XXIV

He escuchado un rumor peculiar —le dijo Mecenas a Octavio cuando éste regresó a Roma en abril.

A sabiendas de que Ahenobarbo y Sosio eran ardientes seguidores de Antonio y también de que estaban decididos a quedarse en el cargo durante el año entero, Octavio había considerado prudente abandonar Roma después del Año Nuevo y permanecer alejado hasta ver si la dura pareja podía manipular al Senado. Hasta aquel momento no lo habían conseguido, y los instintos exquisitamente afinados de Octavio le dijeron que no lo conseguirían. Roma era segura para él, continuaría siendo segura para él.

—¿Rumor? —preguntó.

—Ahenobarbo y Sosio han sido suspendidos por su amo en Alejandría. Antonio le ordenó a Ahenobarbo que leyese una carta de traición al Senado, pero no se atrevió.

—¿Tienes la carta?

—No. Ahenobarbo la quemó y en cambio dio un discurso. Luego, cuando Sosio sostuvo las fasces en febrero, habló. Una pobre oratoria.

—¿Pobre? ¡El adjetivo que escuché fue feroz!

—No pudo conseguir su objetivo de hacer cambiar al Senado. Había estalactitas en los aleros de la Curia Hostilia y, sin embargo, Sosio sudaba. De hecho, nuestros dos cónsules estaban tan inquietos como mulas que huelen humo en el establo.

—¿Tranquilos e inquietos?

—Sí. Para mantener la metáfora de la mula: al intentar conducirlas, ellas se empacan. Tranquilas. Pero no podían quedarse quietas. Inquietas. Atribuyo el comportamiento de nuestros cónsules a otro rumor: que intentan escapar al exilio y llevarse al Senado con ellos.

—Dejándome a mí para gobernar Roma e Italia sin autoridad legal, una repetición de la conducta de Pompeyo Magno después de que Divus Julius cruzó el Rubicón. No es muy original. —Octavio se encogió de hombros—. Pues esta vez no funcionará. Tendré quórum en el Senado, y podré nombrar cónsules sufectos. ¿Cuántos senadores crees que nuestra bonita pareja conseguirá convencer para que vayan con ellos?

—No más de trescientos, aunque la mayoría de los pretores sí que irán; éste es el año de gobierno de Antonio.

—Así que aún quedarán cien empecinados partidarios de Antonio en Roma para que me claven puñales en la espalda.

—Se hubiesen marchado todos, y también un montón de neutrales con ellos, de no haber sido por Cleopatra. Le tienes que agradecer a esa dama el tener quórum. Mientras permanezca en la vecindad de Antonio como un mal olor, César, siempre tendrás a los empecinados seguidores de Antonio rondando tu espalda con las dagas en la mano, porque no lo harán alrededor de Cleopatra.

—¿Es verdad que Antonio está llevando sus legiones y las flotas a Éfeso?

—Oh, sí. Cleopatra insistió. Está con él.

—Eso significa que por fin ha abierto la bolsa. ¡Qué feliz debe de estar Antonio! —Los párpados de largas pestañas cayeron sobre los ojos de Octavio—. Pero ¡qué locura! ¿Está de verdad contemplando iniciar una guerra civil o es esto un complot para obligarme a llevar a mis legiones al este del Drina?

—Sinceramente no creo que importe mucho lo que piense Antonio. Es Cleopatra la que busca la guerra.

—Ella es una extranjera. Podría barrer a Antonio, sería una guerra extranjera contra un extranjero dispuesto a invadir Italia y saquear Roma. Sobre todo, si las fuerzas de Antonio se marchan de Éfeso para ir al oeste, hacia Grecia o Macedonia.

—Es preferible una guerra extranjera. Sin embargo, es un ejército romano el que se va a Éfeso, y un ejército romano posiblemente el que se encamine a Grecia. Cleopatra no tiene tropas propias, sólo flotas, y no están en mayoría. Sesenta enormes quinquerremes y sesenta trirremes y birremes mezclados de las quinientas naves de guerra.

—¡Necesito saber lo que decía la carta de Antonio, Mecenas! ¡Incordia a Ahenobarbo! ¿Por qué ha tenido que ser cónsul este año? Es inteligente. Un hombre estúpido podría haber leído la carta a pesar de su contenido traicionero.

—Sosio tampoco es estúpido, César.

—Entonces es mejor que estén lejos de Roma e Italia. Eso significa que nos harán menos daño en Éfeso.

—¿Significa que no te opondrás a que dejen el país?

—En absoluto. Mientras estén aquí, me harán la vida más dura. ¿Lo único que me preocupa es dónde voy a encontrar el dinero para librar una guerra? ¿Quién condonará otra guerra civil?

—Nadie —dijo Mecenas.

—Así es. Todos la verán como una lucha por la supremacía entre dos romanos, mientras nosotros sabemos que es una lucha contra la Reina de las Bestias. Pero ¡eso no lo podemos probar! Cualquier cosa que digamos de Antonio sonará como una excusa para librar una guerra civil. ¡Mi reputación está de por medio! ¡Me han citado muchísimas veces diciendo que nunca iría a la guerra contra Antonio! Ahora quedaría como un hipócrita.

Agripa habló; hasta ahora había escuchado.

—Sé que una guerra civil no será condonada, César, y estoy contigo. Pero espero que comprendas que debes empezar a prepararte para una. Al paso que van las cosas en Oriente comenzará el año que viene. Eso significa que no podrás desmovilizar a las legiones illíricas. También tendrás que comenzar a reunir a las flotas.

—Pero ¿cómo pago a las legiones? ¿Cómo construyo más galeras de guerra? He gastado todo el contenido del tesoro para dar buena tierra a cien mil veteranos —exclamó Octavio.

—Pídele a los plutócratas. Ya lo has hecho antes —replicó Agripa.

—¿Para hundir de nuevo Roma en una tremenda deuda? Casi la mitad del botín de Sexto Pompeyo nunca llegó al tesoro; fue para pagar los préstamos con intereses. No puedo hacer eso de nuevo, no puedo. Les da a los caballeros demasiado poder sobre el Estado.

—Entonces pon impuestos —señaló Mecenas.

—No me atrevo. No, al menos, lo que tendré que tasar.

—¿Ya has calculado la cantidad? —preguntó Mecenas.

—Por supuesto que sí. Una de las cosas que ha conseguido Antonio de mí es la de convertirme en contable más que en general. Para mantener a treinta legiones bajo las águilas y conseguir un total de cuatrocientos barcos tendría que imponerle impuestos a cada ciudadano romano desde el más rico hasta el más pobre por una cantidad igual a la cuarta parte de sus ingresos anuales —dijo Octavio.

Agripa lo miró boquiabierto.

—¿El veinticinco por ciento?

—Eso es la cuarta parte.

—Habrá sangre en las calles —dijo Mecenas.

—Cobra impuestos también a las mujeres —propuso Agripa—. Ática tiene unos ingresos de doscientos talentos al año. Una vez que el cáncer se lleve a Ático (y falta mucho para eso), ella obtendrá quinientos talentos. Como yo soy su principal heredero, su dinero será para ti.

—¡Oh, vamos Agripa! ¿No recuerdas lo que hicieron las mujeres cuando los triunviros intentaron cobrarles impuestos hace once años? Hortensia todavía vive. Ella dirigiría otra revuelta. ¿Te agradaría darles a las mujeres el voto? Porque tendríamos que hacerlo.

—No veo la diferencia que hay entre ser gobernados por Cleopatra o por las propias mujeres de Roma —afirmó Agripa—. Tienes razón, César. Tendrá que ser sólo a los hombres.

En aquellas circunstancias, con una impresionante mayoría en el Senado, Octavio propuso que Lucio Cornelio Cinna y un primo de Messala Corvino, Marco Valerio Messala, fuesen nombrados nuevos cónsules. Más que nombrar nuevos pretores, cerró todo tipo de actividad senatorial. Era cierto que, de ninguna manera los setecientos senadores restantes eran sus criaturas, pero Octavio se comportaba como si lo fuesen, y anunció que él mismo sería primer cónsul al año siguiente, con Messala Corvino como su segundo. Si la guerra iba a estallar al año siguiente, Octavio necesitaba toda la autoridad que pudiese reunir.

