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Viena, 20 de septiembre de 1791

Balance satisfactorio», consideró Joseph Anton.

La clemencia de Tito era un fracaso, las intervenciones de Salieri habían sido eficaces, el renombre de Mozart se derrumbaba. El emperador tomaba plena conciencia, por fin, del peligro que encarnaba el compositor al difundir el pensamiento revolucionario y amenazar la seguridad del imperio.

La eliminación de Mozart ya no era un tabú.

Naturalmente, las autoridades no serían consideradas responsables de ello, y la muerte del músico aparecería como natural, debida al cansancio y a las preocupaciones materiales.

—La salud de Mozart declina —declaró Geytrand, alegre—. Ha sufrido ya varias indisposiciones y ningún médico detecta su causa.

«¿Por qué ese genio no se ha limitado a la música? —se preguntó Joseph Anton, presa de un extraño remordimiento—. Podría haber hecho una carrera normal, como Gluck, Salieri o el propio Haydn, francmasón de una sola Tenida.»

—Parecéis inquieto —observó Geytrand—. Sin embargo, nuestro plan se desarrolla a la perfección.

—Lamentablemente, la situación francesa sigue empeorando. El 14 de septiembre, el rey Luis XVI se vio obligado a prestar juramento de fidelidad a las leyes constitucionales promulgadas por la Asamblea Constituyente. Cree que, a cambio, él y los suyos salvarán la vida. ¡Qué ingenuidad!

—Tras las advertencias de Austria y Prusia —recordó Geytrand— los revolucionarios no se atreverán a asesinar al rey.

—Nada los detendrá.

—Resulta urgente, pues, reducir a Mozart al silencio.

—En efecto, mi buen amigo. Y somos la última muralla contra las tinieblas que amenazan con invadir Europa.

Viena, 28 de septiembre de 1791

Sintiéndose algo mejor, Wolfgang terminó la «Marcha de los sacerdotes», el comienzo del segundo acto de La flauta mágica, luego concluyó la obertura, que Thamos descubrió maravillado. De una luminosa gravedad, era el preludio perfecto para la inmensa ceremonia iniciática que llevaba a la consagración de la pareja real.

—Mañana —dijo Mozart—, haremos el ensayo general de La flauta mágica. Nunca he estado más angustiado. Si fracaso, será un desastre irremediable.

—Estás levantando el zócalo del nuevo templo y no fracasarás.

—¡De pronto, ya no creo en nada! Ni en mi música, ni en los cantantes, ni en la orquesta, ni en la posibilidad de vencer al monstruo que desea privamos de libertad e iniciación. Soy sólo un hombrecillo, incapaz de soportar tan pesada carga.

—Eres el amado de Isis, toda tu vida se ha orientado hacia la Gran Obra. La duda es un elemento esencial de la creación, siempre que sea constructiva.

Viena, 29 de septiembre de 1791

Arrodillado en su reclinatorio, el arzobispo de Viena sintió un fuerte dolor en la pantorrilla que lo obligó a interrumpir su diálogo con el Padre eterno. Irritado, se levantó con dificultades y, cojeando, regresó a su despacho, donde lo aguardaba su secretario.

—¿Hay noticias de Mozart?

—Esta tarde, eminencia, tendrá lugar el ensayo general de La flauta mágica, una obra sulfurosa que, según dicen los rumores, propaga lo más subversivo de las enseñanzas masónicas.

—¡La salud de Mozart es, pues, perfecta!

—A pesar de las indisposiciones y de una gran fatiga, tiene aún suficiente energía para propagar su perversa doctrina.

—¿Aún no se ha hecho lo necesario?

—La resistencia de ese hombrecillo supera el entendimiento, eminencia. Sin embargo, nuestra paciencia se verá recompensada. ¡A fin de cuentas, Mozart no es una criatura sobrenatural!

El secretario se aclaró la garganta.

—Antonio Salieri desearía ser oído en confesión.

—Decidle que me encuentro mal y ocupaos vos de él.

—¿Debe Dios perdonarle sus pecados, eminencia?

—Dios perdona siempre a los verdaderos creyentes.

Viena, 29 de septiembre de 1791

El ensayo general no había tranquilizado a Mozart. Orquesta y cantantes cumplían perfectamente su función, pero aquella gran ópera, como la llamaba el catálogo personal del músico, le parecía de pronto demasiado austera para seducir a un vasto público.

Quedaría, al menos, el libreto que se vendía a treinta pfennigs en la taquilla del teatro, y cuyo frontispicio plasmaba muy bien sus intenciones.

El editor Ignaz Alberti, hermano de logia de Wolfgang, había cumplido su promesa publicando a tiempo el texto y haciendo que en la cubierta figuraran varios símbolos egipcios y masónicos. Refiriéndose a Thot, dios del conocimiento y de las ciencias sagradas, unos jeroglíficos adornaban la base de una pirámide. Colgada de la bóveda de un templo, la estrella de cinco puntas contenía el secreto de los dos caminos alquímicos, la vía breve de la iluminación y la vía larga de los ritos. Unas piedras dispersas, unas estatuas y unas columnas rotas evocaban el santuario que debía reconstruirse tras su destrucción por las fuerzas de las tinieblas. Una gran urna funeraria recordaba la muerte del Maestro asesinado y resucitado durante la iniciación en el tercer grado. Un reloj de arena, elemento del Gabinete de Reflexión, indicaba el paso del tiempo profano al tiempo sacro, de lo efímero a lo eterno. Algunos instrumentos, en especial un compás, permitían a los hermanos construir encarnando su plan de obra.

—¿No resulta imprudente desvelarse así? —se preocupó Schikaneder.

—¿Acaso no son honorables nuestras convicciones? —replicó Mozart—. Hasta hoy, he procurado ocultar el camino iniciático bajo el velo del libreto. La flauta mágica es mucho más explícita.

—Cuenta conmigo y con mi compañía, hermano Wolfgang. Será un éxito.