Tus actos continúan sin ser ratificados —dijo Cleopatra, que leía la carta de Ahenobarbo en voz alta—. Comencé a machacar en el Senado en el momento en que asumí el cargo de primer cónsul, pero Octavio tiene a un dócil tribuno de la plebe, Marco Nonio Balbo, de esa odiosa familia picentina, que no deja de vetar todo lo que intento hacer por ti. Después, cuando le entregué las fasces a Sosio en las calendas de febrero, presentó una moción de censura contra Octavio, al que acusó de impedir todas tus reformas en Oriente. Tres oportunidades para adivinar qué pasó: Nonio vetó la moción. —Ella dejó la carta, los ojos dorados fijos en Antonio con aquella feroz y fría llama de la leona a punto de atacar—. La única manera que tienes de recuperar tu posición en Roma es marchar contra Octavio.
—Si lo hago, seré el agresor en una guerra civil. Seré un traidor y me declararán hostis.
—¡Tonterías! Sila lo hizo. César también. Ambos acabaron gobernando Roma. Si lo miramos bien, ¿qué es un hostis? Un decreto que no tiene ningún poder real.
—Sila y César gobernaron ilegalmente como dictadores.
—¡Cómo se gobierna no tiene importancia, Antonio! —replicó Cleopatra.
—Yo abolí la dictadura —afirmó Antonio, empecinado.
—¡Entonces, cuando hayas derrotado a Octavio, vuelve a convertirla en legal! Sólo como una medida temporal, querido —dijo con un tono lisonjero—. Sin duda has de comprender, Antonio, que si no detienes a Octavio presentará una moción para que tus actos en Oriente sean anulados, y no habrá ningún valiente tribuno de la plebe que lo vete. —Soltó un bufido, los ojos refulgentes—. También pedirá que Egipto sea anexado como una provincia de Roma.
—¡No se atrevería! Ni yo permitiré que se anulen mis disposiciones —afirmó Antonio entre dientes.
—Tendrás que ir a Roma en persona para reforzar a quienes te respaldan; en estos días están flaqueando —señaló Cleopatra—. Si haces el viaje, será mejor que te lleves a un ejército contigo.
—Octavio cederá. No puede continuar con los vetos.
El tono de duda en la voz de Antonio avisó a Cleopatra de que comenzaba a ganar la discusión. Había abandonado su plan de convencer a Antonio para que invadiese Italia sin más; podía ver a Octavio como su enemigo, pero nunca, al parecer, a Roma. Alejandría y Egipto tenían un lugar en su corazón, pero junto a Roma, no en lugar de Roma. Bueno, que así fuese. No importaba el motivo siempre que Antonio decidiese moverse. Si no lo hacía, ella no sería nada, como Antonio le había dicho. Sus agentes en Roma le habían informado de que Octavio había instalado a todos sus veteranos en buenas tierras en Italia y la Galia Cisalpina y que disfrutaba de la aprobación de la mayoría de los italianos. Pero todavía no podía dominar al Senado más allá de interponer un veto tribunicio; entre los cuatrocientos leales a Antonio y los trescientos neutrales, Antonio todavía tenía una ventaja sobre él. Pero ¿era suficiente esa ventaja?
—De acuerdo —dijo Antonio varios días más tarde, molesto más allá de lo soportable—. Moveré mis ejércitos y mis flotas más cerca de Italia. Éfeso. —Miró a Cleopatra de soslayo—. Eso, todo sea dicho, si tengo el dinero. Es tu guerra, faraón, así que tú pagas por ella.
—Pagaré con alegría siempre que compartamos el mando. Quiero asistir a todos los consejos de guerra, quiero dar mi opinión, quiero el mismo nivel que tú. Eso significa que mi opinión contará más que la de cualquier romano excepto la tuya.
Lo abrumó un profundo cansancio; ¿por qué siempre tenía que haber condiciones? ¿Es que nunca se vería libre de Cleopatra la dominatrix? Ella podía ser tan seductora, tan suave, tan buena compañía. Pero cada vez que creía que había ganado ese lado de ella, aparecía su cara más fea. Ansiaba el poder más que cualquier hombre que él hubiese conocido, de César a Cayo. ¡Y todo por el hijo de César! Dotado más allá de lo imaginable, intuía que todavía no iba detrás del poder. ¿Qué haría ella cuando Cesarión rechazase el destino esculpido por Cleopatra? Ella no sabía nada del chico, nada.
