Viena, 30 de julio de 1791
Satisfecho por la buena marcha de los negocios, Puchberg no lamentaba haber ayudado a Mozart, cuya situación financiera mejoraba claramente. Si su nueva ópera era un éxito, como el hermano Schikaneder prometía, Wolfgang pagaría muy pronto todas sus deudas.
A sus veintiocho años, el conde Walsegg Stuppach, propietario del inmueble donde vivía Puchberg, permanecía deprimido desde la muerte de su joven y bella esposa Anna, fallecida el 14 de enero. Se refugiaba a menudo en su castillo aislado, contemplando las sombrías montañas de Semmering.
—Quisiera un réquiem por la memoria de mi mujer —le reveló a Puchberg—. Siempre que yo mismo lo firmara, claro está.
—Conozco a un autor de talento: Wolfgang Mozart.
—¿Mozart? —se extrañó el conde—. ¡Nunca lo aceptaría! Es un músico conocido e independiente que rechazará mis condiciones.
Pensando en la hermosa suma que percibía su hermano Mozart por una obra religiosa convencional, que compondría rápidamente, Puchberg insistió:
—Todo depende del modo de presentarlo, señor conde.
—¿En qué estáis pensando?
—En un emisario anónimo que le ofrezca una remuneración adecuada.
—Muy bien, lo pensaré.
Viena, 10 de agosto de 1791
—Majestad —dijo Domenico Guardasoni a Leopoldo II—, me puse en contacto varias veces con el ilustre Antonio Salieri para rogarle que compusiera La clemencia de Tito, pero me dio una negativa definitiva. Por eso elegí a Mozart, que se compromete a respetar los plazos.
El director del Teatro Nacional de Praga temía una brutal intervención del emperador. El compromiso masónico del músico daba mucho que hablar, y podía temerse que fuese apartado irremediablemente.
—Salieri es enemigo de todos los demás compositores —estimó Leopoldo II—. Por lo que se refiere a Mozart, me saldrá mucho más barato. Le entregaréis doscientos ducados por la ópera y cincuenta más por los gastos de viaje[105].
Viena, 12 de agosto de 1791
Constance se reponía muy bien de su parto, y el niño se encontraba perfectamente, ante la atenta mirada de Karl Thomas, encantado de tener un hermano. A los pies de la cuna, Gaukerl montaba guardia.
—He aceptado las condiciones de Guardasoni —le anunció Wolfgang a su esposa—. Gracias a los préstamos y al éxito de La flauta mágica, en el que tanto cree Schikaneder, saldremos por fin de nuestras dificultades.
—¡Pero tienes tan poco tiempo…!
—Tendré que batir un récord de velocidad, pero ya he compuesto varias melodías, y el querido Süssmayr se encargará de los recitativos.
—¿Estás satisfecho con el libreto?
—No me disgusta. Valentini[106] trató ya este tema en una ópera, estrenada en Cremona en diciembre de 1769, que he tenido la suerte de escuchar. Sometiéndose a la Sabiduría (uno de los objetivos de la iniciación masónica), el emperador Tito, no exento de reproches, concede su perdón, sin estúpida compasión ni ciega benevolencia, a quienes conspiraban contra él. Si los monarcas actuales fueran ilustrados hasta ese punto y se mostraran más generosos y lúcidos que autoritarios, conoceríamos la verdadera justicia.
—¿Quiénes son los enemigos de Tito? —preguntó Constance.
—Vitellia, enamorada del soberano, se niega a casarse con él porque prefiere a otra. Furiosa, pide a su amigo Sesto que se ponga a la cabeza de un clan de insurrectos. Su misión es incendiar el Capitolio y asesinar a Tito; proyecto que fracasa, porque el joven no quiere convertirse en un criminal. Pues bien, el emperador, renunciando a conquistar a la mujer que deseaba porque está enamorada de otro hombre, desea unirse con Vitellia. Y descubre la conspiración: Sesto es detenido y condenado a muerte. Vitellia se acusa de ser el alma de la sedición. Alcanzando la serenidad, aguarda el justo castigo de sus faltas. ¿Quién ha puesto en marcha aquel terrible proceso, sino el emperador en persona? Tito reconoce su culpabilidad, los perdona a todos y se restablece la armonía. ¿Acaso no somos únicos responsables de nuestros errores? En ningún caso deberíamos acusar a otro de nuestras debilidades y nuestras imperfecciones. Rigor de Sarastro y clemencia de Tito: he aquí las dos principales cualidades de un verdadero rey.
Viena, 15 de agosto de 1791
—Te has equivocado, mi buen Geytrand —afirmó Joseph Anton—. La muerte del Venerable Ignaz von Born no redujo a Mozart a la impotencia, al contrario. Ha terminado La flauta mágica, ha suplantado a Salieri y recupera los favores del poder mientras prosigue con sus actividades masónicas. La desaparición de su maestro lo hace más fuerte aún. En vez de derrumbarse, Mozart multiplica su energía.
—Simple fuego de paja, señor conde. Intenta ahogar su tristeza con el trabajo.
—En realidad, se pone a la cabeza de una francmasonería oculta cuya organización le fue dictada por Von Born. Helo aquí en pleno ascenso, provisto de una determinación a toda prueba.
—Puesto que he conseguido suprimir a Von Born sin despertar la menor sospecha —recordó Geytrand con voz sorda—, ¿por qué no aplicar el mismo método a Mozart? Administrada en pequeñas dosis, el acqua toffana no deja rastro. Acción lenta, pero segura.
Joseph Anton reflexionó en voz alta.
—La Iglesia desea la desaparición de Mozart, Salieri también, y algunos francmasones lo consideran un revolucionario. La multiplicación de los sospechosos me parece excelente. Por una parte, nadie debe poder llegar hasta nosotros; por la otra, tal vez uno de nuestros aliados nos preceda.
Geytrand sonrió.
—Si hay un lugar donde Mozart no desconfíe, ése es la logia de Praga a la que acudirá durante las fiestas de la coronación. Durante un banquete, tomará su primera dosis de veneno.
—Dicho de otro modo, puedes comprar a un hermano sirviente y manipularlo a tu antojo.
—En efecto, señor conde.
Luego, Joseph Anton vaciló. ¿Y si La flauta mágica era un fracaso? ¿Y si el compositor no terminaba a tiempo La clemencia de Tito? ¿Y si el emperador se sentía ofendido hasta el punto de despedirlo de la corte? ¿Y si los masones lo expulsaban de la logia a causa de sus audacias? ¿Y si…? Más valía organizar el porvenir.
—Señor conde —murmuró Geytrand—, ¿me autorizáis a resolver el problema Mozart?
—Iniciemos el proceso. Si los acontecimientos se decantan en nuestro favor, siempre tendremos tiempo de interrumpirlo.