Cesarión continuó por la carretera de Menfis con toda tranquilidad, aunque sus dos sirvientes, dos macedonios maduros, le urgieron a cabalgar hacia Schedia para, desde allí, embarcar hacia Leontópolis, en el Nilo Pelusíaco. Eso evitaría todo riesgo de encontrarse con el ejército de Octavio, le dijeron; también era el camino más corto al Nilo.
—¡Qué tontería, Praxis! —El joven se rio—. El camino más corto al Nilo es la carretera de Menfis.
—Sólo cuando no contiene un ejército romano, hijo de Ra.
—¡No me llames así! Soy Parmenedes de Alejandría, un banquero menor que va a inspeccionar las cuentas del Banco Real en Copto.
«Es una pena que mamá haya insistido en que llevase a estos dos centinelas», pensó Cesarión, aunque al final no tendría importancia. Sabía exactamente adónde iba y lo que iba a hacer. En primer lugar, no dejar a su madre desamparada. ¿Qué clase de hijo consentiría hacer tal cosa? Una vez habían estado unidos por un cordón que había vertido su sangre en él mientras permanecía envuelto en el cálido fluido que ella había hecho para él. Incluso después de cortar aquel cordón, otro invisible capaz de extenderse por todo el mundo aún los ligaba. Por supuesto, ella pensaba en él cuando lo envió a una parte del mundo tan extraña que él no comprendía las costumbres ni el idioma. Pero pensaba en ella cuando se puso en marcha con toda la intención de ir a alguna otra parte para hacer algo diferente.
En el cruce donde la vía a Schedia recogía la mayor parte del tráfico se despidió alegremente de los otros viajeros, le pegó a su camello con la fusta y partió al galope por la ruta que llevaba a Menfis. «¡Brrr! ¡Brrr!», urgió a la bestia, las piernas firmemente enganchadas por delante de la montura para evitar caerse; el paso era extraño, las dos patas de un lado avanzaban a un tiempo, y eso significaba un avance que parecía el bamboleo de una nave con una marejada de través.
—Debemos alcanzarlo —dijo Praxis con un suspiro.
«¡Brrr! ¡Brrr!» Y los dos hombres salieron en persecución de Cesarión, que desapareció rápidamente.
No muchas millas más adelante, y en el momento en que sus guardias estaban acortando la brecha entre ellos, Cesarión vio al ejército de Octavio. Frenó al camello y redujo su paso a un avance lento, y después se apartó de la vía. Nadie se fijo en él; las tropas y los oficiales estaban muy entretenidos con sus cantos porque sabían que la marcha de mil millas estaba casi a punto de acabar y los esperaba un buen campamento: buena comida legionaria, muchachas alejandrinas dispuestas a darse voluntaria o involuntariamente, sin duda, montañas de objetos de oro que nadie podía rechazar.
Uno-dos, uno-dos,
¡Antonio, lo hemos hecho por ti!
Tres-cuatro, tres-cuatro,
¡estamos llamando a tu puerta!
Cinco-seis, cinco-seis,
¡Antonio no cuenta!
Siete-ocho, siete-ocho,
¡Antonio, haz frente a tu destino!
Nueve-diez, nueve-diez,
¡hemos estado allí y vuelta!
¡César, César!
¡Hombres o mujeres, un salido!
¡Alejandría!
¡Alejandría!
Ale-jan-dría.
Fascinado, Cesarión vio cómo los soldados variaban sus palabras para mantener el ritmo de aquella rígida marcha; luego, mientras se movía lentamente a lo largo de la columna, comprendió que cada cohorte tenía su propia canción, y que cualquier soldado con buena voz y mente despierta inventaba nuevas palabras para cantar entre los estribillos. Él había visto al ejército de Antonio, tanto allí en Egipto, como en Antioquía, pero sus tropas nunca habían cantado canciones de marcha. Probablemente, porque no estaban de marcha, pensó. Aquello lo estimuló, a pesar de que las letras contenían palabras que no eran muy halagadoras para su madre: bruja puta, cerda, vaca, Reina de las Bestias, puta de los sacerdotes.
¡Ah! Allí estaba el vexillum proponere escarlata del general, su astil sujeto en un tubo por un hombre que llevaba una piel de león; cuando el general montara su tienda, ondearía en el exterior. ¡Por fin, Octavio! Como el resto de sus legados, marchaba y vestía con un sencillo sobreveste de cuero marrón. El cabello rubio lo distinguía incluso de no haberlo hecho el estandarte escarlata. ¡Tan pequeño! No medía más de un metro y medio de estatura, pensó Cesarión, asombrado. Delgado, bronceado, hermoso de rostro pero no afeminado, sus pequeñas y feas mano se movían al tiempo de la canción que lo precedía.
—¡César Octavio! —llamó, y se quitó la capucha—. ¡César Octavio, he venido a negociar!
Octavio se detuvo en seco, lo que motivó que también se detuviera la mitad de ese ejército detrás de él mientras aquellos que iban a la vanguardia continuaban hasta que un legado menor montado a caballo se adelantó para advertirles que esperaran.
Por un asombroso momento, Octavio creyó de verdad que miraba a Divus Julius como debía de haber sido Divus Julius caso de materializarse como un griego. Luego, sus ojos atónitos se fijaron en la lana marrón del disfraz, en la juventud de las facciones de Divus Julius y comprendió que aquél era Cesarión. El hijo de Cleopatra por su divino padre. Ptolomeo XV César de Egipto.
Dos hombres mayores montados en camello se acercaban; de pronto. Octavio se volvió hasta Estatilio Tauro.
—¡Captúralos y tapa la cabeza del muchacho con la capucha, Tauro! ¡Ahora! Mientras el ejército se quitaba las cargas de las espaldas y los hombros acostumbrados desde hacía mucho al peso y los grupos iban a buscar agua al cercano lago Mareotis, montaron a toda prisa la tienda de mando de Octavio. No había manera de evitar la presencia de sus generales en la próxima entrevista, al menos al principio; Messala Corvino y Estatilio Tauro habían visto la desnuda cabeza dorada, la manifestación del fantasma de Divus Julius.
—Llévate a aquellos dos y mátalos ahora mismo —le ordenó a Tauro—, luego vuelve a mí. Que nadie hable con ellos antes de morir, quédate allí hasta que los ejecuten, ¿está claro?
Con Octavio viajaban tres hombres, por elección más que por cualquier virtud militar, de las cuales carecían. Uno era un noble y los otros dos sus propios libertos: Cayo Proculeio, que era hermanastro del cuñado de Mecenas, Varro Murena, un hombre famoso por su erudición y agradable naturaleza, y Cayo Julio Thyrso y Cayo Julio Epafrodito, que habían sido esclavos de Octavio y le habían servido tan bien que a su manumisión él no sólo los había tomado a su servicio, sino que, además, confiaba en ellos. Porque, para alguien como Octavio, la compañía incesante de militares como sus legados superiores a lo largo de meses lo hubiesen vuelto loco. De aquí Proculeio, Thyrso y Epafrodito. Como todos los generales de Octavio desde Sabino hasta Calvino y Corvino comprendían que su amo era un excéntrico, a nadie le resultaba ofensivo o desconcertante descubrir que Octavio, en las campañas, acostumbraba a cenar solo: es decir, con Proculeio, Thyrso y Epafrodito.
La sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones, la primera y principal: que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre al pie de la letra. Un ejercicio que realizó con sus dos libertos; ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas oscuras. Después de errar como un esclavo admitido en los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» —egipcios con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles— para retirar lo que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor: sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían los templos y los lugares públicos de Roma. De nuevo en el exterior, su propia cohorte de tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba el sello de la esfinge.
La carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis que pudiese cambiarlo tanto. Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de haber pasado en Menfis, pero Para entonces ellos —y todo el oro— estarían de nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún Pequeño objeto en los senos de sus togas.
