguel, y se lo veía desde lejos.

¿Por qué violaba así una estricta consigna de seguridad, salvo que hubiera caído en manos de Joseph Anton?

Dicho de otro modo, servía de cebo.

Siguiendo su camino, el egipcio intentó descubrir a los depredadores que habían montado aquella ratonera.

Tres bajo los porches, otros dos en las ventanas de una casa, y otros, mejor ocultos.

Thamos se alejó.

Al verse privado de un indispensable aliado, ahora estaba sordo y ciego.

Acosado, el egipcio debería haber abandonado Viena. Pero no podía dejar a su hermano Mozart sin protección y sin cuidados. De modo que acudió a su laboratorio para fabricar un nuevo frasco de elixir, el único medio de luchar contra el veneno. Thamos se lo entregaría a un lavandera que no llamaría la atención de la policía, aunque el domicilio de Wolfgang estuviera vigilado.

No se trataba de ir a buscar refugio en otra parte antes de que el músico sanara por completo.

Viena, 14 de noviembre de 1791

El fracaso de la ratonera de San Miguel no afectaba la decisión de Geytrand, que estaba empecinado en seguir la pista del cochero apodado «Dentellada». La profesión tenía un impresionante número de representantes, muchos de ellos ocasionales. Y hasta entonces, a pesar de un centenar de interrogatorios, no habían obtenido el menor resultado.

Geytrand, incansable, no soltaba la presa.

Viena, 14 de noviembre de 1791

Las informaciones procedentes de París dejaron a Leopoldo II desolado.

La ley revolucionaria sobre los emigrados estipulaba que debían regresar a Francia antes del 1 de enero de 1792, so pena de que la totalidad de sus bienes fueran confiscados por el nuevo poder, que se arrogaba, poco a poco, todos los derechos con el fin de eliminar a sus oponentes.

La Iglesia formaba un bastión sólido. ¿Cómo destruirlo? Obligando a sacerdotes y monjes a prestar un juramento cívico a la República, a renegar, pues, de Roma y del papa. De lo contrario, serían considerados refractarios y malos ciudadanos que podían ser gravemente sancionados.

El rey Luis XVI había opuesto un irrisorio veto a estas decisiones. La Asamblea Legislativa lo obligaba a despedir a sus ministros, y la decisión de los revolucionarios provocaría millones de muertos: declarar la guerra a la Europa monárquica.

Si reunían sus fuerzas, tal vez Austria y Prusia lograran frenar aquella locura. Pero Joseph Anton tenía el fanatismo de los doctrinarios franceses, capaces de arrastrar a todo un pueblo al combate. De aquellos sangrientos enfrentamientos sólo podían nacer una nueva tiranía y monstruosos conflictos.

Pensó en la infeliz María Antonieta, presa en una tormenta cuya magnitud nadie imaginaba. Al abandonar la corte de Viena, la hermosa joven creía que iba a llevar una existencia fastuosa y divertida en Versalles. Prisionera hoy, se encontraba en el umbral de una muerte atroz. Pues el conde de Pergen no lo dudaba: los revolucionarios no respetarían ni al rey ni a la reina, una austríaca detestable, aliada de los enemigos del pueblo.

El pueblo soberano… ¡qué siniestra broma! Más crueles que la mayoría de los reyes, los nuevos déspotas, ebrios de poder, no vacilarían en martirizar a los contestatarios, incluyendo en ellos a la pareja real. Por pura forma, le harían un proceso falseado, con un veredicto conocido de antemano. La moral ciudadana asesinaría con plena legalidad.

La sonrisa de Geytrand revelaba una profunda satisfacción.

—¿Lo has conseguido?

—No vendamos aún la piel del oso, señor conde. No he encontrado al precioso Dentellada, sólo a un colega que lo conoce. Nuestro hombre sena alguien que trabaja, ocasionalmente, para algunos ricos nobles.

—¿Una dirección por fin?

—Sólo el barrio donde vive. Una decena de policías están interrogando a sus habitantes.