XXVI

Al final del verano, en el Adriático, el viento era más predecible que en cualquier otra estación: soplaba del oeste por la mañana y sobre el mediodía viraba al noroeste y ganaba fuerza a medida que más viraba al norte.

Octavio y Agripa no habían pasado por alto las señales de una inminente batalla, aunque ningún espía los había informado de las velas, el agua y la comida a bordo de todos los transportes que Antonio y Cleopatra poseían; de haberlo sabido podrían haber planeado contramedidas para evitar la fuga. En cambio, sencillamente asumieron que el enemigo estaba cansado de estar quieto y había decidido jugárselo todo a derrotar a Agripa en el mar.

—La estrategia de Antonio es sencilla —le dijo Agripa a Octavio en su tienda de mando—. Ha de rodear mi fila de naves en su extremo norte e ir hacia el sur; eso es, lejos de tu campamento terrestre y de mi propia base en la bahía de Comarus. Su ejército de tierra invadirá nuestro campamento y mi base naval con muchas posibilidades de victoria. Mi estrategia también es igual de sencilla: he de evitar que vire y me gire en contra del viento. El que gane la carrera en dar la vuelta también ganará la batalla.

—Entonces el viento te favorecerá un poco más que a él —señaló Octavio, de puntillas por la excitación.

—Sí. También me favorece el tamaño de las naves, César. Aquellos monstruosos quinquerremes de Antonio son demasiado lentos. En comparación, él es Antaeo el gigante y nosotros Hércules el enano —manifestó Agripa con una sonrisa—, y lo que parece haber olvidado es que Hércules levantó a Antaeo libre de su madre, la tierra. Bueno, no habrá tierra para Antaeo para sacar fuerzas de ella en una batalla librada en el agua.

—Encuéntrame una flotilla para mandar en el extremo sur de tu línea de combate —pidió Octavio—. Rehusó ver esta batalla sentado en tierra firme y que todo el mundo me llame cobarde. Pero si estoy muy lejos del foco del combate no podré interferir en tus tácticas ni siquiera con el más inocente error. ¿Cuántos de nuestros legionarios piensas usar, Agripa? Y si, aun así, Antonio ganara, ¿invadirá nuestro campamento y nuestro puerto?

—Treinta y cinco mil. Todos los barcos llevarán garfios para arrastrar a esos elefantes desde una cierta distancia, así como todas las pasarelas con garfios posible. Tenemos la ventaja de que nuestras tropas han sido entrenadas como marinos; Antonio nunca se molestó en hacer eso. Pero, César, no sirve de nada sentarse en el extremo sur de nuestra línea de combate. Mejor estar a bordo de mi propia liburnia como mi segundo. Confío en que no anules mis órdenes.

—¡Vaya, gracias por el cumplido! ¿Cuándo ocurrirá?

—Mañana, por todas las indicaciones. Estaremos preparados.

El segundo día de septiembre Marco Antonio salió de la bahía de Ambracia con seis escuadras, y con él al mando de la situada más al norte. A estribor, que era su norte, había tres de las seis, cada una de cincuenta y cinco enormes quinquerremes; Poplicola era su segundo al mando. Agripa colocó a sus remeros más lejos de la costa de lo que Antonio había esperado, lo que significaba tener que remar más de lo que deseaba. Para media mañana había conseguido la distancia que deseaba y permanecía a la espera para hacer descansar a los remeros. Sólo al mediodía, cuando el viento comenzase a virar hacia el norte, podría comenzar la batalla.

Cleopatra y sus transportes aprovecharon la ventaja de una distancia más larga y se movieron hacia la bocana como si fuesen a permanecer en la reserva, y confiados en que la inesperada distancia de Agripa a la costa ocultaría la naturaleza de sus barcos, que transportaban las tropas.

El viento comenzó a cambiar, y ambos bandos se inclinaron sobre los remos y remaron desesperadamente hacia el norte. Las galeras, en el extremo norte de los dos bandos, dispuestas en una hilera que tenía intervalos más largos entre los quinquerremes de Antonio que entre las liburnas de Agripa.

