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Frankfurt del Main, 28 de septiembre de 1790

Un coche maravilloso, al que Mozart tenía ganas de besar, y un agradable viaje de seis días salpicados de largas paradas gastronómicas, especialmente en Ratisbona, donde los comensales habían almorzado suntuosamente, disfrutando de una música de mesa divina, de un servicio angelical y de un excelente vino del Mosela.

¿Nuremberg? ¡Una ciudad horrible! ¿Würzburg? ¡Soberbia!

En cuanto llegó a Frankfurt, Wolfgang escribió a Constance para contarle esas peripecias y asegurarle que llevaría con firmeza sus asuntos. ¡Qué hermosa sería muy pronto su vida! «Trabajaré, trabajaré —prometió—, para no caer de nuevo en una situación tan fatal, ni siquiera a causa de circunstancias tan inesperadas.» Gracias a las últimas disposiciones financieras tomadas antes de su partida, todas sus deudas serían pagadas, y el compositor pondría de nuevo manos a la obra.

Como habían convenido, Thamos y Mozart se encontraron fuera de la posada.

—Nadie te sigue —advirtió el egipcio—. Dado el número de policías que se encargan de la seguridad del emperador y de sus invitados, muy pronto se sabrá que estás aquí. Me pondré en contacto con todos los hermanos que pueda para saber si una o varias logias funcionan correctamente.

Frankfurt del Main, 30 de septiembre de 1790

Wolfgang y sus compañeros de viaje se instalaron en casa del actor y director de teatro Johann Heinrich Boehm por un alquiler moderado: treinta florines al mes.

En Lanassa, la obra «hindú» que acababa de montar, Boehm no vacilaba en utilizar algunos pasajes de Thamos, rey de Egipto.

—Esta historia de los sacerdotes del sol me parece apasionante, Mozart. ¿No pensáis en desarrollarla?

—¡Oh, sí, y desde hace muchos años!

—No dudéis más, será un éxito.

Wolfgang volvió a escribirle a Constance, le habló de nuevo de las dificultades financieras que le obsesionaban y confirmó su deseo de trabajar duro. Lejos de ella, se sentía triste y perdido. «Me alegro como un niño al volver a verte —confesó—. Si la gente pudiera mirar en mi corazón, tendría casi que avergonzarme. Todo me parece frío, helado. Si estuvieras a mi lado, tal vez encontraría mayor placer en la actitud de la gente para conmigo. Pero así, todo está tan vacío.»

Viena, 30 de septiembre de 1790

Constance, Karl Thomas y Gaukerl se instalaron en el 970 de Rauhensteingasse, en el primer piso de la «casita imperial», muy cerca del centro. El apartamento, de 145 m2 de superficie y cuatro estancias, era bastante oscuro, a excepción del agradable despacho de trabajo soleado y bien ventilado por dos ventanas de esquina que la joven reservaba a su marido. Una puerta cristalera lo separaba de la sala de billar, la distracción preferida de la pareja.

Provisto de una gran chimenea y un conducto destinado a la estufa del salón, el vestíbulo servía de cocina. Allí se instalaron dos mesas, dos camas, un armario y un biombo, para que durmieran los dos criados. En la primera habitación, dos cómodas, un sofá, seis sillas y una mesilla de noche. En la segunda, tres mesas, dos divanes, seis sillas, dos armarios lacados, un espejo y una araña. En la tercera, el billar con cinco bolas y doce tacos, una mesa, una linterna, cuatro candelabros, una estufa, el lecho conyugal y una cama de niño. En la cuarta, el despacho de trabajo, un pianoforte de pedales, una viola, una mesa, un sofá, seis sillas, una mesa de despacho, un reloj, dos bibliotecas, un escritorio, sesenta piezas de porcelana, cinco candelabros, dos de ellos de vidrio, dos molinillos para café y una tetera de hojalata.

Quedaban por guardar cinco hermosos manteles, dieciséis servilletas de mesa, dieciséis toallas y diez sábanas. Constance esperaba que ese nuevo marco de vida gustara a Wolfgang y que recuperara en él la inspiración.

Frankfurt del Main, 2 de octubre de 1790

—¿En qué estás trabajando? —preguntó Thamos a Wolfgang.