Así pues, cuando Cesarión lo llamó a menos de cinco millas del hipódromo, todavía a las afueras de Alejandría, él aún no había acabado de perfilar su estrategia. El oro estaba de camino a Roma, ¿pero qué iba a hacer con Egipto y su familia real? ¿Con Marco Antonio? ¿Cuál sería la mejor manera de resguardar el tesoro de los Ptolomeo? ¿Cuántos sabían cómo acceder a él? ¿A quién de sus futuros aliados se lo había dicho Cleopatra, desde el rey de los partos hasta Artavasdes de Armenia? ¡Oh, maldito fuera el muchacho por aquella inesperada y no anunciada aparición! ¡A la vista de todo su ejército!
Cuando regresó Estatilio Tauro, Octavio le hizo un gesto.
—Hazlo entrar, Tito, tú mismo.
Él entró con la cabeza todavía cubierta, pero rápidamente se quitó la capa para mostrarse con su túnica de cuero sencillo. ¡Tan alto! Más alto incluso que Divus Julius. Los generales de Octavio contuvieron el aliento, se tambalearon.
—¿Qué estás haciendo aquí, rey Ptolomeo? —preguntó Octavio desde su silla curul de marfil en la que se había sentado.
No habría apretones de mano, ninguna bienvenida cordial. Ninguna hipocresía.
—He venido a negociar.
—¿Te envió tu madre?
El joven se rio y dejó a la vista otra faceta de su parecido a Divus Julius.
—¡No, por supuesto que no! Ella cree que voy de camino a Berenice, desde donde debo viajar a la India.
—Hubieses hecho bien en obedecerla.
—No. No puedo dejarla; no dejaría que se enfrentase a ti sola.
—Ella tiene a Marco Antonio.
—Si lo he interpretado bien, él estará muerto.
Octavio se desperezó, bostezó hasta que le lloraron los ojos.
—Muy bien, rey Ptolomeo, negociaré contigo. Pero no con tantos oídos escuchando. Caballeros legados, podéis marcharos. Recordad el juramento que habéis prestado a mi persona. No quiero que ni un susurro de todo esto vaya más allá de vosotros, ni tampoco hablaréis de esto entre vosotros. ¿Está claro?
Estatilio Tauro asintió; él y los demás legados se marcharon.
—Siéntate, Cesarión.
Proculeio, Thyrso y Epafrodito se alejaron lo suficiente de la pared de la tienda para no escuchar a los dos participantes de aquel drama, casi sin respirar de terror.
Cesarión se sentó, con sus ojos azul verde, la única parte que no pertenecía a Divus Julius.
—¿Qué crees que puedes conseguir que no lo puede hacer Cleopatra?
—Una atmósfera tranquila, para empezar. Tú no me odias. ¿Cómo podrías hacerlo, cuando nunca nos hemos conocido? Quiero conseguir una paz que te beneficie tanto a ti como a Egipto.
—Explica tus propuestas.
—Que mi madre se retire a una vida privada en Menfis o Tebas. Que sus hijos con Marco Antonio vayan con ella. Que yo gobierne en Alejandría como rey y en Egipto como faraón, como cliente de Cayo Julio César Divi Filius, como su más leal, más fiel cliente-rey. Te daré todo el oro que pidas, además del trigo para alimentar a las multitudes de Italia.
—¿Por qué vas tú a reinar con más sabiduría que tu madre?
—Porque soy hijo de sangre de Cayo Julio César. Ya he comenzado a rectificar los errores que cometieron muchas generaciones de la casa de Ptolomeo. He dispuesto una ración de trigo gratis para los pobres, he ampliado la ciudadanía de Alejandría a todos sus residentes y estoy en el proceso de establecer elecciones democráticas.
—Muy cesariano, Cesarión.
—Verás, encontré sus documentos; aquéllos donde detalla sus planes para Alejandría y Egipto y así sacarlos del estancamiento que ha sufrido Egipto durante milenios. Vi que sus ideas eran las correctas, que estábamos hundidos en un fangal de privilegios para las clases superiores.
—¡Oh, hablas como él!
—Gracias.
—Es verdad que compartimos un padre divino —manifestó Octavio—, pero tú te pareces mucho más a él.
—Eso es lo que siempre dijo mi madre. Antonio también.
—¿No se te ha ocurrido lo que eso significa, Cesarión?
El joven lo miró desconcertado.
—No. ¿Qué podría significar aparte de su realidad?
—Su realidad. En una palabra, ése es el problema.
—¿Problema?
—Sí. —Octavio exhaló un suspiro y unió sus dedos torcidos—. De no haber sido por el accidente de tu aparición, rey Ptolomeo, quizá hubiese aceptado negociar contigo. Tal como son las cosas, no tengo alternativa. Debo matarte.
Cesarión soltó una exclamación, comenzó a levantarse y después permaneció sentado.
—¿Quieres decir que caminaré con mi madre en tu destile triunfal y luego iré al estrangulador? Pero ¿por qué? ¿Qué hace que mi muerte sea necesaria? Ya que ha salido en la conversación, ¿por qué es necesaria la muerte de mi madre?
—Te equivocas conmigo, hijo de César. Nunca caminarás en mi desfile triunfal. Es más, nunca te permitiría acercarte a mil millas de Roma. ¿Es que nunca nadie te lo explicó?
—¿Explicarme qué? —preguntó Cesarión con una expresión de enfado—. ¡Deja de jugar conmigo, César Octavio!
—Tu parecido con Divus Julius es una amenaza para mí.
—¿Yo una amenaza debido al parecido? ¡Eso es una locura!
—Cualquier cosa menos una locura. Escúchame y te lo explicaré; qué extraño que tu madre nunca lo hiciese. Quizá creyó que si tú lo sabías la suplantarías en el Capitolio de inmediato. ¡No, siéntate y escucha! Te hablaré sinceramente de Cleopatra no para enfadarte, sino porque ella ha sido mi implacable enemiga. Mi querido muchacho, he tenido que luchar con uñas y dientes contra viento y marea para establecer mi poder en Roma. ¡Durante catorce años! Comencé cuando tenía dieciocho, adoptado como el hijo romano de mi divino padre. Acepté mi herencia y me aferré a ella, aunque muchos hombres se me han opuesto, incluido Marco Antonio. Ahora tengo treinta y dos y (una vez que hayas muerto) estaré seguro por fin. No tuve una juventud como la tuya. Era un muchacho enfermo y débil. Los hombres se burlaban de mi coraje. Me esforzaba en parecerme a Divus Julius: ensayaba su sonrisa, llevaba botas con alzas para parecer más alto, copiaba su discurso y su estilo de retórica. Hasta que finalmente, a medida que la imagen terrenal de Divus Julius se borraba del recuerdo de los hombres, creyeron que él se parecía a mí. ¿Comienzas a comprender, Cesarión?
—No. Sufro por tus tribulaciones, primo, pero no alcanzo a entender qué tiene que ver mi apariencia con todo esto.
—La apariencia es la base sobre la que gira mi carrera. Tú no eres romano y no has sido criado como un romano. Tú eres un extranjero. —Octavio se inclinó hacia adelante con los ojos resplandecientes—. Déjame que te diga por qué los romanos, un pueblo pragmático y sensible, divinizaron a Cayo Julio César. Algo en absoluto romano. ¡Lo amaban! Se ha dicho de muchos generales que sus soldados morirían por ellos, pero todo el pueblo de Roma e Italia por el único que hubiesen muerto era por Cayo Julio César. Cuando caminaba por el foro romano, por las callejuelas y los barrios de Roma o de cualquier otra ciudad italiana, trataba a la gente que encontraba como sus iguales, bromeaba con ellos, escuchaba sus pequeñas quejas, intentaba ayudar. Nacido y criado en los barrios bajos de la Subura, se movía entre el Censo por Cabezas como uno de ellos; hablaba su jerga, dormía con sus mujeres, besaba a sus malolientes bebés y lloraba cuando sus sufrimientos lo conmovían, algo que sucedía a menudo. Cuando aquellos orgullosos estrafalarios y amantes del dinero lo asesinaron, el pueblo de Roma e Italia no pudo soportar perderlo. ¡Ellos lo hicieron un dios, no el Senado! De hecho, el Senado (¡dirigido por Marco Antonio!) intentó por todas las maneras posibles aplastar el culto a César. Sin éxito. Sus clientes eran legión, y yo los heredé junto con su fortuna.