—Soy consciente de que democracia es una palabra hueca mientras que Cleopatra y su sirviente Marco Antonio amenacen Roma —le dijo Octavio al Senado—, pero doy mi juramento, senadores, de que tan pronto como desaparezca esta amenaza desde Oriente devolveré el gobierno al Senado y al pueblo de Roma. Porque Roma está primero, muy por delante de los meros hombres, no importan sus nombres o puntos de vista políticos. ¡Gobierno en este momento porque alguien tiene que hacerlo! Aunque mi triunvirato ha terminado, han pasado algunos años desde que el Senado y el pueblo tuvieron alguna experiencia en el gobierno, mientras que yo nunca he estado fuera de él en estos once años.

Tomó aliento mientras miraba las gradas a un lado y a otro de la tarima curul, donde había vuelto a colocar su silla de marfil.

—Lo que deseo enfatizar esta mañana es que no culpo a Marco Antonio por la presente situación. Culpo a Cleopatra. ¡A ella y sólo a ella! Es ella la que marcha continuamente hacia Occidente, no Antonio, que es su juguete, su marioneta. La danza que baila es egipcia. ¿Qué he hecho yo o Roma para merecer la amenaza de un ejército, una flota? Roma y yo nos hemos ocupado de nuestras tareas sin siquiera amenazar a Antonio en Oriente. Entonces, ¿por qué amenaza a Occidente? La respuesta es: ¡él no lo hace! ¡Lo hace Cleopatra!

Y continuó así un rato. Octavio no dijo nada nuevo, y al no decir nada nuevo fracasó en su intento de llevarse a cien de los neutrales además del centenar de seguidores de Antonio que quedaban. Tampoco, cuando anunció que impondría un impuesto del treinta y cinco por ciento del ingreso de todos los hombres romanos, pudo convencer al Senado, que estalló en furia que se desparramó por las calles y produjo sangrientas algaradas encabezadas personalmente por los empresarios caballeros. Al no tener otra alternativa, Octavio procedió a proscribir a los trescientos cuatro miembros del Antisenado de Antonio en Éfeso. La subasta y la venta de sus propiedades italianas le dio los fondos suficientes para pagar a las legiones illíricas.

Agripa, mucho más rico después de que Ático acabase con su enfermedad terminal arrojándose sobre la espada que nunca había utilizado en vida, insistió en encargar doscientos barcos.

—Pero no los torpes quinquerremes —le dijo a Octavio—. Voy a utilizar liburnas, únicamente liburnas. Son pequeñas, maniobrables, rápidas y baratas. Naulochus me enseñó lo buenas que son.

Octavio, que era un hombre pequeño, no estaba convencido del todo por este argumento.

—¿El tamaño no importa? —preguntó.

—No —respondió Agripa con voz seca.

A mediados de verano se apreció una ligera reversión en el tráfico hacia Oriente de los senadores cuando algunos regresaron a Roma cargados con historias de «aquella mujer» y su perniciosa influencia sobre Antonio; hicieron más bien a la causa de Octavio que cualquiera de su propia oratoria. Sin embargo, ninguno de esos refugiados podía ofrecer una prueba irrefutable de que la guerra venidera era idea de Cleopatra. Todos olios debieron admitir, cuando se les presionó, que Antonio aún ocupaba la tienda de mando por delante de la reina. Realmente parecía como si Antonio estuviese decidido ala guerra civil.

Entonces llegó la sensacional noticia de que Antonio se había divorciado de su esposa romana. Octavia envió de inmediato a llamar a su hermano.

—Se ha divorciado de mí —dijo, y le entregó la carta—. Debo abandonar su casa y llevarme a los niños conmigo.

En sus ojos no había lágrimas, pero tenían la expresión de un animal moribundo; la mano de Octavio fue hacia ella.

—¡Oh, querida!

—He pasado los dos años más felices de mi vida. Mi único problema ahora es que no tengo bastante dinero para acomodar a mi familia en alguna otra parte, a menos que nos metamos todos en casa de Marcelo.

—Vendrás a mi casa —dijo él—. Es lo bastante grande como para darte toda una ala a ti y a los chicos. Además, a Tiberio y a Druso les complacerá tener compañeros de juego viviendo bajo el mismo techo. Necesitaremos una persona más maternal que Livia Drusilia para supervisar a todos nuestros niños. Creo que le pediré a Escribonia que me dé a Julia, y la instalaré a ella también en casa.

—¡Ah! Si voy a tener a Julia además de Tiberio y Druso, necesitaré otro par de manos maternales: las de Escribonia.

Octavio la miró con desconfianza.

—Dudo que Livia Drusilia lo apruebe.

Octavia pensó que Livia Drusilia aprobaría cualquier medida que significase que ella no fuera molestada por una legión de niños.

—¡Pregúntaselo César, por favor!

Livia Drusilia comprendió el punto de vista de Octavia al instante.

—¡Una idea excelente! —dijo, con la sonrisa de la esfinge—. Octavia no puede asumir la carga sola, pero no sirve de nada mirarme a mí. Me temo que la mía no es una naturaleza maternal. —Ella se mostró delicadamente deferente—. ¿A menos, claro está, que no desees poner los ojos en Escribonia?

—¿Yo? —pareció asombrado—. Edepol!, ¿a mí qué me importa? Después de Clodia, me gustaba mucho. Luego se volvió una arpía, no sé por qué. Tal vez la edad. Pero la veo cada vez que visito a Julia, y nos llevamos muy bien últimamente.

Livia Drusilia se rio.

—La domus Livia Drusilia se convertirá en un harén. Qué maravillosamente oriental. Cleopatra lo aprobaría. —Su marido se lanzó sobre ella, le mordió el cuello juguetonamente y después se olvidó de Escribonia, de Octavia, de los niños y los harenes.

La mosca en la miel llegó de una fuente diferente: Cayo Escribonio Curio, que tenía dieciocho años, anunció que no cambiaría de casa; marcharía a Oriente para unirse a Marco Antonio.

—¿Oh, Curio, debes hacerlo? —preguntó Octavia, desconsolada—. Afligirá muchísimo a tu tío César.

—¡César no es mi tío! —replicó el joven con desdén—. Pertenezco al campo de Antonio.

—Pero ¿si tú te vas, cómo podré convencer a Antillo para que no lo haga?

—Muy fácil, todavía no es un hombre.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —le comentó Octavia a Cayo Fonteio, que se había ofrecido voluntario para ayudarla en el traslado.

—¿Cuándo cumple Antillo los dieciséis?

—Nació el año que murió Divus Julius.

—Entonces sólo tiene trece.

—Sí. Pero ¡oh, es tan salvaje e impulsivo! Se escapará.

—Con trece lo atraparán. En cuanto al joven Curio, es otro tema muy diferente. Es mayor de edad y dueño de su propia fortuna.

—¿Cómo puedo decírselo a César?

—No tendrás que hacerlo. Lo haré yo —dijo Fonteio, que hubiese hecho cualquier cosa para evitarle dolor a su Octavia.

Su divorcio la había hecho libre —en teoría—, pero Fonteio era demasiado prudente como para hablar de su propio amor. Mientras no dijese nada, su lugar en su vida estaba seguro; en el momento en que él manifestase lo que sentía, ella lo despediría. Mejor entonces esperar el momento en que se curase su mal. Incluso si el tiempo tenía ese poder. Él no lo sabía.

La defección de Saturnino, Arruntio y Atratino, entre otros, no hicieron grandes huellas en el grupo de seguidores de Antonio, pero cuando desertaron Planeo y Titio dejaron una visible brecha.

—Es el campamento de guerra de Pompeyo Magno de nuevo —le comentó Planeo a Octavio cuando llegó a Roma—. Yo no estaba con Magno, pero dicen que todos tenían una opinión diferente, y Magno no podía controlarlo. Por lo tanto, cuando ocurrió, Farsalo se vio incapaz de aplicar las tácticas fabianas que los favorecían. Labieno fue el general, y perdió. Nadie podía derrotar a Divus Julius, aunque Labieno creyó que podría. ¡Oh, las reyertas y las discusiones! Nada comparable con lo que está pasando en el campo de guerra de Antonio, créeme, César. «Aquella mujer» insiste en hablar, en airear sus opiniones como si tuviesen más peso que las de Antonio, y no le importa en absoluto desautorizarlo delante de sus legados, de sus senadores e incluso de sus centuriones. ¡Él lo acepta todo! La mima, corre detrás de ella, que se tiende en su diván en el locus consularis, ¡por favor! ¡Cómo la odia Ahenobarbo! Se pelean como un par de gatos salvajes, se escupen, se gruñen y, sin embargo, Antonio no la pone en su lugar. Un día, durante la cena, ella tuvo un calambre en el pie, ¿y te puedes creer que Antonio se puso de rodillas ante ella para hacerle un masaje? Podías escuchar a una polilla posarse en un cojín, de silencioso e inmóvil que estaba el comedor. ¡Luego, él volvió a su lugar como si nada hubiese pasado! Creo que aquel episodio fue el que hizo que Titio y yo decidiésemos que había llegado la hora de partir.

