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Praga, 4 de septiembre de 1791

Aquel hermoso domingo de finales de estío se prestó el juramento de fidelidad al emperador Leopoldo II en la catedral de San Guido, tras la celebración de una misa dirigida por el omnipresente Salieri.

A pesar de desagradables rumores, seguía siendo, en efecto, el músico favorito de la corte, cuyas intrigas controlaba con mano de hierro.

Quedaba el problema Mozart. Según un chivato, pasaba más tiempo jugando al billar que componiendo La clemencia de Tito. Pero Salieri no se alegraba, pues el comportamiento de aquel músico no se parecía a ningún otro. Aun divirtiéndose o conversando, concebía las líneas generales de una partitura y las plasmaba luego en el papel con extraordinaria rapidez.

Salieri fabricaba música; Mozart, en cambio, estaba poseído por ella.

—Magnífica interpretación —afirmó Joseph Anton—. El emperador está muy satisfecho de vuestra actuación.

Salieri levantó la cabeza.

—¿Vos en Praga?

—Su majestad me ha ordenado que me encargue de su seguridad y de reducir al silencio a eventuales contestatarios.

—¡Delicada misión, señor conde!

—La asumo. En cambio, vos me parecéis especialmente benevolente con respecto a Mozart.

—Si no termina su ópera a tiempo, quedará desacreditado para siempre. Parece que juega al billar en vez de trabajar.

—¡Puro espejismo, querido! Mozart llegará a tiempo, como de costumbre, y os dejará en ridículo una vez más. Seguid tapándoos los ojos y los oídos, y desapareceréis.

Salieri se sintió afectado.

—¿Y qué puedo hacer?

—¿Acaso no os lo sugerí?

—Soy sólo un músico y…

—Praga es una ciudad de alquimistas. Algunos utilizan sustancias peligrosas y se libran de sus enemigos con total discreción.

—¡No me atrevo a comprenderos!

—No os hagáis el ingenuo, Salieri. He aquí la dirección de uno de esos especialistas. Id, pues, a verlo y seguid sus consejos.

Praga, 5 de septiembre de 1791

La Tenida secreta había terminado hacia las dos de la madrugada, con un banquete durante el cual el conde Canal reveló que la policía seguía teniendo la influencia subterránea de los iluminados, decididos a levantar Praga contra Leopoldo II, y que consideraba a Mozart como uno de sus cabecillas.

Aquella confirmación de los insensatos rumores que coman también por Viena no le quitó el apetito al compositor. Un hermano sirviente, de innegables talentos culinarios, había preparado platos excelentes.

Y se olvidaron los peligros y las amenazas para evocar los misterios de Isis y Osiris, los únicos capaces de devolver a la iniciación masónica su pleno significado.

Dando los últimos toques a La clemencia de Tito, cuyo primer sayo se celebraría por la tarde, Wolfgang sintió un malestar. Muy pálido, con los ojos hinchados y el vientre dolorido, se sentía casi incapaz de componer.

—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó Constance.

—No, ya me encuentro mejor. No he dormido lo bastante, pero la ópera está terminada.

Anton Stadler disipó cualquier inquietud.

—La orquesta es excelente y el clarinete bajo está del todo a punto. En cuanto regresemos a Viena, podrás ofrecerle una obra maestra.

—¡Encarguémonos primero de esta Clemencia!

—¿Cómo? ¿Has conseguido cumplir unos plazos tan cortos? —Sin duda alguna, gracias a los dioses.

Praga, 5 de septiembre de 1791

El conde Rottenham, burggraf de Praga y principal autoridad de Ja ciudad, era también uno de los confidentes de Leopoldo II. El emperador escuchaba de buena gana las opiniones del imponente personaje, muy imbuido de su función y fiel a la familia imperial. Intratable defensor del orden establecido, no soportaba el menor movimiento contestatario en Bohemia y apenas toleraba la existencia de las logias masónicas, a pesar de sus protestas de fidelidad al poder y a la Iglesia.

En vísperas de la coronación, Rottenham estaba sobrecargado de trabajo. Sin embargo, aceptó recibir al conde de Pergen, ex ministro de la Policía.

—Me encargo de la seguridad del emperador —dijo Joseph Anton—, y temo la intervención de algunos francmasones embriagados por teorías revolucionarias.

—¿Tenéis pruebas concretas?

—Un grueso expediente, alimentado por largas investigaciones. La logia Amor y Verdad es particularmente sospechosa. A mi entender, sigue siendo un foco de iluminados y conspira contra el imperio.

—He oído hablar muy mal de ella —reconoció el conde Rottenham—, pero no dispongo de motivo legal alguno para prohibirla. Sus miembros se guardan mucho de cometer una falta grave, temiendo atraer el peso de la justicia.

—Por eso es más peligrosa —estimó Joseph Anton—. Y se atreve a alardear de su impunidad recibiendo mañana a su jefe oculto, mientras se corona al emperador.

—¿De quién estáis hablando?

—De Mozart, el autor de la ópera encargada por su majestad.

Rottenham no ocultó su contrariedad.

—El emperador aún duda de la culpabilidad de Mozart —añadió Joseph Anton—. Ahora bien, sigo las huellas de ese músico desde hace mucho tiempo. Se convirtió muy pronto en Maestro masón y no deja de extender su influencia. Discípulo del alquimista Ignaz von Born, Mozart dirige una organización secreta, encargada de revolucionar nuestro modo de pensar.

El conde Rottenham hojeó las páginas del expediente, deteniéndose en algunos párrafos y prometiéndose leer detalladamente el documento.

—¿Qué esperáis de mí?

—Intervenid ante el emperador, demostradle que Mozart es un temible conspirador y contribuiréis a la salvaguarda del imperio. Viniendo de un hombre ponderado, esa advertencia adquirirá un gran valor.

—Así lo haré, conde de Pergen.