La carrera acabó en empate. Ninguno de los dos bandos consiguió hacer que el otro virase contra viento. En cambio, las dos escuadras finales se enzarzaron en un combate. El Antonia y la nave insignia de Agripa, Divus Julius, fueron los primeros en entrar en acción, y en cuestión de minutos seis pequeñas liburnas habían sujetado con garfios al Antonia y lo arrastraban. Cuando tuvo tiempo para mirar, Antonio vio que diez de sus galeras también estaban en problemas, sujetas por las libaras. Algunas ardían, y poco importaba que no pudiesen ser embestidas con los espolones y hundidas cuando el fuego podía hacer esa misma labor. Los soldados de las seis liburnas comenzaron a saltar como lapas a la cubierta del Antonia; Antonio decidió abandonar la nave. No obstante, aún tuvo tiempo para contemplar cómo Cleopatra y sus transportes habían salido de la bahía y navegaban hacia el sur a vela, ayudados por el fuerte viento del noreste. Un salto a la barca y se marchó, moviéndose entre las liburnas en una embarcación famosa por su velocidad.

Nadie a bordo del Divus Julius advirtió la presencia de la barca, a media milla de distancia para el momento en que el Antonia se rindió. Lucio Gelio Poplicola y las otras dos escuadras situadas a la derecha de Antonio se apresuraron a rendirse sin presentar combate, mientras que Marco Lurio, al mando del contingente del centro, viró sus naves y remó de vuelta a la bahía. En el extremo sur de su línea de combate, comandado por Cayo Sosio, las naves colocadas a la izquierda de Antonio siguieron el ejemplo de Lurio.

Fue una debacle, una batalla ridícula. Con más de setecientas naves en el mar, se habían enfrentado entre ellas menos de veinte.

Era tan increíble aquello que, de hecho, Agripa y Octavio estaban convencidos de que ese final del enfrentamiento era una trampa, que, por la mañana, Antonio emplearía alguna otra táctica. Por lo tanto, aquella noche la flota de Agripa permaneció a la espera en el mar, y perdió toda oportunidad de alcanzar a Cleopatra y a los cuarenta mil soldados romanos.

Cuando al día siguiente no se produjo ninguna estratagema inteligente, Agripa fue hasta Comarus y él y Octavio fueron a ver a los cautivos.

De Poplicola se enteraron de la sorprendente verdad: que Antonio había desertado de su puesto de mando para seguirá la fugitiva Cleopatra.

—¡Todo es culpa de «aquella mujer»! —gritó Poplicola—. ¡Antonio nunca tuvo la intención de luchar! Tan pronto como el Antonia se rindió, saltó por la borda a una barca y salió a toda velocidad para reunirse con Cleopatra.

—¡Imposible! —gritó Octavio.

—Te lo juro, yo mismo lo vi. Cuando lo vi, pensé, ¿Por qué voy a poner en peligro a mis soldados y tripulaciones? Rendirse de inmediato me pareció más honorable. Espero que tomes buena nota de mi buen sentido común.

—Lo pondré en tu memorial —dijo Octavio con un tono divertido, y le ordenó a sus germanos—: Quiero que lo ejecuten inmediatamente. Ocupaos de ello.

Sólo Sosio se libró de este destino; Arruntio intercedió por él, y Octavio le escuchó.

Canidio había intentado persuadir al ejército de tierra para que atacase el campamento de Octavio, pero nadie, salvo él, quería luchar. Tampoco las tropas querían levantar el campamento y marchar hacia el este.

El propio Canidio desapareció mientras los representantes de las legiones negociaban una paz con Octavio, que envió a los reclutas extranjeros a sus casas y buscó tierras en Grecia y Macedonia para los romanos.

—No quiero que ni uno solo de vosotros contamine Italia con vuestras historias —le dijo Octavio a los representantes de las legiones—. La clemencia es mi política, pero nunca volveréis a casa. Sed como vuestro amo Antonio y aprended a amar a Oriente.

Cayo Sosio tuvo que hacer el juramento de alianza, y fue advertido de que nunca debía contradecir la versión «oficial» de Octavio de lo ocurrido en Actium.

—Te he perdonado con una condición: silencio durante todo el camino hasta la pira. Recuerda que la puedo encender en cualquier momento.

—Necesito dar un paseo —le dijo Octavio a Agripa dos nundinae después de Actium—, y quiero compañía, así que no pongas ninguna excusa. Todo está en marcha, y no se te necesita.