—He escuchado tantas clases de extraños rumores en Roma, Planeo, tantos que no sé qué creer —manifestó Octavio, que se preguntaba cuál sería el precio de Planeo.

—Cree lo peor de ellos y acertarás.

—Entonces, ¿cómo puedo convencer a estos burros de Roma que es la guerra de Cleopatra y no la de Antonio?

—¿Quieres decir que aún creen que Antonio está al mando?

—Sí. Sencillamente no pueden aceptar la idea de que un extranjero es capaz de dominar al gran Marco Antonio.

—Tampoco podía yo, hasta que lo vi por mí mismo. —Planeo se rio—. Quizá tendrías que organizar viajes a Samos (que es donde están ahora, camino de Atenas) para los incrédulos. Una vez visto, nunca olvidado.

—La levedad, Planeo, no te sienta bien.

—Entonces seriamente, César. Quizá podría ofrecerte mejor munición, pero hay un precio.

—¡Querido Planeo! Siempre al grano, nada de dar vueltas. Dime tu precio.

—Un consulado sufecto el año próximo para Titio.

—No es muy popular en Roma porque ejecutó a Sexto.

—Sí, él hizo el acto, pero la orden vino de Antonio.

—Desde luego puedo darle el trabajo, pero no puedo protegerlo de sus detractores.

—Puede pagarse guardaespaldas. Entonces, ¿trato hecho?

—Sí. Ahora, ¿qué puedes ofrecerme a cambio?

—Cuando Antonio estaba en Antioquía, todavía en sus últimas etapas de su recuperación de la bebida, redactó su testamento. Si continúa siendo el último, no lo sé, pero Titio y yo fuimos testigos, y creo que se lo llevó a Alejandría con él cuando marchó; Sosio, de todas maneras, lo llevó a Roma.

Octavio frunció el entrecejo.

—¿Qué tiene que ver el testamento de Antonio?

—Todo —respondió Planeo.

—No es una respuesta adecuada. Explícate.

—Estaba de buen humor cuando fuimos testigos, e hizo unos cuantos comentarios que nos hizo creer a Titio y a mí que era un documento muy sospechoso. Una traición, de hecho, si un documento no visto hasta después de la muerte de su autor puede ser considerado traicionero. Antonio, claramente, no cree que exista la traición póstuma, de ahí sus descuidados comentarios.

—Sé más específico, Planeo, por favor.

—No puedo. Antonio fue demasiado oscuro. Pero Titio y yo creemos que sería de mucho provecho para ti echarle una ojeada al testamento de Antonio.

—¿Cómo puedo hacer eso? El testamento de un hombre es sacrosanto.

—Ése es tu problema, César.

—¿No puedes decirme nada de su contenido? ¿Cuáles fueron exactamente los comentarios que hizo?

Ya de pie, Planeo se acomodó los pliegues de la toga, aparentemente absorto.

—Realmente tendríamos que diseñar una prenda más adecuada que la toga para sentarse. Cuánto amaba Alejandría y a aquella mujer… Sí, las togas son un incordio… Cómo su hijo podía tener sus derechos… Vaya, tiene una mancha.

Y se marchó, todavía arreglándose.

Entonces, no era algo tan traicionero. Excepto que Planeo parecía creer sinceramente que el testamento de Antonio lo ayudaría. Dado que el consulado sufecto para Titio estaba a muchos meses vista, Planeo, sin duda, sabía que si mostraba un falso cebo ante la nariz de Octavio, Titio nunca se sentaría en la tarima curul. Pero ¿cómo tener acceso al testamento de Antonio? ¿Cómo?

—Recuerdo que Divus Julius me dijo que las vestales tenían más de dos millones de testamentos; arriba, abajo, parte en el sótano —le comentó a Livia Drusilia, la única a la cual le podía confiar tan incendiarias noticias—. Tienen un sistema. En un lugar, los testamentos de las provincias y los países extranjeros; los testamentos italianos en otro, y los romanos en alguna otra parte. Pero Divus Julius no elaboró el sistema, y en su momento yo no sabía lo importante que podía ser el tema, así que no le insistí para que me lo explicase. ¡Estúpido, estúpido! —Se golpeó la rodilla con el puño.

—No te preocupes, César, conseguirás tus fines. —Los grandes ojos azules de Livia Drusilia mostraron una expresión contemplativa, mientras pensaba, y después se rio—. Podrías comenzar por hacer algo bonito por Octavia —dijo entonces—, y como yo soy una esposa muy celosa, tendrás que hacer algo por mí también.

—¿Tú celosa de Octavia? —preguntó él, incrédulo.

—Pero la gente de fuera de nuestro círculo íntimo de amigos no saben cómo están las cosas entre Octavia y yo, ¿verdad? Toda Roma está indignada por el divorcio. ¡Idiota de hombre! Nunca tenía que haberla echado a ella y a los niños. Y eso le hace más daño que todos tus comentarios sobre la influencia que ejerce Cleopatra sobre él. —El bello rostro adoptó una expresión soñadora—. Sería espléndido si tus agentes pudiesen decirle a las gentes de Roma e Italia lo mucho que quieres a tu hermana y a tu esposa, con cuánta tierna consideración las ves. Estoy seguro de que si permitieses que Lépido residiese en la domus Publica, se sentiría tan agradecido que propondría honrarnos a Octavia y a mí.

Él la miraba con aquel aire confundido que ella podía provocarle cuando la sutileza de su mente superaba a la suya.

—Me gustaría saber adónde quieres ir a parar, querida, pero no lo sé.

—Piensa en los centenares de estatuas de Octavia que has erigido a través de Roma e Italia y en mis estatuas, que se han unido a ellas. ¿No sería maravilloso si se pudiese añadir tina línea a sus inscripciones? ¿Algún nuevo y sorprendente honor?

—Sigo en la oscuridad.

—Convence al pontífice máximo Lépido que nos dé a Octavia y a mí la condición de vírgenes vestales a perpetuidad.

—Pero ¡vosotras no sois vestales! ¡Ni tampoco vírgenes!

—¡Honorarias, César, honorarias! ¡Anúncialo con fanfarrias de trompetas en los mercados desde Mediolanum y Aquileia hasta Rhegium y Tarentum! Tu hermana y tu esposa son ejemplares más allá de cualquier descripción, así que su castidad marital y su conducta las pone en la misma liga que las vestales.

—¡Continúa! —le pidió él, ansioso.

—Nuestra condición de vírgenes vestales nos permitirá ir y venir por las dependencias vestales en la domus Publica a voluntad. No hay ninguna necesidad de involucrar a Octavia si yo también tengo ese privilegio, porque puedo averiguar para ti dónde está guardado exactamente el testamento de Antonio. Apuleia no sospechará de mis motivos. ¿Por qué iba a hacerlo? Su madre es tu hermanastra; ella cena con nosotros habitual-mente y yo le caigo muy bien. No puedo robar el testamento para ti, pero sí puedo descubrir dónde está, y tú te podrás apoderar de él rápidamente.

Su abrazo la dejó aplastada y sin aliento, pero a ella no le importó verse aplastada y sin aliento. Nada le agradaba más a Livia Drusilia que ser capaz de sugerir una acción que César no había pensado por sí mismo.

—¡Livia Drusilia, eres brillante! —gritó él, y la soltó.

—Lo sé —replicó ella, y le dio un suave empellón—. ¡Ahora pon manos a la obra, mi amor! Esto llevará unos cuantos nunditiae, y no podemos permitirnos esperar demasiado.

