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Frankfurt del Main, 15 de octubre de 1790

El día 9, misa solemne de Righini en la catedral, bajo la dirección de Salieri, para la coronación de Leopoldo II. El 12, la compañía de Boehm se había divertido montando El rapto del serrallo y, el 15 a las once de la mañana, Mozart había conseguido por fin dar el tan esperado concierto en el teatro municipal. Hasta las dos de la tarde, vistiendo una hermosa casaca de satén, tocó dos conciertos, dirigió una sinfonía y terminó con algunas improvisaciones.

Escaso público, fracaso financiero, pues el soberano ofrecía aquel día un gran almuerzo y las tropas de Hesse comenzaban sus maniobras. Con la cabeza en otra parte, Frankfurt deseó sin embargo una nueva academia. Wolfgang, despechado y pensando sólo en regresar a Viena, aceptó.

El 16, abandonó con alegría la ciudad de la coronación y se detuvo en casa de un célebre editor de música, Johann André[59].

—Vuestras obras se han hecho demasiado difíciles, Mozart. Sólo hay una solución: aproximaos a los gustos del público.

—Prefiero morir de hambre antes que trabajar contra mi propia visión de la música.

Mannheim, 22 de octubre de 1790

Tras haber tocado en el castillo de Maguncia ante el príncipe-elector y recibido 165 florines, Mozart permaneció en Mannheim. El 24 se representarían allí por primera vez Las bodas de Fígaro.

Ante la puerta de la sala donde ensayaban montaba guardia el joven actor Backhaus. Lo que el compositor oyó no le gustó en absoluto.

—¿Puedo entrar?

—No —respondió secamente Backhaus—. Regresad el 24 y pagad vuestra entrada.

—¿No permitiréis a Mozart escuchar su propia ópera?

El actor tembló de los pies a la cabeza.

—¿No seréis vos…?

—Creo que sí.

La puerta se abrió. Intérpretes y músicos suplicaron al autor que les aconsejara, y él asistió al estreno antes de reanudar su camino.

Munich, 4 de noviembre de 1790

El día 29, Mozart se había instalado en casa de su antiguo amigo Albert, «el sabio mesonero» del Águila Negra, y, aquella misma noche, había visitado a sus hermanos Cannabich y Marchand, en compañía de Thamos.

Nadie los seguía.

Wolfgang pensaba quedarse sólo un día, pero los francmasones organizaron una Tenida excepcional y le permitieron participar en una academia en honor del rey Fernando IV de Nápoles y de su esposa, en la sala de los emperadores de la Residencia.

Una actuación apreciada, excelente para su reputación. Fue sobre todo una Tenida cálida y musical, en compañía de excelentes instrumentistas, que fortaleció la desfalleciente moral del compositor.

De modo que describió brevemente a Constance aquellos felices momentos y le propuso repetir con ella aquel viaje, el próximo verano, para intentar otra cura. ¿No le resultaría beneficioso el cambio de aires?

Viena, 10 de noviembre de 1790

El pequeño Karl Thomas, que tenía seis años, besó a su padre. Gaukerl, celoso, exigió largas caricias. Cumplidos los primeros deberes, Wolfgang pudo por fin abrazar a Constance.

—¿Qué te parece nuestro nuevo apartamento?

—¡Soberbio!

—Ven a ver tu gabinete de trabajo.

El compositor apreció de entrada la estancia más luminosa de la casa, donde pensaba ennegrecer mucho papel pautado.

—Gracias por haber administrado tan bien nuestros asuntos, querida, y encargarte al mismo tiempo del traslado. Gracias a la inesperada ayuda recibida en Frankfurt y a las pequeñas sumas que traigo, podemos firmar de inmediato un préstamo de mil florines hipotecando nuestro mobiliario[60].

Constance aprobó aquella decisión. Poco a poco, los Mozart iban saliendo de la tormenta financiera.

—Aquí hay una carta de Inglaterra.

