Antonio y Cleopatra acabaron navegando juntos a Paraetonium. Aún no había bajado del Cesarían cuando Casio Parmensis subió para decirles que los soldados, que viajaban muy apretados en las naves, estaban bebiendo agua mucho más rápido de lo que el prefecto había estimado. Por lo tanto, toda la flota tendría que fondear en Paraetonium para llenar los barriles.
El humor de Antonio era mejor de lo que Cleopatra había esperado; no había ninguna señal de aquella gris melancolía en la que había caído durante aquellos últimos meses en Actium, ni tampoco tenía la derrota en su mente.
—Tú espera, amor mío —le dijo jovialmente mientras las flotas se preparaban para zarpar de Paraetonium con los barriles de agua a tope y los estómagos de los soldados llenos de pan, algo de lo que no se disponía en el mar—. Tú espera. Pinario no puede estar muy lejos. En el momento que llegue, Lucio Cinna y yo te seguiremos a Alejandría. Por mar. Pinario tiene la suficiente capacidad para transportar a sus veinticuatro mil hombres y una buena flota para aumentar la de Alejandría.
Le dio un fuerte beso en la boca y se marchó a esperar en Paraetonium hasta que Pinario apareciese.
Sólo la separaban doscientas millas de Alejandría y de Cesarión; ¡cuánto los había echado de menos Cleopatra! «Aún no está todo perdido —se dijo a sí misma—; aún podemos ganar esta guerra.» Ella comprendía que Antonio no era un almirante, pero en tierra creía que tenía una posibilidad. Marcharían a Pelusium y allí derrotarían a Octavio, en la frontera de Egipto. Entre los soldados romanos y su ejército egipcio dispondrían de cien mil hombres, más que suficientes para aplastar a Octavio, que no conocía la disposición del terreno. Debería ser posible dividir su fuerza en dos y derrotar a cada mitad en batallas separadas.
No obstante, ¿cómo combatiría la indignación que se había instalado entre los alejandrinos? Aunque en los últimos años se habían mostrado más tratables, ella conocía la volatibilidad de Antonio, y temía un alzamiento si su reina entraba en la bahía como una mujer derrotada, sin la compañía de sus flotas egipcias, como un ejército romano refugiado. Así que, antes de que apareciese a la vista la ciudad, llamó a sus capitanes y a los legados de Antonio y les dio breves órdenes, y unió sus esperanzas al hecho de que las noticias de Actium aún no hubiesen llegado a los alejandrinos.
Decoradas y engalanadas, las naves entraron en la gran bahía, acompañadas por el sonido de marchas triunfales para los vencedores que regresaban a casa. Sin embargo, Cleopatra no se arriesgó. La flota fue anclada en la rada y sus ocupantes mantenidos a bordo hasta que se hiciese un campamento cerca del hipódromo; ella misma navegó en el Cesarión alrededor de toda la bahía colocada en la proa, con su traje de tela de oro que superaba el resplandor de sus alhajas. Los aplausos estallaron cuando los alejandrinos corrieron a verla; tambaleante de alivio, comprendió que los había engañado.
Cuando entró en la Rada Real vio a Cesarión y a Apolodoro que la esperaban en el muelle.
¡Oh, cómo había crecido! Ahora parecía más alto que su padre, y era ancho de hombros, delgado pero musculoso. Su abundante cabello no había oscurecido, aunque su rostro, alargado y de pómulos altos, había perdido todos los rasgos infantiles. ¡Era Cayo Julio César revivido! El amor emanó de ella como algo parecido a la adoración; las rodillas le temblaron hasta que sus piernas no pudieron sostenerla sin necesidad de apoyo y sus ojos quedaron cegados por las súbitas lágrimas. Con Charmian a un lado e Iras al otro, consiguió bajar las escalerillas y echarse a sus brazos.
—¡Oh, Cesarión, Cesarión! —dijo ella entre sollozos—. ¡Hijo mío, la alegría de verte es insuperable!
—Has perdido —dijo él.
A ella se le cortó el aliento.
—¿Cómo lo sabes?
—Está escrito en tu rostro, mamá. ¿Si hubieses ganado, por qué ninguno de los barcos de tu flota ha venido contigo, por qué estos transportes de tropas están tripulados por romanos y, sobre todo, dónde está Marco Antonio?
—Lo dejé a él y a Lucio Cinna en Paraetonium —respondió ella, y lo cogió del brazo y lo obligó a caminar a su lado—. Espera que llegue Pinario desde Cyrenaica con su flota y otras cuatro legiones. Canidio se quedó en Ambracia; el resto, desertó.
Él no dijo nada, caminó con ella al interior del gran palacio y luego la dejó a cargo de Charmian e Iras.
—Báñate y descansa, mamá. Nos reuniremos más tarde para cenar a última hora.
Ella tomó un baño de forma rápida. No podía haber descanso, por lo tanto, al retrasar la cena le daría tiempo para hacer lo que debía hacer. Sólo Apolodoro y los eunucos del palacio conocían el secreto, que debía ser mantenido así a petición de Cesarión; él nunca lo aprobaría. El intérprete, el registrador, el comandante nocturno, el contable, el juez y todos los designados para los respectivos departamentos fueron reunidos y ejecutados. Los líderes de las bandas desaparecieron de los barrios de Rhakotis, los demagogos del ágora. Ella tenía preparada su historia para las preguntas que Cesarión formularía cuando advirtiese que todos los burócratas eran hombres nuevos. Los viejos, le diría ella, habían sido dominados por un súbito ataque de patriotismo y se habían marchado para servir en el ejército egipcio. Oh, él nunca lo creería, pero careciendo de la rudeza para imaginar el camino escogido, asumiría que habían escapado para evitar la ocupación romana.
La cena fue suntuosa; los cocineros estaban tan entusiasmados como el resto de Alejandría. Aunque, cuando la mayoría de los platos fueron devueltos a la cocina sin probar, y nadie les dio ninguna explicación, se extrañaron.
Cometidos los asesinatos, Cleopatra se sintió mejor y pareció compuesta. Relató la historia de Éfeso, Atenas y Actium sin ningún intento de justificar sus propios errores. Apolodoro, Cha’em y Sosigenes también escucharon, más conmovidos que Cesarión, cuyo rostro permaneció impasible. «Ha envejecido diez años al escuchar estas terribles noticias —pensó Sosigenes—; sin embargo, él no echa las culpas a nadie.»
—Los amigos y los legados romanos de Antonio no me obedecieron —dijo ella—, y aunque les molestaba mi sexo, creo que era mi condición de extranjera lo que estaba en la raíz de su animosidad. Pero ¡estaba en un error! —Era mi sexo. No soportaban ser mandados por una mujer, no importaba su rango. Así que en ningún momento dejaron de presionar a Antonio para que me enviase de regreso a Egipto. Al no comprender por qué, me negué a marchar.
—Bueno, todo eso es el pasado y ahora no importa —manifestó Cesarión con un suspiro—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—¿Qué harías tú? —preguntó ella, dominada por una súbita curiosidad.
—Enviar a Sosigenes como embajador a Octavio e intentar hacer la paz. Ofrecerle todo el oro que quiera para dejarnos en nuestro pequeño rincón del Mare Nostrum. Darle rehenes como garantía y permitirles a los romanos el envío de inspectores para asegurarse de que no estamos armándonos en secreto.
—Octavio no nos dejará en paz, te doy mi más solemne palabra.
—¿Qué piensa hacer Antonio?
—Reagruparse y luchar.
—¡Mamá, eso es inútil! —gritó el joven—. Antonio ya ha pasado su mejor momento y yo no tengo la experiencia de él para liderar esta guerra. Si lo que decís respecto a ser una mujeres verdad, entonces estas tropas romanas que están aquí en Alejandría nunca te seguirán. Sosigenes debe llevar una delegación a Roma o donde esté Octavio e intentar negociar la paz. Cuanto antes, mejor.
—Esperemos hasta que Antonio regrese de Paraetonium —suplicó ella, con su mano en el brazo de Cesarión—. Entonces podremos decidir.
Cesarión se levantó y sacudió la cabeza.
—Debe ser ahora, mamá.
Ella dijo que no.
La actitud de su hijo era muy significativa, le abrió los sentidos y la mente en lo que debía haber hecho antes de marchar a Éfeso. Hasta la última gota de su energía y de sus recursos mentales se había invertido en los planes para su futuro, aquel brillante, triunfante, glorioso futuro como Rey de Reyes, gobernante del mundo. Ahora, por primera vez, comprendió que él no lo deseaba. El hambre por aquel resplandeciente futuro había sido de ella, y se había puesto en su lugar en la creencia errónea de que nadie podría resistir su atractivo, además de ser muy joven, con una descendencia divina, unos antecedentes reales y la mente de un genio. Sus ejercicios militares habían demostrado que no era un cobarde, así que no era el miedo por su pellejo lo que lo detenía. Lo que Cesarión no tenía era ambición. Ante su carencia, él nunca sería Rey de Reyes más que de nombre; no tenía el deseo. Egipto y Alejandría eran bastantes para él, no quería más.
«¡Oh, Cesarión, Cesarión! ¿Cómo puedes hacerme esto a mí? ¿Cómo puedes darle la espalda al poder? ¿Dónde salió mal la combinación de mi sangre y la de César? Dos de las personas con mayor ambición que han caminado por este mundo han producido un valiente pero amable, fuerte pero nada ambicioso niño. Todo ha sido para nada, y ni siquiera tengo el consuelo de pensar que pueda reemplazar a mi primogénito con Alejandro Helios o Ptolomeo Filadelfio, que no carecen de ambición, pero sí de la inteligencia necesaria. Mediocres. Si Cesarión hace que el Nilo crezca hasta los codos de abundancia año tras año, es porque Cesarión es Horus y Osiris. Él no quiere su destino. Él que no es mediocre anhela la mediocridad. Qué ironía. ¡Oh, qué tragedia!»
—Cuando yo decía que era un niño que no se podía mimar, no entendía lo que significaba —le dijo a Cha’em después de que se hubiese acabado aquella silenciosa cena y Apolodoro y Sosigenes, con los rostros pálidos, se hubiesen marchado.
—Pero ahora lo comprendes —manifestó el anciano con voz suave.
—Sí. Cesarión no quiere nada porque no desea nada. Si Amón-Ra lo hubiese puesto en el cuerpo de un híbrido egipcio y lo hubiese mandado a amasar pan o barrer las calles, hubiese aceptado su destino con gracia y gratitud, feliz de ganar lo suficiente para comer, alquilar una casa pequeña en Rhakotis, casarse y tener hijos. Si algún panadero perspicaz o un supervisor de las calles hubiese visto sus méritos y le hubiese ascendido un poco, él se hubiese sentido entusiasmado, no por su propio bien, sino por el bien de sus hijos.