—Tú vienes antes que cualquiera y cualquier cosa. ¿Adónde quieres ir a caminar?

—A cualquier parte menos aquí. El hedor de la mierda, los orines y tantos hombres es insoportable. Lo soportarla mejor si hubiese un poco de sangre, pero no la hay. ¡La batalla sin sangre de Actium!

—Entonces cabalguemos primero en dirección al norte hasta que estemos lo bastante lejos de Ambracia para respirar.

—¡Una excelente idea! Cabalgaron durante dos horas, cosa que los llevó más lejos de la bahía de Comarus, donde se acababan los bosques. Agripa se detuvo junto a un arroyo resplandeciente al sol.

Pasaba sobre un lecho de rocas con olas de espuma, y el terreno musgoso emanaba un dulce olor a tierra.

—Aquí —dijo Agripa.

—Aquí no podemos caminar.

—Lo sé, pero allí hay dos preciosas rocas. Podemos sentarnos cara a cara y hablar. Hablar, no caminar. ¿No es eso lo que de verdad quieres hacer?

—¡Bravo, Agripa! —Octavio se rio mientras se sentaba—. Tienes razón, como siempre. Aquí hay paz, soledad y se puede reflexionar. La única fuente de turbulencia es el arroyo, y es una melodía.

—Traje un odre de vino aguado, de aquel falerno que te gusta.

—¡El fiel Agripa! —Octavio bebió y después le pasó el odre a su amigo—. ¡Perfecto!

—Venga, suéltalo, César.

—Al menos, estos días no perjudican mi asma. —Exhaló un suspiro y estiró las piernas—. La batalla sin sangre de Actium; diez naves enemigas atacadas de cuatrocientas, y sólo dos de ellas incendiadas hasta hundirse. Quizá cien muertos, si es que hubo tantos. ¿Para esto he cobrado impuestos del veinticinco por ciento a los pueblos de Roma e Italia, el segundo año de contribución que se está cobrando ahora mismo? Seré maldecido, quizá incluso destrozado cuando todo lo que pueda mostrar por su dinero es una batalla que no fue una batalla. ¡Ni siquiera puedo presentar a Marco Antonio o a Cleopatra! Me aventajaron, huyeron. Y yo, como un tonto, pensé mejor de Antonio, y permanecí a la espera para derrotarlo en lugar de salir en su persecución.

—Venga, César, eso ya está hecho y acabado. Te conozco, y eso significa que conseguirás convertir Actium en un triunfo.

—Me he estado torturando la mente durante días, y quiero explicarte mis ideas porque tú me responderás con sinceridad. —Recogió una serie de cantos rodados y comenzó a disponerlos sobre la piedra donde estaba sentado—. No veo otra alternativa que la de exagerar deliberadamente Actium para convertirlo en algo que el propio Homero desearía cantar. Las dos flotas se enfrentaron como titanes, chocaron en toda la línea de combate de norte a sur. Es por eso que Poplicola, Lurio y el resto perecieron. Sólo Sosio sobrevivió. Dejemos que Arruntio crea que sus súplicas salvaron a Sosio; ahora ya sabes que no fue así. Antonio luchó heroicamente a bordo del Antonia y ya ganaba su parte de la batalla cuando, por el rabillo del ojo, advirtió que Cleopatra, traicioneramente, abandonaba la batalla y a él. Aún había tanta droga en su cuerpo que de pronto lo dominó el pánico, saltó a una barca y partió tras ella como un perro enamorado detrás de una perra en celo. Muchos de sus almirantes lo vieron ir tras Cleopatra, llamándola —Octavio levantó su voz en un falsete—: «¡Cleopatra, no me abandones! ¡Te lo ruego, no me abandones!» Los cadáveres flotaban por todas partes, el mar estaba del color tinto de la sangre, y había mástiles y velas enredados en el agua, pero la barca llevaba a Marco Antonio a través de esta carnicería tras la estela de Cleopatra. Tras eso, los almirantes de Antonio abandonaron la resistencia. Y tú, Agripa, incomparable en el combate, aplastaste a tus adversarios.

—Hasta ahora funciona —dijo Agripa, y bebió un trago del odre—. ¿Qué pasó después?

