Viena, 6 de noviembre de 1791
Olvidando un tiempo execrable, el teatro de Schikaneder ofrecía la vigesimocuarta representación de La flauta mágica, con el mismo éxito.
Tras dejar de lado el réquiem, Mozart se consagraba a la escritura de su nueva cantata masónica. Transgrediendo la prohibición de escribir música destinada a las logias, consideraba que aquélla era indispensable para celebrar la inauguración de un nuevo templo donde se reunieran hermanos deseosos de llevar a cabo una búsqueda iniciática.
Sería una etapa decisiva antes de la fundación de La Gruta, para la que la cantata sería el himno fundacional.
Esta vez, el gran proyecto de Mozart tomaba forma.
Pero no recuperaba la plena salud, y menos aún su dinamismo habitual.
Respondiendo a una nota cifrada de Thamos, Wolfgang acudió a una pequeña posada frecuentada por artesanos, se sentó a la mesa del fondo y pidió cerveza.
Unos minutos más tarde, el egipcio se instaló ante él.
—No te han seguido —dijo.
—¿Por qué tantas precauciones?
—La situación se agrava. Según un insistente rumor, tus deudas ascenderían a treinta mil florines.
—¡Eso es del todo falso! —se indignó el compositor—. El éxito de La flauta resolverá mis últimas dificultades, y 1792 se presenta muy bien.
—Por desgracia, el emperador da crédito a esa calumnia y no admite que un músico de su corte gestione tan mal sus finanzas.
—¿Acaso mi puesto está en peligro?
—He encendido contrafuegos, pero mi posición se hace delicada.
—¿Alguien os amenaza?
—La policía del emperador me busca. Acabo de escapar por los pelos.
—¡Debéis salir de Viena!
Muy pálido, el músico vaciló.
—¿Te encuentras mal, Wolfgang?
—Creo… creo que me han dado a beber acqua toffana.
—¡El veneno de los Iluminados de Baviera! ¿Has consultado con un médico?
—Su diagnóstico tranquilizó a Constance.
—Pues es evidente que se equivocó.
—¿Quién puede odiarme hasta el punto de envenenarme?
—Yo lo descubriré. De momento, ocupémonos por tu salud. Si te han administrado esa sustancia en pequeñas dosis desde hace algunas semanas, puedo curarte. Gracias a las enseñanzas del abad Hermes, fabricaré un antídoto eficaz, a base de oro líquido. Me pondré en contacto contigo utilizando nuestro código de Maestría y pasado mañana te haré llegar el primer frasco del elixir.
Viena, 7 de noviembre de 1791
El consejero privado de Leopoldo II, un rico aristócrata, había desempeñado el mismo papel junto a su predecesor. Rechazando los puestos ministeriales, le satisfacía su papel de eminencia gris.
Su momento preferido era el desayuno, que degustaba leyendo algunos expedientes confidenciales. Luego, recibía a cortesanos parlanchines. Al caer la tarde, transmitía al soberano las informaciones dignas de interés.
Esa mañana recibió al ex ministro de la Policía, el conde de Pergen, temible personaje encargado de misiones secretas.
—¿Deseáis beber o comer algo?
—Sigo la pista de un peligroso criminal, y vos podéis ayudarme.
—¿Yo? ¡Me asombráis!
—Y, sin embargo, conocéis bien al conde de Tebas.
—¿Sospecháis de él? ¡En ese caso, cometéis un grave error! No hay hombre más honesto y respetuoso del orden público. Orfelinatos y asilos gozan de sus generosas donaciones.
—Ese extranjero os ha engañado, señor consejero. Bajo sus ropas de cortesano honorable se oculta un francmasón revolucionario de la peor especie.
—¡Sin duda os equivocáis, señor conde!
—Tengo a vuestra disposición un expediente abrumador.
El estómago del consejero se contrajo.
—Decidme todo lo que sepáis sobre el conde de Tebas —exigió Joseph Anton.
—¡Sé muy poco! Nunca habla de sí mismo.
—¿Qué esperaba de vos?
—Hablábamos de diversos temas, intercambiábamos impresiones y confrontábamos ideas. Su inteligencia y su lucidez me parecen muy valiosas.
—¿No se mostraba partidario incondicional de Mozart?
—Desmentía muchos chismes destinados a ensuciar a ese excelente músico y a los que, a veces, incluso su majestad prestaba atención. Yo podía, así, restablecer la verdad.
—Al contrario, señor consejero. Participabais involuntariamente en una conspiración. ¿Sabéis dónde vive el conde de Tebas?
—Tiene una mansión en la ciudad vieja, creo.
—¿Y otras propiedades en Viena?
—No, que yo sepa.
—He informado al emperador de las verdaderas actividades de ese egipcio —dijo Anton, amenazador—. Si, por extraño que parezca, se pone de nuevo en contacto con vos, intentad retenerlo y avisad a la policía.
Viena, 8 de noviembre de 1791
Geytrand interrogaba a los francmasones de las logias vienesas que habían conocido a Thamos el egipcio con la esperanza de espigar alguna información decisiva para localizarlo. Todos hablaban de su poderosa personalidad, pero nadie proporcionaba detalles sobre su fortuna o sus propiedades.
Un burgués acomodado, recientemente ascendido al grado de Compañero, manifestó su rencor.
—Yo soy un buen cristiano y defenderé siempre a nuestra Santa Iglesia. Ese extranjero no la amaba.
—¿Atacaba a la religión? —preguntó Geytrand.
—¡De modo insidioso y perverso! Hacía apología de Isis y de Osiris. A su entender, la aparición del monoteísmo era una grave regresión, y el catolicismo no poseía la verdad absoluta. Hombres como el tal conde de Tebas desnaturalizan la francmasonería y, además, se lo acusaba de entregarse a prácticas extrañas y prohibidas.
—¿De qué clase?
El burgués se persignó.
—¡La alquimia, esa ciencia demoníaca! Thamos tendría un laboratorio que le habría legado Ignaz von Born.
Geytrand conocía el emplazamiento de ese refugio.