—Has visto la verdad.
—¿Qué me dices de ti, Cha’em? ¿Tú viste el carácter y la naturaleza de Cesarión en aquel momento en que te volviste del color de la ceniza y rehusaste explicarme tu visión?
—Algo así, hija de Ra. Algo así.
Antonio regresó a Alejandría un mes más tarde, muy poco antes de que los alejandrinos se enterasen de la derrota en Actium. Nadie se manifestó por las calles, nadie formó una multitud para asaltar el recinto real. Lloraron y gimieron, nada más, aunque algunos habían perdido hijos, sobrinos, primos que habían tripulado las flotas egipcias. Cleopatra dio un edicto donde explicaba que algunos de aquellos hombres se habían perdido para bien; si Octavio quería venderlos como esclavos, ella los compraría, o, si Octavio los liberaba, entonces los traería de regreso al hogar tan pronto como fuese posible.
Durante el mes que había esperado a Antonio sufrió por él como nunca antes; el amor había invadido su corazón, y eso significaba miedo, dudas, una preocupación permanente. ¿Estaba bien? ¿Cuál era su humor? ¿Qué había pasado en Paraetonium?
Todo esto lo tuvo que averiguar de Lucio Cinna. Antonio rehusó acercarse a los palacios; saltó por la borda de su barco en aguas poco profundas y chapoteó hasta tierra en una pequeña playa adyacente a la bahía real. No había hablado con nadie desde que habían salido de Paraetonium, dijo Cinna.
—Es verdad, señora, que nunca lo había visto de esta manera, tan deprimido.
—¿Qué pasó?
—Recibimos noticias de que Pinario se había rendido a Cornelio Gallo en Cyrenaica. Un golpe terrible para Antonio, pero todavía falta lo peor. Gallo navega hacia Alejandría con sus cuatro legiones y las cuatro que pertenecían a Pinario. Tiene muchos transportes y dos flotas, la propia y la de Pinario. Así que ahora hay ocho legiones y dos flotas que vienen hacia Alejandría por el oeste. Antonio quería quedarse en Paraetonium y enfrentarse con Gallo allí, pero, bueno, puedes ver por ti misma por qué no podía, su majestad.
—No hay tiempo suficiente para buscar tropas en Alejandría, y seguramente se convencería a sí mismo de que debía mantener sus legiones en Paraetonium. Pero para haber tomado esa decisión, Cinna, tendría que haber sido vidente.
—Todos lo intentamos, señora, pero no quiso escuchar.
—Debo ir a verlo. Por favor, ve a Apolodoro y dile que te busque un alojamiento.
Cleopatra palmeó el brazo de Cinna y fue hacia la playa, donde vio la figura encorvada de Marco Antonio sentado con los brazos alrededor de las rodillas y la barbilla en sus manos. Desolado. Solo.
«Todos los augurios están contra nosotros», pensó, su capa agitada por el viento. El día era nublado y el viento mucho más frío que la habitual brisa de invierno en Alejandría. Aquélla era una tormenta que helaba hasta los huesos. La espuma blanca salpicaba el agua gris de la gran bahía y las nubes flotaban bajas y espesas de norte a sur. Llovería en Alejandría.
Él apestaba a sudor y no, gracias a todos los dioses, a vino. Su barba se veía descuidada y sus cabellos, sin cortar, desordenados; ningún romano llevaba barba o el cabello largo excepto después de una muerte o alguna otra gran calamidad. Marco Antonio estaba de duelo.
Ella se sentó a su lado, temblorosa.
—¿Antonio? ¡Mírame, Antonio! ¡Mírame!
En respuesta, él se cubrió la cabeza con el paludamentum y lo sujetó hacia abajo para ocultar su rostro.
—¡Antonio, amor mío, háblame!
Pero él no quiso, ni destapó su rostro.
Al final de lo que debió de ser más de una hora comenzó a llover, una lluvia fuerte que los empapó. Luego él habló; pero sólo para conseguir que se fuese, le pareció a ella.
—¿Ves aquel pequeño promontorio más allá del Akro?
—Sí, mi amor, por supuesto. Es el cabo Sóter.
—Constrúyeme allí una casa de una sola habitación, una habitación lo bastante grande para mí. No quiero sirvientes. No quiero trato con hombres o mujeres, incluida tú.
—¿Piensas en emular a Timón de Atenas? —preguntó ella, horrorizada.
—Sí. El nuevo Marco Antonio es un misántropo y un misógino, como Timón de Atenas. Mi casa de una sola habitación será mi Timonio, y nadie debe acercarse. ¿Me escuchas? ¡Nadie! Ni tú, ni Cesarión, ni mis hijos.
—Morirás de un enfriamiento antes de que esté acabada —manifestó ella, agradecida por la lluvia ocultando sus lágrimas.
—Razón de más para que te des prisa. ¡Ahora, vete, Cleopatra! ¡Vete y déjame solo!
—¡Permíteme que te envíe comida y bebida, por favor!
—No lo hagas. No quiero nada.
Cesarión esperaba, tan ansioso por tener noticias que no quería abandonar la habitación; ella tuvo que cambiarse las prendas mojadas detrás de un biombo, y le habló mientras Charmian e Iras le frotaban el cuerpo helado con ásperas toallas de lino para calentárselo.
—¡Dímelo, mamá! —su voz llegaba una y otra vez; también, el sonido de sus pies mientras caminaba—. ¿Cuál es la verdad? ¡Dímelo, dímelo!
—¡Qué se ha convertido en Timón de Atenas! —dijo ella a través del biombo por décima vez—. Debo construirle una casa de una sola habitación al final del cabo Sóter; tiene la intención de llamarla su Timonio. —Cleopatra salió de detrás del biombo—. No, no quiere verte a ti ni a mí, no quiere comida ni vino, ni siquiera quiere tolerar la presencia de un sirviente. —Lloraba de nuevo—. ¿Oh, Cesarión, qué debo hacer? ¿Sus soldados saben que ha regresado, pero qué pensarán cuando él no los visite? ¿Cuándo no los quiera liderar?
Cesarión le enjugó las lágrimas y la rodeó con sus brazos.
—Tranquila, mamá, tranquila. No tiene ningún sentido llorar. ¿Era así de malo mientras estuviste fuera? Sé que estaba dispuesto al suicidio después de la retirada de Fraaspa, y sé que intentó ahogarse en vino. Pero no me has dicho cómo era él mientras había todo aquel tumulto en su tienda de mando. Sólo cómo eran sus amigos y legados, que no es la misma cosa. Háblame de ti y de Antonio con toda la sinceridad que puedas. Ya no soy un niño en ningún sentido.
Sacada de su dolor, ella lo miró asombrada.
—¡Cesarión! ¿Quieres decir que ha habido mujeres?
Él se echó a reír.
—¿Hubieses preferido que hubiesen sido hombres?
—Los hombres eran suficiente para Alejandro Magno, pero en ese aspecto los romanos son muy extraños. Tu padre, desde luego, se hubiese sentido feliz si tus amantes fuesen mujeres.
—Entonces no tiene nada de qué quejarse. Ven, siéntate. —La hizo sentar en una silla y él se sentó a sus pies en la posición del loto—. Dímelo.
—Permaneció a mi lado contra viento y marea, hijo mío. No ha existido nunca un marido más leal. ¡Oh, cómo lo criticaban! Un día tras otro, una y otra vez. «Envíala de regreso a Egipto.» No estaban dispuestos a tener una mujer en la tienda de mando, yo era una extranjera; argumentaban mil y una razones por las que yo no debía estar allí con él. Yo fui estúpida, Cesarión. Muy estúpida. Me resistí, me negué a regresar a casa. Yo también lo critiqué. Ellos no querían verse dominados por una mujer. Pero Antonio me defendió, y no cedió ni una sola vez. Al final, cuando incluso Canidio se volvió contra mí, siguió negándose a enviarme de regreso.
—¿Su negativa era por lealtad o amor?
—Creo que las dos cosas. —Ella le cogió las manos con desesperación—. Pero aquello no fue lo peor de todo para él, Cesarión. Yo no lo cunaba, y él lo sabía. Era su mayor dolor. ¡Lo traté como a un esclavo! Le di órdenes, lo humillé delante de los legados que no lo conocían bien, y, siendo romanos, lo miraban con desprecio porque él dejaba que lo mandase; yo, una mujer. Hice que se arrodillase a mis pies delante de ellos, chasqueé los dedos para llamarlo, lo saqué de las conferencias para que me llevase de paseo. ¡No es sorprendente que me odiasen! Pero él nunca lo hizo.
—¿Cuándo comprendiste que lo amabas, mamá?
—En Actium, en medio de deserciones en masa de los clientes-reyes y sus legados, y después de varias derrotas menores en tierra. Se me cayó la venda de los ojos, no puedo describirlo de otra manera. Miré su cabeza y vi que había encanecido casi de la noche a la mañana. De pronto sufría por él y con él, como si él fuese yo misma. Se me cayó la venda. En un momento, en un suspiro. Sí, comprendí que mi amor había crecido más lentamente, pero que en el momento llegó como un trueno. Entonces, las cosas pasaron con tanta rapidez que nunca tuve el tiempo suficiente para demostrarle la profundidad de mi amor. —Ella emitió un suave y triste sonido—. Ahora quizá nunca tendré tiempo.
Cesarión la levantó de la silla, la sujetó entre sus rodillas y le frotó la espalda como si fuese una niña.
—Ya mejorará, mamá. Esto pasará, tendrás la oportunidad de demostrárselo.
—¿Cómo te has convertido en alguien tan sabio, hijo mío?
—¿Sabio? ¿Yo? No, yo no soy sabio. Sólo soy capaz de ver. No llevo una venda en los ojos, nunca la hubo. Ahora vete a la cama, mamá, mi muy querida y dulce mamá. Le construiré su casa de una habitación en un solo día.
Cesarión cumplió su promesa: el pequeño Timonio de Marco Antonio fue construido en un solo día. Un hombre cuyo rostro Antonio no conocía le gritó, sin acercarse, que le dejarían comida y bebida delante de su puerta, y luego se marchó.
El hambre y la sed llegarían, por supuesto, aunque en aquel momento no sentía el acoso de ninguna de las dos cuando abrió la puerta y contempló su celda. Porque eso era. Hasta que no se hubiese enfrentado a sus tormentos mentales no podía aventurarse a salir, y cuando entró, Antonio no tenía idea de cuánto tardaría en que esto sucediera.
