Viena, 13 de octubre de 1791
Wolfgang no creía lo que estaba viendo. ¡Salieri, Antonio Salieri en persona, pedía dos localidades para asistir a La flauta mágica! ¿Era el summum de la hipocresía o un intento de reconciliación? Mandó que le dieran una respuesta afirmativa: esa misma tarde, a las seis, lo llevaría al teatro.
El compositor acompañaría a otro privilegiado, su hijo Karl Thomas, que se encontraba en el internado de Perchtoldsdorf.
—Tienes un aspecto magnífico —advirtió su padre.
—Esto me gusta. Por la mañana me divierto en el jardín, como bien a mediodía y por la tarde juego.
—¿Y los estudios?
El muchacho puso mala cara.
—No me interesan demasiado.
Karl Thomas no mejoraba ni un ápice: malos modos, ni la menor afición al trabajo… Aquel internado no enseñaba nada a los niños. Ya era hora de confiar a aquel bribón a los pianistas, para que le dieran una verdadera educación.
—¿Te quedas a almorzar, papá?
—Así es, y te tengo reservada una sorpresa.
Los ojos de Karl Thomas brillaron.
—¡Dímelo, pronto!
—Esta tarde, te invito a la ópera.
El muchacho dio un brinco de alegría.
—¡Ya quisiera estar allí!
A la hora fijada, Mozart pasó a buscar a Salieri y a su amante, la cantante Cavalieri.
—¡Nos hacéis un gran favor, querido amigo, queridísimo amigo! Sin vos, tendríamos que haber llegado a las cuatro, con la angustia de estar mal situados. El éxito es tal que los espectadores son innumerables.
—Os ofrezco mi propio palco, donde estaréis del todo tranquilos. La pareja rivalizó en amabilidad. Atento, Salieri exclamaba bravo o bello tras cada fragmento.
Al finalizar La flauta mágica, su amante y él se deshicieron en cumplidos sobre aquella obra magnífica, digna de ser interpretada durante las grandes festividades, en presencia de los más grandes monarcas.
Al subir al coche que Mozart había reservado, Salieri seguía proclamando su admiración, y prometió ver a menudo aquella maravilla.
—Exageras mucho —observó su amante.
—¡Muy poco, dirás!
—Nunca te había visto tan entusiasta.
—¡Nunca había escuchado una obra tan genial!
—¿Hablas… hablas en serio?
—Completamente. Esa ópera no se parece a ninguna otra.
El remordimiento se apoderó brutalmente de Salieri. No debería haber atacado innoblemente a un creador de semejante envergadura. Pero nadie detendría la marcha del destino.
Viena, 13 de octubre de 1791
Dudando de la sinceridad de Salieri, Mozart se llevó a Karl Thomas a cenar a casa de Hofer, donde el compositor había pasado sólo una noche. Su cuñado se había levantado demasiado tarde para su gusto turbando así el empleo de su tiempo y sus costumbres y poniéndole de muy mal humor.
Así pues, padre e hijo regresaron a su domicilio.
Antes de disfrutar de un sueño reparador, Wolfgang pensó en Thamos. ¿Conseguiría reunir a algunos hermanos y hermanas praguenses para formar las primeras logias de La Gruta?
Viena, 14 de octubre de 1791
—He recibido un documento muy turbador —dijo Leopoldo II a Joseph Anton, mostrándole una carta anónima que denunciaba una conspiración masónica contra el imperio y anunciaba una inminente revolución.
Como Francia, Austria sería víctima de fanáticos sanguinarios para los que «un soberano que se limitaba a gozar de la vida no merecía estar sentado en un trono».
Sorprendente revelación: el autor de aquella abominable declaración era Von Schloissnigg, secretario de gabinete, a la cabeza hoy de los últimos iluminados. ¿Y quién le había dado el puesto oficial? ¡El barón Gottfried Van Swieten!
—Esas acusaciones son extremadamente graves —advirtió Leopoldo II—. ¿Las consideráis creíbles?
—No, majestad. A mi entender, se trata de un arreglo de cuentas que procede de un cortesano ambicioso. Por lo que se refiere al barón Van Swieten, sospechoso a veces de sentir simpatía por la francmasonería, su expediente está vacío. Sin embargo, llevaré a cabo una investigación detallada. Aunque hay que tomarse muy en serio las amenazas revolucionarias y la conspiración fomentada por los iluminados, ocultos ahora bajo la máscara de los francmasones.
—¿Acaso en mi corte sólo hay hipócritas y sediciosos?
—No faltan, majestad, sobre todo Mozart, el verdadero jefe de los conspiradores que desean derribar vuestro trono. Las logias ordinarias ya no le bastan, proyecta crear una nueva orden. El resonante éxito de La flauta mágica le ofrece una considerable audiencia.
El rostro del emperador se puso tenso.
—Creía que ese problema estaba resuelto, conde de Pergen.
—Lo estará, majestad. Dadme algún tiempo. Dadas las circunstancias, la desaparición de Mozart no debe provocar escándalo alguno. De lo contrario, se levantarían múltiples voces exigiendo una investigación, acusando incluso a la policía o, peor aún, tachándoos de despotismo. Contrariamente a mis esperanzas, la desaparición de Ignaz von Born, el maestro espiritual de Mozart, no le ha debilitado. Al contrario, su alma parece haber pasado a la de su discípulo para darle la máxima potencia.
—¿No estaréis cediendo al misticismo masónico?
—¡Dios me guarde! Pero no subestimo los poderes de los iniciados.
—¿Tan temible es esa Flauta mágica?
—Es la más formidable máquina de guerra que nunca haya concebido un francmasón.