Viena, 15 de marzo de 1790
Durante una Tenida de la logia La Esperanza Coronada, un francmasón italiano comunicó a sus hermanos algunas informaciones que los dejaron consternados. Detenido por la Inquisición en Roma, donde intentaba implantar su rito egipcio, Cagliostro había sido acusado de magia, de necromancia y de pertenencia a la francmasonería. Frente a los jueces del tribunal del Santo Oficio, se había lanzado a hacer una serie de rimbombantes confesiones.
Según él, los francmasones de la Estricta Observancia templaría y sus aliados querían derribar todos los tronos y, en primer lugar, el del rey de Francia. Luego la emprenderían con Italia e, incluso, con el papa. Beneficiándose de las cotizaciones de 1.800.000 hermanos, la francmasonería, riquísima, tenía medios para dominar Europa.
—Estas fábulas provocarán una represión muy dura —profetizó Thamos—. En adelante, los regímenes instituidos desconfiarán de las logias, y algunos las perseguirán. Al ceder a la grandilocuencia, Cagliostro nos ha hecho un daño terrible.
—Hagamos saber a Leopoldo II que no aprobamos en absoluto la Revolución francesa —dijo Mozart—, y que somos sus fieles súbditos.
El traidor Hoffmann comunicaría esas palabras a Geytrand.
Decepcionado, éste habría preferido escuchar un ardiente discurso contra el emperador que hubiese acarreado la condena del músico.
Viena, 29 de marzo de 1790
La situación mejoraba.
Puchberg, al que Mozart había enviado una biografía de Haendel para que tomase conciencia de la importancia del genio, le prestaba ciento cincuenta florines. ¡De nuevo, deudas y más deudas!
Wolfgang se sentía, otra vez, en el umbral del equilibrio, con una nueva esperanza: según Gottfried Van Swieten, absuelto de cualquier sospecha, Leopoldo II tal vez le ofreciera una mejor situación en la corte, a saber, un puesto de segundo maestro de capilla.
Viena, 2 de abril de 1790
Joseph Anton estaba atónito.
Según las informaciones proporcionadas por el hermano Hoffmann y los espías del arzobispo de Viena, la francmasonería vienesa renacía de sus cenizas.
La logia San José, donde militaba Joseph Lange, el cuñado de Mozart, «volvía a encender las luces». Se formaba también la logia Amor y Verdad, que proclamaba su vinculación a Leopoldo II, invocaba su alta protección y prometía luchar contra los perversos sistemas que, bajo la máscara de la francmasonería, alimentaban la impiedad, la crítica de la religión, el relajo de las costumbres y el enfrentamiento con la autoridad.
—¡Soberbio discurso! —atronó Joseph Anton—. Esas reverencias intentan convencer al emperador de que la nave capitana, La Esperanza Coronada, es inofensiva. No nos dejemos engañar y concentremos el tiro en ella.
—¿Os escuchará su majestad? —preguntó Geytrand.
—Debo convencerlo.
—Nos faltan pruebas concretas y documentos. El Venerable, el conde Esterházy, se presenta como un fiel servidor del poder.
—¡Una marioneta! En la sombra, los verdaderos dirigentes son Ignaz von Born y Mozart. Acabarán cometiendo un error fatal.
Viena, 9 de abril de 1790
A pesar de un ataque de reumatismo y una fuerte jaqueca, Mozart participó en el concierto que se celebraba en casa del conde Hadik donde Stadler fue el clarinetista del sublime Quinteto en la[47]. Puchberg, que había prestado veinticinco florines a su hermano, se felicitaba por haber sido invitado.
—El emperador Leopoldo II está reorganizando la gestión de la música en la corte —le dijo Thamos a Wolfgang.
—¿Piensa en mi ascenso?
—Desgraciadamente, no.
—Y sin embargo, Van Swieten…
—Ha salvado su cabeza, pero ya no está en olor de santidad.
La decepción fue muy dura.
—¿Van a despedirme?
—No lo creo. Lorenzo da Ponte, en cambio, parece muy amenazado. Aunque ha escrito una carta en exceso florida al nuevo emperador, hace correr panfletos contra él. El jefe de la Policía no tardará en descubrirlo, y tendrás que encontrar otro libretista.
Lyon, 13 de abril de 1790
El Agente desconocido, que ya no lo era, mantuvo una tormentosa entrevista con el Gran Profeso, Jean-Baptiste Willermoz, guía espiritual de la francmasonería mística.
—¿Cómo os atrevéis a formular opiniones pro revolucionarias? —se indignó madame de la Valliére.
—¡La Historia se ha puesto en marcha, querida!
—Cobarde e hipócrita, sólo pensáis en preservar vuestra fortuna.
—¡Señora!
—A veces duele escuchar la verdad, ¿no es cierto? Antaño, seguíais mis directrices atribuyéndolas al propio Dios, para asentar vuestro poder sobre vuestros hermanos. Hoy, la Revolución os inquieta y olvidáis a Cristo y su Ciudad Santa.
—¡Eso no es cierto!
—Os arrebato el cuidado de los archivos de la logia Elegida y Querida —decidió madame de la Valliére, el Agente desconocido— y lo entrego a un noble que tenga el valor de defender sus opiniones.
—¡Pensadlo, os lo ruego!
—Adiós para siempre.
Willermoz no se tomó a la tremenda esa ruptura. Explicaría a sus discípulos que la aristócrata se había vuelto loca.
Viena, 1 de mayo de 1790
Mozart, siempre tan implicado en sus actividades masónicas, trabajaba un poco en La clemencia de Tito, la ópera destinada a Praga cuyo tema no le apasionaba, y en un cuarteto dedicado al rey de Prusia. Unos tenaces dolores de cabeza y de muelas le arrebataban a menudo cualquier inspiración, y pensaba, a pesar de su aversión por la enseñanza, aceptar nuevos alumnos. El verano próximo, si su salud se lo permitía, intentaría dar conciertos de abono. Pero ¿aún se interesaba por él el público vienés?
Escribir tranquilamente, olvidando las deudas y el proceso, exigía por lo menos seiscientos florines. Y he aquí que Constance, enferma, tenía que regresar a Badén. Además, ahora, un comerciante de artículos de moda reclamaba con vehemencia que le devolvieran una suma de cien florines.
Su tienda se encontraba en el Stock-im-Eisen, una encrucijada entre la plaza de la Catedral y el Graben, llamada así porque en ella había el tronco de un árbol incrustado en una hornacina y provisto de un aro de hierro ¡forjado por el diablo! Antes de abandonar Viena para hacer su gira por Europa, de logia en logia, los compañeros artesanos hincaban en él un clavo para inmovilizar al Maligno y ganarse los favores divinos.
Puchberg, comprensivo, envió cien florines más a su hermano Wolfgang, que pagó al mercader.