El dolor de haber perdido su cargo de triunviro no le resultaba a Lépido tan doloroso como su exilio de la ciudad de Roma, así que cuando recibió la visita de Octavio y supo lo que debía hacer para poder regresar a la domus Publica aceptó sin vacilar darle a Octavia y a Livia Drusilia el rango de vírgenes vestales. Eso no era un mero honor. Dotaba a ambas mujeres de la condición de sacrosantas e inviolables; podían caminar por cualquier parte sin el menor riesgo, porque ningún hombre, fuese el más pobre o el más predatorio, se atrevería a tocar a una virgen vestal. Si lo hacía, estaba condenado para toda la eternidad. Perdería la ciudadanía, sería azotado y decapitado y le serían confiscadas todas sus propiedades, hasta el más mísero vaso de cerámica. Su esposa y sus hijos morirían de hambre.

Toda Roma e Italia se regocijó; si su aprobación era más por Octavia que por Livia Drusilia, a esta última no le importó en absoluto. En cambio, se presentó a cenar en el comedor de las vestales, sin ser invitada, para conocer a sus compañeras sacerdotisas.

Apuleia, la jefa vestal, era prima de Octavio, y conocía bien a Livia Drusilia desde el tiempo en que era joven y estaba embarazada; había estado refugiada en el Atrium Vestae antes de casarse con Octavio.

—Un augurio —le dijo Apuleia mientras las siete se sentaban a la mesa—. Ahora puedo confesar que estaba muy preocupada. ¡Oh, el alivio de cuando tu estada no tuvo ninguna consecuencia religiosa! Estoy segura de que fue un augurio de esto.

Apuleia no era una mujer inteligente, sin embargo, la tremenda reverencia en que se le tenía la había moldeado hasta ser mucho más de lo que se esperaba de una jefa vestal. Llevaba un vestido blanco de mangas largas como una túnica abierto por los lados, la medalla bulla en una cadena alrededor del cuello, el cabello oculto bajo una corona de siete rizos de lana, apilados, y cubierto con un velo tan fino que flotaba. Gobernaba a su pequeño rebaño con puño de hierro, atenta al hecho de que la castidad de las vestales era la suerte de Roma. De cuando en cuando algún hombre (como Publio Clodio) había impugnado la castidad de alguna vestal y la había llevado a juicio, pero eso no iba a ocurrir durante el reinado de Apuleia.

Todas las vestales estaban sentadas alrededor de la mesa, cargada con deliciosas comidas y una jarra de resplandeciente vino blanco de Alba Fucentia. Las dos vestales menores de edad bebían agua de la fuente de Juturna, mientras que las otras tres, vestidas como Apuleia, tenían la libertad de participar del vino. Livia Drusilia, la séptima, no se había vestido como una vestal, aunque sí vestía de blanco.

—Mi marido me ha hablado un poco de vuestros archivos testamentarios —dijo Livia Drusilia cuando las menores se hubieron marchado—, pero sólo de una manera vaga. ¿Podría ser posible que en algún momento pudiese hacer un recorrido?

El rostro de Apuleia se iluminó.

—¡Por supuesto! Cuando tú digas.

—Ah, ¿ahora?

—Si lo deseas, desde luego.

Livia Drusilia realizó el recorrido que Divus Julius había hecho cuando asumió el título de pontífice máximo. En las dependencias había numerosos estantes cargados con pergaminos donde se guardaban los testamentos, y cuando subió a la primera planta descubrió un impresionante número de casilleros con información, así como en el sótano y en los almacenes en la planta baja. Era algo fascinante, sobre todo para una mujer como ella, tan meticulosa y organizada.

—¿Tienes alguna zona especial para los senadores? —preguntó mientras caminaba, maravillada.

—Oh, sí. Están aquí, en esta planta.

—Si han sido cónsules, ¿los distingues de los simples senadores?

—Por supuesto.

Livia Drusilia consiguió mostrar una expresión que era tanto tímida como cómplice.

—Nunca se me ocurriría pedirte que me mostrases el testamento de mi marido —dijo—, pero me encantaría ver uno del mismo nivel. ¿Por ejemplo, dónde está el testamento de Marco Antonio?

—Oh, está en un lugar especial —respondió Apuleia de inmediato, sin que por su mente se cruzase la menor sospecha—. Cónsul y triunviro, pero en realidad no una parte de Roma. Está aquí, solo.

Llevó a Livia Drusilia hasta una serie de casilleros al otro lado de un biombo que separaba el archivo de la zona estrictamente de las vestales, y sin vacilar sacó un pesado rollo que estaba solo en un estante.

—Aquí lo tienes —dijo, y le alcanzó el documento a Livia Drusilia.

La esposa de Antonio lo sopesó, lo giró para mirar el sello rojo: Hércules, IMP. M. ANT. TRI. Sí, aquél era el testamento de Antonio. Lo devolvió de inmediato con una risa.

—Debe de tener muchos legados —comentó.

—Todos los grandes lo tienen. El más corto de todos fue el de Divus Julius. ¡Tanta sagacidad, tanta exactitud!

—Entonces, ¿los lees?

Apuleia se mostró horrorizada.

—¡No, no! Por supuesto, vemos el testamento después de la muerte de su autor, cuando el ejecutor o ejecutora vienen a buscarlo. El ejecutor debe abrirlo en nuestra presencia porque debemos poner V.V. al final de cada cláusula. De esta manera no se puede añadir nada después de haberlo entregado.

—¡Brillante! —dijo Livia Drusilia. Dio un beso en la mejilla de Apuleia y le apretó la mano—. Debo irme, pero una última y muy importante pregunta: ¿alguna vez se abrió algún testamento antes de la muerte del autor, querida?

Otra mirada de horror.

—¡No, nunca! Eso sería romper nuestros votos, y es algo que nunca haremos.

De regreso a la domus Livia Drusilia encontró a su esposo en la sala de negociaciones. Una mirada a su rostro y él despidió a sus escribas y empleados.

—¿Bien? —preguntó.

—Tuve el testamento de Antonio en mi mano, y te puedo decir exactamente dónde está guardado.

—Todo eso que ya hemos adelantado. ¿Crees que Apuleia me permitiría abrirlo?

—Ni siquiera si la condenases por la pérdida de la castidad y la enterrases bajo tierra con una jarra de agua y una hogaza de pan. Me temo que tendrás que arrebatárselo a ella y a las demás.

Cacat!

—Te sugiero que te lleves a tus germanos al Atrium Vestae en plena noche, César, y acordones toda la zona fuera de las puertas del alojamiento. Tendrá que ser pronto, porque me han dicho que Lépido tomará su residencia de pontífice máximo en la domus Publica dentro de muy poco. Seguramente habrá un gran alboroto, y no querrás que Lépido venga corriendo desde su lado para ver qué ocurre. Mañana por la noche, no más tarde.

Octavio tuvo que aporrear mucho la puerta antes de que el rostro asustado de la portera la entreabriese y echase una ojeada. Dos germanos apartaron a la mujer y acompañaron a su amo en medio del resplandor de las antorchas mientras los otros germanos lo seguían.

—¡Bien! —le dijo Octavio a Arminio—. Con un poco de suerte lo conseguiré antes de que aparezcan las vestales. Tendrán que vestirse.

Casi lo consiguió.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —le preguntó Apuleia desde la puerta que daba a los apartamentos privados de las vestales.

Con el testamento de Antonio en la mano, Octavio dio un salto.

—Estoy confiscando un documento de traición —dijo con altanería.

—¡Traición, un cuerno! —replicó la jefa vestal, que se movió para impedir su salida—. ¡Devuélvemelo, César Octavio!

En respuesta, él se lo pasó por encima de su cabeza a Arminio, tan alto que, cuando lo sostuvo, Apuleia no lo podía alcanzar.

—¡Eres un sacer! —jadeó mientras entraban otras tres vestales.

—¡Tonterías! Soy un consular haciendo mi deber.

Apuleia soltó un alarido escalofriante.

—¡Socorro, socorro, socorro!

—Hazla callar, Cornel —le ordenó Octavio a otro germano.

Cuando las otras tres vestales comenzaron a gritar, ellas también fueron sujetadas y silenciadas por los germanos.

Octavio miró a las cuatro con las oscilantes llamas de las antorchas, su mirada luminosa y fría como la de un leopardo negro.