Veía como si estuviese iluminado por una luz brillante lo que había salido mal; sin embargo, cada uno de los pasos tenía que ser detallado en su mente.
¡Pobre y tonta Cleopatra! Aferrada a él como su salvador, cuando cada miembro de su mundo, sin duda, había visto que Marco Antonio no podía salvar a nadie. ¿Si no podía salvarse a sí mismo, qué oportunidad tenía de salvar a los demás? César —el verdadero César, no aquel chico que fingía serlo en Roma— siempre lo había sabido, por supuesto. ¿Por qué sino había pasado por alto a aquel que todos creían que serla su heredero? Todo había comenzado allí, con aquel rechazo. Su respuesta había sido predecible: él marcharía al este para luchar contra los partos, a hacer aquello que César no había vivido para hacer. Ganar la inmortalidad como un igual de César.
Pero entonces el plan se había hundido, atascado por sus propias deficiencias. De alguna manera siempre parecía haber tiempo suficiente para divertirse, así que se había divertido. Pero no había habido tiempo. No cuando Octavio, contra todo pronóstico, lo estaba haciendo muy bien en Italia. ¡Octavio, siempre Octavio! Al mirar las paredes desnudas de su Timonio, Antonio vio por fin por qué sus planes se habían hundido. Tendría que haber hecho caso omiso de Octavio, continuar con su campaña parta en lugar de perseguir al heredero de César. ¡Oh, los años desperdiciados! ¡Desperdiciados! Intrigas destinadas a conseguir la caída de Octavio, una estación tras otra perdidas en animar a Sexto Pompeyo en sus fútiles designios. No necesitaba permanecer en Grecia para conseguirlo. Si Octavio debía derrotar a Sexto Pompeyo, su propia presencia no podía impedirlo. Al final, tampoco lo había conseguido. Octavio había sido más listo, había ganado a pesar de él. Mientras tanto, pasaban los años y los partos se hacían más fuertes.
Errores, uno tras otro. Delio lo había engañado, Monaeses lo había engañado. Y Cleopatra. Sí, Cleopatra…
¿Por qué había ido a Atenas en lugar de quedarse en Siria aquella primavera cuando invadieron a los partos? Porque le tenía más miedo a Octavio de lo que temía al verdadero enemigo natural. Había puesto en peligro su propia posición en Roma, había comenzado la erosión de su base de poder y de su espíritu. Ahora, once años después de Filipos, no le quedaba nada salvo la vergüenza.
¿Cómo podía mirar a Canidio a la cara? ¿A Cesarión? ¿A sus amigos romanos que todavía vivían? ¡Tantos muertos gracias a él! A Ahenobarbo, Poplicola, Lurio… hombres como Pollio y Ventidio, empujados al retiro como resultado de sus errores… ¿Cómo podría él mirar de nuevo a la cara a un hombre de la estatura de Pollio?
Con esa conclusión permaneció largo tiempo, dedicado a caminar por el suelo de tierra aprisionada, recordando comer y beber sólo cuando lo dominaba el agotamiento o cuando se detenía a pensar en cuál sería la bestia con garras que rasgaba su vientre. ¡La vergüenza, la vergüenza! Él, tan admirado y amado, los había abandonado a todos, se había fustigado a sí mismo para conspirar en la caída de Octavio cuando no era ése su deber ni su mejor camino. ¡La vergüenza, la vergüenza!
Sólo cuando aquel invierno inusualmente crudo comenzó a cesar alcanzó una calma suficiente como para pensar en Cleopatra.
¿Sin embargo, qué había que pensar? ¡La pobre y tonta Cleopatra! Paseándose por la tienda de mando e imitando la conducta de los generales romanos en el campo, creyéndose a sí misma su igual en capacidad militar sólo porque pagaba la factura.
Todo esto por Cesarión, Rey de Reyes. César en su nueva aparición, sangre de su sangre. ¿Cómo podía él, Antonio, oponerse a ella cuando todo lo que él deseaba era complacerla? ¿Por qué sino se había embarcado en esa loca aventura de conquistar Roma, sino por el amor de Cleopatra? En su mente, ella había reemplazado a aquella campaña parta después de su retirada de Fraaspa.
«Ella estaba equivocada. Yo tenía razón. Primero, aplastar a los partos; luego, avanzar sobre Roma. Aquélla era nuestra mejor alternativa, pero ella nunca consiguió verlo. ¡Oh, la amo! Cuán errados podemos estar cuando ponemos nuestros objetivos a prueba. Cedí ante ella cuando no debí hacerlo. Dejé que reinara sobre mis amigos y colegas cuando debí haber confiscado su cofre de guerra y enviarla de inmediato de regreso a Alejandría. Pero nunca tuve el valor, y eso también es una vergüenza, una humillación. Me utilizó porque dejé que me utilizase. ¡Pobre y tonta Cleopatra! Pero ¿cuánto más pobre y tonto hace eso a Marco Antonio?»
Cuando llegó marzo y el tiempo en Alejandría volvió a ser bueno, Antonio abrió la puerta de su Timonio.
Afeitado, con el cabello cortado muy corto —¡oh, tan gris!—, él apareció sin anunciarse en el palacio y llamó a gritos a Cleopatra y a su hijo mayor.
—¡Antonio, Antonio! —gritó ella, y le cubrió el rostro de besos.
—¡Oh, ahora puedo vivir de nuevo! Tengo hambre de ti —le susurró al oído, y luego la dejó con ternura a un lado para abrazar a un entusiasmado Cesarión—. No diré lo que todo el mundo debe de decirte, muchacho, pero me haces sentir joven de nuevo, con el culo dolido por la punta de la bota de César. Ahora ya soy viejo y tú has crecido.
—No lo bastante para servir como legado superior; pero, entonces, tampoco Curio y Antillo. Ambos están en Alejandría, a la espera de que tú salieses de tu concha timoniana.
—¿El hijo de Curio? ¿Mi hijo mayor? Edepol! ¡Ellos también son hombres!
—Nos reuniremos todos mañana para una espléndida cena, pero no antes —manifestó Cesarión henchido de gozo—. Tú y mama necesitáis, primero, tener tiempo para estar juntos.
Después de las más maravillosas horas de amor que ella hubiese conocido, Cleopatra permaneció junto al dormido Antonio, una libélula que intentaba abrazar un tronco, pensó ella con ironía. Encendida por el amor hacia él, lo había volcado en palabras, y luego no se había contenido para nada; en cambio, se había ahogado en las fabulosas sensaciones que había sentido por última vez cuando César la abrazaba. Pero ése era un pensamiento traidor, así que lo apartó e hizo lo imposible por darle a Antonio las muestras de amor que le harían comprender cuánto lo amaba.
Él le había dicho todo lo que estaba preparado para hacer, ansioso, sobre todo, para asegurarle que no se había emborrachado, que su cuerpo estaba sano y su mente clara.
—Esperaba que el cielo cayese sobre mí —acabó Antonio—, solo, pasivo, absolutamente derrotado. Entonces, al alba de esta mañana me desperté curado. No sé por qué o cómo. Sólo me desperté pensando que, aunque no podemos ganar ahora esta guerra, Cleopatra, podemos hacer que Octavio aún sufra por su dinero. Me dices que mis legiones todavía están aquí por mí y que tu ejército está en un campamento en el brazo Pelusíaco del Nilo. Por lo tanto, cuando venga Octavio lo estaremos esperando.
La buena armonía entre ellos no duró mucho; el mundo exterior se encargó de destruirla.
Lo peor fueron las noticias que Canidio trajo apenas comenzado marzo. Había viajado solo y por tierra desde Epirus hasta el Helesponto, había cruzado Bitinia, cabalgado a lo largo de Capadocia y pasado a través del Amanus sin ser reconocido. Incluso el último tramo a través de Siria y Judea había sido tranquilo. Él también había envejecido —cabellos blancos, los ojos azules desvaídos—, pero su lealtad a Antonio no había disminuido, y él sí que había llegado a aceptar la presencia de Cleopatra.
—Actium ha sido considerada la más colosal batalla naval jamás librada —dijo en la cena a la que asistían el joven Curio y Antillo junto con Cesarión—. Muchos miles de tus tropas romanas murieron, Antonio, ¿lo sabías? Tantos que sólo un puñado sobrevivieron y acabaron prisioneros. Tú mismo, sin embargo, luchaste incluso después de que el Antonia se incendiase. Luego tú viste a la reina que desertaba para huir a Egipto, saltaste a una barca y la perseguiste frenéticamente, abandonando a tus hombres. Te abriste paso a través de centenares de soldados romanos moribundos sin hacer caso de sus súplicas para que te quedases, sólo con la intención de alcanzar a Cleopatra. Cuando lo hiciste y ella te vio a bordo de su barco, aullaste como un perro empalado, te sentaste en la cubierta, te cubriste la cabeza y te negaste a moverte durante tres días. La reina te quitó la espada y la daga, porque tú estabas loco por la culpa de abandonar a tus hombres. Por supuesto, Roma e Italia están ahora absolutamente convencidas de que tú, en el mejor de los casos, eres un esclavo de Cleopatra. Tus más fieles partidarios te han abandonado. Incluso Pollio, aunque él no luchará contra ti.
—¿Octavio está en Roma? —preguntó Cesarión, que rompió el asombrado silencio.
—Sí, lo está, pero por poco tiempo. Ahora está reuniendo más legiones y flotas para unirse a aquellas que le esperan en Éfeso. He escuchado que tendrá treinta legiones, aunque no más caballería de los diecisiete mil que ya tiene. Al parecer piensa navegar desde Éfeso hasta Antioquía, quizá incluso a Pelusium. No soplarán los vientos etesios, pero el austro ha llegado muy tarde en los últimos años.
—¿Cuándo crees que llegará? —preguntó Antonio, la voz tranquila, el semblante calmo.
—A Egipto, quizá en junio. Dicen que no cruzarán el delta del Nilo por mar. Piensan marchar desde Pelusium hasta Mentís por tierra y acercarse a Alejandría desde el sur.
—¿Menfis? Qué extraño —dijo Cesarión.
Canidio se encogió de hombros.
—Sólo se me ocurre, Cesarión, que lo que desea es aislar Alejandría por completo para que no pueda traer ningún refuerzo. Es una estrategia sólida, aunque cautelosa.
—A mí me parece errónea —sostuvo Cesarión—. ¿Agripa es el autor de esta estrategia?
—No creo que Agripa esté presente. Estatilio Tauro será el segundo de Octavio, y Cornelio Gallo avanzará desde Cyrenaica.