Tampoco sabía nada de los hombres romanos, porque sólo había conocido a dos a fondo. Ni César ni Antonio eran los típicos hombres romanos, como ella descubriría si insistía en compartir el mando. Su sentido de juego limpio le decía que ella debía tener el mando compartido, porque financiaba la empresa, pero ninguno de sus hombres le otorgaría tal privilegio. Abrió la boca con la intención de decir lo que pasaría inevitablemente; luego, la cerró sin pronunciar las palabras. Su rostro mostraba una expresión tan dura que delataba que no estaba dispuesta a escuchar ninguna réplica; en sus ojos se intuía una tormenta. Si él intentaba decirle lo que la experiencia demostraría, tendrían una pelea más de las muchas que acostumbraban a tener. ¿Había nacido alguna vez un hombre que pudiese enfrentarse con éxito a aquella mujer que tenía un poder ilimitado? Antonio lo dudaba. Quizá el difunto César, pero él la había conocido cuando ella era muy joven y había establecido un predominio que ella no sabía cómo destruir. Ahora, años más tarde, estaba hecha de piedra. Ella había visto a Antonio mucho peor en su nadir, empapado en vino hasta el punto del coma, y había interpretado aquel episodio como una demostración de debilidad en el fondo. Sí, él podía acobardarla al recordarle que ella no tenía ejército o marina para conseguir sus fines, pero al día siguiente Cleopatra volvería al ataque y de nuevo comenzaría a incordiarlo.
«Estoy atrapado —pensó—, enganchado en la telaraña que ha tejido, y no hay manera de librarme sin abandonar mi propia apuesta por el poder. Hasta cierto punto, ambos queremos la misma cosa: la destrucción de Octavio. Pero ella irá mucho más lejos, intentará destruir la propia Roma. No dejaré que haga eso; sin embargo, en este mismo momento no puedo oponerme a ella. Debo esperar mi oportunidad, aparentar que le doy todo lo que ella quiere, incluido el mando compartido.»
—De acuerdo —dijo con un tono que pareció decisivo.
«Que todo sea como Cleopatra quiere, por el momento. La experiencia le demostrará que en una tienda de mando de hombres romanos la rechazarán. Sin embargo, ¿podré yo rechazarla? Vivir con ella, dormir en la misma cama.» El tiempo le enseñaría cómo hacerlo.
—Tú quieres compartir el mando. Quieres ser igual que yo en los consejos de guerra —contuvo un sollozo—. Estoy de acuerdo —repitió.
Finalmente quemó sus naves. «Que todo sea como Cleopatra quiere.» Quizá entonces tendría paz.
Se sentó de inmediato para escribirle a Ahenobarbo, y utilizó su difunto título de triunviro; puso sus exigencias al Senado y al pueblo de Roma: autoridad absoluta en Oriente, que debía estar divorciada de la supervisión senatorial en todos los aspectos; el derecho a imponer tributos como considerase adecuado; el nombramiento de clientes-soberanos; el mando de cualquier legión que Roma pudiese enviar al este del río Drina; la ratificación de todas sus acciones, y la ratificación de las tierras y títulos que había otorgado al rey Ptolomeo César, a la reina Cleopatra, al rey Ptolomeo Alejandro Helios, a la reina Cleopatra Selene y al rey Ptolomeo Filadelfo.
He nombrado al rey Ptolomeo César rey de reyes y regente del mundo. Nadie puede desdecirme. Además, le recuerdo al Senado y al pueblo de Roma que el rey Ptolomeo César es el hijo legítimo de Divus Julius y su heredero por ley. Quiero que esto sea reconocido formalmente.
Cleopatra estaba entusiasmada; su cara más horrible desapareció al instante.
—¡Oh, mi queridísimo Antonio, temblarán de miedo!
—¡No, se cagarán encima, mi encantadora dama! Ahora dame mil besos.
Ella se los dio, ardiente, apasionada con la victoria. ¡Ahora comenzarían a pasar cosas! Antonio iba a la guerra; su carta al Senado era un ultimátum.
Dos documentos viajaron a toda velocidad a Roma: la carta y la última voluntad y testamento de Marco Antonio. Cayo Sosio dejó la voluntad con las vírgenes vestales, custodias de todos los testamentos de los ciudadanos romanos; el testamento de un hombre era sagrado, no se podía abrir hasta después de su muerte, y las vestales habían guardado los testamentos de los hombres desde el tiempo de los reyes. Pero cuando Ahenobarbo rompió el sello de la carta de Antonio y la leyó, dejó caer el pergamino como sí fuese un hierro al rojo. Pasó algún tiempo antes de que se lo pudiese entregar sin decir palabra a Sosio.
