Viena, 23 de octubre de 1791
Tras la calma, un nuevo ataque del invierno: vientos gélidos y borrascas de nieve. Ateridos, Wolfgang y Thamos bebieron un fuerte ponche que les devolvió los colores. En Viena sólo se hablaba de bronquitis y se deploraban ya varias muertes.
—¿Ha tenido éxito vuestra investigación? —preguntó el músico, angustiado.
—El misterio está aclarado. Nuestro hermano Puchberg ha conocido a un excéntrico, el conde Walsegg Stuppach. Compra obras a músicos y las firma con su nombre, fingiendo así ser un creador. Con el fin de celebrar la memoria de su esposa, quería un réquiem. Si lo deseas, seguirás componiéndolo a cambio de los ducados ya entregados y de un contrato como es debido, firmado ante notario[120]. Tranquilízate, nadie te desposeerá de tu obra. Sólo hay una única cláusula obligatoria: entregar tu manuscrito al comanditario.
—¿Tengo derecho a quedarme con una copia?
—En teoría, no; y el conde se propone llevar a cabo esta tarea de su propia mano. Por precaución, pide a Süssmayr que lo haga.
—Süssmayr es bastante estúpido, pero es un buen técnico. Hará una copia excelente. Ese réquiem me apasiona, Thamos, y el encargo ha despertado el deseo de afrontar la peor de las formas de la muerte: el aniquilamiento. Necesitaré al menos seis meses de trabajo. Por eso, en la primera página del manuscrito he escrito 1792.
Viena, 24 de octubre de 1791
Dada la alta personalidad del príncipe Karl von Lichnowsky, sus innumerables relaciones, sólo el conde de Pergen podía permitirse interrogarle.
Oculto tras su cortina favorita, en la que había dos pequeños agujeros, Geytrand asistió a la entrevista.
—He aceptado veros, pues, como vos, me siento muy apegado al orden público —le dijo Lichnowsky a Anton.
—Ya no estamos para mundanidades, príncipe.
—Señor conde…
—No tengo nada contra vos, Lichnowsky. Podéis responderme sin temor, esta entrevista no se ha celebrado nunca.
—¿Qué queréis saber?
—En La Esperanza Coronada y, tal vez, en otras logias, os habéis encontrado con el conde de Tebas, Thamos el egipcio.
Lichnowsky se rascó la barbilla.
—Es cierto.
—Habladme de ese hombre.
—Es un ser extraño, de fuerte personalidad, que hechiza a la mayoría de los hermanos.
—¿Una especie de brujo?
—Si lo queréis decir así…
—¿Es el conde de Tebas un amigo de Mozart?
—Su mejor apoyo, creo.
—¿Un hombre rico?
—Muy rico, según el rumor.
—¿Y sus actividades profesionales?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Su dirección?
—Lo ignoro. Uno de los hermanos sirvientes, al que tuvimos que despedir, tal vez la conozca.
Lichnowsky le dio el nombre y el domicilio del interesado.
—¿Cómo va mi proceso contra Mozart?
—Va por muy buen camino —respondió Anton—. He hecho lo necesario.
Viena, 25 de octubre de 1791
El ex hermano sirviente de la logia La Esperanza Coronada era un vividor, orgulloso de su bodega. Al no estar autorizado a participar en las Tenidas, antaño se encargaba de la limpieza de la logia y de la entrega del vino para los ágapes. Ahora, se consagraba a la jardinería y a las chapuzas.
—Policía imperial —anunció Geytrand—. Tengo que haceros unas preguntas.
El tipo se apoyó en su azada.
—¿Sobre qué?
—Cuando estuvisteis empleado en la logia La Esperanza Coronada, conocisteis a un personaje de alta talla, ricamente vestido, el conde de Tebas.
—El nombre me dice algo…
—¿Hablasteis con él?
—Sólo un saludo.
—¿Qué se decía de él?
—No soy un tipo que vaya aguzando el oído por ahí, ¿sabéis? Hacía mi trabajo como mejor sabía y era feliz así.
—¿Conocéis la dirección del conde de Tebas?
—No.
—¡Cuidado, muchacho! Solíais proporcionar vino a los dignatarios de la logia. Según un testimonio, uno de ellos regaló algunas buenas botellas al conde de Tebas, y vos se las llevasteis. Si no cooperáis, os aseguro que tendréis graves problemas.
—¡Ah, sí, ya lo recuerdo!
—¿Dónde vive el conde de Tebas?
—En una mansión particular, en la ciudad vieja, al fondo de un callejón sin salida. El edificio no se encuentra en muy buen estado y parece abandonado. ¿Queréis un plano?
—Dibujadlo en mi cuaderno.
El ex hermano sirviente lo hizo con mano febril. Estaba impaciente por librarse de aquel policía de rostro blando y feo.
Geytrand estaba lleno de júbilo.
Aquella misma noche detendría a Thamos el egipcio y privaría, así, a Mozart de toda protección.