—Un movimiento de pinzas —señaló Curio para demostrar sus conocimientos.
Antonio y Canidio ocultaron sus sonrisas, Cesarión pareció enfadado. ¡Vaya! ¡Un movimiento de pinzas! Cuán perceptivo era Curio.
Ahora que Antonio había recuperado los sentidos, Cleopatra sintió que le habían quitado un enorme peso de los hombros, pero era incapaz de utilizar sus viejas reservas de ánimos y energía. El bulto de su garganta aún continuaba creciendo un poco, los pies y las pantorrillas se hinchaban, le faltaba el aliento y tenía algún ataque de confusión. Todo esto, Hapd’efan’e lo atribuía al bocio, sin saber cómo tratarlo. Lo mejor que podía hacer era ordenarle que permaneciese en cama o en un diván con los pies en alto cada vez que se producía el edema, por lo general, después de estar sentada muchas horas a la mesa.
Su venganza y su arrogancia le habían granjeado enemigos intratables a los dos hombres de su frontera siria, Herodes y Malcho, y Cornelio Gallo había bloqueado el oeste de Egipto. Por lo tanto, tenía que buscar más lejos a sus aliados. Envió una embajada al reino de los partos, cargada con muchos regalos y una promesa de ayuda cuando los partos invadiesen Siria. Pero ¿qué podía hacer ella por Artavasdes de Media? Iba ganando cada vez más poder a medida que se acercaba a la Media parta gracias a explotar los feudos en la corte parta. Artavasdes de Armenia, que había sido traído a Alejandría para caminar en el desfile triunfal de Antonio, aún era prisionero. Cleopatra lo ejecutó y envió a los embajadores a Media con la cabeza de Artavasdes con las órdenes de asegurar al rey que su pequeña hija Iotape continuaría prometida a Alejandro Helios, y que Egipto confiaba en que Media mantendría a los romanos a raya en la frontera armenia; para ayudar a pagar el coste de esta política envió oro.
A medida que pasaba el tiempo y llegaban informes de que Octavio continuaba con su plan, Cleopatra se vio obligada a buscar soluciones cada vez más locas. En abril mandó una pequeña flota de naves de guerra rápidas a través del delta del Nilo, desde Pelusium hasta Pithom en la cabecera del Sinus Arabicus. Lo que más la consumía ahora era la seguridad de Cesarión, y ella no veía ninguna posibilidad a menos que lo enviase a la costa de Malabar, en la India, o a aquella isla con forma de pera que estaba debajo, Taprobane. Sucediera lo que sucediese, Cesarión debía ser enviado a alguna parte para acabar su desarrollo; sólo como un hombre maduro podía regresar para vencer a Octavio. Pero tan pronto como la flota ancló en Pithom, apareció Malcho de Nabatea y quemó todas las galeras hasta la línea de flotación. Cleopatra no se asustó y envió otra flota al Sinus Arabicus, sin embargo, muy lejos del alcance de Malcho: a Berenice. Con ellos fueron cincuenta de sus más leales sirvientes, con las órdenes de esperar en Berenice hasta que llegase el faraón César. Luego debían navegar a la India.
Dado que era imposible revivir la sociedad de vividores ilimitados, Cleopatra dio con la idea de fundar la sociedad de compañeros en la muerte. El objetivo era más o menos el mismo: divertirse, beber, comer, pero también olvidar por unas pocas horas el destino que se aproximaba rápidamente. No se parecía en nada a la divertida y descarada sucesión de fiestas de la sociedad anterior: hueca, forzada, frenética.
Antonio se mantenía sobrio a pesar de beber vino, de manera moderada en la mayoría de los casos, porque prefería pasar sus días con las legiones y entrenarlas hasta la máxima perfección. Cesarión, Curio y Antillo siempre estaban con él cuando desempeñaba su actividad militar, aunque no se mostraban tan ansiosos por ser compañeros en la muerte. A su edad rehusaban creer que la muerte fuese posible; cualquier otro podía morir, ellos no.
A principios de mayo llegaron noticias que destrozaron a Antonio. En su camino a Atenas había encontrado a un centenar de verdaderos gladiadores romanos en Samos, y los contrató para luchar en los juegos de la victoria que celebraría después de derrotar a Octavio. Les había pagado y les había ofrecido el usufructo de dos barcos, pero Actium había arruinado sus planes. Al enterarse de la derrota de Antonio, los gladiadores decidieron ir a Egipto y luchar por él allí; ya no eran soldados en la arena, sino soldados de verdad. Llegaron hasta Antioquía, donde Tito Didio, el nuevo gobernador de Octavio, los detuvo. Luego llegó Messala Corvino con la primera de las legiones de Octavio y ordenó que los crucificasen. Una cruel y lenta muerte reservada a los esclavos y a los piratas, a nadie más. Era la manera de decir de Corvino que cualquier gladiador que luchase por Marco Antonio era esclavo, no hombre libre.
Por alguna razón que Cleopatra no pudo entender, aquella pequeña y triste historia afectó a Antonio de una manera que no habían hecho Actium ni Paraetonium: lloró inconsolable durante varios días, y cuando por fin pasó el paroxismo de dolor pareció haber perdido todo el interés, la energía y el espíritu. Llegó la depresión, pero enmascarada bajo un gran entusiasmo por la sociedad de los compañeros en la muerte, en cuyas fiestas entró con toda su furia para emborracharse hasta perder el sentido. Se descuidaron las legiones, el ejército egipcio fue olvidado, y cuando Cesarión le recordaba constantemente que tenía que ponerse en marcha y mantener a ambos ejércitos preparados, Antonio no le hizo caso.
Precisamente en ese momento los sacerdotes y monarcas del Nilo desde Elefantina hasta Menfis —un millar de millas— llegaron a Alejandría y le ofrecieron a Cleopatra luchar hasta la muerte del último egipcio. ¡Qué todo el Egipto nilótico se levantaría en defensa del faraón! Gritaron, de rodillas, con los rostros apretados contra el suelo dorado de su sala de audiencias.
Ella los rechazó con firmeza hasta que se fueron a sus casas desesperados, convencidos de que el gobierno romano sería el fin de Egipto. Pero no se fueron antes de haber visto sus lágrimas. No —sollozó ella—, no permitiría que Egipto se convirtiese en un baño de sangre de dos faraones que apenas tenían sangre egipcia en sus venas.
—Un sacrificio sin sentido que no puedo aceptar —dijo ella, llorosa.
—Mamá, no tenías derecho a rehusar su oferta sin mí —dijo Cesarión cuando se enteró—. Mi respuesta hubiese sido la misma, pero al no requerir mi presencia me despojas de mis títulos. ¿Por qué crees que tu conducta me evita el dolor? No lo hace. ¿Cómo puedo reinar con mi propia cabeza si tú persistes en protegerme? Mis hombros son más anchos que los tuyos.
Entre intentar que Antonio saliese de su tristeza y mantenerse atenta a los tres jóvenes: Cesarión, Curio y Antillo, Cleopatra estaba muy ocupada acabando su tumba, que había comenzado cuando subió al trono a la edad de diecisiete años, como era la costumbre y la tradición. Estaba en el Sema, un gran terreno dentro del recinto real donde estaban enterrados todos los Ptolomeo y donde yacía Alejandro Magno en un sarcófago de cristal transparente. Uno de sus dos hermano-marido estaba allí (ella lo había asesinado para que Cesarión ocupase el trono); el otro, ahogado, permanecía bajo las aguas del brazo Pelusíaco del Nilo. Cada Ptolomeo tenía su propia tumba, como también las varias Berenice, Arsinoé y Cleopatra que habían reinado. Ninguna de estas tumbas era un edificio gigantesco, aunque eran faraónicos en su forma: una cámara interior para el sarcófago, jarros canópicos y estatuas guardianas, además de tres pequeñas habitaciones exteriores con comida, bebida, muebles y una preciosa barca de juncos para navegar por el Río de la Noche.
Como la tumba de Cleopatra también debía contener a Antonio, era el doble de grande que las otras. Su propio lecho estaba acabado; era en el de Antonio donde los obreros trabajaban frenéticamente. Hecha de granito nubio rojo oscuro pulido como un espejo, era de forma rectangular, sus puertas exteriores sin ningún adorno salvo sus cartuchos y los de Antonio. Dos enormes puertas de bronce con símbolos sagrados cerraban los dos grupos de habitaciones, que daban a una antecámara que tenía dos puertas, una a cada lado. Un tubo de comunicación en la izquierda de las puertas exteriores atravesaba los muros de un metro y medio de grosor.
Hasta que ella y Antonio fuesen totalmente embalsamados en su interior habría una abertura en la pared de la puerta, a la que se llegaba por un andamio hecho de bambú, con una grúa y un amplio cesto que permitían subir a las personas —con sus herramientas— para entrar y salir del interior. El proceso de embalsamamiento tardaba noventa días, así que transcurrirían tres meses entre la muerte y el sellado de la abertura en la pared de la puerta; los sacerdotes embalsamadores entrarían y saldrían con sus instrumentos y el natrón, las sales acres que obtenían del lago Tritonis, en el margen de la provincia africana de Roma. Cuando eso estuviese acabado, los sacerdotes se albergarían en un edificio especial junto con sus equipos.
La cámara interior de Antonio estaba comunicada con la de ella a través de una puerta; ambas eran hermosas, decoradas con murales, oro, gemas y todo el esplendor que el faraón y su consorte pudiesen desear en el Reino de los Muertos. Libros para leer, escenas de sus vidas para sonreír, todos los dioses egipcios, un maravilloso mural del Nilo. La comida, el mobiliario, la bebida y la barca ya estaban instalados; Cleopatra sabía que no tardaría mucho en ocuparla.
En las habitaciones reservadas para Antonio habían instalado ya su escritorio y su silla curul de marfil, sus mejores armaduras, un surtido de togas y túnicas, mesas hechas con madera de limonero sobre pedestales de marfil con incrustaciones de oro. Incluso los templos en miniatura con las imágenes de cera de todos los antepasados que habían alcanzado el cargo de pretor estaban allí, y un busto de sí mismo en un pilar que a él le gustaba especialmente; el escultor griego había metido su cabeza en las fauces de una piel de león, sus garras anudadas en su pecho y los dos ojos rojos resplandecientes por encima de su cráneo. Las únicas cosas que faltaban en su sección eran una armadura y una toga con ribetes púrpura, todo lo que necesitarían desde entonces hasta el final.
