Viena, 24 de agosto de 1791
A las ocho de la mañana, ya estaba todo listo. Constance, cuya presencia Mozart consideraba indispensable, había buscado una cuidadora para Karl Thomas y el pequeño Franz-Xaver, cuya salud era excelente. Süssmayr se encargaba de que su patrón dispusiera de suficiente tinta y papel pautado, y Stadler terminaba su noche en uno de los cómodos coches que se dirigían a Praga.
—¡Un nuevo viaje, agotadoras horas en perspectiva[108]!
Durante el trayecto, Wolfgang escribiría las últimas páginas de La clemencia de Tito, con la esperanza de satisfacer al emperador. Temiendo que lo siguieran, Thamos protegería al compositor. El egipcio, perpetuamente en guardia, estaba inquieto. En la última Tenida de La Esperanza Coronada, algunos hermanos habían parecido hostiles al músico. ¿Cómo acogerían los francmasones el extraordinario mensaje de La flauta mágica? La mayoría se oponían a la iniciación de las mujeres; en el mejor de los casos, debían limitarse a imitar la de los hombres. Y muchas masonas, satisfechas con sus ceremonias folclóricas y mundanas, los aprobaban.
Al igual que Ignaz von Born, su desaparecido Maestro, ¿no se negaba Mozart a someterse al poder político y no favorecía el florecimiento de una iniciación paralela, peligrosa pues?
Mozart corría enormes riesgos, más allá de lo razonable.
Cuando el compositor subía al coche, apareció el hombre de edad avanzada y sobriamente vestido.
—¿Partís, señor Mozart?
—Un viaje de negocios.
—El viaje os obliga a interrumpir la composición del réquiem, ¿no es cierto?
—Así es.
—Enojoso, muy enojoso.
—En cuanto regrese, me encargaré de eso.
El emisario se inclinó y se alejó a paso lento ante la inquieta mirada de Constance.
—¡Detesto a ese extraño personaje! ¿Cómo se llama?
—No importa. Tenía ganas de componer un réquiem, y ese comanditario me pone ante la muerte.
—¡No hables así! Me dan escalofríos…
—Perdóname, sólo debería pensar en nuestro triunfo de Praga.
Wolfgang recuperó su buen humor y recomendó a Süssmayr que no dormitara y siguiera escribiendo, aunque de manera mediocre, el resto de los recitativos.
Praga, 26 de agosto de 1791
La llegada de Antonio Salieri, con sus cinco coches y sus veinte músicos de corte, no pasó desapercibida. Precediendo a Mozart, seguía siendo el primer compositor del imperio. Él controlaría a los artistas locales y el programa de los conciertos ofrecidos durante las fiestas de la coronación.
Una coartada perfecta: hacer que se ejecutara, por lo menos, una misa de Mozart, cuya desaparición deseaba ardientemente. En Praga, Salieri no estaba en terreno conquistado, pues allí apreciaban Las bodas de Fígaro y Don Giovanni.
Salieri sabía que sus obritas, maquinarias bien engrasadas, no superarían la prueba del tiempo. Las creaciones de Mozart, en cambio tenían un perfume de eternidad. Ciertamente, el brillante Antonio gozaba de la estima de los críticos que alababan las excelencias de su arte, pero él mismo dudaba de los juicios halagadores, de los pretenciosos y de los imbéciles, esclavos de los aires del tiempo.
Salieri se atiborraba de aquel alimento y deseaba preservar su notoriedad a toda costa.
Viena, 26 de agosto de 1791
—Huid —le aconsejó Geytrand a Joseph Anton—. Si respondéis a la convocatoria del emperador, seréis detenido. Uno de nuestros agentes debe de haberles revelado que no habíais abandonado vuestras actividades.
El conde de Pergen hojeó el voluminoso expediente de Mozart.
—Siempre he sido un fiel servidor del Estado y no me comportaré como un cobarde.
Joseph Anton, que vestía una suntuosa casaca de seda verde, acudió al palacio imperial recordando las etapas principales de su incansable lucha contra la masonería. Pese a las dificultades, nunca había renunciado.
El emperador lo recibió en un saloncito.
—Ya no sois el jefe de la Policía, conde de Pergen, pero seguís vigilando las logias con vuestra organización.
—Es cierto, majestad.
—¿Realmente la francmasonería amenaza la seguridad del imperio?
—Sin ninguna duda.
—¿Las logias de Viena y de Praga se atreverían a importar las aberrantes ideas de los revolucionarios franceses?
—Por desgracia, sí.
—Yo esperaba que esas locuras se limitaran a su país de origen.
—Desengañaos, majestad.
—Puesto que os sentís investido de una misión, conde de Pergen, ¡cumplidla!
—¿Qué debo entender?
—Mañana firmaré con el rey de Prusia una firme declaración con respecto a los sediciosos franceses. Si superan los límites, intervendremos militarmente. Vos, conde de Pergen, encargaos de los francmasones. En caso de guerra, ninguna traición interior debe alterar la cohesión del imperio. Partiremos juntos hacia Praga y vos os encargaréis de mi protección.