—Antonio llega a la nave de Cleopatra y sube a bordo. Perdona el cambio al presente; siempre me ayuda cuando estoy bordando algo cuya verdad nunca se sabrá —dijo el maestro de los bordados—. Pero, de pronto, vuelve a los sentidos, ve en su mente el desastre que ha dejado atrás. ¡Le enseñaré al irrumator por acusarme de cobardía en Filípos! Ahora es su turno; ve el desastre que ha dejado atrás con tanta cobardía. Clama de angustia, se quita su paludamentum por encima de la cabeza y permanece sentado en la cubierta durante tres días sin moverse. Cleopatra le da antídotos, le suplica que baje a su camarote, pero él no se quiere mover, demasiado derrumbado ante su cobardía. ¡Miles de hombres muertos y él es el responsable!

—Suena como uno de esos horribles poemas épicos que compran las muchachas —opinó Agripa.

—Sí, así es. Pero ¿apostarías por que toda Roma e Italia no se lo creen?

—No soy tan tonto. Lo compraría incluso en papel caro. En cuanto Mecenas le agregue unas cuantas frases floridas será impecable.

—Desde luego tendrá que servir para frenar el resentimiento contra mí por haber ido a la guerra. A la gente le gusta recibir algo a cambio de su dinero.

—Un tema espinoso, César. ¿Cómo harás para pagar tus deudas? Ahora que Cleopatra ha sido derrotada no tienes excusa para continuar cobrando tus impuestos. Sin embargo, mientras ella viva no tendrás paz. Se estará armando para otra intentona, esté Antonio con ella o no. Es el supuesto hijo de Divus Julius el que ella quiere que gobierne el mundo, no Antonio. Así que, ¿el dinero?

—Me dispongo a exprimir a los clientes-reyes de Antonio hasta que se pongan morados y los ojos se les salgan. Finalmente, invadiré Egipto.

Agripa miró al sol entre los árboles y se levantó.

—Es hora de volver, César. No queremos que nos sorprendan aquí en la oscuridad. Según Ático (y él debe de saberlo), el bosque está lleno de osos y lobos.

Trescientas naves de guerra de Antonio no sufrieron daños, aunque todos los transportes de tropas se habían ido con Cleopatra. Al principio, Octavio había pensado en quemarlas todas. Se había enamorado de las letales y pequeñas liburnas, y estaba convencido de que todas las futuras guerras navales se librarían con liburnas. Los enormes quinquerremes eran obsoletos. Luego decidió retener sesenta de los leviatanes de Antonio como una medida contra la piratería, que comenzaba a crecer en el extremo occidental del Mare Nostrum. Los envió a Forum Julii, la colonia marítima de veteranos de César en la costa donde la provincia gala se encontraba con Liguria. Los demás fueron embarrancados y quemados dentro de Ambracia, y dieron tal número de espolones que muchos de ellos también tuvieron que ser quemados. Los más imponentes fueron guardados para adornar una columna delante del templo de Divus Julius en el foro romano, pero los otros fueron enviados a través de Italia para recordarles a los contribuyentes que la amenaza había sido muy real.

Agripa debía regresar a Italia y comenzar a aplacar a los veteranos, quienes en los últimos años se habían vuelto truculentos después del servicio que había supuesto una gran victoria. El Senado también fue enviado a casa, y se marchó agradecido; no había sido una cómoda estancia en ultramar, incluso para aquellos que habían poblado el Antisenado de Antonio. La clemencia estaba a la orden del día; una vez ejecutados los almirantes de Antonio, el indiscutible gobernante de Roma anunció que sólo tres hombres todavía en fuga serían decapitados: Canidio, Décimo Turullio y Casio Parmensis, estos dos últimos porque eran los dos asesinos de Divus Julius que aún vivían.