Por supuesto, Cesarión sabía lo que ella estaba haciendo, había comprendido que su madre pensaba que Antonio y ella muy pronto estarían muertos, pero no dijo nada, y tampoco intentó disuadirla. Sólo el más tonto de los faraones no hubiese tenido en cuenta la muerte; no significaba que su madre y su padrastro estuviesen pensando en el suicidio, sólo que estarían preparados para entrar en el Reino de los Muertos debidamente preparados y equipados, ya fuese que sus muertes se produjesen como resultado de la invasión de Octavio o no ocurriese durante otros cuarenta años. También se estaba construyendo su propia tumba, como era lo adecuado y lo correcto. Su madre la había puesto junto a Alejandro Magno, pero él la había trasladado a un rincón pequeño y discreto.
Una parte de él estaba entusiasmada con la perspectiva de la batalla, pero otra sufría y rumiaba sobre el destino de su gente si se quedaban sin faraón. Con la edad suficiente para recordar la hambruna y la pestilencia de aquellos años que iban desde la muerte de su padre hasta el nacimiento de los mellizos, él tenía un enorme sentido de la responsabilidad, y sabía que debía vivir, no importaba lo que le ocurriese a su madre, su consorte. Estaba seguro de que se le permitiría vivir si él llevaba las negociaciones con habilidad y estaba preparado para darle a Octavio los tesoros que reclamase. Un faraón vivo era mucho más importante para Egipto que los túneles abarrotados con oro. Sus ideas y opiniones respecto a Octavio eran privadas, y nunca las había comentado con Cleopatra, que no estaría de acuerdo con ellas ni pensaría bien de él por tenerlas. Pero él comprendía el dilema de Octavio, y no podía culparlo por sus acciones. «¡Oh, mamá, mamá! Tanta codicia, tanta ambición.» Porque ella había desafiado el poder de Roma, Roma venía. Una nueva era estaba a punto de comenzar para Egipto, una era que él debía controlar. Nada en la conducta de Octavio decía que fuese un tirano; era, intuía Cesarión, un hombre con una misión: la de preservar a Roma de sus enemigos y la de proveer a su gente con prosperidad. Con aquellas metas en la mente haría todo lo que fuese necesario, pero no más. Un hombre razonable, un hombre con quien se podía hablar y hacerle ver con buen criterio que un Egipto estable bajo un gobernador estable nunca sería un peligro. Egipto, amigo y aliado del pueblo romano, el más leal reino cliente de Roma.
Cesarión cumplió diecisiete años el veintitrés de junio. Cleopatra quiso agasajarlo con una gran fiesta, pero él se negó rotundamente.
—Sólo algo pequeño, mamá. La familia, Apolodoro, Cha’em, Sosigenes —dijo con firmeza—. ¡Nada de compañeros en la muerte, por favor! Intenta convencer a Antonio para que no lo haga.
No fue una tarea tan difícil como había esperado; Marco Antonio estaba cansado, sin ningún ánimo.
—Si es la clase de celebración que el chico quiere, la tendrá. —Los ojos castaño rojizos mostraron un curioso brillo—. La verdad sea dicha, mi querida esposa, en estos días soy más muerte que compañero. —Exhaló un suspiro—. Ahora ya no falta mucho para que Octavio llegue a Pelusium. Otro mes, quizá un poco más.
—Mi ejército no podrá defendernos —dijo ella entre dientes.
—Oh, venga, Cleopatra, ¿por qué lo iba a hacer? Campesinos sin tierras, unos pocos viejos centuriones romanos que son de los tiempos de Aulo Gabinio; yo no les pediría que diesen sus vidas más de lo que Octavio lo desea. No, estoy contento de que no luchen. —Mostró una expresión grave—. Todavía más contento de que Octavio sencillamente los envíe de regreso a casa. Se comporta más como un visitante que como un conquistador.
—¿Qué hay que pueda detenerlo? —preguntó ella con un tono amargo.
—Nada, y ése es un hecho irrefutable. Creo que deberíamos enviarle un embajador de inmediato y negociar un acuerdo.
Incluso un día antes ella hubiese estallado en un arranque de furia, pero en aquel momento no. Una mirada al rostro de su hijo en el día de su cumpleaños le había dicho que Cesarión no quería que la tierra de su país se empapase con la sangre de sus súbditos; aceptaría una resistencia final de las legiones romanas en el campamento instalado en el hipódromo, pero sólo porque esas tropas ansiaban una batalla. Se les había negado en Actium, así que la tendrían allí. No les importaba la victoria o la derrota, sólo la oportunidad de luchar.
Sí, a eso se reducía lo que deseaba Cesarión, y era la paz a cualquier precio. Por lo tanto, que así fuese. Paz a cualquier Precio.
—¿A quién verá Octavio? —preguntó ella.
—He pensado en Antillo —respondió Antonio.
—¿Antillo? ¡Es un niño!
—Así es. Es más, Octavio lo conoce bien. No se me ocurre un mejor embajador.
—No, yo tampoco —manifestó ella después de pensarlo un poco—. Sin embargo, eso significa que deberás escribir una carta. Antillo no es lo bastante inteligente para negociar.
—Lo sé. Sí, escribiré la carta. —Extendió las piernas, se pasó una mano por el pelo, más blanco que gris—. ¡Oh, mi querida muchacha, estoy tan cansado! Sólo quiero que se acabe.
El bulto de su garganta estaba en el interior; tragó saliva.
—Yo también, amor mío, mi vida. ¡Lamento mucho el tormento que te he infligido, pero no comprendía; no, no, debo dejar de poner excusas! Debo aceptar la culpa sin pestañear, sin excusas. Si me hubiese quedado en Egipto, las cosas quizá hubiesen sido muy diferentes. —Ella apoyó su frente contra la de Antonio, demasiado cerca para verle los ojos—. No te amé lo suficiente, así que ahora debo sufrir, ¡oh, terriblemente! Te quiero, Marco Antonio, te quiero más que a la vida, no viviré si tú no vives. Pero lo que deseo es caminar por el Reino de los Muertos contigo para siempre. Estaremos juntos en la muerte como nunca lo hemos estado en la vida, porque allí hay paz, contento, una maravillosa tranquilidad. —Ella alzó la cabeza—. ¿Lo crees?
—Lo creo. —Sus pequeños dientes blancos destellaron—. Por eso creo que es mejor ser egipcio que romano. Los romanos no creen en una vida después de la muerte, y es por eso que no le temen a la muerte. No es más que un sueño eterno, es así como lo veía César. Y Catón, y Pompeyo Magno, y el resto. Bueno, mientras ellos duermen, yo estaré caminando por el Reino de los Muertos contigo para siempre.
Octavio:
Estoy seguro de que no quieres más muertes romanas y por la manera como has tratado al ejército de mi esposa tampoco quieres más muertes enemigas.
Supongo que para el momento que mi hijo mayor llegue a ti estarás en Menfis. Lleva esta carta porque sé que llegará a tu mesa y no ala de algún legado. El chico está ansioso por hacerme este servicio, y a mí me complace dejarlo.
Octavio, no continuemos esta farsa. Admito libremente que fui el agresor en nuestra guerra, si guerra se puede llamar. Marco Antonio no ha brillado demasiado, eso está claro, y ahora desea un final.
Si permites que la reina Cleopatra reine en su reino como faraón y reina, me dejaré caer sobre mi espada. Un buen final para una lucha patética. Envía tu respuesta con mi chico. La esperaré durante tres nundinae. Si para entonces no he recibido ninguna respuesta, sé que me rechazas.
Pasaron los tres nundinae y no llegó palabra alguna de Octavio. A Antonio le preocupaba que Antillo no hubiese regresado, pero decidió que Octavio retendría al chico hasta que su victoria fuese completa, entonces, ¿qué hacía uno con los hijos de los desterrados? El exilio era la práctica habitual, pero Antillo había vivido con Octavia durante años. Su hermana no apartaría a uno de su propia carnada. Ni tampoco le negaría unos ingresos lo bastante altos para vivir como le correspondía.
—¿De verdad crees que Octavio aceptaría los términos que escribiste en tu carta? —preguntó Cleopatra.
Ella no la había visto, ni tampoco había reclamado verla; la nueva Cleopatra comprendía que los asuntos de los hombres pertenecían a los hombres.
—Supongo que no —dijo Antonio, y se encogió de hombros—. Desearía que Antillo se pusiese en contacto conmigo.
«¿Cómo decirle que el chico está muerto?», se preguntó Cleopatra a sí misma. Octavio no aceptaría condiciones, necesitaba el tesoro de los Ptolomeo. ¿Sabía dónde encontrarlo? No, por supuesto que no, cosa que no le impediría cavar más agujeros en las arenas de Egipto que estrellas había en el firmamento. ¿Y Antillo? Vivo, un incordio. Los chicos de dieciséis años se movían como el mercurio y tenían cierto encanto; Octavio no correría el riesgo de mantenerlo vivo e informar de las disposiciones del enemigo a su padre. Sí, Antillo estaba muerto. ¿Qué importaba si ella abordaba el tema con su padre o se callaba? No, no importaba; por lo tanto, por qué hacer que soportase otra carga de pena en sus hombros, tan enconados, tan frágiles. Frágil no era un adjetivo que ella hubiese pensado alguna vez aplicar a Marco Antonio.
En cambio abordó el tema de otro joven diferente: Cesarión.
—Antonio, nos quedan quizá unos tres nundinae antes de que Octavio llegue a Alejandría. En algún punto cercano a la ciudad supongo que librarás una batalla, ¿no es así? Marco Antonio se encogió de hombros. —Los soldados la quieren, así que la habrá.
—No podemos permitir que Cesarión combata.
—¿Ante la posibilidad de que muera?
—Sí. No veo ninguna posibilidad de que Octavio me permita gobernar Egipto, pero tampoco dejará que gobierne Cesarión. Tengo que llevarme a Cesarión a la India o a Taprobane antes de que Octavio comience a buscarlo. Tengo cincuenta buenos hombres y una pequeña y rápida flota en Berenice. Cháem le dio a mis sirvientes el oro necesario para que Cesarión disfrute de una buena vida al final de su viaje. Cuando sea un hombre maduro podrá regresar.
Él la observó con atención, con el entrecejo fruncido. ¡Cesarión, siempre Cesarión! Sin embargo, ella tenía razón. Si se quedaba, Octavio lo buscaría y lo mataría. Debía hacerlo. Ningún rival tan parecido a César como ese hijo egipcio podía vivir.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó él.
—Tu apoyo cuando se lo diga. No querrá marchar.
—No querrá, pero debe. Sí, te apoyaré.
Ambos se quedaron atónitos cuando Cesarión aceptó en el acto.