Se levantó, dio la vuelta alrededor de la mesa para acercarse al joven de aspecto preocupado y lo miró.
—Si dejamos que el pueblo de Roma e Italia te vea, Ptolomeo César, ellos se olvidarán de todos los demás. Te aceptarán en sus corazones en un arranque de alegría. ¿Qué pasará conmigo? Me olvidarán de la noche a la mañana; el trabajo de catorce años será olvidado. El Senado te abrazará, te hará ciudadano romano y probablemente te obsequiará con el consulado al día siguiente. Gobernarías no sólo Egipto y Oriente, sino también Roma, sin duda, con la forma que tú escogieras, desde dictador perpetuo hasta rey. Divus Julius había comenzado a suavizar nuestro mos maiorum, luego nosotros, los tres triunviros, lo suavizamos todavía más y ahora que he eliminado a Antonio de cualquier esperanza de rivalidad soy el amo indiscutido de Roma. Siempre y cuando que mi Roma o Italia no te vean. Tengo la plena intención de gobernar Roma y sus posesiones como un autócrata, joven Ptolomeo César. Porque Roma, por fin, está en el camino correcto para aceptar el gobierno autocrático. Si el pueblo te ve en Roma te aceptarán. Pero tú gobernarías como te ha enseñado tu madre, como un rey, sentado en el Capitolio dispensando justicia, Minos en la puerta del Hades. Tú no verás nada de malo en eso, pese a todos tus programas liberales de reforma en Alejandría y Egipto. En contraposición a eso, mi gobierno será invisible. No llevaré diadema o tiara para que proclame mi condición, ni permitiré que mi querida esposa sea reina. Continuaremos habitando en nuestra actual casa y dejaremos que Roma crea que se gobierna democráticamente. Por eso debes morir. Para que Roma continúe siendo romana.
Las emociones se habían perseguido una tras otra en el rostro de Cesarión: asombro, dolor, reflexión, furia, tristeza, comprensión. Pero no desconcierto o confusión.
—Lo comprendo —dijo con voz pausada—. Lo comprendo, y no te puedo culpar.
—Eres el hijo del divino César y, por todo lo que me han dicho has heredado su brillantez intelectual. Lamento que nunca veré si también has heredado su genio militar, pero tengo algunos muy buenos generales y no temo al rey de los partos, con quien pienso establecer la paz y no atacar. Uno de los pilares de mi gobierno será la paz. La guerra es la más inútil de las actividades humanas, un desperdicio de vidas y dinero, y no permitiré que las regiones romanas dicten cómo ha de ser Roma o quién la gobierne.
Ahora él hablaba, comprendió Cesarión, con el fin de posponer la ejecución de una ejecución.
«Oh, mamá¿Por qué no confiaste en mí? ¿No sabías lo que el auténtico hijo romano de César acaba de decirme? Sin duda, Antonio lo sabía, pero Antonio era un títere. No porque lo drogases o por el vino, sino porque te amaba. Tendrías que habérmelo dicho. Pero de nuevo quizá no lo viste, y Antonio también quizá estuvo demasiado ocupado demostrándose digno de tu amor como para considerar importante mi situación.»
Cesarión cerró los ojos y se obligó a sí mismo a pensar, a aplicar su formidable intelecto a su situación. ¿Había una mínima posibilidad de escapatoria? Sintió el vientre vacío de esperanza y exhaló un suspiro. No, no había ninguna posibilidad de escapatoria. Lo más que podía hacer era intentar poner trabas a la decisión de Octavio de matarlo, salir de la tienda y gritar a pleno pulmón que era el hijo de César. ¡No tenía nada de particular que Tauro lo hubiese mirado de una manera desorbitada! Pero ¿era eso lo que su padre hubiese querido de su hijo no romano? Sabía la respuesta y suspiró de nuevo. Octavio era el verdadero hijo de César por voluntad propia y dictado de César, sin ninguna otra mención a su hijo en Egipto. Cuando todo estuvo hecho, lo que César había valorado más que nada en su vida era la dignitas. Dignitas! La principal de todas las cualidades romanas, la participación personal en los logros y los triunfos y en la fuerza de un hombre. Incluso en sus últimos momentos, César había mantenido su dignitas intacta; en lugar de continuar luchando había utilizado aquella mínima fracción de tiempo que le quedaba para ponerse un pliegue de la toga por encima del rostro y otro por debajo de las rodillas. De forma tal que Bruto, Casio y el resto no viesen la expresión de su rostro moribundo o atisbasen sus genitales.
«Sí —pensó Cesarión—, yo también preservaré mi dignitas. Moriré siendo mi propio dueño, mi rostro y mis genitales cubiertos. Seré digno de mi padre.»
—¿Cuándo moriré? —preguntó Cesarion con la voz calma.
—Ahora, dentro de esta tienda. Tengo que hacer el trabajo yo mismo, porque no confío en nadie más para que lo haga. Si mi falta de experiencia hace tu muerte más dolorosa, lo siento.
—Mi padre dijo: «Que sea súbita.» Mientras tengas eso en mente, César Octavio, me daré por satisfecho.
—No puedo decapitarte. —Octavio estaba muy pálido, las fosas nasales dilatadas mientras intentaba controlar su boca. Le dedicó una sonrisa retorcida—. No tengo tanta fuerza muscular, ni tampoco tanto acero. Tampoco deseo ver tu rostro. Thyrso, dame esa tela y aquella cuerda.
—Entonces, ¿cómo? —preguntó Cesarión, de pie.
—Una espada por debajo de tus costillas hasta tu corazón. No intentes correr, no cambiará tu destino.
—Eso ya lo sé. Más público, pero mucho más engorroso. Sin embargo, correré a menos que aceptes mis condiciones.
—Nómbralas.
—Que seas amable con mi madre.
—Seré amable.
—¿Y con mis hermanos pequeños y mi hermana?
—No se les tocará ni un pelo de sus cabezas.
—¿Tengo tu palabra?
—La tienes.
—Entonces estoy preparado.
Octavio tapó la cabeza de Cesarión con la tela y anudó la cuerda alrededor de su cuello para mantener en su sitio la improvisada capucha. Thyrso le alcanzó una espada; Octavio probó el filo y lo encontró afilado como una navaja. Entonces miró el suelo de tierra de la tienda, frunció el entrecejo y le hizo un gesto a Epafrodito, que estaba blanco como una sábana.
—Échame una mano, Dito. Octavio sujetó el brazo de Cesarión.
—Muévete con nosotros —dijo, y miró la tela blanca—. ¡Qué valiente eres! Tu respiración es profunda y firme.
Una voz que podía haber sido la de Marco Antonio salió de debajo de la capucha.
—¡Deja de charlar y acaba con esto, Octavio!
Cuatro pasos más allá había una alfombra persa de color rojo brillante; Epafrodito y Octavio hicieron que Cesarión se Parase sobre ella; ya no podía haber más demoras. «¡Acaba con esto, Octavio, acaba con esto!» Colocó la espada y la clavó por debajo y hacia arriba en un rápido movimiento con más fuerza de la que hubiese creído tener; Cesarión exhaló un suspiro y cayó de rodillas, Octavio lo siguió, con las manos alrededor de la empuñadura de marfil porque no podía soltarla.
—¿Está muerto? —preguntó, con la cabeza torcida para mirar hacia arriba—. ¡No, no! ¡No descubras su cara, hagas lo que hagas!
—La arteria, en su cuello, no late, César —dijo Thyrso.