Wolfgang la abrió y leyó un sorprendente texto:

Al señor Mozart, célebre compositor de música en Viena:

Por una persona vinculada a su alteza real el príncipe de Gales, he sabido que pensáis hacer un viaje a Inglaterra, y como deseo conocer personalmente a la gente de talento y, en la actualidad, estoy en condiciones de contribuir a su bienestar; os ofrezco, señor, un puesto de compositor. Si podéis hallaros en Londres a finales del mes de diciembre próximo para quedaros hasta finales de junio de 1791, y componer al menos dos óperas serias o cómicas, según decida la Dirección, os ofrezco trescientas libras esterlinas con la ventaja de escribir para el concierto de la profesión o cualquier otra sala de conciertos, excluidos sólo los demás teatros. Si esta proposición os satisface y si estáis en condiciones de aceptarla, hacedme el favor de dar una respuesta a vuelta de correo, y esta carta os servirá de contrato.

Consideradme, señor, vuestro más humilde servidor.

ROBERT BRAY O’REILLY, director de

la Ópera italiana de Londres

Inglaterra, el país de la libertad, una nueva gloria, dos óperas, dinero… Pero era preciso aceptar las condiciones de la Dirección y abandonar Viena durante largos meses, en los que Wolfgang pensaba trabajar en su próxima ópera ritual en compañía de Thamos y de Ignaz von Born.

En Londres estaría a salvo, lejos de la policía, de la envidia de Salieri y de las mezquindades de sus aliados. Pero ¿tenía derecho a abandonar su logia y huir como un cobarde?

Aquella proposición llegaba demasiado tarde, o demasiado pronto. Antes de ser iniciado, Mozart habría respondido favorablemente.

Y si la persecución de la francmasonería se hacía intolerable, sabría dónde refugiarse.

Viena, 5 de diciembre de 1790

Con la conformidad de Prusia, el ejército austríaco ocupaba de nuevo Bruselas. Hungría se apaciguaba, los turcos aceptaban la paz. Leopoldo II, triunfante, olvidaba un poco la política exterior y se consagraba a restablecer el orden en los sectores de la administración, la agricultura y los asuntos eclesiásticos.

Todos sentían los efectos de la mano de hierro del soberano, que decidía y actuaba en función de los informes de su ministro de la Policía, el conde de Pergen, dueño ahora de su ejército de funcionarios e informadores.

Gracias a dos nuevos alumnos elegidos, Mozart se ganaba mejor la vida. Al doctor Frank le había pedido: «Tocadme algo.» Y el pianista aficionado lo había hecho lo mejor posible.

—¡No está mal! Escuchad esto.

Con sus dedos ágiles y carnosos, Wolfgang desarrolló de un modo pasmoso el tema que Frank había balbuceado.

—¡Qué milagro! —se extrañó el doctor—. ¡En vuestras manos el piano se transforma en varios instrumentos!

Wolfgang no sabía enseñar de otro modo. Las lecciones le aburrían hasta el punto de que pasaba la mayor parte del tiempo improvisando, preparando sus obras futuras. Y aquel maldito adagio y alegro para órgano mecánico no le daba precisamente ganas de crear. Sin embargo, era preciso terminar aquel encargo de un curioso personaje, el conde Joseph Deym, alias Müller, obligado antaño a abandonar Viena por una oscura historia de duelo. Al regresar a la capital, había fundado una especie de museo donde exponía figuras de cera que representaban a personalidades recientemente fallecidas, en especial, el famoso mariscal Laudon, muerto el 14 de julio. Y durante la exposición al público de su estatua de cera, el órgano mecánico de Deym, también bautizado como «reloj musical», tocaría la música de Mozart con vocación fúnebre.

—A veces me pregunto si acabaré alguna vez —le confesó a Constance.

—Líbrate pronto de ese fardo.

—Vuelvo a ello.

Constance disimulaba su inquietud. ¿Cuándo se expresaría de nuevo el genio de Mozart?