Viena, 17 de febrero de 1790
Apasionante —reconoció Joseph Anton al descubrir la lista que le proporcionaba Geytrand—. De modo que existe, por lo menos, una logia secreta en Praga. Forman parte de ella notorios iluminados, el conde Canal, varios altos funcionarios y una buena cantidad de íntimos y amigos de Mozart. Lamentablemente, faltan Mozart y Von Born.
De pronto, el rostro de Anton se crispó.
—El número 14 lo ocupa un nombre sorprendente: ¡el del jefe de la censura, el barón Gottfried Van Swieten!
Viena, 18 de febrero de 1790
Pese a su extremada debilidad, el emperador José II recibió al barón Van Swieten.
—Lo sé todo.
—Majestad…
—No me interrumpáis. Tan cerca de reunirme con el Creador, debo medir bien las cosas. A pesar de vuestra pertenencia masónica, cuidadosamente mantenida en secreto, me habéis servido fielmente, y estoy satisfecho de vuestra eficacia. Sin duda no todo es malo en la francmasonería, que seguirá siendo para mí un enigma. Naturalmente, dejaréis de encargaros de la censura. Seguid embelleciendo la Biblioteca Imperial, una de las joyas de nuestra hermosa ciudad. Estáis, en primer lugar, al servicio del imperio, barón Van Swieten. No lo olvidéis nunca.
Viena, 18 de febrero de 1790
La fría cólera de Joseph Anton asustó a Geytrand. En ese momento, lo sintió capaz de matar.
—¡Van Swieten ha salvado su cabeza! Niega, habla de documento falso y de acusación mentirosa destinada a acabar con su carrera. ¡Y el emperador lo cree!
—La enfermedad le turba el espíritu, señor conde. Sin embargo, os ha confiado la censura. El barón está ahora atado de pies y manos. Puesto que es ineluctablemente un fatal desenlace, ¿quién sucederá a José II?
—Su hermano Leopoldo.
—¿Es acaso favorable a la francmasonería?
—Como gran duque de la Toscana, suprimió la Inquisición y temo de él cierto liberalismo. Pero detesta la Revolución francesa y a sus ideólogos. Le proporcionaré los expedientes que demuestran que la francmasonería vienesa constituye un peligro real.
Viena, 19 de febrero de 1790
Considerando seguro el lugar, Thamos invitó a Van Swieten a entrar en la posada donde lo aguardaba Mozart. Los tres hermanos pidieron cerveza fuerte.
—Ya no seré de utilidad a la francmasonería —deploró el barón—. El ministro de la Policía hará que me vigilen permanentemente y no me permitirá dar ningún paso en falso. Haber salvado la cabeza es una especie de milagro.
—Seguid haciendo encargos musicales a Mozart —aconsejó Thamos—. Una ruptura brusca de vuestras relaciones profesionales y amistosas demostraría que os sentís culpable.
—De acuerdo —accedió Van Swieten—. Pero es imposible hacer nada más.
Viena, 20 de febrero de 1790
Wolfgang llevó una jarra de cerveza a su hermano Puchberg y le pidió prestados veinticinco florines para asumir algunos gastos urgentes. Justo antes de cenar, Thamos le dio la noticia:
—José II ha muerto esta mañana, a las cinco y media. El luto oficial impone que los teatros se cierren hasta el 12 de abril.
—Così fan tutte está así condenada al fracaso —deploró el compositor.
—Da Ponte propondrá una reposición.
—¡Sus posibilidades son ínfimas!
—José II no comprendió la importancia del pensamiento iniciático que podría haber salvado Europa del desastre. Y su sucesor, Leopoldo II, no me inspira demasiada confianza.
—¿Acaso es hostil a la francmasonería?
—Eso me temo.
Viena, 13 de marzo de 1790
Leopoldo II, hermano de María Antonieta, llegó a Viena con las ideas muy claras. Consideraba catastrófico el balance de su predecesor José II, incapaz de obtener una victoria decisiva sobre los turcos y culpable de haber iniciado aquella guerra interminable y ruinosa.
Sólo una hábil negociación pondría fin a ella, e importaban muy poco los sentimientos guerreros de algunos generales ávidos de batallas.
Otro problema grave era la voluntad de independencia de los países Bajos austríacos. También ahí, la intervención militar se había revelado desastrosa. La única solución era renunciar al uso de la fuerza.
Ahora se le añadía el caso de Hungría, agitada por ideas revolucionarias que Prusia alentaba para debilitar a Austria. Leopoldo II no intervendría de modo brutal y preferiría la diplomacia.
Quedaba lo peor, la Revolución francesa, que amenazaba todos los tronos europeos. Ahí no era posible negociación alguna. El imperio debía aguantar, gracias al ejército y a la policía.
De modo que Joseph Anton, conde de Pergen, fue uno de los primeros interlocutores del nuevo emperador.
—El orden reina, majestad, y trabajaré día y noche para mantenerlo.
—No me ocultéis nada sobre los peligros interiores.
—Sólo hay uno: la francmasonería, actualmente bajo control. Por poco que se desborde, intervendré.
—¿Acaso las logias vienesas apoyan a los fanáticos franceses?
—No se arriesgarían a eso, majestad, pero algunos hermanos defienden, más o menos secretamente, ideas subversivas, como el músico Mozart.
—¿Ocupa un puesto en la corte?
—Muy menor, puesto que se encarga de componer danzas para los bailes del Reducto.
—Los francmasones deben mantenerse tranquilos —ordenó Leopoldo II—, de lo contrario, arrancad las malas hierbas.