—Entonces lo hice bien. Envuélvelo en la alfombra.
—Suelta la espada, César.
Lo sacudió un temblor; sus dedos se relajaron, y por fin soltó la empuñadura.
—Ayúdame a levantarme.
Thyrso había envuelto el cadáver en la alfombra, pero era tan largo que sobresalían los pies. Pies grandes como los de César.
Octavio se desplomó sobre la silla más cercana y se sentó con la cabeza entre las rodillas, jadeante.
—¡Oh, no quería hacerlo!
—Tenía que hacerse —dijo Proculeio—. ¿Ahora qué?
—Llama a seis no combatientes con palas. Pueden cavar su tumba aquí mismo.
—¿Dentro de la tienda? —preguntó Thyrso, que parecía a plinto de vomitar.
—¿Por qué no? ¡Venga, en marcha, Dito! No quiero tener que pasar la noche aquí, y no puedo dar órdenes hasta que el chico esté enterrado. ¿Tiene un anillo?
Thyrso se metió debajo de la alfombra y salió con él.
Lo tomó con una mano —bien, bien, no temblaba— y lo miró.
Aquello que los egipcios llamaban uraeus estaba tallado en el sello, una cobra erguida. La piedra era una esmeralda, y en su borde había algo en jeroglíficos: un pájaro, un ojo del que caía una lágrima, unas líneas onduladas, otro pájaro. Bien, tendría que servir. Si debía mostrarlo como prueba del destino de Cesarión, serviría. Lo guardó en su bolsa.
Una hora más tarde, las legiones y la caballería marchaban de nuevo, aunque no muy lejos, por la carretera de Alejandría; Octavio había decidido acampar durante unos días para que Cleopatra creyese que su hijo había escapado, que iba camino de la India. Detrás de ellos, en el lugar donde la tienda había estado por tan poco tiempo, había un trozo de tierra alisada y bien apisonada; debajo, a seis cúbitos de profundidad, yacía el cuerpo de Ptolomeo XV, faraón de Egipto y rey de Alejandría, envuelto en una alfombra empapada con su sangre.
«Lo que da vueltas, vuelve», pensó Octavio aquella noche en la misma tienda pero en otro suelo, sin preocuparse por la victoria de Antonio sobre sus tropas avanzadas. «Aquella mujer» ya tenía una leyenda, y parte de ella era que había entrado envuelta en una alfombra de contrabando para ver a César. Según éste, era una vulgar estera de juncos, pero los historiadores la habían convertido en una alfombra de primera calidad. En aquellos momentos todo había terminado con sus esperanzas y sueños de nuevo dentro de una alfombra. «Ahora por fin puedo relajarme. Mi mayor amenaza ha desaparecido para siempre. Sin embargo, debo admitir que murió bien.»
Después de la debacle del último día de julio, cuando el ejército de Antonio se rindió, Octavio decidió que no entraría en Alejandría como un conquistador, a la cabeza de sus miles de legionarios, de su enorme masa de caballería. No, entraría en la ciudad de Cleopatra discretamente, sin llamar la atención. Sólo él, Proculeio, Thyrso y Epafrodito con su guardia germana, por supuesto. No tenía sentido arriesgarse a la daga de un asesino por mantener el anonimato.
Dejó a sus legados superiores en el hipódromo dedicados a hacer un censo de las tropas de Antonio y de poner un poco de orden en el considerable caos. Sin embargo, advirtió, los habitantes de Alejandría no hacían ningún intento de escapar. Eso significaba que estaban reconciliados con la presencia de Roma y estarían allí para escuchar a su compañía de heraldos cuando anunciasen el destino de Egipto. Había recibido noticias de Cornelio Gallo, que no estaba a muchas millas al oeste, y le envió órdenes para que sus flotas pasasen de largo por las dos radas de Alejandría y anclasen en las carreteras apartadas del hipódromo.
—¡Qué hermoso! —dijo Epafrodito cuando los cuatro se acercaron a la Puerta del Sol poco después del alba, en las calendas, el primer día de Sextilis.
Así era, porque la Puerta del Sol, en el lado este de la avenida Canópica, estaba construida con dos inmensos pilones unidos por un dintel, muy cuadrada y egipcia para cualquiera que hubiese visto Menfis. Pero los colores deslumbraban con la luz dorada del sol naciente, el sencillo blanco dorado de la piedra en ese momento cada mañana.
Publio Canidio esperaba en mitad de la ancha calle, al otro lado de la puerta, montado en un caballo bayo. Octavio cabalgó hasta él y se detuvo.
—¿Planeas otra fuga, Canidio?
—No, César, estoy harto de escapar. Me entrego a ti con sólo una petición: que honres mi coraje y hagas la mía una muerte rápida. Después de todo, podría haber caído sobre mi espada.
Los fríos ojos grises miraron reflexivamente al general de Antonio.
—Decapitación, pero sin azotes. ¿Te parece bien?
—Sí. ¿Permaneceré siendo un ciudadano de Roma?
—No, me temo que no. Aún queda por intimidar a unos cuantos senadores.
—Que así sea. —Canidio clavó los talones a su caballo y se movió para alejarse—. Me entregaré a Tauro.
—¡Espera! —gritó Octavio—. Marco Antonio, ¿dónde está?
—Muerto.
El dolor apareció en el rostro de Octavio con más fuerza y rapidez de lo que había imaginado; permaneció montado en su sorprendente Caballo Público color crema y lloró amargamente mientras los germanos miraban asombrados hacia la avenida Canópica y sus tres compañeros deseaban estar en alguna otra parte.
—Éramos primos, y no había necesidad de llegar a esto. —Octavio se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Proculeio—. ¡Oh, Marco Antonio, pobre desgraciado!
El decorado muro del recinto real separaba la avenida Canópica del montón de palacios y edificios al otro lado; cerca del final, donde se fundía con el dentado flanco del Akro, un teatro que una vez había sido una fortaleza, estaban las puertas del recinto real. Nadie las vigilaba, estaban abiertas de par en par para admitir a cualquiera.
—Necesitaremos de verdad un guía para este laberinto —dijo Octavio, que se detuvo para contemplar el esplendor que había por todas partes.
Como si al expresar un deseo se hubiese hecho realidad, un hombre mayor emergió de entre dos pequeños palacios de mármol de estilo griego dórico y caminó hacia ellos con un largo báculo dorado en su mano izquierda. Era un hombre muy alto y apuesto, vestía una túnica de lino púrpura plisada sujeta a la cintura con un amplio cinturón de oro tachonado con gemas que hacía juego con el collar alrededor de su cuello y llevaba brazaletes en cada uno de sus antebrazos desnudos. Su cabeza estaba descubierta salvo por los largos rizos grises sujetos por una ancha banda de un tejido púrpura con hilos de oro.
—Hora de desmontar —dijo Octavio, que se apeó del caballo y pisó el pulido mármol marrón—, Arminio, vigila las puertas. Si te necesito, enviaré a Thyrso. No hagas caso si aparece algún otro.
—César Octavio —dijo el recién llegado con una profunda reverencia.
—Con César bastará. Sólo mis enemigos añaden el Octavio. ¿Tú eres?
—Apolodoro, alto chambelán de la reina.
—Oh, bien. Llévame a ella.
—Me temo que eso no es posible, domine.
—¿Por qué? ¿Ha escapado? —preguntó él con los puños apretados—. ¡Qué la peste se lleve a esa mujer! ¡Quiero acabar con este asunto!
—No, domine, ella está aquí, pero en su tumba.
—¿Muerta? ¿Muerta? ¡No puede estar muerta, no la quiero muerta!
—No, domine. Está en su tumba, pero viva.
—Llévame allí.
Apolodoro se volvió y entró en el desconcertante laberinto de edificios, escoltado por Octavio y sus amigos. Después de una breve marcha se encontraron con otro de aquellos altos muros engalanados con vividas imágenes bidimensionales y la curiosa escritura que Menfís le había dicho a Octavio que eran jeroglíficos. Cada símbolo era una palabra, pero para sus ojos era incomprensible.