—Retiro este testamento de vuestra custodia, y no hay nada que podáis hacer para impedírmelo. Por vuestra propia seguridad os sugiero que no digáis ni una palabra de lo que ha ocurrido aquí a nadie. Si lo hacéis, no puedo responder por mis germanos, que no sienten ninguna reverencia por las vestales y les encanta desflorar a vírgenes de cualquier clase. Tácete, señoras. Lo digo de verdad.

Se marchó, y dejó a la suerte de Roma llorando y gimiendo.

Convocó al Senado al primer día permisible, con una expresión de orondo triunfo. Lucio Celio Poplicola, que había elegido quedarse en Roma para incordiar a Octavio, sintió que se le erizaba el pelo de los brazos y la nuca cuando un miedo helado le recorrió la espalda. ¿Qué se traía entre manos ahora el pequeño gusano? ¿Por qué Planeo y Titio parecían reventar de alegría?

—Durante dos años he hablado a los miembros de esta cámara de Marco Antonio y de su dependencia de la Reina de las Bestias —comenzó Octavio, de pie delante de su silla curul y con un grueso rollo de pergamino en la mano derecha—. Nada de lo que he venido repitiendo hasta ahora ha conseguido convencer a muchos de los que están hoy presentes aquí de que he dicho la verdad. «¡Dadnos una prueba!», habéis gritado una y otra vez. ¡Muy bien, tengo la prueba! —Levantó el pergamino—. Tengo en mi mano la última voluntad y testamento de Marco Antonio y contiene todas las pruebas que incluso el más ardiente partidario de Antonio podría exigir.

—¿La última voluntad y testamento? —preguntó Poplicola, que se sentó muy erguido.

—Sí, la última voluntad y testamento.

—¡La voluntad de un hombre es sacrosanta, Octavio! ¡Nadie puede violarlo mientras el autor viva!

—¡A menos que contenga declaraciones de traición!

—¡Incluso así! ¿A un hombre se le puede considerar traidor por lo que dice después de su muerte?

—Oh, sí, Lucio Gelio. Absolutamente.

—¡Esto es ilegal! ¡Rehúso permitirte continuar!

—¿Cómo puedes detenerme? Si continúas interrumpiendo, le diré a mis lictores que te expulsen. ¡Ahora siéntate y escucha!

Poplicola miró en derredor y vio todos los rostros iluminados por la curiosidad y comprendió que había sido derrotado Por el momento. Dejaría que el joven monstruo hiciese lo peor luego se sentó, con un gesto ceñudo.

Octavio desenrolló el testamento, pero no lo leyó; no era necesario, porque lo sabía de corrido.

—He escuchado a algunos de vosotros llamar a Marco Antonio el más romano de los romanos. Dedicado al progreso de Roma, valiente, osado, eminentemente capaz de extender el dominio de Roma para cubrir todo Oriente. Eso es lo que pidió (¡y recibió!): Oriente como su parcela después de Filipos. Eso fue hace sólo diez años. Durante esos diez años, Roma apenas si lo ha visto, tan concienzudo fue su mando, o así es lo que decían algunos como Lucio Poplicola. Pero si bien fue a Oriente con la mejor de sus intenciones, su voluntad no duró. ¿Por qué? ¿Qué pasó? Puedo resumir la respuesta en una sola palabra: Cleopatra. Cleopatra, la Reina de las Bestias. Una poderosa hechicera, conocedora de los cultos secretos y las artes del amor y los venenos. ¿No recordáis al rey Mitrídates el Grande, que se envenenaba cada día con cien pócimas y tomaba un centenar de antídotos? Cuando intentó suicidarse con veneno, no funcionó. Uno de sus guardaespaldas tuvo que atravesarlo con su espada. También os recuerdo que el rey Mitrídates era el abuelo de Cleopatra. La sangre de sus venas es, por naturaleza, enemiga de Roma.

»Se conocieron por primera vez en Tarsus, donde ella lo hechizó; pero no lo suficiente. Aunque ella le dio mellizos, Antonio permaneció libre de Cleopatra hasta el invierno del año que vio a los partos invadir Siria la primavera siguiente. Él se había reunido con ella en Alejandría, pero cuando los partos aparecieron, él la dejó. ¡Por supuesto que la dejó! Tenía que expulsar a los partos. Pero ¿lo hizo? ¡No! Fue a Atenas con el propósito de supervisar mis actividades en Italia. Aquello desembocó en su asedio de Brundisium y, a su debido momento, en el pacto de Brundisium cuando se casó con mi hermana como prueba de su calidad de romano. Le dio dos niñas, ningún honor para alguien que ya había engendrado hijos con Fulvia y Cleopatra.

Poplicola se había derrumbado, los brazos cruzados sobre el pecho; Octavio se percató de que Planeo, en los primeros bancos, y Titio, en la grada del medio, no podían dejar de moverse debido a su anticipación. Reanudó su discurso a una cámara en silencio.

—No es necesario volver a citar la desastrosa campaña que libró contra Media Partía, porque es el período posterior a su lamentable retirada lo que debe interesarnos más que la pérdida de un tercio de un ejército romano. Antonio hizo lo que sabe hacer mejor: beber vino hasta que se le obnubiló la mente.

Loco e impotente, buscó socorro en Cleopatra. No en Roma, sino en Cleopatra, que fue a Leuke Kome cargada con regalos que superan toda imaginación: dinero, comida, armas, medicinas, miles de sirvientes y veintenas de médicos. Desde Leuke Kome, la pareja se trasladó a Antioquía, donde Antonio finalmente se dedicó a hacer un testamento. Una copia se guardó aquí, en Roma, la otra, en Alejandría, donde Antonio se instaló el pasado invierno. Pero para entonces estaba bajo el completo dominio de Cleopatra, drogado y sumiso. Ya no necesitaba beber vino, tenía mejores cosas que tragar, desde las pócimas de Cleopatra hasta sus lisonjas. Con el resultado de que, cuando se acercaba el final de la primavera de este año, trasladó todo su ejército y su flota a Éfeso. ¡Éfeso! Mil millas al oeste de donde realmente se necesitaban, en un frente desde Armenia Parva hasta el sur de Siria, para impedir las incursiones partas. Entonces ¿por qué trasladó a su ejército y a su marina a Éfeso? ¿Por qué luego ha movido a ambos hasta Grecia? ¿Roma es una amenaza para él? ¿Italia? ¿Algún ejército o flota al oeste del río Drina ha hecho gestos bélicos en su dirección? ¡No, no lo han hecho! No hace falta que creáis mi palabra; es algo manifiesto hasta para el más tonto de entre vosotros.

Su mirada barrió las gradas del fondo, donde se sentaban los pedarii bajo voto de silencio. Luego, lenta y cuidadosamente, bajó de la tarima curul y ocupó un lugar en medio de la sala.

—No creo ni por un momento que Marco Antonio haya cometido estos actos de agresión contra su tierra natal voluntariamente. Ningún romano lo haría salvo aquellos que fueron castigados injustamente y buscaron regresar: Cayo Mario, Lucio Comello Sila, Divus Julius. Pero ¿Marco Antonio ha sido declarado hostis? ¡No, no lo ha sido! Hasta este mismo día, su condición sigue siendo la que siempre ha sido: un romano de Roma, el último de muchas generaciones de Antonios que han servido a su país. No siempre con sabiduría, pero sí con celo patriótico.

—Entonces ¿qué le ha ocurrido a Marco Antonio? —preguntó Octavio con tonos resonantes, aunque éste era un discurso que no necesitaba despertar a los senadores de una ligera siesta. Estaban bien despiertos y escuchaban con avidez—. De nuevo, la respuesta está en una palabra; Cleopatra. Él es su juguete, su títere; sí, todos vosotros podéis recitar la lista conmigo, lo sé. Pero la mayoría de vosotros nunca me ha creído, eso también lo sé. Hoy puedo ofrecer la prueba de lo que siempre he dicho es una versión aguada de las perfidias de Antonio, realizadas bajo el dictado de Cleopatra. ¡Una extranjera, una mujer, una adoradora de las bestias! También una poderosa hechicera, capaz de embrujar al más fuerte y al más romano de los romanos.

