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Praga, 12 de septiembre de 1791

El mediocre Leopold Kozeluch, que odiaba a Mozart y lo consideraba un «hombrecillo» y un «mínimo compositor», se prosternó ante la emperatriz María Luisa.

—Todos sufrimos, majestad, soportando la abominable Clemencia de Tito. ¡Qué paciencia tuvisteis escuchando hasta el final esa mediocre ópera! Tened la seguridad de que procuraré arruinar la injustificada reputación que Mozart tiene todavía en Praga.

—¿Os gustaría trabajar en Viena?

Kozeluch hizo una reverencia mayor aún.

—¡Sería un grandísimo honor, majestad!

—El cargo de Mozart podría quedar muy pronto vacante. Vos lo reemplazaríais a las mil maravillas[112].

Alegre, satisfecho de poder derramar su veneno, Kozeluch contó la entrevista a Salieri, que lo felicitó cálidamente.

Praga, 12 de septiembre de 1791

—Debo regresar a Viena para trabajar en La flauta mágica —reveló Mozart a Thamos—. Faltan todavía algunos fragmentos, y quiero completar la instrumentación.

—Nuestros hermanos de Praga desean verte de nuevo antes de tu marcha.

—He compuesto una melodía para bajo, «Te dejo, querida, adiós[113]». Comprenderán que se dirige a la logia.

Tras una Tenida clausurada por la ocultación de los Tres Grandes Pilares y el borrado del cuadro de la logia en el que figuraban los elementos que el Maestro de Obras utilizaba durante la creación del templo, Wolfgang recibió el abrazo de los francmasones que apoyaban su acción y aguardaban con impaciencia La flauta mágica.

Conmovido hasta las lágrimas, el compositor juró que nunca dejaría de luchar en favor de la iniciación, a pesar de los obstáculos y las dificultades.

—Tendríais que descansar un poco —sugirió el conde Canal—. Parecéis agotado.

—Quiero perfeccionar mi ópera. Y, además, tengo enormes ganas de hacer sonar ese maravilloso clarinete bajo. Luego, ya veremos.

«Luego —pensó el conde Canal—. Mozart seguirá creando, pues así lo quieren los dioses.»

Wolfgang dudaba en partir, como si pensara que nunca regresaría a aquel lugar, donde había gozado de un auténtico calor fraterno. Instantes privilegiados, saboreados en su justo valor.

¿Volvería a vivir, en Praga, una cadena de unión de semejante fervor?

Viena, 15 de septiembre de 1791

Con la tez pálida, la mirada apagada y triste, bromeando mucho menos que de costumbre, Mozart se exprimía hasta el punto de olvidar el mundo exterior. Deseaba recrear el ritual de Isis y Osiris, sin dejar de componer un amplio concierto para clarinete, destinado a su futura comunidad iniciática.

De pronto, caía sin fuerzas y su doméstico, ayudado por Constance, tenía que llevarlo al lecho, ante la inquieta mirada de Gaukerl. Luego abría los ojos, y la energía regresaba.

—Es extraño —le dijo a Constance—. Antes trabajaba mucho más y me sentía mejor.

A Wolfgang no le faltaba el apetito y apreciaba, a la vez, la cerveza y el vino que les proporcionaba un nuevo proveedor, menos caro.

—Olvidemos mi salud, querida y pequeña esposa, y preocupémonos por la tuya. Este último parto te ha dejado agotada, y la pierna te hace sufrir. ¿No habría que pensar en una nueva cura en Badén?

—Más adelante, querido. Disfrutemos viendo crecer a nuestro segundo hijo, ¡tan vigoroso y risueño!

—Es una lástima que Karl Thomas sea tan revoltoso. No somos lo bastante estrictos.

—¡Sólo es un chiquillo!

—¡Precisamente! Si adquiere malos hábitos, parecerá un bastón torcido. Perdóname… debo regresar a mi trabajo.

Viena, 15 de septiembre de 1791

La condesa Thun había invitado a Mozart a cenar a solas.

—¿Habéis presentado nuestro proyecto a vuestras hermanas?

—La mayoría se muestran asustadas o reticentes. Para ellas, la iniciación es sólo un pasatiempo y no un compromiso de orden espiritual. Aprecian las veladas mundanas durante las que seducen a un hermano o se dejan conquistar. Otras sólo piensan en imitar a los varones y en convertirse en Venerable Maestra, Vigilante o Experta, sin comprender que masculinizándose perderán su alma. Sólo he encontrado a siete que deseen vivir una auténtica iniciación.

—¡Eso es mucho! —estimó Wolfgang—. Tal vez los hermanos no sean más numerosos.

—¿Hasta ese punto es trágica la situación?

—Sí y no. Según Thamos, el propio Egipto contaba sólo con un pequeño círculo de iniciados, y se trata sin duda de una ley eterna. ¿Qué importa la cantidad si algunos seres son capaces de edificar el templo?

El optimismo de Mozart tranquilizó a la condesa Thun.

—Uno de mis yernos, Razumovsky, os admira. Desea que os invite a Rusia el príncipe Potemkin, que organizará una gira triunfal. Viena se hace en exceso asfixiante, hermano. Esta ciudad y este gobierno no os merecen. Cuando La Gruta haya sido fundada oficialmente, será necesario superar el marco de las logias vienesas.

—Tenéis razón, hermana. Pero primero aguardemos las reacciones tras La flauta mágica.