—En un adagio[57] para órgano mecánico compuesto de tubos pequeños de sonido agudo. Este encargo me reportará una suma adecuada, ¡pero la labor me aburre! Trabajo a diario en él y debo interrumpirme constantemente.

—¿No tendrás graves problemas financieros?

—Me las arreglo.

—¿Aceptarías hablar con Franz Schweitzer, el más rico comerciante de la ciudad? Provisto de una recomendación de la condesa Hatzfeld, le he pedido que te aconseje.

Hatzfeld, el nombre de aquel hermano muerto tan joven y al que tanto apreciaba Wolfgang. Por él, aceptó.

El almuerzo fue cordial. Franco y directo, el hombre de negocios se ganó la confianza de Mozart, que le expuso su último montaje financiero y habló de su reconocimiento de deuda con Heinrich Lackenbacher, con la garantía de la totalidad de su mobiliario.

—No me gusta en absoluto ese personaje, señor Mozart, y os recomiendo que paguéis esa deuda en seguida.

—Lamentablemente, no tengo medios para hacerlo.

—Algunos de vuestros amigos los tienen, y aquí están esos mil florines.

—¡No puedo aceptarlo!

—No seáis estúpido. Según vuestras confidencias, que me comprometo a no difundir, vuestro combate está muy lejos de haber terminado. Este dinero, desgraciadamente, sólo colmará parte del abismo que se abre ante vuestros pies.

—¿Quién me ayuda de este modo?

—Algunos amigos. No os preocupéis más de Lackenbacher, yo me encargo de él[58].

—Agradecédselo vivamente a la condesa Hatzfeld, os lo ruego. Su hijo estará para siempre presente en mi corazón.

El hombre de negocios se esfumó.

Frankfurt del Main, 3 de octubre de 1790

Vivo todavía muy retirado aquí, hasta hoy —escribió Wolfgang a Constance—, y no salgo en toda la mañana, sino que me quedo en el agujero que es mi habitación, y compongo. Mi única distracción es él teatro, donde me encuentro con muchos amigos de Viena, de Munich, de Mannheim e incluso de Salzburgo. Temo que empiece una vida muy movida —ya me reclaman por todas partes— y aunque me repugne dejar que me miren por todos lados, reconozco sin embargo la necesidad de ello y, válgame de Dios, debo aceptarlo. Supongo que mi concierto no irá del todo mal y quisiera que hubiese pasado ya, sólo para estar más cerca del momento en que besaré de nuevo a mi amor.

Frankfurt del Main, 8 de octubre de 1790

El día 4, Leopoldo II había hecho una tonante entrada en la ciudad de su coronación con un séquito de 1.493 carrozas, cada una de ellas tirada por cuatro o seis caballos. Y Salieri se pavoneaba entre los invitados.

Contrariamente a las previsiones, el director de una compañía llegada de Maguncia no repuso Don Giovanni, sino una ópera de Ditters von Dittersdorff, El amor en el asilo. Puesto que detestaba a los francmasones, no quería contribuir en absoluto al brillo de Mozart.

Preocupado siempre por su porvenir financiero, Wolfgang suplicó a Constance que concluyera el asunto iniciado con su hermano Hoffmeister y que pidiera ayuda a Anton Stadler si era necesario. Así entraría rápidamente una buena suma de dinero.

Gracias a la ayuda de Schweitzer y de la condesa Hatzfeld, no tardaría en dar un concierto del que no esperaba una fortuna, pues los habitantes de Frankfurt eran más roñosos aún que los vieneses.

En cuanto regresara, ofrecería pequeñas melodías de cuarteto por abono y aceptaría nuevos alumnos. «Sólo con que pudieras mirar en mi corazón —le confió—, se desarrolla en él un combate entre las ganas, el deseo de volver a verte y besarte, y la intención de llevar mucho dinero a casa. Te amo demasiado para poder permanecer mucho tiempo separado de ti. Y lo que se hace en las ciudades del imperio es sólo ostentación.»

Wolfgang advirtió hasta qué punto había cambiado. Los viajes, la gloria, los aplausos, los contactos superficiales, todo aquello ya no le interesaba.

Otro destino lo llamaba.