—¡Dioses! —susurró Sosio, que también la dejó caer—. ¿Está loco? ¡Ningún romano tiene autoridad para ser ni siquiera la mitad de eso! ¿Un bastardo de César rey de Roma? Eso es lo que quiere decir, Gneo, eso es lo que quiere decir. ¿Cleopatra gobernando en nombre de un bastardo? ¡Oh, debe de estar loco!
—Si no es eso, es que vive drogado. —Ahenobarbo tomó una decisión—. No la leeré, Cayo, no lo haré. La quemaré y en cambio daré un discurso. ¡Júpiter! ¡Cuánta munición le daría a Octavio! Haría que todo el Senado se pusiese de su parte sin tener que levantar ni un dedo.
—¿No crees que Antonio escribió esto para hacer precisamente eso? —señaló Sosio con voz titubeante—. Es una declaración de guerra.
—Roma no necesita una guerra civil —afirmó Ahenobarbo con voz cansada—, aunque sospecho que a Cleopatra le encantaría. ¿No lo ves? Antonio no escribió esto, lo hizo Cleopatra.
Sosio se sentó, tembloroso.
—¿Qué hacemos, Ahenobarbo?
—Lo que dije. Quemaremos la carta y daré el discurso de mi vida a aquellos patéticos viejos chochos del Senado. Nadie debe saber nunca el dominio total que Cleopatra tiene sobre Antonio.
—Defender a Antonio hasta el final, sí. Pero ¿cómo conseguimos librarlo de las manos de Cleopatra? Está demasiado lejos; ¡oh, el maldito Oriente! Es como perseguir un arco iris. Dos años atrás todo apuntaba como si volviese la prosperidad; los recaudadores de impuestos y los empresarios estaban entusiasmados. Pero en los últimos meses he notado un cambio —comentó Sosio—. Los clientes-reyes de Antonio están apartando el comercio de Roma y lo reemplazan con los suyos. Además, han pasado dieciocho meses sin que el tesoro haya recibido ningún tributo oriental.
—Cleopatra —afirmó Ahenobarbo con voz grave—. Es Cleopatra. Si no podemos apartar a Antonio de esa mujer, estamos perdidos.
—También él.
Para mediados de verano, Antonio había trasladado su enorme maquinaria de guerra desde Carana y Siria hasta Éfeso. La caballería, las legiones, los equipos de asedio y la caravana de suministros avanzaron lentamente a través de la Anatolia central, y finalmente llegaron, a lo largo de los meandros del río Maeander, a Éfeso, donde los campamentos se instalaron alrededor de la bella y pequeña ciudad más allá de lo que alcanzaba a ver el ojo más agudo. La multitud de hombres, animales y aparatos se acomodaron lentamente mientras los mercaderes y agricultores locales hacían lo posible por obtener algún tipo de beneficio del desastre que significaban los campamentos militares. La tierra fértil donde había crecido el trigo y pastado las ovejas era convertida en polvo o barro improductivo, según el tiempo, mientras que los legados menores de Antonio, un grupo poco comprensivo, empeoraba las cosas al negarse a discutir los problemas con ningún representante local. Los robos y las violaciones aumentaron rápidamente; también los asesinatos y las palizas de venganza, la resistencia activa y pasiva a los invasores. Subieron los precios. La disentería se hizo endémica. Estas eran las razones por las que, en un tiempo no muy lejano, cualquier gobernador había hecho una fortuna con la amenaza de acampar a sus legiones en una ciudad a menos que ésta le pagase entre cien y mil talentos. Así las cosas, los horrorizados ciudadanos se habían apresurado a pagar.
Antonio y Cleopatra viajaron en el Filopátor, ahora anclado en la bahía de Éfeso para maravilla de todos. Allí, Antonio dejó a su esposa y su barco para embarcarse en una nave más pequeña para ir a Atenas, donde tenía asuntos pendientes, le dijo a Cleopatra. La reina descubrió que no podía retener a ese sobrio Antonio de la manera que lo había hecho en Alejandría; Éfeso era territorio romano, y allí, ella, no era reina, como tampoco lo habían sido sus antepasados. Por lo tanto, no había ninguna tradición de inclinarse ante Egipto. Cada vez que dejaba el palacio del gobernador para inspeccionar la ciudad o algunos de los campamentos, los hombres la miraban como si los hubiese ofendido. Tampoco podía castigarlos por su rudeza. Publio Canidio era un viejo amigo, pero el resto de los comandantes y sus legados, que abarrotaban Éfeso, la consideraban como un chiste o un insulto. ¡Nada de obsecuencia en la provincia de Asia!
