Viena, 30 de septiembre de 1791
El barrio popular donde estaba el teatro de Schikaneder albergaba la iglesia de Santa Rosalía, algunos talleres, casas, seis grandes patios, un boticario, un molino de harina y otro de aceite, un jardín de recreo con las avenidas flanqueadas por arriates de flores y una posada contigua a una fuente protegida por viejos árboles. Allí habían festejado durante todo el verano los cantantes y las cantantes, entre los ensayos.
El propio teatro era un edificio de madera, de treinta metros de largo por quince de ancho, con la cubierta de tejas. Podía albergar a mil espectadores, y se levantaba en el vasto patio de un inmueble perteneciente a la familia de los príncipes de Stahrenberg. Por lo que se refiere al escenario, gracias a sus doce metros de profundidad, permitía suntuosos decorados y gran cantidad de sorprendentes efectos.
Antes de dirigirse al estreno de La flauta mágica, que coincidía con la última representación, en Praga, de Mozart trabajó en su concierto para clarinete. Recogiéndose, se apartaba del mundo.
En el cartel, el nombre de Mozart ocupaba un lugar muy pequeño. Proclamaba que los actores del teatro Auf der Wieden tenían el honor de presentar La flauta mágica, una gran ópera en dos actos ¡de Emmanuel Schikaneder!
«El señor Mozart, como deferencia hacia el benevolente y honorable público, y por amistad hacia el autor de la obra —se indicaba— dirigirá hoy personalmente la representación.»
Luego —si no se trataba de un fracaso—, Henneber, que tocaría el carillón la noche del estreno, sería el director de orquesta. Por lo que a Süssmayr se refiere, pasaría las páginas de la partitura.
Wolfgang abrazó a Constance.
—¡Nunca he tenido tanto miedo! Esta obra es la culminación de mi vida de iniciado y de músico. Si es un fracaso, no me recuperaré.
Thamos fue a buscar a su hermano, cuya ansiedad era visible.
—¿Y si los cantantes se perdieran? La intérprete de Pamina, la señorita Gottlieb, sólo tiene diecisiete años, y Gerl, el de Sarastro, me parece muy joven. Winter, el Orador, no es más que Aprendiz, todavía. Y además, a la Reina de la Noche, la señora Hofer, le falta a veces acierto. De modo que…
—Asume todas las imperfecciones de un estreno y supéralas manejando la coherencia del conjunto.
A las siete de la tarde, la sala estaba llena de un público popular y bonachón, que había ido a distraerse gracias a las nuevas fantasías de Schikaneder. Muy pocos, es cierto, se interesaban por la música de Mozart ¡Primero, teatro y diversión!
Muy tenso, Wolfgang dirigió la grandiosa obertura de La flauta mágica con una majestad digna de una Tenida consagrada a los Grandes Misterios.
Apenas hubo terminado cuando un músico, Johann Schenk[114], se deslizó hasta Mozart y, con los ojos empañados por lágrimas de admiración, besó las manos del genio que acababa de ofrecerle un inmenso gozo artístico.
Muy inquieto aún, Wolfgang dirigió desde el clavecín el primer acto. Thamos tuvo la inmensa felicidad de ver cómo se concretaba el ritual elaborado en compañía de Ignaz von Born y de Mozart durante inolvidables veladas de trabajo.
La muerte de la serpiente maléfica, el despertar de Tamino a su deber iniciático, la Búsqueda de Pamina, las bromas de Papageno, encadenado a sus aspiraciones profanas, la cólera de la Reina de la Noche, decidida a destruir el santuario de los iniciados, la traición del negro Monostatos al intentar reconquistar a Pamina, la intervención de los tres seres celestiales que conducían a Tamino hacia la verdad, el primer encuentro de Pamina y Tamino en presencia del venerable Sarastro, que los hacía acompañar al templo de las pruebas, el coro final celebrando la doble vía de la iniciación capaz de transformar la tierra en reino celestial… Thamos vivió con intensidad ese primer acto, que desconcertó al público, acostumbrado a espectáculos menos arduos.
Los aplausos fueron escasos.
Mozart, desesperado, se refugió entre bastidores. Su sueño se derrumbaba, no había conseguido hacer perceptible la obra que llevaba en su interior desde hacía tantos años. Un desastre poma fin a su carrera de compositor de ópera.
Aquel fracaso era el de toda una vida.
—Nada se ha perdido aún —afirmó Schikaneder—. Tal vez el segundo acto guste más.
—Es inútil —afirmó Wolfgang—. Que Henneber me sustituya.
—Persevera —recomendó Thamos—, y conduce ese ritual hasta su término.
Saliendo de su abatimiento, Mozart regresó a su clavecín y dirigió el segundo acto como un Venerable habría dirigido una Tenida.
Con la «Marcha de los sacerdotes», seguida por la deliberación entre Sarastro y los iniciados sobre las pruebas que debían superar Tamino y Pamina, la actitud del público cambió.
La magia de la música poseyó a los intérpretes, y se estableció un profundo vínculo entre ellos y los oyentes. Mozart gustaba a todos, pues los transportaba a través de temibles pruebas sufridas por Tamino y Pamina.
La sala, vibrante de emociones, reaccionó a cada melodía. No se trataba ya de un espectáculo, sino de una comunión entre seres muy distintos elevados por el poder de la obra.
Tras la consagración de la pareja real y el triunfo de la iniciación se produjo un estupefacto silencio, como si los privilegiados de aquel 30 de septiembre de 1791 apreciaran la magnitud del milagro al que acababan de asistir.
Estallaron luego los aplausos, cada vez más nutridos, seguidos por una interminable ovación. Se aclamaba a Mozart, se lo reclamaba.
El compositor había abandonado su clavecín, nadie sabía dónde se encontraba. Buscando entre bastidores, Schikaneder lo descubrió oculto en un rincón, negándose a subir al escenario. Fue necesaria la ayuda de Süssmayr para arrastrar por la fuerza al hombrecillo hasta ponerlo ante los entusiastas espectadores.
¡Wolfgang hubiera preferido, con mucho, un recogido silencio! Molesto, sin saber qué actitud adoptar, pensaba en las primeras notas de Thamos, rey de Egipto. ¡Qué largo camino, cuántas pruebas hasta aquella Flauta mágica, su Gran Obra!
¡Desaparecía la fatiga, se olvidaban las preocupaciones materiales! Cuando Thamos le dio el abrazo fraterno, ambos dedicaron aquel éxito al Venerable Ignaz von Born. ¿Acaso, desde lo alto del Oriente eterno, no había protegido aquel nacimiento?