Octavio pensaba marchar con sus legiones por tierra a Egipto y visitar a los clientes-reyes a su paso. Pero no pudo ser. Llegaron frenéticos avisos desde Roma para informar que Marco, el hijo de Lépido, estaba complotando para usurpar el poder. Después de haber puesto en marcha a sus legiones hacia el este, al mando de Estatilio Tauro, Octavio se enfrentó a las galernas de invierno en el Adriático y regresó a Italia. La travesía fue peor que la que tuvo lugar aquel memorable día tras el asesinato de Divus Julius, pero ahora el asma había dejado de molestarle, por lo que Octavio lo soportó razonablemente bien. Desde Brundisium viajó por la Vía Apia hacia Roma a todo galope en un carro de cuatro mulas, y dobló por la Vía Latina en Teanum Sidicinum para evitar los insalubres pantanos pontinos. Llegó allí en un nundinum, y se encontró que había sido un viaje en vano. Cayo Mecenas había acabado con la insurrección incluso antes de que Agripa llegase. Marco Lépido y su esposa, Servilia Vatia, se suicidaron.

—Qué extraño —le dijo Octavio a Mecenas y Agripa—. Servilia Vatia estuvo una vez casada conmigo.

Era verdad que los veteranos estaban inquietos y hablaban de revueltas. Octavio se ocupó de ellos mediante una caminata sin miedo a través de los grandes campamentos alrededor de Capua vestido con una toga y una corona de laureles en la cabeza. Sin dejar de sonreír y de saludar y de proclamar a viva voz su valor y lealtad a todos aquellos que podían escucharlo, buscó a los hombres adecuados y se sentó con ellos, dispuesto a una dura negociación. Como los representantes de las legiones eran siempre los hombres menos brillantes de las tropas, y tan haraganes como codiciosos, habló de dinero y tierra.

—Dentro de siete u ocho años, la tierra ya no será parte de la paga de retiro de un veterano —dijo—, así que agradeced que todos los que estáis hoy aquí recibiréis buena tierra. Estoy creando un aerarium militar, un tesoro separado y distinto del que hay debajo del templo de Saturno en Roma. El Estado pondrá dinero en él y ese dinero será invertido al diez por ciento. Los soldados también contribuirán. En este momento, mis contables están calculando cuánto dinero se necesitará para mantenerse solvente incluso mientras se pagan las pensiones. Serán pensiones generosas, acompañadas por una gratificación determinada por la hoja de servicios.

—¡Minucias para el futuro! —dijo Tornatio, el jefe del grupo, con estudiada rudeza—. Estamos aquí para recibir tierras y grandes bonificaciones al contado; ahora, César.

—Sé que es así —replicó Octavio cordialmente—, pero no estoy en posición de complaceros hasta que vaya a Egipto y derrote a la Reina de las Bestias. Es allí donde está di botín que os dará lo que reclamáis. —Levantó una mano—. ¡No, Tornatio, no! No sirve de nada discutir, y mucho menos de manera agresiva. En este momento, Roma y yo no tenemos un sestercio para daros. Mientras estéis en el campamento recibiréis comida y estaréis cómodos, pero si alguno de vosotros se dedica al pillaje, seréis tratados como traidores. ¡Esperad! ¡Tened paciencia! Vuestras recompensas llegarán, pero todavía no.

—Eso no es suficiente —afirmó Tornatio.

—Tendí a que serlo. Enviaré edictos a todos los pueblos y ciudades en Campania en estos términos: que si cualquier grupo de soldados intenta saquearlos, el Senado y el pueblo de Roma tomarán todas las medidas de represalia necesarias. No soportarán a los soldados rebeldes, Tornatio, y dudo de que tengas la suficiente influencia con todos los legionarios como para montar una rebelión a toda escala.

—Es un farol —murmuró Tornatio.

—No, no es así. Estoy enviando edictos a todos los campamentos alrededor de Capua incluso mientras hablamos. Informarán a los hombres de mi situación y les pedirán que sean pacientes. En su conjunto, la mayoría de los hombres son razonables. Comprenderán mi oferta.

Tornatio y sus colegas aceptaron y permanecieron callados al comprender que el grueso de los soldados estaban dispuestos a esperar los dos años que pedía Octavio.

—¿Has tomado sus nombres? —le preguntó a Agripa.

—Por supuesto, César. Desaparecerán discretamente.

—Había esperado que pudieses quedarte en casa —le dijo Livia Drusilia a su marido.

—No, querida, ésa nunca fue una posibilidad. No puedo dejar que Cleopatra comience a armarse. Incluso ahora que el Senado está de regreso estoy a salvo contra la insurrección. Una vez que las tropas de Capua comprendan que sus representantes, de alguna manera, nunca vuelven a sus filas, se comportarán. Además, con Agripa de visita en Capua regularmente, ningún ambicioso senador podrá reunir un ejército.