—Estamos a punto de entrar en el Sema —explicó Apolodoro, que hizo una pausa—. Aquí están enterrados los miembros de la casa Ptolomeo, junto con Alejandro Magno. La tumba de la reina está en la pared que da al mar, aquí. —Señaló una estructura cuadrada de piedra roja.
Octavio miró las enormes puertas de bronce, luego el andamio y la grúa, el cesto.
—Bueno, al menos no será difícil sacarla —dijo—. Proculeio, Thyrso, entrad por la abertura, en lo alto de aquel andamio.
—Si haces eso, domine, ella te escuchará y morirá antes de que tus hombres lleguen a ella —dijo Apolodoro.
—Cacat! ¡Necesito hablar con ella y la quiero viva!
—Hay un tubo; aquí, junto a las puertas. Sopla por allí, lo que alertará a su majestad de que alguien en el exterior tiene cosas que decirle. Octavio sopló.
Llegó de vuelta una voz, sorprendentemente clara, aunque aguda.
—¿Sí? —preguntó.
—Soy César y deseo hablar contigo. Abre las puertas y sal.
—¡No, no! —fue la respuesta—. ¡No hablaré con Octavio! ¡Con cualquiera menos con Octavio! No saldré, y si intentas entrar, me mataré.
Octavio le hizo un gesto a Apolodoro, que parecía agotado.
—Dile a la tonta de su majestad que Cayo Proculeio está aquí conmigo, y pregúntale si hablará con él.
—¿Proculeio? —dijo la aguda y clara voz—. Sí, hablaré con Proculeio. Antonio me dijo en su lecho de muerte que podía confiar en Proculeio. Que hable él.
—No distinguirá una voz de otra desde ahí abajo —le susurró Octavio a Proculeio.
Pero, aparentemente, sí lo hacía, porque cuando Octavio la dejó hablar con Proculeio e intentó participar de la conversación, ella lo reconoció y se negó a comunicarse. Tampoco quería hablar con Thyrso o Epafrodito.
—¡Oh, no me lo puedo creer! —gritó Octavio. Se volvió hacia Apolodoro—. Trae vino, agua, comida, sillas y una mesa. Si tengo que convencer a su majestad para que salga de esta fortaleza, entonces al menos pongámonos cómodos.
Pero para el pobre Proculeio la comodidad no era posible; el tubo estaba demasiado alto en la pared como para que pudiese sentarse en una silla, aunque pasadas unas horas Apolodoro apareció con un taburete que Octavio sospechó que era para este fin, de ahí la demora. Las órdenes de Proculeio eran asegurarle a Cleopatra que estaba a salvo, que Octavio no tenía intención de matarla y que sus hijos estaban seguros. Eran sus hijos lo que la preocupaban, no sólo su seguridad, sino su destino. Hasta que Octavio aceptara que uno de ellos gobernase en Alejandría y otro en Tebas no estaba dispuesta a salir. Proculeio argumentó, amenazó, rogó, razonó, volvió a discutir, halagó, sin conseguir ningún resultado.
—¿Por qué esta farsa? —le preguntó Thyrso a Octavio a medida que caía la noche y los sirvientes del palacio venían con antorchas para iluminar el lugar—. ¡Ella sabe que no puedes prometerle lo que pide! ¿Por qué no quiere hablar directamente contigo? ¡Ella sabe que estás aquí!
—Porque tiene miedo de que, si habla directamente conmigo, nadie más escuchará lo que decimos. Ésta es su manera de poner sus palabras en algo así como un registro permanente; sabe que Proculeio es un erudito, un escritor de hechos.
—Sin duda podremos entrar por arriba durante la oscuridad.
—No, aún no está lo bastante cansada. Quiero que esté tan cansada que baje la guardia. Sólo entonces podremos entrar.
—En este momento, César, tu principal problema soy yo —manifestó Proculeio—. Estoy terriblemente cansado, mi mente desvaría. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti, pero mi cuerpo ya no da más de sí.
Entonces apareció Cayo Cornelio Gallo, su apuesto rostro fresco, sus ojos grises alerta. Octavio tuvo una idea.
—Pregúntale a su majestad si está dispuesta a hablar con otro escritor diferente pero del mismo prestigio —dijo—. Dile que estás enfermo o que te he dicho que te marchases; ¡algo, cualquier cosa!
—Sí, hablaré con Gallo —dijo la voz, que ahora ya no era tan fuerte después de que hubiesen pasado doce horas.
La discusión continuó hasta que salió el sol y prosiguió a lo largo de la mañana: veinticuatro horas. Por fortuna, el pequeño recinto que había delante de las puertas estaba bien protegido del sol del verano.
Su voz se había hecho muy débil; ahora parecía como si no le quedasen muchas energías, pero con Octavia como hermana, Octavio sabía con qué fuerza una mujer lucharía por sus hijos.
Finalmente, bien pasado el mediodía, asintió.
—Proculeio, hazte cargo de nuevo. Eso la despertará, concentrará su atención en el tubo. Gallo, toma a mis dos libertos y entra en la tumba a través de la abertura. Quiero que se haga con absoluto sigilo: nada de chirridos de poleas, nada de susurros. Si consigue matarse, os meteré la nariz en la mierda y yo empujaré vuestras cabezas con mis manos.
Cornelio Gallo era como un gato, muy silencioso y ágil; cuando los tres hombres estuvieron en la abertura eligió bajar por su cuenta por una de las cuerdas. A la luz mortecina de las antorchas vio a Cleopatra y a sus dos compañeras junto al tubo; la reina gesticulaba apasionadamente mientras hablaba, toda su atención enfocada en Proculeio. Una de las mujeres la sostenía por la axila derecha para mantenerla erguida; la otra, por la izquierda. Gallo se movió con la velocidad de un relámpago. Incluso así, ella soltó un grito y se lanzó para coger la daga de la mesa que tenía a su lado; él se la arrebató y la sujetó sin problemas, a pesar de que las dos agotadas mujeres tironeaban y le pegaban. Luego, Thyrso y Epafrodito se unieron a él y contuvieron a las tres mujeres.
Un hombre de treinta y ocho años pleno de salud, Gallo, dejó a las mujeres a cargo de los libertos, levantó las dos enormes trancas de bronce y luego abrió las puertas. Entró la luz. Él parpadeó, deslumbrado.
Para el momento en que las mujeres salieron, literalmente en volandas, Octavio había desaparecido. No formaba parte de sus planes enfrentarse a la Reina de las Bestias todavía, quedaban muchos días por delante. Gallo llevó a la reina en sus brazos a sus habitaciones privadas, y los dos libertos cargaron con Channian e Iras. El legado superior, que era un hombre joven, se sorprendió por el aspecto de Cleopatra cuando la iluminó la luz del día: las prendas, rígidas y manchadas con sangre; los pechos, desnudos y cubiertos con profundas laceraciones; los cabellos, desordenados, con trozos de cuero cabelludo sanguinolento.
—¿Tiene un médico? —le preguntó a Apolodoro, que no se apartaba de ellos.
—Sí, domine.
—Entonces mándalo a llamar de inmediato. César quiere a tu reina sana, chambelán.
—¿Se nos permitirá atenderla?
—¿Qué dijo César?
—No me atreví a preguntar.
—Thyrso, ve y pregunta —ordenó Gallo. La respuesta llegó de inmediato: la reina Cleopatra no debía dejar sus aposentos privados, pero cualquiera que ella necesitase podía ir allí, así como se le debía suministrar cualquier cosa que pidiese.
Cleopatra yacía, con los grandes ojos dorados vacíos, en un diván, sin ningún signo de su posición regia.
Gallo se acercó a ella.
—¿Cleopatra, puedes escucharme?
—Sí —dijo ella con voz ronca.
