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Viena, 10 de octubre de 1791

Al salir de su casa, Wolfgang se topó con el hombre de edad avanzada y sobriamente vestido, cuya existencia casi había olvidado.

—¿Ha avanzado el réquiem, señor Mozart?

—He tenido demasiado trabajo.

—Os ofrezco treinta ducados más.

—¿Cómo se llama el comanditario?

—No estoy autorizado a decíroslo.

—¿Es un hombre honorable?

—No lo dudéis, señor Mozart. Cuanto antes terminéis la obra, más contento estará mi patrón.

—Pongamos… un mes. ¡No, más! ¡Decidme vuestro nombre, os lo ruego!

—Soy sólo un intermediario sin importancia. Hasta pronto, señor Mozart.

Wolfgang deseaba terminar aquel réquiem. En cuanto escribía las primeras notas en la partitura, franqueaba las puertas de la muerte, al modo de un Maestro masón que daba preferencia al conocimiento sobre la creencia. Y el kyrie, de increíble potencia, era la alianza perfecta de su arte y el de Juan Sebastián Bach. Mozart creaba su propia liturgia, sometiendo el texto a la música, evocadora del temible enfrentamiento de las fuerzas de la destrucción. Toda muerte era desgarro y sufrimiento. Pero la luz del espíritu la volvía contra ella misma para descubrir la faz oculta de la vida.

Mañana, Wolfgang volvería a ver La flauta mágica acompañado por Stoll, el maestro de capilla de Badén, y Süssmayr, que le daría noticias frescas de Constance, cuya ausencia se le hacía cada vez más insoportable.

Por lo que a Thamos se refiere, cumplía una difícil misión en Praga, y el músico ignoraba la fecha de su regreso.

Praga, 12 de octubre de 1791

—Dadas las circunstancias —le dijo el conde Canal a Thamos—, será mejor retrasar la creación de La Gruta.

—Sería un grave error —consideró el egipcio—. He reunido a algunos hermanos valerosos, decididos a intentar la aventura.

—Valerosos no, inconscientes. Esta vez, la policía del imperio no se limita a vigilar a los francmasones de Praga, sino que los acosa. El futuro me parece muy oscuro, hermano mío. Y sin duda no es el momento de desafiar el poder. Cada cual debe pensar, primero, en su propia salvaguarda. Restringiremos, pues, al máximo nuestras actividades, teniendo cuidado de no asustar a las autoridades y alabando su tolerancia. Creedme, no existe otra solución.

—Mozart, en cambio, no renunciará.

—¿No ha llegado ya demasiado lejos al escribir La flauta mágica? Su celebridad no lo hace intocable.

—¿Disponéis de algunas informaciones? —se inquietó Thamos.

—Estoy, sencillamente, preocupado. Ojalá mi queridísimo hermano Mozart abandone su proyecto.

Por unos instantes, el egipcio se preguntó si el conde Canal no estaría colaborando con la policía para preservar su posición y sus intereses.

—No estoy en condiciones de garantizar la seguridad de los hermanos que participen en Tenidas secretas —declaró el conde—. Por eso os ruego que interrumpáis cualquier actividad ilícita.

—Actividad ilícita… ¿Así calificáis a la iniciación?

Canal evitó la mirada del egipcio.

—Nos estáis pidiendo demasiado, hermano. Por sí sola, la francmasonería no puede luchar contra todas las injusticias y las imperfecciones.

—Ni Mozart ni yo mismo somos unos hipócritas, y nada ignoramos del peligro. Al resistir, nos hacemos más fuertes. Si agachamos la cabeza, seremos aplastados.

—A cada cual, su método, Thamos. El mío consiste en dejar que la tempestad pase.

—Esa tempestad no pasará tan pronto. Si no levantamos un robusto centro espiritual, sólo quedarán ruinas.

—¿Cuándo pensáis abandonar Praga?

—Después de que Stadler estrene el Concierto para clarinete de Mozart. Eso debería marcar el nacimiento de La Gruta, aquí mismo, en esta ciudad a la que tanto ha amado y que tanto le ha celebrado.

—Adiós, hermano. Sobre todo, no os entretengáis.

¿Eso era un consejo o una amenaza? En adelante, era preciso olvidar Praga e interesarse por otras ciudades y otros países.

Al salir de la mansión particular del conde Canal, Thamos observó los alrededores. Tal vez la policía del emperador lo aguardaba.

Un hombre con bigote se acercó a él.

—¿Tenéis hora?

El egipcio consultó su reloj de bolsillo.

—Pronto será mediodía.

—Gracias, hermano. Sois muy amable. Sobre todo, abandonad Praga en seguida.

El viandante se alejó. Nadie se abalanzó sobre Thamos.

En apariencia, le dejaban libertad de movimientos.