—Comprendo vuestra decisión, mamá, Antonio —manifestó él, con los ojos azules bien abiertos—. Uno de nosotros debe vivir, sin embargo, no permitirán que ninguno de nosotros vivamos. Si me quedo en la India durante diez años, Octavio dejará que Egipto continúe su camino como provincia, no como reino cliente. Pero si la gente del Nilo sabe que el faraón está vivo, me darán la bienvenida cuando regrese. —Los ojos se le llenaron de lágrimas; su rostro se contorsionó—. ¡Oh, mamá, mamá, no te volveré a ver nunca más! Debo y, sin embargo, no puedo. Caminarás en el desfile triunfal de Octavio y luego morirás a manos del estrangulados ¡Debo y, sin embargo, no puedo!
—Puedes, Cesarión —dijo Antonio con voz firme, y lo sujetó por el antebrazo—. No dudo del amor por tu madre, y tampoco dudo de tu amor por tu pueblo. Ve a la India y permanece allí hasta que llegue el momento oportuno de regresar. ¡Por favor!
—Oh, iré. Es lo que se debe hacer.
Les dirigió a cada uno la sonrisa de César y salió.
—Apenas si me lo puedo creer —manifestó Cleopatra, que se acarició el bulto—. Dijo que se iría, ¿no?
—Sí, lo dijo.
—Tendrá que ser mañana.
Al día siguiente salió.
Vestido como un banquero o un burócrata de clase media, Cesarión partió con dos sirvientes, los tres montados en buenos camellos.
Cleopatra, desde las almenas del recinto real, lo observó hasta donde alcanzó a ver a su hijo en la carretera de Menfis, agitando un pañuelo rojo y con una gran sonrisa. Antonio, que dijo tener dolor de cabeza, permaneció en el palacio.
Allí lo encontró Canidio, que se detuvo en el umbral para mirar a Marco Antonio tumbado cuan largo era en un diván, con un brazo sobre los ojos.
—¿Antonio?
Antonio apoyó las piernas en el suelo y se sentó, parpadeando.
—¿No te sientes bien? —preguntó Canidio.
—Dolor de cabeza, pero no del vino. Me pesa la vida.
—Octavio no cooperará.
—Bueno, eso lo sabemos desde que la reina le envió su cetro y su diadema a Pelusium. ¡Hubiese deseado que la ciudad hubiera sido tan perezosa como el ejército! Murieron un buen número de buenos egipcios. Me pregunto: ¿cómo creyeron que podían resistir un asedio romano?
—No se podía permitir un asedio, Antonio, y por eso asaltó la ciudad. —Canidio miró a Antonio, intrigado—. ¿No lo recuerdas? ¡No estás bien!
—Sí, sí, lo recuerdo. —Antonio se rio con un sonido chirriante—. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, eso es todo. Está en Menfis, ¿no?
—Estaba en Menfis. ¿Ahora? Sube por el brazo Canópico del Nilo.
—¿Qué tiene mi hijo que decir de él?
—¿Tu hijo?
—¡Antillo!
—Antonio, no hemos tenido noticias de Antillo desde hace un mes.
—¿No hemos tenido? ¡Qué extraño! Octavio, sin duda, lo ha detenido.
—Sí, me atrevería a decir que eso es lo que ha pasado —respondió Canidio con voz amable.
—Octavio envió un sirviente con las cartas, ¿no?
—Sí —dijo Cleopatra desde el umbral.
Entró y se sentó delante de Antonio, mientras sus ojos le nacían señales a Canidio frenéticamente.
—¿Cómo se llama ese hombre?
—Thyrso, querido.
—Refréscame la memoria, Cleopatra —le pidió Antonio, que obviamente estaba muy confundido—. ¿Qué decían las cartas que te envió Octavio?
Canidio se había derrumbado en una silla, y miraba atónito.
—La pública me ordenaba que desarmase al ejército y lo rindiese; la otra, sólo para mis ojos, decía que Octavio buscará una solución satisfactoria para todas las partes —respondió Cleopatra con voz tranquila.
—¡Oh, sí! Sí, por supuesto, eso decía. Ah, ¿no tenía que hacer yo algo por ti? ¿Algo del gobernador de la guarnición en Pelusium?
—Envió a su familia a Alejandría para que estuviese segura y yo los mandé detener. ¿Por qué su familia se debía librar del sufrimiento que se abatió sobre Pelusium? Pero entonces Cesarión —ella se interrumpió y se retorció las manos— dijo que yo estaba demasiado furiosa para dispensar justicia, y te los entregó a ti.
—¡Oh! ¿Yo dispensé justicia para la familia?
—Tú los dejaste en libertad. Aquello no fue justicia. Canidio escuchaba esta conversación como si hubiese sido golpeado con una hacha. ¡Todo eso se había acabado, era cosa del pasado! ¡Dioses, Antonio estaba medio loco! Había perdido la memoria. ¿Cómo podía él, Canidio, discutir planes de guerra con un viejo sin memoria? ¡Hundido! Roto en mil pedazos. Incapacitado para el mando.
—¿Qué quieres, Canidio? —preguntaba Antonio.
—Octavio está muy cerca, Antonio, y tengo siete legiones en el hipódromo preparándose para la lucha. ¿Vamos a luchar?
Antonio se levantó de un salto, transformado en un abrir y cerrar de ojos, de viejo olvidadizo a general de tropas ansioso, alerta, interesado.
—¡Sí! Sí, por supuesto que lucharemos —afirmó, y comenzó a gritar—: ¡Mapas! ¡Necesito mapas! ¿Dónde están Cinna, Turullio y Casio?
—Esperan, Antonio, arden de deseos de combate.
Cleopatra acompañó al visitante fuera de la habitación.
—¿Desde cuándo ocurre esto? —preguntó Canidio.
—Desde que regresó de Fraaspa. ¿Puede que cuatro años?
—¡Júpiter! ¿Cómo no lo vi?
—Es como si le dieran arrebatos y, por lo general, sólo cuando tiene la guardia baja o le duele la cabeza. Cesarión se marcho hoy, así que es un mal día. Pero no te preocupes, Canidio. Ya esta saliendo, y para mañana será todo lo que fue en Filipos.
Cleopatra no hablaba a la ligera. Antonio atacó cuando la tropa avanzada de caballería de Octavio llegó al suburbio de Canopus, donde estaba ubicado el hipódromo. Aquél era el viejo Antonio, lleno de coraje y fuego, incapaz de poner un pie —o un hombre— en el lugar equivocado. La caballería huyó; las siete legiones de Antonio fueron a la batalla entonando sus himnos de guerra al Hércules Invicto, dios patrono de los Antonio y también de la guerra.
Antonio regresó a Alejandría al anochecer todavía vestido con su armadura para ser recibido por una entusiasta Cleopatra.
—¡Oh, Antonio, Antonio, nada es bastante bueno para ti! —gritó ella, y le cubrió el rostro con besos—. ¡Cesarión! ¡Cómo deseo que Cesarión pudiese verte ahora!
Ella aún no se había enterado, pobre mujer. Cuando Canidio, Cinna, Décimo Turullio y los demás llegaron también en la misma sudorosa y sangrienta condición que Antonio, ella fue de uno a otro con una sonrisa tan grande que Cinna fue uno de los que encontró la exhibición repugnante.
—No fue una gran batalla —intentó decirle Antonio cuando ella pasó a su lado en uno de sus giros—. Reserva tu alegría para la gran batalla que está por llegar.
Pero no, no, ella no estaba dispuesta a escuchar. Toda la ciudad se regocijaba como si hubiese sido el combate definitivo, y Cleopatra estaba absolutamente absorbida en planear una fiesta de victoria para el día siguiente en el gimnasio: el ejército estaría allí, ella condecoraría a los soldados más valientes, los legados deberían estar sentados en un pabellón dorado sobre suntuosos cojines, los centuriones en algo sólo un poco menos cómodo.
—Ambos están locos —le dijo Cinna a Canidio—. ¡Locos!
Él intentó contenerla, pero Antonio el hombre, el amado había desaparecido ante su convicción de que, al ganar esta batalla menor, había ganado la guerra, que su reino estaba a salvo, que Octavio ya no era una amenaza. Todos los soldados profesionales y los legados vieron a un impotente Antonio sucumbir a la loca alegría de Cleopatra y gastar las pocas energías en convencerla de que siete legiones nunca entrarían en el gimnasio.
La fiesta se celebró sólo con los soldados rasos que debían ser condecorados, aunque sí que fueron alrededor de cuatrocientos centuriones, los tribunos militares, los legados menores y todos los ciudadanos de Alejandría que consiguieron entrar. También había prisioneros que ubicar, hombres a los que Cleopatra insistió que sujetasen con cadenas y los colocasen en un lugar donde los alejandrinos pudiesen arrojarles verduras podridas e insultarlos. Si había algo que podía hacer que las legiones le volviesen la espalda, eso lo consiguió. Un acto bárbaro, no romano. Un insulto a los hombres tanto romanos como no romanos.
Tampoco quiso escuchar ningún consejo sobre las condecoraciones que ella insistió en repartir; en lugar de la sencilla corona de hojas de roble al valor, el hombre que había salvado la vida de sus compañeros y defendido el terreno en que había ocurrido hasta que el combate acabó se encontró obsequiado con un casco y una coraza dorada por una mujer menuda y de ojos saltones que lo besó.
—¿Dónde están mis hojas de roble? ¡Dame mis hojas de roble! —exigió el soldado, muy ofendido.
—¿Hojas de roble? —Su risa tintineó—. ¿Oh, mi querido muchacho, una ridícula corona de hojas de roble en lugar de un casco dorado? ¡Sé sensato!
El soldado dejó caer el equipo dorado al borde de la multitud y se pasó inmediatamente al ejército de Octavio, tan furioso que sabía que la mataría si se quedaba. El de Antonio no era un ejército romano, era una combinación de bailarinas y eunucos.
—¿Cleopatra, Cleopatra, cuándo aprenderás? —le preguntó Antonio realmente dolorido aquella noche después de que se acabase la ridícula fiesta y los alejandrinos hubiesen regresado a sus casas, saciados.
—¿A qué te refieres?
—¡Me has avergonzado delante de mis hombres!
—¿Avergonzado? —Ella se irguió, dispuesta a librar su propia batalla—. ¿Qué quieres decir con avergonzado?
—No te corresponde a ti dirigir una celebración militar, ni tampoco jugar con el mos maiorum de Roma y darle a un soldado oro en lugar de hojas de roble. Tampoco poner grilletes a los soldados romanos. ¿Sabes lo que dijeron aquellos prisioneros cuando los invité a unirse a mis legiones? Dijeron que preferían morir. ¡Morir!
