Viena, 30 de marzo de 1791
Habéis servido al imperio de un modo magnífico, conde de Pergen, y merecéis pues un largo reposo.
—Majestad, preferiría seguir con mi trabajo a la cabeza de la policía. Estamos muy lejos de haber apartado todos los peligros, especialmente la francmasonería.
—Esa obsesión os ciega.
—¡Mirad América, Francia y, muy pronto, otros países! Los francmasones quieren derribar las monarquías, imponer sus ideas y tomar el poder. Si no intervenimos de modo radical, Austria zozobrará.
—Yo sabré evitar semejante desastre. A partir de hoy, ya no sois ministro de la Policía.
Joseph Anton se inclinó y se retiró.
¡Mozart triunfaba, pues! Gracias a su red de influencias y complicidades, había convencido a Leopoldo II de que no prohibiera la francmasonería, sociedad de beneficencia que respetaba al emperador.
Pero la lucha no había terminado.
Al regresar a la clandestinidad, el conde no carecería de medios.
Enfermo Ignaz von Born, Mozart se convertía en el hombre al que debía derribar. Y esta vez, era preciso pensar en su eliminación física sin que una investigación, en el supuesto de que se produjese, llevara hasta Joseph Anton.
Una precaución indispensable, no obstante: multiplicar las pistas y los sospechosos. Por fortuna, a Mozart no le faltaban enemigos.
Viena, 1 de abril de 1791
—¡Me satisface recibiros, conde de Pergen! —dijo con su tono pausado Anton Migazzi, el arzobispo de Viena—. Quedé desolado al conocer vuestro despido.
—Hay un solo responsable: el francmasón Mozart.
—¡Otra vez él! ¿Tan poderoso es?
—Mucho más de lo que suponéis, eminencia. Es el jefe oculto de la masonería vienesa y desempeña un papel determinante en Praga.
—No olvido que me desafió, el 12 de agosto de 1785, haciendo que en su logia se tocara música ritual durante la iniciación de Karl von König, un francmasón veneciano condenado por la Santa Inquisición.
—¡Ha recorrido mucho camino desde entonces! Seguro de su fuerza, no tardara en combatir abiertamente a la Iglesia.
—¿Acaso no teme perder su alma?
—Mozart sólo cree en la iniciación y, más concretamente, en las enseñanzas egipcias.
—¡Dios del cielo! ¿Acaso es pagano?
—La lectura de los Misterios egipcios de su maestro Ignaz von Born os resultara muy edificante. Eminencia, la fe católica está en peligro.
—¿Y qué proponéis?
El conde de Pergen reflexionó largo rato.
—Ruego al Señor Omnipotente que proteja a sus fieles y pienso en el Antiguo Testamento. ¿No golpea la cólera divina a los impíos y los idólatras?
—Nunca nos interesamos bastante por las Sagradas Escrituras, señor conde, que Dios inspire las acciones de los hombres de buena noluntad.
Viena, 10 de abril de 1791
Tras haber recibido treinta florines de su hermano Puchberg. Mozart se había dirigido a casa del francmasón húngaro Jobean Tosl rico negociante apasionado por la música de cámara, para tocar allí una obra de encargo, un quinteto para cuerda[85] en el que predominaba la serenidad de un creador dueño de su acto. En plena preparación de su Gran Obra, Mozart expresaba optimismo y desprendimiento.
En él cantaba ya Sarastro, el Venerable encargado de dirigir d ritual de iniciación de Tamino y Pamina, luchando contra la rama oscurantista de la francmasonería que pretendía reducirla a un asunto de varones y contra el aspecto oscuro del alma femenina, simbolizado por la Reina de la Noche, que prefería la destrucción a la iniciación. Poco a poco tomaba forma la comunidad de los sacerdotes y las sacerdotisas del sol, entrevista ya en la composición de Thamos, rey de Egipto.
Viena, 17 de abril de 1791
La víspera de aquella noche. Antonio Salieri dirigía una gran orquesta de un centenar de ejecutantes en los conciertos de cuaresma, muy apreciados por los vieneses.
—A este hipócrita no le falta cara dura —le dijo Da Ponte a Mozart—. Aunque os deteste, elige una de vuestras sinfonías[86]. Seducir a la aristocracia, ése es su único objetivo. Podrido de ambición, esa rata muerde a quien se craza en su camino. Estoy seguro de que él es quien convenció a Leopoldo II para que me expulsara de la corte, con el fin de imponer a sus propios libretistas. Pero lucharé hasta el fin.
—¿Se muestran convincentes vuestros partidarios?
—Lo dudo —deploró el abate—, y debo pasar todos mis días contrarrestando la perniciosa influencia de Salieri. Sobre todo, Mozart, desconfiad de ese parásito. Como la mayoría de los mediocres, puede volverse violento y peligroso.
—No le hago sombra alguna.
—¡Desengañaos! Tenéis talento, él tiene relaciones. Salieri sabe que sus óperas de circunstancias no le sobrevivirán y que las vuestras, a pesar de la crítica y de la falta de éxito, albergan tesoros que están fuera de su alcance. Os lo repito, desconfiad.