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Viena, 23 de julio de 1791

Joseph Anton acababa de recibir dos malas noticias. La primera era el encargo oficial, a Mozart, de la ópera prevista para la coronación de Leopoldo II en Praga. ¿Por qué Salieri había rechazado el contrato? Evidentemente, el plazo era demasiado corto. La opinión general era que Mozart iba a fracasar. Pero el conde de Pergen desconfiaba de aquel hombre endiablado. Pertenecía a esa rarísima raza de constructores que, sobrecargados de trabajo, eran capaces de hacer más aún, desafiando el tiempo y la fatiga. En caso de éxito, ¿no recuperaría el francmasón los favores del emperador?

La segunda procedía de París.

El 17 de julio, en el Campo de Marte, la población había acudido a firmar una petición en la que se exigía la deposición de Luis XVI. Tras unos violentos choques, la Guardia Nacional había disparado contra la multitud, y la responsabilidad de aquel desastre se había atribuido al monarca, considerado por los revolucionarios como un traidor a la patria. Muy pronto ya no vacilarían en suprimir a ese molesto adversario, tras una parodia de proceso cuyo resultado sería conocido de antemano.

Las logias masónicas, y especialmente la de Mozart, tomarían el relevo de aquella oleada destructora.

Viena, 24 de julio de 1791

—El parto se acerca —le anunció Constance a su marido—. Por el modo en como se mueve el niño, diría que es un varón.

—Que los dioses nos sean favorables —rogó Wolfgang—. Tras tantos sufrimientos, merecemos un segundo hijo con una salud de hierro.

La flauta mágica le dará felicidad.

Thamos interrumpió a los esposos:

—Ignaz von Born desea hablarte.

El Venerable, modelo de Sarastro, agonizaba. Con sólo cuarenta y ocho años, parecía un viejo desgastado por el dolor, pero daba pruebas de una notable dignidad.

Von Born entregó a Mozart su delantal de Venerable y su sello, en el que se veía una escuadra.

—Que este símbolo siga siendo tu guía, hermano. Norma de cualquier construcción, encarna la precisión y la rectitud. Gracias a ella, percibirás las leyes del universo y ordenarás la materia. Toda logia nace de Dios y de la escuadra; sobre ella se fundará tu comunidad iniciática en la que hermanos y hermanas vivirán los Grandes Misterios.

Wolfgang ofreció un grueso manuscrito a Von Born.

—He aquí nuestra obra, Venerable Maestro. He terminado La flauta mágica. Que mi música prolongue vuestro pensamiento.

—Lo superará, hermano, y se extenderá al universo entero.

Ignaz von Born cerró los ojos.

En su honor no se organizó ceremonia alguna, ningún periódico mencionó su muerte.

Viena, 26 de julio de 1791

Impresionado aún por aquella desaparición, Wolfgang iba de un lado a otro por su apartamento. Esta vez, no se trataba de un gran profesor de medicina, sino de una comadrona experta.

Pensando sin cesar en Ignaz von Born, cuya ausencia le afectaba ya pesadamente, Wolfgang admiraba el valor de Constance, que, a pesar de sus cuatro crueles lutos, no había renunciado a parir.

Siguiendo su ejemplo, no debía renunciar, fueran cuales fuesen los golpes del destino. La flauta mágica vería muy pronto la luz, nacería la sociedad iniciática La Gruta y Mozart asumiría su dirección para dar una verdadera esperanza a las futuras generaciones.

La comadrona salió de la habitación, sonriente.

—Es un varón, Franz-Xaver. Y éste no fallecerá a corta edad[104]. Vuestra esposa está cansada, pero se encuentra bien.

La conclusión de su gran ópera, la muerte de Ignaz von Born, el nacimiento de un hijo… Atrapado en un torbellino, Wolfgang invitó a sus hermanos Stadler y Jacquin a vaciar varias botellas para hacer pie de nuevo.

Viena, 28 de julio de 1791

—¿Deseabais verme, Süssmayr? —se extrañó Antonio Salieri.

—Gracias por recibirme, maestro.

—Sois el alumno y el amigo de Mozart, que acaba de robarme La clemencia de Tito.

—Su alumno, no su amigo. Si supierais cómo me trata… ¡Es tan imprevisible! Yo necesito una existencia apacible.

—Sed más claro, Süssmayr.

—Me gustaría trabajar con vos, maestro.

Salieri reflexionó largo rato. Contratar a un íntimo de Mozart, recolectar así mil y un detalles valiosos y utilizarlos con habilidad… ¡Era muy hermoso, demasiado!

—Marchaos, joven, y reuníos con vuestro profesor.

—¡Soy sincero, maestro! Con Mozart no hay porvenir. Con vos, por el contrario…

—¡Dejad de tomarme por un imbécil! Él os envía, ¿no es cierto? ¡La misión ha fracasado! Mozart no conseguirá engañarme ni ponerme en ridículo, decídselo firmemente.

Süssmayr, despechado, se batió en retirada. Se sentía humillado al servir como doméstico a Constance, e irritado por las observaciones de Mozart; le habría gustado abandonarlo.

Pero tras semejante fracaso, era imposible. Roto, Süssmayr regresó a su cotidianidad.