«Sabéis que la mujer, la extranjera, tiene un hijo mayor cuya paternidad atribuye a Divus Julius. Un joven que ahora tiene quince años, que se sienta a su lado en el trono egipcio como Ptolomeo XV César, para un romano es un bastardo y no un ciudadano romano. Para aquellos de vosotros que creéis que es el hijo de Divus Julius puedo presentar pruebas de que no lo es, que es hijo de un esclavo que Cleopatra tomó para su diversión. Ella es de disposición amorosa, tiene muchos amantes, y siempre los ha tenido. Que primero utiliza como compañeros sexuales y después como víctimas de sus venenos. Sí, experimenta con ellos hasta que mueren. Como murió el esclavo que fue padre de su hijo mayor.

»¿Os preguntáis si esto es importante? ¡Sí, porque ella engañó al pobre Antonio para que declarase a ese niño bastardo Rey de Reyes, y ahora va a la guerra contra Roma para sentarlo en el Capitolio! ¡Aquí hay hombres, senadores, que pueden atestiguar bajo juramento que su amenaza favorita es que ellos sufrirán persecución cuando ocupe su trono en el Capitolio y juzgue en nombre de su hijo! Sí, espera utilizar el ejército de Antonio para conquistar Roma y convertirla en el reino de Ptolomeo XV César.

Se aclaró la garganta.

—Pero ¿Roma continuará siendo la ciudad más grande del mundo, el centro de la ley, la justicia, el comercio y la sociedad? ¡No, Roma no! ¡La capital del mundo será trasladada a Alejandría! Roma acabará convirtiéndose en nada.

Desenrolló el pergamino, que colgó de la mano de Octavio, bien alto, hasta los azulejos blancos y negros del suelo. Algunos de los senadores saltaron al escuchar el ruido, tan brusco fue, pero Octavio no les hizo caso y continuó.

—¡La prueba está en este documento, la última voluntad y testamento de Antonio! Deja todo lo que tiene, incluidos sus propiedades romanas e italianas, sus inversiones y su dinero, a la reina Cleopatra. ¡A la que jura su amor, amor, amor y amor! ¡Su única esposa, el centro de su ser! ¡Atestigua que Ptolomeo XV César es hijo legítimo de Divus Julius y heredero de todo lo que Divus Julius me dejó, su hijo romano! ¡Insiste en que sus famosas Donaciones sean honradas, cosa que hace a Ptolomeo XV César el rey de Roma! ¡Roma, que no tiene rey!

Comenzaban los murmullos; el testamento estaba abierto, podía ser leído por cualquiera que quisiese verificar lo que decía Octavio.

—¿Qué, padres conscriptos, estáis escandalizados? ¡Tendríais que estarlo! Pero ¡esto no es lo peor que dice el testamento de Antonio! Eso está contenido en la cláusula del entierro, que ordena que no importa dónde pueda ocurrir su muerte ya que su cuerpo se ha dado a los embalsamadores egipcios que viajan con él a todas partes para que lo embalsamen de acuerdo a la técnica egipcia. Luego ordena que se lo entierre en su amada Alejandría, junto a su amada esposa, Cleopatra.

Se desató el tumulto cuando los senadores saltaron de sus taburetes, sus sillas de marfil, agitando los puños y aullando.

Poplicola esperó hasta que se callaran.

—¡No me creo ni una sola palabra! —gritó—. ¡El testamento es una falsificación! ¿Cómo sino has podido hacerte con él, Octavio?

—Se lo arrebaté a las vírgenes vestales, que lo defendieron bien —respondió Octavio con toda calma. Se lo arrojó a Poplicola, que lo recogió e intentó enrollarlo—. No te preocupes por el principio ni por lo que dice en medio, Lucio Gelio. Ve al final. Examina el sello.

Con manos temblorosas, Poplicola miró el sello, intacto porque Octavio había cortado cuidadosamente a su alrededor, y luego buscó la cláusula referente al tratamiento y disposición del cuerpo de Antonio. Tembloroso, ahogado, arrojó el pergamino, que rodó por el suelo.

—Debo ir con él e intentar que entre en razón —dijo, al tiempo que se levantaba torpemente. Luego, llorando sin reparo, se volvió hacia las gradas y tendió sus temblorosas manos—. ¿Quién vendrá conmigo?

No muchos. Aquéllos que se marcharon con Poplicola fueron silbados e insultados. El Senado se había convencido por fin de que Marco Antonio ya no era un romano, que había sido hechizado, que estaba embrujado por Cleopatra y que se preparaba a marchar contra su tierra natal para su beneficio.

—¡Oh, qué triunfo! —le dijo Octavio a Livia Drusilia cuando regresó a casa montado en los hombros de Agripa y Cornelio Gallo, que hacían una equilibrada pareja de caballos.

Pero al llegar a su puerta los despidió junto con Mecenas y Estatilio Tauro y los invitó a cenar para el día siguiente. Algo tan delicioso como aquella victoria debía ser, primero, compartida con su esposa, cuya astuta maniobra le había facilitado mucho su trabajo. Porque sabía que Apuleia y sus vestales nunca le hubiesen mostrado dónde estaba el testamento, y él no se hubiese atrevido a saquear el lugar. Había necesitado saber exactamente dónde estaba el testamento.

—César, nunca dudé del resultado —dijo ella, y lo abrazó—. Tú siempre controlarás Roma.

Él gruñó y aflojó los hombros en señal de desdicha.

—Eso todavía es discutible, meum mel. Las noticias de la traición de Antonio harán que sea más fácil cobrar mis impuestos, pero seguirán siendo impopulares hasta que pueda convencer a todo el país de que la alternativa es verse reducido a un dominio egipcio bajo la ley egipcia. Que la ración de trigo gratis desaparecerá, que desaparecerá el circo, que desaparecerá la actividad comercial, que desaparecerá la autonomía romana para todas las clases de ciudadanos. Ellos todavía no lo han comprendido, y me temo que no podré explicárselo antes de que el hacha egipcia caiga, empuñada por las manos capaces de Antonio. ¡Deben ver que ésta no es una guerra civil! Que es una guerra extranjera con disfraz romano.

—Haz que tus agentes lo repitan hasta el cansancio, César. Explícales la conducta de Antonio en los términos más sencillos; las personas necesitan de la simplicidad si deben comprenderlo —manifestó Livia Drusilia—. Pero hay más que eso, ¿verdad?

—Oh, sí. Ya no soy triunviro, y si los primeros días de la guerra no fueran bien… ¡Livia Drusilia, mi dominio sobre el poder es tan tenue! ¿Qué pasa si Pollio sale del retiro con Publio Ventidio?

—¡César, César, no seas tan lúgubre! Has demostrado públicamente que la guerra es una guerra extranjera. ¿No hay otra manera?

—Una, aunque creo que no es suficiente. Cuando la República era muy joven, los feciales fueron enviados a un agresor extranjero para negociar un acuerdo. Su jefe era el pater patratus, que tenía con él al verbenarius. Este hombre llevaba hierbas y tierra recogida en el Capitolio; las hierbas y la tierra les daba a los feciales una protección mágica. Pero luego eso se convirtió en algo incómodo y, sin embargo, se celebró una gran ceremonia en el templo de Belona. Pretendo revivir la ceremonia y hacer que el mayor número posible de personas la presencie. Un comienzo, pero de ninguna manera un fin.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó con curiosidad.

—Divus Julius me lo dijo. Era una gran autoridad en nuestros antiguos ritos religiosos. Había un grupo de ellos interesados en el tema: Divus Julius, Cicerón, Nigidio Figulo y Apio Claudio Pulcher, creo. Divus Julius me dijo, riéndose, que siempre había tenido ganas de realizar la ceremonia, pero que nunca había tenido tiempo.

—Entonces debes hacerlo por él, César.

—Lo haré.

—¡Bien! ¿Qué más? —preguntó ella.

—No se me ocurre nada más excepto una propaganda lo más amplia posible, y que eso no haga mi propia posición menos precaria.

Los ojos de Livia Drusilia se agrandaron mientras contemplaba el espacio por un largo momento, y luego respiró profundamente.

—César, soy la nieta de Marco Livio Druso, el tribuno de la plebe que casi evitó la guerra italiana al aplicar la legislación romana a todos los italianos. Sólo el asesinato le impidió hacerlo. Recuerdo haber visto el cuchillo, una hoja malvada utilizada para cortar el cuero. Druso tardó días en morir, entre grandes alaridos de agonía.