—¡Qué alguien le dé vino! —ordenó, y esperó hasta que ella hubiese bebido un poco—. Cleopatra, tengo un mensaje para ti de César. Eres libre de moverte por tus apartamentos, comer lo que desees, tener cuchillos a mano para mondar la fruta o cortar la carne, ver a quien quieras. Pero si te quitas la vida, tus hijos morirán de inmediato. ¿Está claro? ¿Lo comprendes?
—Sí, lo comprendo. Dile a César que no intentaré hacerme ningún daño. Debo vivir para mis hijos. —Se levantó apoyada en un codo cuando un sacerdote egipcio con la cabeza afeitada entró seguido por dos acólitos—. ¿Puedo ver a mis hijos?
—No, eso no es posible.
Ella se dejó caer de nuevo y se tapó los ojos con una bella mano.
—Pero ¿aún están vivos?
—Tienes mi palabra de que así es, y la de Proculeio.
—Si las mujeres quieren gobernar como soberanas —le comentó Octavio a sus cuatro compañeros en una cena tardía—, nunca deberían casarse y tener hijos. Son muy pocas las mujeres que puedan superar el amor maternal. Incluso a Cleopatra, que debió de asesinar a centenares de personas (incluida a una hermana y un hermano), se la puede controlar con una simple amenaza a sus hijos. Un Rey de Reyes es capaz de asesinar a sus hijos, pero no la Reina de Reyes.
—¿Cuál es tu propósito? ¿Por qué no dejar que ponga fin a su existencia? —preguntó Gallo mientras parte de su mente componía una oda—. ¿A menos que quieras que camine en tu triunfo?
—¡Al último cautivo que quiero ver en mi triunfo es a Cleopatra! ¿No eres capaz de imaginarte a nuestras sentimentales abuelas y madres a todo lo largo del desfile contemplando a esta pobre, esquelética y patética mujer? ¿Ella, una amenaza para Roma? ¿Ella una bruja, una seductora, una puta? Mi querido Gallo, llorarían por ella, no la odiarían. Cubos de lágrimas, ríos de lágrimas, océanos de lágrimas. No, ella morirá aquí, en Alejandría.
—Entonces, ¿por qué no ahora? —preguntó Proculeio.
—Porque, primero, Cayo, debo romperla. Debe ser sometida a una nueva forma de guerra: la de nervios. Debo aprovecharme de su sensibilidad, llenarla de preocupación por sus hijos, mantenerla en el filo de la navaja.
—Sigo sin comprenderlo —señaló Proculeio con el entrecejo fruncido.
—Todo tiene que ver con la manera en que muera. Sea cual sea esa manera debe de ser vista por el mundo entero como algo de su propia elección y no como un asesinato cometido a instigación mía. Debo emerger de esto sin mancha: el noble romano que la trató bien, que le dio todo tipo de comodidades cuando estuvo de nuevo en su palacio, nunca amenazada de muerte. Si toma veneno, me culparán. Si se apuñala, me culparán. Si se ahorca, me culparán. Su muerte debe ser tan egipcia que nadie sospechará de la participación de mi mano.
—Tú no la has visto —dijo Gallo, que se sirvió un trozo de pan con unas extrañas y deliciosas especias.
—No, ni pretendo hacerlo. Todavía. Primero, debo romperla.
—Me gusta este país —afirmó Gallo, con la lengua picante Por la perversa mezcla de sabores del pan.
—Ésa es una excelente noticia. Gallo, porque te dejaré aquí para que gobiernes en mi nombre.
—¡César! ¿Puedes hacer eso? —preguntó el gratificado poeta—. ¿No será una provincia bajo el mando del Senado y el pueblo?
—No, eso no se puede permitir. No quiero ningún procónsul o propretor enviado aquí con la bendición del Senado —respondió Octavio, que masticó algo que suponía era el equivalente egipcio del apio—. Egipto me pertenece a mí, de la misma manera que Agripa virtualmente posee ahora Sicilia. Una pequeña recompensa por mi victoria sobre Oriente.
—¿El Senado te complacerá?
—Más le vale.
Los cuatro hombres lo miraban, en lo que parecía una nueva luz; aquél no era el hombre que había luchado inútilmente contra Sexto Pompeyo durante años, ni jugado con la voluntad de su tierra patria al tomar el juramento de servirle. Aquél era César Divi Filius, que sin duda sería un dios algún día y claro amo del mundo. Duro, frío, distante, previsor, no enamorado del poder por el poder en sí mismo, el infatigable adalid de Roma.
—Entonces, ¿qué hacemos por el momento? —preguntó Epafrodito.
—Tú te pondrás en el gran pasillo delante de los apartamentos de la reina y llevarás el registro de todos lo que entren a verla. Nadie le llevará a sus hijos. Dejaremos que sufra durante unos cuantos nundinae.
—¿No tendrías que marchar a Roma a toda prisa? —preguntó Gallo, ansioso por quedarse regente de sus propios recursos en aquella maravillosa tierra.
—No me moveré hasta que haya conseguido mi propósito. —Octavio se levantó—. Todavía hay luz en el exterior. Quiero ver la tumba.
—Muy bonito —comentó Proculeio mientras pasaban por las habitaciones que llevaban a la cámara del sarcófago de Cleopatra—, pero hay cosas más valiosas en el palacio. ¿Crees que lo hizo con toda la intención, para que le dejemos que conserve todo lo necesario para la vida en el más allá en el que creen?
—Es probable. —Octavio observó la cámara del sarcófago y el sarcófago en sí mismo, una pieza de alabastro con un retrato de la reina en la parte superior pintado con toda exquisitez.
Un olor nauseabundo salía de una puerta al final de una cámara. Octavio entró en la cámara del sarcófago de Antonio y se detuvo bruscamente, los ojos dilatados por el horror. Algo que se parecía a Antonio yacía en una larga mesa, su cuerpo enterrado en sales de natrón, el rostro todavía visible porque, de haberlo sabido, el cerebro de Antonio debía ser retirado en pequeñas cantidades a través de la nariz para luego llenar la cavidad craneal con mirra, casia y barritas de incienso aplastadas.
Octavio tuvo una arcada; los sacerdotes embalsamadores lo miraron por un momento y luego continuaron con su trabajo.
—¡Antonio momificado! No una muerte romana, sino la que quería. Creo que se tardan tres meses en acabar el trabajo. Sólo entonces quitarán el natrón y lo envolverán con vendas.
—¿Cleopatra querrá lo mismo?
—Oh, sí.
—¿Dejarás que continúe este repugnante proceso?
—¿Por qué no? —preguntó Octavio con indiferencia, y se volvió para marcharse.
—Así que para eso es la abertura en la pared. Para permitir que los embalsamadores entren y salgan. Cuando esté acabado (para ambos) atrancarán las puertas y sellarán la abertura —dijo Gallo, que abrió el camino.
—Sí. Quiero a ambos reducidos a esto. Así, pertenecerán al viejo Egipto y no se convertirán en lémures que acosen a Roma.
Mientras pasaban los días y Cleopatra se negaba a cooperar, Cornelio Gallo tuvo una inspiración respecto a por qué Octavio no quería ver a la reina: le tenía miedo. Su implacable campaña de propaganda contra la Reina de las Bestias lo había convencido incluso a él; si se enfrentaba cara a cara con ella, no estaba seguro de que el poder de su hechicería no acabaría por dominarlo.
Hubo un momento en que ella dejó de comer, pero Octavio puso fin a eso con la amenaza de matar a sus hijos. La misma treta de siempre, pero que funcionaba. Cleopatra comió de nuevo. La guerra de nervios y voluntades continuó entre ellos sin piedad, sin que ninguno de los dos diese ninguna muestra de flaqueza.
