Praga, 28 de agosto de 1791
Los campesinos regresaban de la siega, las viñas eran rojas y doradas, el cielo de un azul brillante, y el valle del Danubio, adornado con hermosas mansiones, desplegaba sus encantos. Constance saboreaba cada momento de aquel apacible viaje, Wolfgang no dejaba de componer. De vez en cuando, echaba una ojeada al paisaje y, luego, regresaba al trabajo. Al acercarse a Praga, La clemencia de Tito estaba casi terminada.
El coche del compositor se dirigió hacia la Bertramka, la villa de los Duschek, cuya comodidad y calma Mozart apreciaba.
—¡Por fin de vuelta! —exclamó la cantante Josepha—. ¿Por qué vienes tan poco? ¡Praga sólo piensa en aclamarte!
—Viena es una devoradora —se excusó Wolfgang.
—Al parecer, te han ascendido a músico oficial…
—No exageremos.
—Salieri se pavonea, pero el emperador te ha elegido a ti para componer la ópera que marcará el punto álgido de las fiestas de la coronación.
—Falta que esté terminada y que le guste.
—Tu gabinete de trabajo te aguarda, querido Wolfgang.
Mientras Josepha y Constance saciaban su sed a la sombra de una encina, el músico, acompañado por Gaukerl, se aislaba en una estancia luminosa y ventilada. Provisto de una gran energía, retomó la pluma.
Thamos, por su parte, se ponía en contacto con los hermanos praguenses, que estaban impacientes por recibir a Mozart en una Tenida. Curiosamente, el cerco parecía aflojarse. Escéptico, el egipcio multiplicó las precauciones.
De hecho, el domicilio de los principales dignatarios ya no estaba vigilado.
¿Por qué tanta mansedumbre precisamente cuando llegaba el emperador? Las medidas de seguridad, por el contrario, deberían haberse reforzado.
Turbado, Thamos no relajó la guardia.
Praga, 31 de agosto de 1791
Llegado el día 29, Leopoldo II residía en el Hofburg, en una colina que dominaba la ciudad. El 30, la emperatriz María Luisa se había instalado en el castillo de Lieben con parte de la corte. Y aquel miércoles, la procesión del Invalidenhaus, que se dirigía a la catedral de San Guido, saludaba la presencia de la pareja imperial, que entró en la iglesia al son de una música dirigida por Antonio Salieri.
Los guardias de corps de Leopoldo II eran numerosos y llamativos. Una segunda brigada, muy discreta, había recibido la orden de intervenir a la menor amenaza.
Como si el poder perdiera interés por la francmasonería local, los informadores habituales ya no espiaban las logias. En realidad, el equipo de Geytrand tomaba el relevo de los policías en exceso visibles.
¿No aprovecharía Wolfgang aquella estancia para contactar de nuevo con sus hermanos y preparar el porvenir? Anton demostraría al emperador que el músico era, en efecto, el jefe de una organización oculta que se extendía más allá de Viena.
Praga, 2 de septiembre de 1791
La víspera, se habían tocado melodías del Don Giovanni con instrumentos de viento durante una cena en la corte. Y aquella noche, en el Teatro Nacional de la ciudad vieja, se representaba aquel mismo Don Giovanni en presencia de una pareja imperial de la que todos los praguenses sabían que no apreciaban en demasía la música de Mozart.
Mil personas llenaban la sala y se había negado la entrada a un considerable número de aficionados.
Entre los instrumentistas, encantados de tocar de nuevo aquella sublime obra, Anton Stadler hizo sonar el clarinete bajo, puesto a punto por fin tras años de esfuerzo. No explotó todos los recursos sonoros del instrumento, pues los reservó para su hermano Wolfgang. ¿Acaso no compondría un concierto digno de aquel nuevo instrumento?
—Todo está en orden, majestad —murmuró el conde de Pergen al oído del emperador—. Podéis disfrutar sin inquietudes vuestra estancia en Praga.
—¿Qué hace Mozart?
—Juega al billar con los amigos, bebe vino y trabaja.
—¿Terminará a tiempo La clemencia de Tito?
—Conociéndolo, estoy seguro de ello.
—A veces ese hombrecillo me parece extraordinario.
—Lo es, majestad. Y por tanto, mucho más peligroso.
Praga, 3 de septiembre de 1791
Tras una buena tirada que le dio la victoria, Wolfgang abandonó el billar y entró en la trastienda del café, donde se encontró con Thamos, el conde Canal y una decena de hermanos praguenses, conscientes de la gravedad de la situación.
—La Revolución francesa inundará Europa —predijo el egipcio—, e inspirará a gran cantidad de doctrinarios. En nombre de la ideología, todos los crímenes estarán permitidos. Un Estado centralizado impondrá su ley e impedirá cualquier libertad de pensamiento. Antes de ser perseguidos, los francmasones jurarán fidelidad al nuevo régimen. En Austria y en Bohemia, se los acusará de propagar ideas subversivas. Y nuestro hermano Mozart será el primero de la lista, como discípulo de Ignaz von Born y, a la vez, como autor de La flauta mágica, una ópera ritual que desconcertará a numerosos hermanos.
—No dramaticemos —recomendó el conde Canal—. Ciertamente, nuestra orden vive un período difícil. A mi entender, la Revolución francesa no superará el marco de sus fronteras. En caso de que se desbordara, Austria y Prusia intervendrían, y sus ejércitos aplastarían con facilidad a la pandilla de harapientos reunidos por el adversario.
Encargado de vigilar en el exterior, el hermano Cubridor dio varios golpes a la puerta de aquel improvisado templo.
—Se suspenden los trabajos —decretó Thamos.
De inmediato, los hermanos se dispersaron. Algunos utilizaron la puerta de las cocinas, otros se instalaron en la sala principal, y Mozart regresó al biliar.
—Un tipo extraño hace preguntas muy raras a los camareros —indicó el Cubridor al egipcio—. Se lo ha visto ya cerca de la logia.
—El servicio secreto del conde de Pergen sigue acosándonos —concluyó Thamos.