Conmovido, él miró su rostro atentamente, poco seguro de saber adónde quería ir a parar, pero con una sensación en la boca del estómago de que ella estaba diciendo algo que sería de enorme importancia. Algunas veces su Livia Drusilia tenía el poder adivinatorio, o algo que, si no era eso, también era sobrenatural.

—Continúa —la animó.

—El asesinato de Druso no hubiese sido necesario de no haber hecho él algo extraordinario, algo que elevó tanto su posición que sólo el asesinato podría derribarlo… Obtuvo en secreto un juramento sagrado de alianza personal de todos los italianos no ciudadanos. De haber sido aprobada su legislación, hubiese tenido a toda Italia en su clientela, y hubiese sido tan poderoso que podría haber gobernado como dictador a perpetuidad de haber tenido tal inclinación. Si la tenía, nunca se sabrá. ¿Me pregunto si sería posible para ti pedirle al pueblo de Roma y a Italia que hagan un juramento de alianza personal contigo?

Él se había quedado helado; ahora había comenzado a temblar. El sudor corrió por su frente, se le metió en los ojos y le ardió como un ácido.

—¡Livia Drusilia! ¿Qué te hace pensar eso?

—El ser su nieta, supongo, aunque mi padre fuera hijo j adoptivo de Druso. Siempre ha sido una de las historias de la familia. Druso era el más valiente entre los valientes.

—Pollio, Salustio. Seguramente, alguien ha preservado la forma del juramento en la historia de aquellos tiempos.

—No es necesario revelar el juego a personas como ellos. —Ella sonrió—. Puedo recitarte el juramento de corrido.

—¡No lo hagas! Todavía no. Escríbelo para mí, y después ayúdame a corregirlo para adecuarlo a mis propias necesidades, que no son las de Druso. Prepararé la ceremonia fecial, tan pronto como pueda y comiencen a hablar los agentes. Insistiré en machacar a la Reina de las Bestias, haré que Mecenas se invente fabulosos vicios de ella, haré una lista de amantes y siniestros crímenes. Cuando ella camine en mi desfile triunfal, nadie debe apiadarse de ella. Es tan poca cosa que alguien que la vea puede sentirse tentado a compadecerse a menos que sea vista como una fusión de arpías, furias, sirenas y gorgonas; un auténtico monstruo. Sentaré a Antonio de espaldas en un asno y le pondré cuernos de cornudo en su cabeza. Le negaré la ocasión de parecer noble o romano.

—Te estás apartando del tema —dijo ella con voz suave.

—¡Oh! Sí, así es. A partir del Año Nuevo seré primer cónsul, lo que me permitirá hacia finales de diciembre poner carteles en todas las ciudades, pueblos y aldeas desde los Alpes hasta el empeine, la punta y el tacón. En ellos anunciaré el juramento y rogaré humildemente a quien lo desee que se adscriba. Sin ninguna coerción, sin ninguna recompensa. Debe ser prístino, una cosa voluntaria y transparente. Si la gente quiere verse libre de la amenaza de Cleopatra, entonces debe jurar permanecer a mi lado hasta que lleve a cabo mi tarea. Si jura bastante gente, nadie se atreverá a derrocarme, a despojarme de imperium. Si los hombres como Pollio declinan sumarse, no buscaré venganza, ya sea en el momento o en el futuro.

—Siempre debes estar por encima de la venganza, César.

—Soy consciente. —Se rio—. Después de Filipos, pensé mucho en hombres como Sila y mi divino padre; intenté ver dónde se habían equivocado. Comprendí que les gustaba vivir de una forma extravagante, además de regir el Senado y las asambleas con mano de hierro. Por lo tanto, decidí ser un hombre discreto y nada ostentoso, y gobernar Roma como un querido y bondadoso papá.

Belona era la diosa original de la guerra de Roma, y se remontaba a las épocas en que los dioses romanos eran simples fuerzas que no tenían rostro ni sexo. Su otro nombre era Nerio, una deidad todavía más misteriosa entrelazada con Marte, el posterior dios de la guerra. Cuando Apio Claudio el Ciego inauguró el templo para que los protegiera durante las güeñas etruscas y samnitas, colocó una estatua de ella en el edificio; era elegante y estaba bien conservada: se pintaba regularmente con vividos colores. Como la guerra era algo que no se podía discutir dentro del pomerium de la ciudad, el recinto de Belona, que era muy espacioso, estaba en el Campo de Marte, fuera del recinto sagrado. Como todos los templos romanos, estaba montado sobre un alto podio. Para llegar al interior había que subir veinte escalones en dos tramos de diez; sobre la ancha extensión de la plataforma, entre los dos tramos de escalera y exactamente en el medio, había una columna de mármol rojo cuadrada de un metro veinte de altura. Al pie de los escalones había un iugerum de lozas, los márgenes marcados con plintos fálicos sobre los que descansaban las estatuas de los grandes generales romanos: Fabio Máximo Cunctator, Apio Claudio Caecus, Escipión el Africano, Emilio Paulo, Escipión Emiliano, Cayo Mario, César Divus Julius y muchos otros, todos tan bien pintados que parecían vivos.

Cuando se reunió el Colegio de Feciales, veinte en total, en las escaleras de Belona, lo hicieron ante una nutrida audiencia de senadores, caballeros, hombres de la tercera, cuarta y quinta I clase y algunos pobres del Censo por Cabezas. Aunque el Senado tenía que ser acomodado en pleno, Mecenas había escogido colocar al resto lo bastante cerca como para que viesen los acontecimientos y los desparramasen a través de los estratos sociales. De esta manera, los hombres de Subura y Esquilmo estaban representados con la misma generosidad que los hombres del Palatino y Carinae.

El resto de colegas sacerdotes estaban presentes, además de todos los lictores de servicio en Roma; el espectáculo de togas a rayas rojas y púrpuras, capas redondas y yelmos de marfil, pontífices y augures con las togas levantadas para cubrir sus cabezas era impresionante.

Los feciales llevaban togas rojo oscuro sobre los torsos desnudos, como era la costumbre en los comienzos, y las cabezas también estaban sin cubrir. El verbenarius llevaba hierbas y tierra recogidas en el Capitolio y estaba cerca del pater patratus, cuyo papel estaba limitado al final de la ceremonia. La mayoría de estos largos procedimientos eran declamados en un lenguaje tan antiguo que ya nadie lo comprendía, y por un fecial que había perfeccionado la jerigonza; nadie quería cometer un error, porque incluso hasta el más insignificante suponía realizar de nuevo toda la ceremonia desde el principio. La víctima del sacrificio era un pequeño jabalí que un cuarto fecial mataba con un cuchillo de pedernal más antiguo que Egipto.

Finalmente, el pater patratus entró en el templo y saltó cargado con una lanza con la punta en forma de hoja cuyo astil era negro debido al paso del tiempo. Bajó los diez escalones del primer tramo y se detuvo delante de la pequeña columna con la lanza preparada para lanzarla, su cabeza de plata resplandeciente al frío y brillante sol.

—Roma, tú estás amenazada —gritó en latín—. Aquí delante de mí hay un territorio enemigo protegido por generales romanos. Declaro que el nombre del territorio enemigo es Egipto. Con el lanzamiento de esta lanza, nosotros, el Senado y el pueblo de Roma nos embarcamos en una guerra santa contra Egipto en las personas del rey y la reina de Egipto.

La lanza dejó su mano, voló por encima de la columna y aterrizó en el iugerum de espacio abierto llamado territorio enemigo. Se había colocado una única bandera, y el pater patratus era un soberbio guerrero; la lanza se clavó, vibrante, con la cabeza hundida en el suelo detrás de la bandera izada. Los presentes arrojaron pequeñas muñecas de lana a la lanza.

De pie a un lado, con el resto del Colegio de Pontífices, Octavio contempló la escena y se sintió complacido. Aquello era impresionante, absolutamente una parte del mos maiorum. Roma estaba ahora oficialmente en guerra, pero no contra un romano. El enemigo era la Reina de las Bestias y Ptolomeo XV César, regentes de Egipto. ¡Sí, sí! Qué afortunado había sido al poder hacer que Agripa fuese el pater patratus, ¿y Mecenas no tenía un magnífico aspecto, aunque un tanto obeso, como verbenarius?