—Las personas comienzan a acostumbrarse a tenerte al frente de Roma —comentó ella con una sonrisa—. Incluso he escuchado a algunas decir que les traes buena suerte, que has conseguido, contra toda probabilidad, mantenerlos a salvo: primero Sexto Pompeyo, ahora Cleopatra. A Antonio apenas si se le menciona.

—No tengo idea de dónde está, porque no está en Alejandría con «aquella mujer».

Un misterio que se resolvió pocos días más tarde cuando llegó una carta de Cyrenaica de Cayo Cornelio Gallo.

En el momento en que llegué a drene, Pinario me rindió su flota y sus cuatro legiones. Había recibido órdenes de Antonio de marchar al este a través de Libia a Paraetonium, pero al parecer no le agradó la idea de mudar a Cato Uticensis y de recorrer centenares de millas a lo largo de una costa desierta. Así que se quedó allí. Cuando me mostró las órdenes de Antonio, comprendí por qué no había marchado. Antonio quiere una sonora batalla, aún no ha terminado. He pedido transportes, César, y una vez que lleguen cargaré las legiones a bordo para un viaje a Alejandría, escoltadas por la flota de Pinario. Aunque no antes de la primavera, y no antes de recibir aviso de tu parte sobre cuándo comenzar. Ah, se me olvidaba decirte que Antonio tiene la intención de reunirse con Pinario y sus fuerzas en Paraetonium.

—El típico poeta —protestó Agripa—. Ni pizca de lógica.

—¿Cómo está Atica? —preguntó Octavio para cambiar de tema.

—Muy mal, desde que su tatase lanzó sobre su espada. Es curioso. Se comporta más como su viuda que como su hija. No come, bebe demasiado, descuida a la pequeña Vipsania como si no le gustase la niña. La mantengo vigilada porque no quiero que se corte las venas en el baño. Su dinero lo recibiré yo. He intentado convencerla para que se lo deje a Vipsania; tú no tendrías ningún problema en conseguir una excepción de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, pero ella se negó. Sin embargo, si algo le ocurre a ella, le daré a Vipsania su fortuna como dote.

Así fue cómo Octavia heredó otra niña más; Ática se envenenó y murió en agonía tres días más tarde de que Agripa hablase de ella a Octavio, que dejó a su hermana la tutela de Vipsania. Hombre de palabra, Agripa transfirió a la niña la fortuna de Ática, algo que la convirtió en una presa matrimonial muy apetecible.

Octavio había descubierto en sí mismo un amor por los niños que, si bien no se podía equiparar con el de Octavia, era fuerte y protector. Cuando Antillo intentó escapar y fue traído de regreso no fue castigado. Cada vez que Octavio estaba en la casa para cenar, todos los niños participaban de la comida. Desde la incorporación de Vipsania eran doce, y Octavia no había exagerado cuando le había dicho a su hermano que necesitaría otro par de manos maternas.

Para Livia Drusilia era el momento de planear con quién se casaría cada niño; arrinconó a Octavio y lo obligó a escuchar.

—Por supuesto, Autillo y tullo tendrán que buscar esposa en otra parte —dijo con aquella expresión positiva y competente en su rostro que le decía a Octavio que no debía discutir—. Tiberio puede casarse con Vipsania. Su fortuna es inmensa, y a él le gusta.

—¿Qué hay de Druso?

—Tonilla. Se gustan el uno al otro. —Carraspeó y adoptó una expresión severa—. Marcelo debería casarse con Julia.

Octavio frunció el entrecejo.

—Son primos hermanos, Livia Drusilia. Divus Julius no aprobaba el casamiento de primos hermanos.

—Tu hija, César, es una reina sin corona. No importa quién sea su marido, si no es parte de la familia será una amenaza para ti. Aquél que se case con la hija de César es tu heredero.

—Tienes razón, como siempre. —Él exhaló un suspiro—. De acuerdo, que sean Marcelo y Julia.

—Antonia ya tiene prometido: Lucio Ahenobarbo. No es el matrimonio que yo hubiese escogido, pero ella estaba en la mano de su padre cuando se redactó el contrato de matrimonio, y tú prometiste hacerle honor.

