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Viena, 29 de diciembre de 1790

Te presento a nuestro hermano Franz-Heinrich Ziegenhagen —dijo Thamos a Mozart—. Viene de Hamburgo e intenta reformar la francmasonería.

—Ya no es posible continuar así —estimó Ziegenhagen—. Nuestras logias están llenas de aristócratas estúpidos, burgueses ávidos de relaciones e intelectuales henchidos de vanidad, por no hablar de los curas y sus espías.

—¿Qué proponéis? —preguntó Wolfgang.

—Olvidemos a los vejestorios y preocupémonos de los jóvenes. Ellos son los que debemos formar. En primer lugar, el espíritu: excluyamos toda religión dogmática y desarrollemos una verdadera libertad espiritual. Luego, la actividad cotidiana: dejemos de incensar a los falsos pensadores que engendran desgracias y desórdenes, restablezcamos la dignidad y la grandeza del trabajo manual. Finalmente, el cuerpo: a causa de la Iglesia y de la moral burguesa, la hipocresía ha tomado el poder. Practiquemos el naturismo, veámonos tal como somos, sin vanidad ni falsos pudores. Desde mi punto de vista, he aquí una apacible revolución.

—¿Qué te parece? —preguntó Thamos a Mozart cuando el de Hamburgo se hubo marchado.

—¡Por fin algo nuevo! Pero nuestro hermano olvida lo esencial: el Arte real y la comunión de los hermanos y las hermanas, tan maltratados por la francmasonería. Privados de las sacerdotisas del sol, los sacerdotes serían marionetas.

—Ignaz von Born nos aguarda. Tu gran proyecto se concreta, creo. Mozart sonrió.

—¿No sois vos su verdadero autor?

Viena, 4 de enero de 1791

El día en que se reponía Las bodas de Fígaro, Joseph Anton, conde de Pergen y ministro de la Policía, dio un golpe decisivo. Entregó al emperador una memoria que acusaba a la francmasonería de propagar ideas perniciosas que pretendían minar la reputación y el poder de los monarcas. ¿Acaso no eran los francmasones quienes empujaban a los revolucionarios franceses a los peores extremos?

—¿Tan grave es el peligro? —preguntó Leopoldo II.

—Majestad, he pasado la mayor parte de mi existencia estudiándola, y mis conclusiones son del todo realistas.

—El rey Federico Guillermo II de Prusia y yo mismo solicitamos a las autoridades francesas que instauren un sistema monárquico compatible con el bienestar de su nación.

—Con todos los respetos, majestad, quedaréis decepcionado.

—Hasta hoy, conde de Pergen, he obtenido algunos éxitos al preferir la negociación al enfrentamiento. Vuestro odio a la francmasonería os ciega. Teniendo en cuenta vuestras advertencias, os recuerdo que soy yo, y sólo yo, el que gobierna.

Viena, 5 de enero de 1791

Mozart terminó un sorprendente concierto para piano[62]. Ninguna revuelta, ningún combate, sólo un desprendimiento casi total y una luminosa fluidez. Esa desnudez era la de la gracia reservada a una ínfima minoría de seres capaces de percibir lo invisible y de transmitir su voz.

En apariencia, una música cercana a cualquier oyente. En realidad, un lejano viaje que despertó el temor de Thamos: ¿regresaría Wolfgang de ese maravilloso país y sentiría deseos de terminar su Gran Obra?

Mozart era un extranjero en esta tierra. No vivía la vida de los demás seres y, sin embargo, les ofrecía una inesperada luz. Ausente de las contingencias, con el espíritu realmente en otra parte, encarnaba sus percepciones para que la Sabiduría, alimentada de fuerza y armonía, no quedara del todo oculta por la locura y la estupidez de la raza humana.

Algunos creadores se elevaban a veces hasta el cielo; Mozart, en cambio, procedía del más allá[63].

La misión que el abad Hermes había confiado a Thamos no se había cumplido todavía: ¿se convertiría Mozart, el Gran Mago, en el alquimista capaz de moldear el zócalo sobre el que edificar un nuevo templo?

Viena, 14 de enero de 1791

A los veinticinco años de edad, Franz-Xaver Süssmayr, el nuevo alumno de Mozart, era compositor, cantante, violinista y organista.

—No me gusta en absoluto —le confesó Wolfgang a Constance.

—Pues parece más bien agradable y cortés.

—Simple fachada. Ese muchacho es muy ambicioso.

—¿Y acaso eso es un defecto grave?

—No siempre, tal vez. Por lo que se refiere a la inteligencia, Süssmayr tiene que hacer muchos progresos aún. En fin, ya veremos si resiste mis lecciones.

Recuperada cierta alegría de vivir, Wolfgang compuso, en pleno invierno, tres canciones[64] que celebraban la primavera, el despertar a una vida nueva y la alegría de los chiquillos divirtiéndose con mil y una cosas. Los primeros oyentes, Karl Thomas y Gaukerl, quedaron encantados.

Y Constance soñó con dar a luz un niño tan robusto como su hijo.

Viena, 27 de enero de 1791

Wolfgang celebró alegremente su trigésimo quinto aniversario. En tomo a un verdadero banquete regado con champán, Stadler, los Jacquin, Constance y Thamos desearon toda la felicidad del mundo al héroe del día.

—¡El 20 repusieron tus Bodas! —recordó Stadler—. ¡Salieri se puso enfermo! ¿Has terminado tus nuevas danzas para los bailes del Reducto?

—Seis minuetos[65] y preparo seis alegres alemanas[66].

—¡Y todos esos jaraneros que se agitan con Mozart! ¿Aprecian al menos la calidad de tu música? A menudo me enfado pensando que ese trabajo no es digno de ti.

—Me ayuda a ganarme la vida, y la de mi familia, y lo hago lo mejor que puedo.

—Como todo Viena disfruta de esa música —añadió Gottfried von Jacquin—, la fama de Mozart se ve reforzada ante el emperador. Y con su fama, también la de la francmasonería.

—No estéis tan seguro —recomendó Thamos—. Ningún argumento disuadirá al jefe de la Policía, que seguirá espiándonos e intentando destruimos. Y nuestro hermano Wolfgang es el que está más expuesto de todos nosotros.