Regresó a casa rodeado por centenares de clientes y, por una vez, disfrutó muchísimo. Incluso los plutócratas —¿por qué los ricos aparentaban ser siempre los menos dispuestos a pagar impuestos?— parecían estar aquel día con él, aunque eso no duraría más allá del primer pago de impuestos. Había concretado los arreglos para el pago de impuestos con los pergaminos ciudadanos, que detallaban los ingresos de cada hombre y eran actualizados cada cinco años. Los censores se ocupaban de este cometido por ley, pero habían tenido una poca participación durante algunas décadas. Incluso la última década el triunviro en Occidente, Octavio, había asumido las tareas de censor y se había asegurado de que los impuestos de cada ciudadano estuviesen al corriente. Pero cobrar este nuevo impuesto era una tarea complicada porque no disponía de grandes locales; sólo el Porticus Minucia en el Campo de Marte.

Pretendía que el primer día de pago fuese algo así como una fiesta. No podría haber alegría, pero sí un ambiente patriótico; las columnatas y los terrenos del Porticus Minucia estaban adornados con banderas rojas con las siglas «SPQR» y carteles con una figura femenina con el pecho desnudo, cabeza de chacal y manos como garras que destrozaban una de esas banderas rojas; otros mostraban a un joven horrible y con aspecto de cretino que llevaba la doble corona y al pie decía: «¿ES ÉSTE EL HIJO DE DIVUS JULIUS? ¡NO PUEDE SER!»

Tan pronto como el sol estuvo bien encima de Esquilino apareció una procesión encabezada por Octavio con todo el esplendor de la toga sacerdotal, la cabeza coronada con laureles en señal de triunfo. Detrás venía Agripa, también coronado, que llevaba el báculo curvo de un augur e iba vestido con la toga roja y púrpura, seguido de Mecenas, Estatilio Tauro, Cornelio Gallo, Messala Corvino, Calvicio Sabino, Domitio Calvino, los banqueros Balbo y Oppio y una legión de los más firmes partidarios de Octavio. Sin embargo, eso era insuficiente para Octavio, que había colocado a tres mujeres entre él mismo y Agripa; Livia Drusilia y Octavia vestían las túnicas de una virgen vestal, algo que ponía a la tercera, Escribonia, un tanto en la sombra. Octavio había hecho mucha alharaca al pagar más de doscientos talentos por su veinticinco por ciento, aunque no se había entregado ninguna bolsa de monedas y sí un trozo de papel, una nota de pago a sus banqueros.

Livia Drusilia se adelantó hacia la mesa.

—¡Soy una ciudadana romana! —gritó a voz en cuello—. ¡Cómo mujer no pago impuestos, pero deseo pagar éste porque se necesita para impedir que Cleopatra de Egipto convierta a nuestra amada Roma en un desierto, despoblada de sus habitantes y despojada de su dinero! ¡Para esta causa doy doscientos talentos!

Octavia hizo el mismo discurso y depositó la misma cantidad de dinero, aunque Escribonia sólo pudo dar cincuenta talentos. No tenía importancia; para ese momento, la multitud, cada vez mayor, gritaba con tanto entusiasmo que casi ahogó a Agripa cuando anunció el pago de ochocientos talentos.

Un buen día de trabajo.

Pero no un trabajo tan fino y paciente como el que Octavio y su esposa habían aplicado al redactar el juramento de lealtad.

—¡Oh! —exclamó Octavio al mirar el juramento original prestado por Marco Livio Druso sesenta años atrás—. ¡Si sólo pudiese atreverme a que la mayoría jurasen ser mis clientes, como hizo Druso!

—Los italianos no tenían patrones por aquel entonces, César, porque no eran ciudadanos romanos. Hoy, todos tienen un patrón.

—¡Lo sé, lo sé! ¿Cuántos dioses debemos utilizar?

—Sólo Sol Indiges, Tello y Liber Pater. Druso utilizó más, aunque me pregunto por qué utilizó Marte, dado que (en cualquier caso, en aquel momento) no había ningún elemento de guerra.

—Oh, creo que sabía que vendría una guerra —señaló Octavio, con la pluma en alto—. Los lares y los penates, ¿qué te parece?

—Sí. También Divus Julius, César. Reforzará tu posición.

El juramento fue colgado por toda Italia, desde los Alpes hasta el empeine, la punta y el tacón, el día de Año Nuevo; en Roma adornaba la pared de la rostra del foro, el tribunal del pretor urbano, todas las encrucijadas que tenían un santuario a los lares y todos los mercados —de carne, pescado, fruta, verduras, aceite, cereales, pimienta y especias— y espacios dentro de las puertas principales desde Capena hasta Quirinalis.

«Juro por Júpiter Óptimo Máximo, por Sol Indiges, por Tello, por Liber Pater, por Vesta del Hogar, por los lares y penates, por Marte, por Belona y Nerio, por Divus Julius, por todos los dioses y héroes que fundaron y asistieron al pueblo de Roma e Italia en sus luchas que yo tendré por amigos y por enemigos a aquellos que el imperator Cayo Julio César Divi Filius tiene como amigos y enemigos. Juro que trabajaré por el beneficio del imperator Cayo Julio César Divi Filius en la conducción de la guerra contra la reina Cleopatra y el rey Ptolomeo de Egipto, y también trabajaré para el beneficio de todos los otros que presten este juramento, incluso a costa de mi vida, la de mis hijos, la de mis padres y de mi propiedad. Si a través del trabajo del imperator Cayo Julio César Divi Filius la nación de Egipto es derrotada, juro que me uniré a él no como cliente, sino como su amigo. Este juramento lo tomo yo mismo y se lo pasaré a todos los que pueda. Juro fielmente con el conocimiento de que mi fe proporcionará una justa recompensa. Si falto a este juramento, que mi vida, mis hijos, mis padres y mi propiedad me sean arrebatadas. Que así sea, así juro.»

La publicación del juramento causó sensación, porque Octavio no lo había anunciado previamente; sencillamente apareció. Acompañando al juramento había un agente de Mecenas u Octavio preparado para responder a las preguntas y Para escuchar la prestación de juramento. Un escriba sentado un poco más allá registraba los nombres de aquellos que juraban. Para ese momento, las noticias de la traición involuntaria de Marco Antonio se habían propagado por todas partes; la gente sabía que él no era el culpable, y también sabía que Egipto buscaba la guerra. Antonio era la garra de Cleopatra, su instrumento de destrucción, al que mantenía prisionero y drogado para servirla a ella sexualmente y en el campo de batalla. Las burlas contra ella se multiplicaron hasta que fue vista como un monstruo inhumano que incluso había utilizado a su hijo bastardo Ptolomeo «César» como su objeto sexual. Los gobernantes de Egipto practicaban el incesto de manera normal, algo inusual para los romanos. Si Marco Antonio condonaba estas acciones, ya no era romano.

El juramento parecía una pequeña ola muy lejos en el mar y, al principio, muy pocos lo hicieron; no obstante, después de prestarlo convencieron a otros para que lo hicieran, hasta que se convirtió en una enorme ola de juramentos. Lo prestaron todas las legiones de Octavio y también todas las tripulaciones y remeros de sus barcos. Finalmente, conscientes de que no jurar muy pronto se vería como una evidencia de traición, todo el Senado lo hizo. Excepto Pollio, que rehusó. Fiel a su palabra, Octavio no buscó venganza. Cesó cualquier objeción al impuesto; todo lo que la gente quería ahora era derrotar a Cleopatra y a Ptolomeo, al comprender que su derrota significaría el fin del pago del impuesto.

Agripa, Estatilio Tauro, Messala Corvino y el resto de generales y almirantes fueron enviados a sus mandos, mientras Roma también se preparaba para marchar.

—Mecenas, tú gobernarás Roma e Italia en mi nombre —dijo, sin comprender que había crecido y cambiado durante los últimos meses.

Había cumplido treinta y un años el pasado septiembre, y su rostro estaba asentado; se veía fuerte y a un tiempo tranquilo, todavía muy hermoso en un molde masculino.

—El Senado nunca lo permitiría —señaló Mecenas.

—El Senado no estará presente para protestar, mi querido Mecenas —Octavio sonrió—. Me lo llevo a la campaña.

—¡Dioses! —dijo Mecenas débilmente—. Centenares de senadores es una receta para la locura.

—En absoluto. Tendré trabajo para cada uno de ellos, y mientras estén bajo mi supervisión, no podrán estar en Roma para causar problemas.

—Tienes razón.

—Siempre tengo razón.