Sin embargo, la intransigencia de Octavio tenía un efecto más poderoso en Cleopatra de lo que ella creía; de haber sido capaz de apartarse lo suficiente de su situación, hubiese comprendido que Octavio no se atrevería a matar a sus hijos, todos ellos muy pequeños. Quizá era su convencimiento de que Cesarión había conseguido escapar lo que la cegaba; pero fuera cual fuese la razón, ella continuó convencida de que sus hijos estaban en peligro.
Cuando Sextilis se acercaba a su final y septiembre amenazaba con las tormentas equinocciales. Octavio fue a buscar a Cleopatra a sus habitaciones.
Ella yacía adormilada en un diván, los rasguños, morados y otras reliquias de su dolor por la muerte de Antonio ya estaban curados. Cuando él entró, ella abrió los ojos, lo miró y volvió la cabeza.
—Marchaos —le ordenó Octavio a Charmian e Iras.
—Sí, marchad —dijo Cleopatra.
Él acercó una silla al diván y se sentó, sus ojos activos; varios bustos de Divus Julius salpicaban la habitación, así como también un espléndido busto de Cesarión, esculpido no mucho antes de su muerte porque era más hombre que muchacho.
—Es como César, ¿verdad? —preguntó ella al seguir su mirada.
—Sí, mucho.
—Mejor mantenerlo en esta parte del mundo bien lejos de Roma —manifestó ella con su voz más melodiosa—. Su padre siempre quiso que su destino estuviese en Egipto; fui yo la que asumió la tarea de ampliar sus horizontes, sin saber que él no deseaba un imperio. Él nunca será un peligro para ti, Octavio; es feliz con gobernar Egipto como tu cliente-rey. La mejor manera de resguardar tus propios intereses en Egipto es ponerlo a él en ambos tronos y prohibir a todos los romanos que entren al país. Él se ocupará de que tengas todo lo que desees: oro, trigo, tributos, papel, lino. —Ella exhaló un suspiro y se estiró, consciente de su dolor—. Nadie en Roma necesitará saber nunca que Cesarión existe.
Sus ojos se apartaron del busto para fijarse en su rostro.
«Oh, había olvidado lo hermoso que son sus ojos —pensó ella—. Tan plateados como grises, tan llenos de luz, y perfilados con unas pestañas gruesas y largas de cristal. ¿Por qué entonces nunca revelan sus pensamientos? Tampoco lo hace su rostro. Un rostro hermoso que recuerda al de César, pero no es tan angular, la forma de los huesos de la barbilla menos pronunciada, y, a diferencia de César, él va a mantener toda esa cabellera dorada.»
—Cesarión está muerto. —Octavio lo repitió—: Cesarión esta muerto.
Ella no le respondió. Sus ojos buscaron los suyos y se engancharon allí, inmóviles, como un estanque podrido de color verde marrón; su faz se demudó desde la línea de los cabellos hasta el cuello en un relámpago y dejó la hermosa piel de un color gris blanquecino.
—Vino a verme montado en un camello con dos compañeros cuando yo marchaba por la carretera a Alejandría desde Menfís. La cabeza llena de ideas de que podría convencerme para que te perdonase y salvase al doble reino. ¡Tan joven! ¡Tan engañado sobre la honorabilidad de los hombres! Tan seguro de poder convencerme. Me dijo que tú lo enviabas lejos, que se suponía que él debía navegar desde Berenice hasta la India. Como yo ya había localizado el tesoro de los Ptolomeo (sí, señora, César te traicionó y me dijo dónde encontrarlo antes de morir) no necesité torturarlo para saber dónde estaba. No creo que me lo hubiese dicho aunque lo hubiese torturado. Un joven muy valiente, no me costó verlo. Sin embargo, no se le podía permitir que viviese. Con un César es suficiente, y yo soy ese César. Yo mismo lo maté y lo enterré en la carretera de Menfis en una tumba sin marcar. —Giró el puñal en la herida—. Su cuerpo fue envuelto en una alfombra. —Luego buscó en la bolsa que llevaba al cinto y le dio algo—. Su anillo.
—¿Asesinaste al hijo de César?
—Con pesar, pero sí. Era mi primo, tengo la culpa de sangre. Pero estoy preparado para vivir con las pesadillas.
Su cuerpo se retorció, se estremeció.
—¿Es el placer de presenciar mi dolor lo que te hace decirme estas cosas? ¿O es política?
—Política, por supuesto. En carne eres un maldito incordio para mí, Reina de las Bestias. Tienes que morir, excepto que no veo la manera de no tener nada que ver con tu muerte; es muy difícil.
—¿No me quieres para tu triunfo?
—Edepol! ¡No! Si parecieses una amazona te haría desfilar alegremente, pero no con el aspecto de un gatito desnutrido.
—¿Qué hay de los otros jóvenes? ¿Antillo? ¿Curio?
—Muertos, junto con Canidio, Casio Parmensis y Décimo Turullio. Perdoné a Cinna; no es nada.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¿Qué hay de los hijos de Antonio? —susurró ella.
—Están bien. No han sufrido daño alguno. Echan de menos a su madre, a su padre, a su hermano mayor. Les dije que estáis todos muertos; que lloren ahora, cuando es oportuno. —Su mirada pasó a una estatua de César Divus Julius vestido como faraón egipcio muy peculiar—. Tú sabes que no disfruto con esto. No me produce ninguna alegría causarte tanto sufrimiento. Pero lo hago de todas maneras. ¡Soy el heredero de César! Pretendo gobernar el mundo de un extremo al otro y de un lado al otro del Mare Nostrum. No como un rey o siquiera como un dictador, sino como un simple senador dotado con todo el poder de los tribunos de la plebe. ¡Todo correcto! Hace falta un romano para que gobierne el mundo como debe ser gobernado. Alguien que no disfrute del poder, sino del trabajo.
—El poder es la prerrogativa del gobernante —señaló ella sin comprender.
—¡Tonterías! El poder es como el dinero, una herramienta. Vosotros sois los locos, los autócratas orientales. Ninguno de vosotros ama la tarea, el trabajo.
—Tomarás Egipto.
—Naturalmente. Aunque no como una provincia llena de romanos. Necesito controlar correctamente el tesoro de los Ptolomeo. Con el tiempo, la gente de Egipto (en Alejandría, el Delta y a lo largo del Nilo) llegará a pensar en mí como piensan en ti. Administraré Egipto mejor que tú. Tú maltrataste esta hermosa tierra de abundancia con la guerra y la ambición personal, gastaste dinero en barcos y soldados en la errónea creencia de que el número siempre gana. Lo que gana es el trabajo, además, como diría Divus Julius, de la organización.
—¡Qué presumidos sois los romanos! ¿Tú matarás a mis hijos?
—¡No! En cambio, los haré romanos. Cuando zarpe para Roma vendrán conmigo. Mi hermana Octavia los criará. ¡La más adorable y dulce de las mujeres! Nunca podré perdonar a aquel palurdo de Antonio por herirla.
—Vete —dijo ella, y le volvió la espalda.
Él se preparaba para marcharse cuando ella habló de nuevo.
—Dime, Octavio, ¿sería posible enviar a buscar algunas frutas del campo?
—No si les piensas añadir veneno —respondió él con viveza—. Haré que cada pieza sea probada por tus propias doncellas en el lugar que indique con mi dedo. Yo seré el culpable si hay el más mínimo indicio de que mueres envenenada. ¡No se te ocurra ninguna idea grandiosa! Si intentas que parezca que yo te asesino, estrangularé a tus tres hijos. ¡Lo digo de verdad! Si me culpan por tu muerte, ¿qué importa si asesino a tus hijos? —Pensó en alguna otra cosa y añadió—: Ni siquiera son unos niños muy bellos.
—Nada de veneno —dijo ella—. He encontrado la manera de morir que te absuelva de toda culpa. Quedará claro para todo el mundo que escogí la manera yo misma, por mi propia voluntad, moriré como faraón de Egipto, con toda dignidad y corrección.
—Entonces puedes enviar a que te traigan tu fruta.
—Una cosa más. —¿Sí?