—¡Oh, bueno, si es eso lo que quieren los complaceré!
—No harás nada por el estilo. ¡Por última vez, señora, mantén tu nariz fuera de los asuntos de los hombres! —gritó Antonio, tembloroso—. Me has convertido en un chulo, en un saltatrix tonsa que busca clientes fuera del Venus Erucina.
Su furia desapareció en el tiempo en que tarda en golpear el rayo; sus ojos se llenaron de lágrimas, su barbilla cayó, lo miró con auténtico desconsuelo.
—Creí que tú lo querías —susurró—. Creí que mejoraría tu posición si tus soldados rasos, tus centuriones y tus tribunos veían lo grandes que serían las recompensas una vez que nuestra guerra hubiese acabado en victoria. ¿Porque la hemos ganado, verdad? ¿Sin duda fue una victoria?
—Sí, pero una victoria pequeña, no una grande. Y por Júpiter, mujer, guarda tus cascos y tus corazas doradas para los soldados egipcios. Los romanos prefieren una corona de hierba.
Así se separaron cada uno para llorar, pero por muy diferentes razones.
A la mañana siguiente se besaron e hicieron las paces; no había tiempo para seguir enfadados.
—Si juro por mi padre Amón-Ra que no interferiré en las cuestiones militares que hagas, Marco, ¿consentirás luchar la batalla final? —preguntó ella con los ojos hundidos por la falta de sueño.
De algún lugar, él consiguió conjurar una sonrisa, la abrazó y respiró la exquisita fragancia de su piel, aquella suave fragancia floral que destilaba del bálsamo de Jericó.
—Sí, mi amor, voy a librar mi última batalla.
Ella se envaró, se apartó para mirarlo.
—¿Última batalla?
—Sí, última batalla. Mañana, al amanecer —respiró profundamente y mostró una expresión severa—. No regresaré, Cleopatra. No importa lo que ocurra, no regresaré. Quizá ganemos, pero sólo es una batalla más. Octavio ha ganado la guerra. Tengo la intención de morir en el campo con todo el valor de que sea capaz. De esa manera habrá desaparecido el elemento romano y podrás tratar con Octavio sin necesidad de tenerme en cuenta. Yo soy su vergüenza, no tú; tú eres un enemigo extranjero con quien él puede tratar sencillamente, como hace un romano. Puede que te pida que camines en su desfile triunfal, pero no te matará y tampoco a los hijos que has tenido conmigo. Dudo que te deje gobernar Egipto, y eso significa que después de que acabe su triunfo te llevará a ti y a los niños a vivir en una ciudad-fortaleza italiana como Norba o Praeneste. Muy cómodos. Allí podrás esperar el regreso de Cesarión.
El rostro de ella se vació de color, concentrado ahora en aquellos enormes ojos dorados.
—¡Antonio, no! —susurró.
—Antonio, sí. Es eso lo que quiero, Cleopatra. Podrás pedirle mi cuerpo y él te lo dará. No es un hombre vengativo; lo que él hace es expeditivo, racional, muy bien pensado. ¡No me niegues la oportunidad de una buena muerte, amor mío, por favor!
Las lágrimas le quemaban en las mejillas mientras corrían en busca de las comisuras de su boca.
—No te negaré tu buena muerte, mi muy amado. Una última noche en tus brazos vivos es todo lo que pido y nada más.
Él la besó y se marchó al hipódromo para hacer sus disposiciones de combate.
Sin sentido, muerta por dentro, ella caminó a través del palacio hasta la puerta que daba a través de los jardines de palmeras al Sema, Charmian e Iras a su estela, como siempre. No hicieron ninguna pregunta; no había necesidad después de ver el rostro del faraón. Antonio iba a morir en la batalla, Cesarión había marchado a la India y el faraón se acercaba rápidamente al tenue horizonte que separaba al Nilo viviente del Reino de los Muertos.
En su tumba, ella llamó a aquellos que aún trabajaban en el lado de Antonio y dio orden de tenerlo todo preparado para acoger su cuerpo al anochecer del día siguiente. Hecho eso, permaneció en la pequeña antecámara junto a las grandes puertas de bronce y las miró; luego se volvió para mirar también la más exterior de sus propias habitaciones, donde habían colocado una hermosa cama y un baño, un rincón para sus funciones corporales privadas, una mesa y dos sillas, un escritorio con el más fino papel de pergamino, plumas, pastillas de tinta y una silla. Todo lo que el faraón necesitaría en la otra vida. Pero, pensó ella, también estaba debidamente preparado para el faraón en esta vida.
Eso la acosó, su impotencia enjaulada entre la muerte de Antonio y la decisión de Octavio sobre ella y sus hijos. ¡Tenía que ocultarse! Ocultarse hasta saber cuál era la decisión de Octavio. Si él la encontraba donde podía ser capturada, la encerrarían y probablemente asesinarían a sus hijos de inmediato. Antonio insistía en que Octavio era un hombre bondadoso, pero, para Cleopatra, él era el basilisco, el letal reptil. Desde luego, él la quería viva para su desfile triunfal; por lo tanto, una Reina de las Bestias muerta era lo que menos deseaba. Pero si ella se quitaba la vida en aquel momento, sus hijos, sin duda, sufrirían. No, no podía quitarse la vida hasta que sus hijos estuviesen a salvo. Para empezar, Cesarión aún no habrá llegado al puerto en el Sinus Arabicus; pasaría un nundinae antes de que zarpara. En cuanto a los hijos de Antonio: ella era su madre, atrapada por la intangible red que fusionaba a una mujer y a sus hijos juntos para siempre.
La idea se le ocurrió cuando su mirada se fijó en la cama. ¿Por qué no ocultarse dentro de su tumba? Desde luego aún se podía entrar por la abertura, pero antes de que Octavio pudiese ordenar a los hombres que entrasen, ella podía gritar por el tubo de comunicación que si alguien intentaba entrar por aquel camino la encontrarían muerta envenenada. El último tipo de muerte que Octavio podía condonarle; todos sus muchos enemigos afirmarían que él la había envenenado. De alguna manera, ella debía permanecer viva y ser un agente libre con opciones durante el tiempo necesario para conseguir su promesa de que sus hijos vivirían y prosperarían independientemente de Roma. En el caso en que el amo de Roma se negase, ella se envenenaría de una forma tan pública y tan sorprendente que lo odioso del hecho destruiría su imagen política para siempre.
—Me quedaré aquí —le dijo a Charmian e Iras—. Poned una daga en aquella mesa, otra daga cerca del tubo de comunicación y acudid ahora mismo a Hapd’efan’e. Decidle que quiero un frasco de acónito puro. Octavio nunca pondrá las manos sobre una Cleopatra viva.
Una orden que Charmian e Iras malinterpretaron, al creer que su ama tenía la intención de morir —¡oh, qué agonía!— casi de inmediato. Así pues, un asombrado Apolodoro también malinterpretó las intenciones de Cleopatra cuando las dos llorosas mujeres entraron en el palacio.
—¿Dónde está la reina?
—En su tumba —sollozó Iras, y se marchó a la carrera en busca de Hapd’efan’e.
—¡Tiene la intención de morir antes de que Octavio llegue a Alejandría! —consiguió decir Charmian entre los ataques de llanto.
—Pero ¡Antonio! —exclamó Apolodoro, desconsolado.
—Antonio pretende morir en la batalla de mañana.
—¿Para entonces estará muerta la hija de Ra?
—¡No lo sé! Quizá, es probable, ¡no lo sé!
Charmian se alejó presurosa para buscar comida fresca para su ama, en la tumba.
Al cabo de una hora, todos en el palacio sabían que el faraón estaba a punto de morir; su aparición en el comedor asombró a Cha’em, Apolodoro y Sosigenes.
—Majestad, nos hemos enterado —dijo Sosigenes.
—No tengo la intención de morir hoy —replicó Cleopatra, divertida.
—Por favor, majestad, piénsalo de nuevo —suplicó Cha’em.
—¿Qué, no tienes ninguna visión de mi muerte, hijo de Ptah? ¡Descansa tranquilo! La muerte no es una cosa que se deba temer. Nadie lo sabe mejor que tú.
—¿Y a Antonio? ¿Se lo dirás?
—No, no lo haré, caballeros. Él todavía es un romano, no lo entenderá. Quiero que nuestra última noche juntos sea perfecta.
En mitad de la última noche que Antonio y Cleopatra pasaron abrazados, serenos, inundados de amor, los sentidos exaltados al máximo, los dioses abandonaron Alejandría. Anunciaron su marcha con un leve temblor, un suspiro, un inmenso gemido que se fue apagando como un trueno moribundo en la distancia.
—Serapis y los dioses de Alejandría son como nosotros, mi querido Antonio —susurró ella contra su garganta.
—No es más que un temblor —respondió él con voz baja, medio dormido.
—No, los dioses se niegan a permanecer en una Alejandría romana. Después de eso él durmió, pero Cleopatra no pudo. La habitación estaba débilmente alumbrada con lámparas, así que ella pudo levantarse apoyada en un codo para mirarlo, beber la visión de su rostro amado, los rizos casi plateados en un maravilloso contraste con su piel tostada, los planos de sus huesos acentuados porque había perdido peso. «¡Oh, Antonio, qué te he hecho, y nada bueno, bondadoso o comprensivo! Esta noche ha sido tan tranquila que estoy envuelta en tu perdón. Nunca me has reprochado mi conducta. Me preguntaba por qué sería, pero ahora comprendo que tu amor por mí era tan grande que perdonaba cualquier cosa, todo. Lo que puedo hacer a cambio es que la eternidad de la muerte sea algo más allá de cualquier sensación humana, un hilillo dorado en el reino de Amón-Ra.»
Al amanecer, en un duermevela, vio cómo él se levantaba, una silueta negra contra la pálida luz del alba, cómo su sirviente lo ayudaba a ponerse la armadura: la acolchada túnica escarlata sobre el taparrabos escarlata, la vestimenta de cuero rojo, la sencilla coraza de acero, el faldellín y las mangas con correas también de cuero rojo, las botas cortas bien anudadas, sus lengüetas con bordes de acero plegados sobre los lazos de los cordones entrecruzados. Le dirigió una gran sonrisa, sujetó el casco de acero debajo del brazo y se echó hacia atrás el paludamentum escarlata para que cayese libre en sus hombros.
—Ven, esposa —dijo él—. Ven a despedirme.
