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Viena, 9 de noviembre de 1791

Desde la víspera al anochecer, la casita de las afueras donde se encontraba el laboratorio alquímico de Von Born estaba bajo vigilancia. Numerosos policías de paisano habían recibido la orden de capturar vivo al conde de Tebas.

Geytrand, por su parte, se encargaba del vecindario, compuesto por gente humilde.

Nadie le dio informaciones.

Quedaba un panadero de pelo blanco, padre de seis hijos. Sus manos y sus labios temblaban.

—¿Has visto a alguien entrando en la casa de las contraventanas cerradas?

—¡Sí, sí! —respondió el artesano, que describió a Ignaz von Born.

—¿Y a nadie más?

—Creo que no.

Geytrand abrió mucho los ojos, con agresividad.

—¿No lo crees o no estás seguro?

—No lo sé a ciencia cierta, por culpa del cochero.

—¿Qué cochero?

—Conducía un hermoso carruaje, que estaba detenido entre mi.

Panadería y la casa. El tipo me compró pan y vino.

—¿Tienes derecho a venderlos?

—¡No, pero tenía tanta sed! Y su patrón le prohibía que hablara con nadie.

—¿Vino a menudo?

—Yo sólo serví al cochero una vez, hace una semana.

—¿Te dijo su nombre?

—No, aunque…

—Piénsalo bien.

Geytrand sacó un ducado de su bolsillo.

—Piénsalo bien y serás recompensado.

El panadero se pasó la mano por el pelo.

—Al vaciar la botella, el cochero dijo: «¡A fe de Dentellada, está muy bueno!»

Sin muchas esperanzas, Geytrand desplegó el dispositivo policial. Por su parte, buscaría al cochero apodado «Dentellada».

Viena, 10 de noviembre de 1791

La investigación de Joseph Anton concluía. Gracias a sus gestiones y a algunos testimonios concordantes, las gavillas de indicios se convertían en pruebas. Convocó, pues, al jefe del distrito del que dependía el local de La Esperanza Coronada.

Anton le había concedido un ascenso por haber denunciado las Tenidas masónicas con notable celo.

—Os he echado mucho de menos, señor conde. Bajo vuestra dirección, yo podía trabajar seriamente.

—¿Acaso ha cambiado la situación?

—Vuestro sucesor no es plenamente consciente del peligro. Vos conocéis realmente la francmasonería.

—A veces he prestado poca atención. Ignoraba, pues, que vos fueseis francmasón.

—¡Señor conde!

—Como Thamos el egipcio, no estáis inscrito en el registro de logia alguna, sin embargo, sólo vos, según mis deducciones, habéis podido advertir a vuestro hermano, el conde de Tebas, de la operación policial que se llevaba a cabo contra él. Le informáis desde hace mucho tiempo. Para preservar vuestra posición estratégica, procurabais proporcionarme informaciones importantes, aunque, ciertamente, no esenciales.

—Señor conde…

—Es inútil negarlo, exijo saber la verdad.

El jefe de distrito comprendió que no escaparía de las garras de Joseph Anton.

—¿Qué suerte me reserváis?

—Arresto domiciliario en un burgo de provincias, terminaréis allí vuestros días.

Dicho de otro modo, una muerte lenta… El castigo podría haber sido peor.

—He actuado por convicción, señor conde, no por interés. La logia que me ha acogido no conspira contra el Estado, sino que trabaja sobre el simbolismo de los misterios de Isis y Osiris. Numerosos francmasones rechazan esta orientación, demasiado esotérica, a su modo de ver. Sin embargo, ofrece una auténtica vía espiritual que el mundo actual necesita mucho.

—Basta de discursos inútiles. ¿Dónde reside el conde de Tebas? El jefe de distrito indicó el emplazamiento de la mansión que había ardido.

—¿Otros domicilios?

—Lo ignoro.

—¡No abuséis de mi indulgencia!

—¡No sé nada más, os lo juro!

Roto, el funcionario no mentía.

—En vez de pisotear la ley, deberíais haber hecho que ésta se respetara denunciando a ese egipcio, culpable de múltiples delitos.

El policía agachó la cabeza.

—He aquí vuestra carta de dimisión, firmadla de inmediato. Luego, desapareced.