—Comeré este fruto especial en mi tumba. Podrás inspeccionar cómo fue mi muerte después de que se haya producido. Pero insisto en que dejes a los sacerdotes embalsamadores que acaben su trabajo con Antonio y conmigo. Luego manda sellar la tumba. Si tú mismo no estás en Egipto, debe hacerlo la persona delegada por ti.
—Como quieras.
El busto de Cesarión llenaba sus ojos; no más lágrimas, se había acabado el tiempo para ellas. «¡Mi hermoso, hermoso muchacho! Qué parecido eras a tu padre, y, sin embargo, qué poco tenías de él. Me engañaste con tanta astucia que no sospeché de tus intenciones. ¿Confiar en Octavio? Eras demasiado ingenuo para ver la amenaza que representabas para él, demasiado poco romano. Ahora yaces en una fosa sin marcar, sin una tumba a tu alrededor, sin una barca para navegar por el Río de la Noche, sin comida ni bebida, sin una cama cómoda. Aunque creo que puedo perdonárselo todo a Octavio excepto la alfombra: una artera broma. Lo que él no sabe es que su venganza te dio un sarcófago, suficiente para contener tu Ka por un tiempo.»
—Llamad a Cha’em —dijo cuando Iras y Charmian entraron.
Él siempre había tenido el aspecto intemporal de un sacerdote de Ptah, aquel jefe de la orden exilado de su recinto para servir al faraón, pero en esos días tenía el aspecto de una momia.
—No necesito decirte que Cesarión está muerto.
—No, hija de Ra. El día que tú me preguntaste, yo ya sabía que no viviría más allá de su decimoctavo cumpleaños.
—Lo envolvieron y lo enterraron junto a la carretera de Menfis; allí debe de haber algunas señales donde se detuvo el ejercito. Por supuesto, ahora regresarás al recinto de Ptah y te ocuparás de cargar tus carros, burros y carretillas. Encuéntralo, Cha’em, y ocúltalo dentro de la momia de un toro. Ellos no te retendrán mucho tiempo si es que te detienen. Llévalo a Menfis para un entierro secreto. Aún derrotaremos a Octavio. Cuando esté en el Reino de los Muertos, debo ver a mi hijo en toda su gloria.
—Así se hará —dijo Cha’em.
Charmian e Iras lloraban; Cleopatra las dejó llorar, y después las mandó callar.
—¡Callaos! Se acerca el momento y necesito que se hagan ciertas cosas. Que Apolodoro mande a buscar una cesta de higos sagrados. Completa. ¿Lo habéis comprendido?
—Sí, majestad —susurró Iras.
—¿Qué prendas vestirás? —preguntó Charmian.
—La doble corona. Mi mejor collar, faja y brazaletes. El vestido blanco plisado con la chaqueta recamada que vestí para César años atrás. Nada de zapatos. Alheña en mis manos y pies. Dáselo todo a los sacerdotes para el día cuando me pongan en mi sarcófago. Ya tienen la armadura de mi amado Antonio, la que vistió cuando coronó a mis hijos.
—¿Los niños? —preguntó Iras al recordarlos—. ¿Qué pasa con ellos?
—Marchan a Roma para vivir con Octavia. No la envidio.
Charmian sonrió entre lágrimas.
—¡No cuando se trata de Filadelfo! ¿Me pregunto si habrá pateado las espinillas de Octavio?
—Es probable.
—¡Oh, señora! —gritó Charmian—. ¡Nunca había imaginado que esto terminara de esta manera!
—No lo hubiese hecho de no haberme encontrado con Octavio. La sangre de Cayo Julio César es muy fuerte. Ahora, dejadme.
«Se supone —pensó Cleopatra mientras caminaba por la habitación, la mirada puesta en el busto de Cesarión— que uno debe pensar durante toda su vida en este momento, pero no quiero hacerlo. Sólo quiero pensar en Cesarión, en su suave cabeza dorada contra mi pecho mientras bebía mi leche con grandes y largos tragos. Cesarión jugando con su caballo de Troya de madera; sabía el nombre de cada uno de los cincuenta muñecos de su vientre. Cesarión decidido a tener sus títulos como faraón. Cesarión levantando los brazos a su padre. Cesarión riéndose con Antonia. Siempre y para siempre, Cesarión. Oh, me alegro de que se acabe. No puedo soportar seguir caminando por este valle de lágrimas ni un momento más. Los errores, los pesares, las sorpresas, las luchas. La viudez. ¿Todo para qué? Un hijo que no comprendí, dos hombres que no comprendí. Sí, la vida es un valle de lágrimas. Estoy tan agradecida por la oportunidad de abandonarla con mis condiciones.»
La cesta de higos llegó con una nota de Cha’em donde decía que todo se había hecho según sus órdenes, que Horus la recibiría cuando llegase, que el propio Ptah había facilitado el instrumento.
Se bañó escrupulosamente, se puso un vestido sencillo y caminó con Charmian e Iras a su tumba. Los pájaros cantaban en el alba. La perfumada brisa de Alejandría soplaba suavemente.
Un beso a Iras, otro a Charmian; Cleopatra se quitó el vestido y permaneció desnuda.
Cuando levantó la tapa del cesto de higos, los frutos se movieron para facilitar el paso a una inmensa cobra real. «¡Aquí! ¡Ahora!» Cleopatra sujetó el cuerpo de la cobra con las dos manos justo por debajo de su caperuza cuando se irguió fuera del cesto y le ofreció los pechos. La cobra mordió con un golpe audible, un golpe tan poderoso que ella se tambaleó y la dejó caer.
La cobra se alejó de inmediato para esconderse en un rincón oscuro, y acabaría por encontrar una salida a través de un conducto. Charmian e Iras se sentaron mientras la reina moría, un proceso corto pero agonizante. Rigidez, convulsiones, un coma inquieto. Cuando murió, las dos mujeres se ocuparon de sus muertes.
Desde las sombras se adelantaron los sacerdotes embalsamadores para llevarse el cuerpo del faraón y colocarlo en una mesa desnuda.
El puñal con que hicieron la incisión en su flanco era de obsidiana; a través del tajo sacaron el hígado, el estómago, los pulmones y los intestinos. Cada uno fue lavado, enrollado, envuelto con hierbas y especies, excepto el incienso, prohibido, y después los colocaron en una jarra canópica con natrón y resina. El cerebro lo quitarían más tarde, después de que el conquistador romano hiciese su visita.
Para el momento en que llegó con Proculeio y Cornelio Gallo, ella estaba cubierta con montañas de natrón salvo el pecho y la cabeza; sabían que los romanos deseaban ver cómo había muerto.
—¡Dioses, mirad el tamaño de los agujeros de los colmillos! —dijo Octavio, y los señaló. Luego, dirigiéndose al jefe de los embalsamadores, le preguntó—: ¿Dónde esta el corazón? Me gustaría ver el corazón.
—El corazón no se quita, señor, ni los riñones —respondió el hombre con una reverencia.
—Ni siquiera parece humana.
Octavio no daba la impresión de estar afectado, pero Proculeio se puso pálido, se excusó y salió.
—Las cosas se encogen cuando la vida sale de ellas —dijo Gallo—. Sé que era una mujer pequeña, pero ahora es como una niña.
—¡Bárbaro!
Octavio se marchó.
Estaba aliviado y encantado por la solución dada a su dilema: ¡una serpiente! ¡Perfecto! Proculeio y Gallo habían visto las marcas de los colmillos, podrían atestiguar públicamente cómo murió Cleopatra. «¡Qué monstruo debe de ser aquella cosa! —pensó—. Me hubiese gustado verlo, sobre todo con una espada en la mano.»
Aquella noche, un tanto ebrio —había sido un mes agotador—, Octavio se apartó para que su ayuda de cámara quitase las mantas para que él pudiese acostarse. Allí, enroscada en medio del lecho, había una cobra de dos metros de largo, gruesa como el brazo de un hombre. Octavio gritó.