—¿Qué hay de la hija de Atia, Marcia?

Él aún detestaba pensar en ella y en la traición de su madre.

—Eso te lo dejo a ti.

—Entonces se casará con un don nadie, si es posible, un provinciano. Quizá incluso un simple socius. Después de todo, Antonio casó a una hija con un socius, Pitodoro de Tralles, Eso nos deja a Marcela.

—Para ella he pensado en Agripa.

—¿Agripa? ¡Si tiene edad suficiente para ser su padre!

—¡Eso lo sé, tonto! Pero ella está enamorada de él, ¿no te has dado cuenta? Sueña y suspira y se pasa todo el día mirando el busto de él que compró en el mercado.

—No durará. Agripa no es adecuado para una joven.

Gerrae! Ella es morena, Ática era gris; ella tiene curvas, Ática era angulosa; ella es preciosa, Ática era muy poco distinguida. Además, lo elevará al rango de primera familia de Roma, donde pertenece. ¿De qué otra manera podría llegar allí?

Antonio sabía cuándo estaba derrotado.

—Muy bien, querida. Marcela se casará con Agripa. Pero no hasta que cumpla los dieciocho, por lo tanto, le queda otro año para desenamorarse de él. Si lo hace, Livia Drusilia, el matrimonio no tendrá lugar, así que no lo mencionaremos por el momento. ¿Está claro?

—Perfectamente —susurró ella.

Corto de dinero pero confiado en poder conseguir algo de los clientes-reyes, Octavio viajó a Éfeso, y llegó allí en mayo, al mismo tiempo que sus legiones y la caballería.

Todos los clientes-reyes estaban allí, incluido Herodes, que derrochaba encanto y virtud.

—Sabía que ganarías, César, y es por eso que resistí todos los halagos y amenazas —dijo, más gordo y con más aspecto de sapo que nunca.

Octavio lo miró con expresión divertida.

—Oh, nadie puede negar que eres un tipo listo. ¿Supongo que querrás recompensas?

—Por supuesto, pero ninguna que no beneficie a Roma.

—Nómbralas.

—Los jardines de bálsamo de Jericó, los yacimientos de bitumen de Palus Asphaltites, Galilea, Idumea, ambos lados del Jordán y la costa del Mare Nostrum desde el río Eleutero hasta Gaza.

—En otras palabras, toda la Siria Coele.

—Sí. Pero tu tributo será pagado el día que corresponda, y mis hijos y nietos serán enviados a Roma para ser educados como romanos. Ningún cliente-rey es más leal que yo, César.

—O más astuto. De acuerdo, Herodes, acepto tus términos.

A Arquelao Sisenes, cuyas contribuciones a Antonio nunca se habían materializado, se le permitió tener Capadocia y se le dio Cilicia Tracheia, una parte del territorio de Cleopatra. Amintas de Galacia conservó Galacia, pero Paflagonia fue incorporada a la provincia romana de Bitinia, mientras que Pisidia y Licaonia lo fueron a la provincia de Asia. Polemón de Pontus, que había conseguido proteger las fronteras orientales contra los medos y los partos, también conservó su reino, ampliado para incluir Armenia Parva.

Ninguno de los demás tuvieron la misma suerte, y algunos perdieron sus cabezas. Siria sería una provincia de Roma hasta las nuevas fronteras de Judea, pero las ciudades de Uro y Sidón se vieron libres de una supervisión directa a cambio de tributo. Malcho de Nabatea perdió el bitumen, pero nada más; a cambio de lo que Octavio veía como una indulgencia, Malcho debía vigilar a las flotas egipcias en el Sinus Arabicus y ocuparse de cualquier actividad inusual.

Chipre fue añadida a Siria, Cyrenaica, Grecia, Macedonia y Creta, El territorio de Cleopatra se había reducido exclusivamente a Egipto. En junio, Octavio y Estatilio Tauro embarcaron al ejército con destino a Pelusium, la entrada a Egipto. El viento del sur tardó en venir, así que la navegación fue lenta. Cornelio Gallo debía acercarse a Alejandría desde Cyrenaica. Todo estaba en marcha para la derrota final de Cleopatra, la Reina de las Bestias.