Viena, 19 de agosto de 1791
Wolfgang nunca podría encontrar consuelo para la muerte de Ignaz von Born. El Venerable dejaba un vacío que nadie llenaría. Su pensamiento sobreviviría en La flauta mágica y adquiriría su plena envergadura cuando Mozart, Stadler y la condesa Thun abrieran a los hermanos y hermanas las puertas de La Gruta, la comunicad iniciática del futuro.
Por la noche, Wolfgang asistió al concierto de la virtuosa ciega Marianne Kirchgessner, que tocó varias obras a la armónica de cristal, entre ellas el Adagio y rondó compuesto para ella[107].
Al salir de la sala, un hombre de edad avanzada y sobriamente vestido se dirigió al músico.
—¿Puedo hablar con vos, señor Mozart?
—¿Quién sois?
—El emisario de un hombre rico y poderoso. Desea encargaros un réquiem.
—La misa de difuntos…
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Tiene prisa?
—Se aceptarán todas vuestras condiciones.
Réquiem… La palabra resonó como un trueno en la cabeza de Mozart. De pronto, la Muerte, la mejor amiga del hombre, se volvía amenazante.
—Necesito pensarlo.
—Como gustéis, señor Mozart. Volveremos a vemos.
Viena, 20 de agosto de 1791
Los intérpretes de La flauta mágica aprendían su papel con entusiasmo. Debían cantar y hablar bien, al mismo tiempo, y Schikaneder se mostraba intratable, tanto le importaba el éxito de aquella sorprendente obra. Sus escasos conocimientos masónicos le permitían, sin embargo, percibir que aquella ópera ritual abría las puertas de un nuevo universo. Como profesional aguerrido, hacía hincapié en el personaje de Papageno, cuya fuerza cómica encantaría al público.
Mientras paseaba a Gaukerl, Wolfgang se encontró por segunda vez con el hombre de edad avanzada y sobriamente vestido.
—¿Habéis tomado ya una decisión, señor Mozart?
—Sí, acepto.
—¿Os parece suficiente una suma de cien ducados?
—Desde luego.
—En ese caso, cuanto antes, mejor.
—Estoy desbordado de trabajo y…
—Cuento con vos, señor Mozart.
Ninguna de las preguntas que a Wolfgang le hubiera gustado hacer cruzó la barrera de sus labios.
Las primeras notas del réquiem sonaban ya en su corazón.
Viena, 21 de agosto de 1791
Una vez cerrados los trabajos de la logia La Esperanza Coronada, el príncipe Karl von Lichnowsky invitó a su casa a dos hermanos.
El primero, un burgués muy acomodado, gordo y bajo; el segundo, un alto funcionario, rígido y de elevada talla.
—Circula un increíble rumor —dijo el príncipe—. Al parecer, Mozart ha escrito una ópera que revela nuestros secretos y quiere crear una orden donde las mujeres sean iniciadas a los Grandes Misterios. ¿Podemos tolerar semejante escándalo?
—¡Por supuesto que no! —se enojó el burgués—. ¡Y algunos desean que Mozart sea elegido Venerable de nuestra logia!
—Mis amigos y yo mismo impediremos que acceda a esa función —afirmó el alto funcionario—. Lamentablemente, la muerte de Ignaz von Born no reduce a su discípulo al silencio.
—Detesto al tal Mozart desde siempre —recordó el burgués—. Si lo dejamos proseguir, dañará gravemente la francmasonería.
—¿Cómo debemos actuar? —preguntó el príncipe.
—En primer lugar, agilizando vuestro proceso, cuyo empantanamiento es muy lamentable; luego, comunicando al emperador que ese músico, gravemente endeudado, perjudica la reputación de la corte y ya no merece figurar en ella. Acusémoslo de inmoralidad y graves faltas a los deberes de un hombre de honor.
—¿Será suficiente? —se inquietó el burgués.
—Es imposible ir más lejos —dijo Lichnowsky—. ¡A fin de cuentas, se trata de un hermano!
—Un hermano que se dispone a renegar de nosotros y constituye una amenaza —objetó el alto funcionario.
—Escribió gratuitamente hermosa música para nuestras ceremonias —recordó el burgués—, ¡iluminaba la logia entera!
—No cedamos al sentimentalismo —recomendó el alto funcionario—. La francmasonería vienesa ya ha sufrido mucho y su porvenir podría verse gravemente comprometido a causa de revolucionarios como Mozart. En Francia, la situación se agrava, y la peste propagada por los revoltosos amenaza con llegar a otros países, entre ellos, el nuestro. ¿Y a quién se acusará en primer lugar? ¡A nosotros, los francmasones!
—¡Qué injusticia! —protestó el burgués—. Somos fieles súbditos del emperador y no tenemos, en absoluto, la intención de trastornar nuestra sociedad.
—La policía piensa lo contrario —señaló el alto funcionario—. Von Born y los Iluminados de Baviera han hecho un inmenso daño. Dejar que Mozart tome el relevo sería un error fatal. Algunos informadores dignos de fe me han comunicado que Antonio Salieri deseaba su perdición. Y el ex ministro de la Policía, el conde de Pergen, no cejará fácilmente. Si Mozart tuviese un golpe de suerte, designaría a uno u otro de sus numerosos enemigos, pero sin duda no a nosotros, sus hermanos. Actuemos, pues, en función de las necesidades y librémonos de ese molesto personaje.
El príncipe Karl von Lichnowsky sabía lo que debía hacer.