Viena, 16 de octubre de 1791
Acompañado por su hijo Karl Thomas, Mozart partió finalmente a reunirse con Constance en Badén. Pero un imprevisto hizo penoso ese corto desplazamiento: ¡frío glacial y nieve! El invierno comenzaba pronto, y los campesinos predecían que sería largo y riguroso.
Ropa de abrigo, botas, coche confortable, Wolfgang no escatimó precauciones. El cochero evitó las dificultades de una carretera que se había hecho peligrosa, y con intenso alivio ambos esposos cayeron el uno en brazos del otro.
El perro Gaukerl se abalanzó sobre su dueño, y todos se alegraron ante la excelente salud del bebé. Franz-Xaver florecía a ojos vistas.
—¿Te ha resultado beneficiosa la cura, querida?
—Ni mi pierna ni mi pie me hacen ya sufrir.
—Visto el éxito de La flauta mágica, nuestros problemas económicos estarán pronto resueltos. ¡Schikaneder tiene intención de mantener la ópera en cartel durante varios meses! Todas las noches el público se muestra entusiasta. Y algunos quieren volver varias veces para saborear cada detalle.
—Me parece que estás muy pálido. ¿Has comido correctamente, estos últimos días?
—A veces tengo mucha hambre, a veces me falta el apetito. Es tan difícil luchar contra lo cotidiano cuando moldeas una obra. Ahora, todo irá mejor.
Praga, 16 de octubre de 1791
Finalmente, Anton Stadler iba a estrenar el Concierto para clarinete de Mozart[118], haciendo que sonara un instrumento nuevo que sólo él dominaba.
Thamos no le hablaría del fracaso de su misión hasta después del concierto. Los francmasones de Praga se negaban a unirse a la edificación de la nueva orden iniciática concebida por Mozart, pero el egipcio, a pesar de los interdictos, no desesperaba de convencer a algunos hermanos para que participaran en la aventura.
Si el imperio resultaba demasiado inhóspito, se impondría el exilio. E Inglaterra, patria de la libertad, al abrigo de los excesos de la Revolución francesa, sería el mejor de los destinos.
Perfectamente cómodo, Anton Stadler ofreció un instante de gracia a los oyentes del concierto, aquella música de otro mundo destinada a La Gruta.
Serenidad, desprendimiento y aspiración a la Luz caracterizaban aquella obra maestra. Thamos pensó en las palabras del abad Hermes, que la ilustraban a las mil maravillas: «Piensa en estar por todas partes al mismo tiempo, en el mar, y en la tierra, y en el cielo; piensa que no has nacido nunca, que eres aún embrión, joven y viejo, y estás más allá de la muerte.»
Viena, 17 de octubre de 1791
El jurista Franz Hofdemel arrugó la carta anónima y entró con nerviosa zancada en la cervecería donde lo había citado su misterioso corresponsal.
Un hombre de alta talla, de rostro blando, lo abordó.
—Vayamos a sentarnos al fondo de la sala. Tengo que haceros importantes revelaciones.
Hofdemel lo siguió.
—¿Quién sois?
—Eso no tiene importancia —respondió Geytrand—. Estoy muy apegado a los valores morales y no soporto veros humillado.
—Vuestra carta cuestiona la moralidad de mi esposa, María Magdalena. ¡Os conmino a explicaros!
—¿Estáis dispuesto a escuchar la verdad?
—¡Lo exijo!
—Vos no sois el padre del niño que vuestra mujer va a traer al mundo.
—¡Estáis loco, eso es innoble!
—El verdadero padre es su amante y profesor de piano, Wolfgang Mozart.
Franz Hofdemel estuvo a punto de abofetear a su informador, pero contuvo su gesto. ¿Y si decía la verdad?
—Un hombre de vuestra calidad no debe dejar que lo traten así —sugirió Geytrand, meloso—. Sobre todo, no reaccionéis de un modo violento, ya que corréis el riesgo de arruinar vuestra carrera. Según creo, pertenecisteis a la francmasonería.
—¡Mozart era mi hermano! Su ignominia me parece, pues, más despreciable aún.
—¿Acaso los Iluminados de Baviera no utilizaban el acqua toffana, un compuesto de arsénico, antimonio y óxido de plomo, para suprimir a los traidores? Consideraban ese veneno como el mejor modo de purgar la tierra de los seres vivos. En forma de polvo o de líquido, se mezcla fácilmente con el vino o la cerveza. Aquí tenéis un frasco, utilizadlo adecuadamente.
Muy a su pesar, Hofdemel lo tomó.
—Impartid justicia —le recomendó Geytrand antes de esfumarse.
Viena, 17 de octubre de 1791
—¿Fuisteis vos, barón, quien hicisteis que Von Schloissnigg obtuviera un puesto de secretario de gabinete? —preguntó Joseph Anton.
—En efecto —reconoció Gottfried Van Swieten, poniéndose de inmediato en guardia—. Tenía la competencia requerida. Desde hace algunos días, reconozco que me equivoqué gravemente.
—¿Por qué razón? —se extrañó el conde de Pergen.
—Según el informe de uno de mis subordinados, ese hipócrita pertenecía a la difunta Orden de los Iluminados de Baviera y sigue propagando su perniciosa doctrina, al tiempo que critica la política del emperador.
—¿Habéis redactado ya un informe?
—Sí, y se lo he enviado a su majestad.
—Excelente trabajo —reconoció Anton—. Una vez más, barón, habéis demostrado estar a la altura de vuestra reputación.
—Ya sabéis hasta qué punto desconfío de los iluminados y los francmasones.
—¿Incluso de Mozart?
—Dado su talento, lo he invitado de nuevo a mi casa, en mis conciertos del domingo, y me honra haberle hecho descubrir al inmenso Juan Sebastián Bach.
—No os acerquéis más a Mozart —recomendó Joseph Anton con sequedad.