Ella le metió su mejor pañuelo, rociado con su perfume, en la axila de la coraza y caminó con él al exterior, donde se percibía un limpio y frío aire, lleno con el trino de los pájaros.
Canidio, Cinna, Décimo Turullio y Casio Parmensis lo esperaban; Antonio se subió a un taburete para montar, le clavó los talones a su Caballo Público gris en las costillas y partió al galope en un viaje de cinco millas hacia el hipódromo. Era el último día de julio.
Tan pronto como él desapareció de la vista, ella fue a su tumba, junto con Charmian e Iras. Las tres trabajaron al unísono: bajaron los barrotes por el lado interior de las dobles puertas hasta que sólo el famoso ariete de veinticinco metros de Antonio podía derribarlas. Cleopatra vio que había abundancia de comida fresca, además de cestos de higos, aceitunas, dátiles y pequeños panecillos horneados con una fórmula especial que los mantenía frescos durante muchos días. No es que ella esperase estar dentro muchos días.
Lo peor sería aquella noche, cuando le trajesen el cuerpo de Antonio; lo llevarían directamente a la habitación con su sarcófago, para allí someterse mudo a los horribles talentos de los sacerdotes embalsamadores. Pero, primero, ella tendría que mirar su rostro muerto. «¡Oh, Amón-Ra y todos tus dioses, haced que su muerte sea tranquila, sin sufrimiento! ¡Qué su vida cese rápidamente!»
—Me alegro —dijo Charmian, temblorosa— que la abertura deje entrar tanto aire. ¡Oh, es tan lúgubre!
—¡Enciende más lámparas, tonta! —fue la respuesta práctica de Iras.
Antonio y sus generales cabalgaron en dirección a Canopus, con grandes sonrisas de satisfacción ante la perspectiva de la batalla. La zona había estado poblada desde hacía muchos años, tradicionalmente por los ricos mercaderes extranjeros, aunque sus casas no estaban ubicadas entre las tumbas, como las casas al oeste de la ciudad, donde se encontraba la necrópolis. Allí había jardines, plantaciones, mansiones de piedra con estanques y fuentes, bosquecillos de roble negro y palmeras. Más allá del hipódromo, en las bajas dunas cerca del mar —menos deseables que practicaban los hombres ricos—, estaba el campamento romano, dos millas en línea recta de vallas y trincheras.
«¡Bien!», pensó Antonio mientras se acercaban al ver que los soldados ya estaban en el exterior y formados. Entre las primeras filas y la vanguardia de Octavio había un espacio de media milla. Centellaban las águilas, las banderas multicolores de las cohortes ondeaban al viento, el vexillum proponere escarlata destacaba junto al Caballo Público de Octavio, donde estaba sentado, rodeado por sus generales, a la espera. «¡Oh, adoro este momento! —continuó la mente de Antonio mientras se abría paso entre sus tropas, la caballería haciendo sus habituales ruidos y estrépitos en los flancos—. Me encanta la siniestra sensación del aire, los rostros de mis hombres, la fuerza de tanto poder.»
Luego, en un instante, se acabó. Su propio vexillarius bajó la bandera y caminó hacia el ejército de Octavio. Todos los aquilifer con sus águilas hicieron lo mismo, así como todos los vexillarius de cada cohorte, mientras sus soldados, que pedían guerra sin cuartel a gritos, los siguieron, las espadas a la funerala y los pañuelos blancos atados alrededor de sus pila.
Antonio no supo cuánto tiempo estuvo sentado en su nervioso caballo, pero cuando su mente se aclaró lo suficiente para mirar a los lados en busca de sus generales se habían marchado. No sabía adonde habían ido. Con los movimientos bruscos de una marioneta hizo girar a su caballo y galopó de regreso a Alejandría, las lágrimas rodando por su rostro y volando como gotas de lluvia en una tempestad.
—¡Cleopatra, Cleopatra! —gritó en el momento de entrar en el palacio, su casco rebotando escaleras abajo cuando lo dejó caer—. ¡Cleopatra!
Apareció Apolodoro, luego Sosigenes y, por último, Cha’em. Pero no Cleopatra.
—¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposa? —preguntó.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, a su vez, Apolodoro, encogido.
—Mi ejército desertó, y eso también significa que lo ha hecho mi flota —respondió, sin más explicaciones—. ¿Dónde está la reina?
—En su tumba —contestó Apolodoro.
¡Ya está! Lo había dicho.
El rostro de Marco Antonio se volvió gris, al tiempo que se tambaleaba.
—¿Muerta?
—Sí. No parecía creer que fuese a verte de nuevo vivo.
—Tampoco me hubiese visto, de haber luchado mi ejército. —Se encogió de hombros, se desató los cordones de su paludamentum, que cayó al suelo como un charco de rojo brillante—. Bueno, no hay ninguna diferencia. —Desató las correas de su coraza, que produjo otro estrépito cuando golpeó contra el mármol. La espada salió de su vaina, la espada de un noble con una empuñadura de marfil con la figura de una águila—. Ayúdame a quitarme el sobreveste —le ordenó a Apolodoro—. ¡Venga, hombre, no te estoy pidiendo que empujes la espada! Sólo déjame con mi túnica.
Pero fue Cha’em quien se adelantó y le quitó el sobreveste de cuero y las correas.
Los tres ancianos miraron traspuestos mientras Antonio apoyaba la punta de su gladio contra su cintura, los dedos de su mano izquierda buscando la parte inferior de las costillas. Satisfecho, sujetó el águila de marfil con las dos manos, respiró profundamente y empujó con todas sus fuerzas. Sólo entonces los tres viejos se movieron, corrieron a ayudarlo mientras caía al suelo, jadeante, con expresión ceñuda pero no por el dolor, sino de furia.
—Cacat! —exclamó, los labios abiertos para mostrar los dientes—. He fallado en mi intento de buscar el corazón. Tenía que haber estado ahí.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sosigenes, que lloraba a lágrima viva.
—Para empezar, deja de llorar. Tengo la espada clavada en el hígado, y tardaré algún tiempo en morir —gimió—. Cacat, ¡duele! Me lo tengo merecido… la reina, llevadme hasta ella.
—Quédate aquí hasta que mueras, Marco Antonio —le suplicó Cha’em.
—No, quiero morir mirándola. Llévame hasta ella. Los dos sacerdotes embalsamadores entraron primero en el cesto, con sus aparatos alrededor de ellos, luego permanecieron en el borde de la abertura mientras otros dos sacerdotes embalsamadores colocaban a Antonio en el cesto, que tenía su base acolchada con mantas blancas. Los sacerdotes, en el exterior, subieron el cesto con la polea; en la abertura lo colocaron sobre unos raíles hasta que pudieron bajarlo a la tumba, donde los dos primeros sacerdotes embalsamadores lo sujetaron.
Cleopatra esperaba, dispuesta a ver a un Antonio sin vida hermosamente arreglado en una muerte que no mostrara ningún estigma visible.
—¡Cleopatra! —jadeó él—. ¡Dijeron que estabas muerta!
—¡Amor mío, amor mío! ¡Todavía estás vivo!
—¿No es un chiste? —preguntó él, que intentó reír mientras se ahogaba con la tos—. Cacat! Tengo sangre en el pecho.
—Ponedlo en mi cama —les dijo a los sacerdotes, y se movió alrededor de la cama, incordiándolos, hasta que lo colocaron a su gusto.
La túnica acolchada escarlata no mostraba la sangre como en las mantas blancas donde había yacido, pero ella había visto tanta sangre en sus treinta y nueve años que no se sentía horrorizada por ello. Hasta que los sacerdotes, médicos como eran, no quitaron la túnica con la intención de vendar la herida con fuerza para detener la hemorragia no vio ella aquel magnífico cuerpo abierto por una grande y fina lágrima debajo de las costillas. Cleopatra tuvo que apretar los dientes para contener un grito de protesta, la primera punzada de dolor. Él iba a morir; ella ya se lo esperaba. Pero la realidad la superó: el dolor en sus ojos, el espasmo de agonía que de pronto lo dobló como un arco mientras los sacerdotes luchaban por vendarlo. Su mano le aplastó los dedos, le unió todos los huesos, pero ella sabía que, al tocarla, le estaba dando fuerzas, por lo tanto, lo soportó.
Una vez que lo pusieron todo lo cómodo que podía estar, ella acercó una silla al lado de la cama y se sentó allí mientras le hablaba con una dulce voz de arrullo, y sus ojos, brillantes de placer, nunca se separaron de su rostro. Un momento tras otro, hora tras hora, lo ayudó a cruzar el Río, como él dijo, todavía, en el fondo, un romano.
—¿De verdad caminaremos juntos por el Reino de los Muertos?
—Muy pronto, amor mío.
—¿Cómo te encontraré?
—Yo te encontraré. Sólo siéntate en algún lugar hermoso y espera.
—Un destino más hermoso que el sueño eterno.
—Oh, sí. Estaremos juntos.
—César también es un dios. ¿Tendré que compartirte?
—No, César pertenece a los dioses romanos. No estará allí.
Pasó tiempo antes de que él reuniese el coraje para decirle lo que había pasado en el hipódromo.
—Mis tropas desertaron, Cleopatra, hasta el último hombre.
—Así que no hubo batalla.
—No. Me lancé sobre mi espada.
—Una alternativa mejor que la de Octavio.
—Así creí. ¡Oh, pero es tan agotador! Lento, demasiado lento.
—Muy pronto se acabará, mi amor. ¿Te he dicho que te quiero? ¿Alguna vez te he dicho cuánto te quiero?
—Sí, y por fin te creo.
La transición entre la vida y la muerte cuando llegó fue tan sutil que ella no se dio cuenta de que había pasado hasta que, al mirar por azar a sus ojos, vio las pupilas enormes y cubiertas con una fina pátina de oro. Marco Antonio se había marchado; ella sostenía en sus brazos una cáscara, la parte de él que había abandonado.
Un alarido rasgó el aire: su alarido. Como un animal, se arrancó los cabellos a puñados, desgarró el corpiño hasta que sus pechos quedaron desnudos y se los destrozó con las uñas, mientras aullaba, gritaba y se golpeaba como una loca.
Cuando a Charmian e Iras les pareció que podía hacerse daño de verdad, llamaron a los sacerdotes embalsamadores y la obligaron a tomar la jalea de amapolas. Sólo después de que ella cayó en el estupor de la droga los sacerdotes se llevaron el cuerpo de Marco Antonio a su sarcófago para comenzar el embalsamamiento.
Ya era de noche; Antonio había tardado once horas en morir, pero al final era el viejo Antonio, el gran Antonio. En la muerte se había encontrado, por fin, consigo mismo.