Desde el día antes de zapar con el Filopátor estaba triste: Cesarión la había sometido a una inoportuna y desagradable escena. Se quedaba atrás para gobernar Egipto, una tarea que no deseaba, y no porque ansiase ir a la guerra con su madre y su padrastro; la razón de su ausencia era el problema de raíz.
—Mamá —le dijo a Cleopatra—, ¡esto es una locura! ¿No lo ves? ¡Estás desafiando al poder de Roma! Sé que Marco Antonio es un gran general y tiene un gran ejército, pero si todos sus recursos entran en juego, Roma no puede ser derrotada. Le llevó ciento cincuenta años aplastar Cartago, pero Cartago fue aplastada, ¡tanto, que nunca más se volvió a levantar! Roma es paciente, pero no le llevará ciento cincuenta años aplastar Egipto y el este de Antonio. ¡Por favor, te lo ruego, no le ofrezcas a César Octavio la oportunidad de venir al este! Considerará la concentración de todas las fuerzas de Antonio en Éfeso, tan apartado de cualquier región con problemas, como una declaración de guerra. ¡Por favor, por favor, mamá, te lo ruego, no hagas esto!
—Tonterías, Cesarión —replicó ella sin inmutarse mientras iba de aquí para allá para supervisar la preparación de sus equipajes—. Antonio no puede ser derrotado en tierra o mar, me he asegurado de eso al darle un inmenso cofre de guerra. Si nos demoramos. Octavio ganará fuerzas.
Él estaba junto a un reciente busto de sí mismo que su madre le había encargado a Doroteo de Afrodísias, y se duplicaba inconscientemente en los ojos de su madre. Choerilo había pintado el busto y había reproducido a la perfección cada matiz de la piel y del pelo y delineado los ojos de una forma brillante. La escultura parecía tan viva que en cualquier momento se podía esperar que abriese los labios y hablase, pero la realidad era que, junto a ella, tan apasionada y vivaz, se reducía a la insignificancia.
—Mamá —perseveró—, Octavio ni siquiera ha comenzado a utilizar sus recursos. Por mucho que quiera a Marco Antonio, no es rival de Marco Agripa en tierra o mar. Octavio puede ocupar la tienda de mando, pero dejará la conducción de la guerra a Agripa. ¡Te lo advierto, Agripa es el eje de todo! ¡Es formidable! Roma no ha producido otro igual desde mi padre.
—¡Oh, Cesarión! Te preocupas tanto que ya no te haré ningún caso. —Cleopatra hizo una pausa, con una de las túnicas favoritas de Antonio en sus manos—. ¿Quién es este Marco Agripa? Un don nadie. ¿Un rival de Antonio? Definitivamente, no.
—Entonces, al menos tendrías que quedarte aquí en Alejandría —le suplicó el chico.
Ella lo miró, asombrada.
—¿En qué estás pensando? Yo pago por esta campaña, y eso significa que soy socia de Antonio en la empresa. ¿Crees que soy una novicia en el arte de la guerra?
—Sí, lo creo. Tu única experiencia fue cuando estabas en el monte Casio a la espera de Achillas y su ejército. Fue mi padre quien te libró de aquel embrollo, no tu inexistente capacidad militar. Si acompañas a Marco Antonio, sus colegas romanos creerán que está sometido a tu control, y te odiarán. Los romanos no están acostumbrados a tener extranjeros en su tienda de mando. No soy un tonto, mamá. Sé lo que dicen en Roma de ti y de Antonio.
—¿Qué dicen de nosotros en Roma?
—Que eres una hechicera, que has hechizado a Antonio, que él es tu juguete, un títere. Que tú lo empujas a enfrentarse al Senado y al pueblo. Que si no fuese tu marido, nada de lo que ha ocurrido hubiese pasado —manifestó Cesarión valientemente—. Te llaman la Reina de las Bestias, y te consideran la responsable de todo esto, no a Antonio.
—Has llegado demasiado lejos —le advirtió Cleopatra con un tono peligroso.
—No, no lo bastante lejos si no he conseguido convencerte de esto. Sobre todo para que no participes personalmente. Mi muy querida mamá, actúas como si Roma fuese el rey Mitrídates el Grande. Roma no tiene (ni nunca tendrá) una mente oriental. Roma es Occidente. Solo busca el control de Oriente para su propia supervivencia.
Ella lo había observado con mucha atención, su mirada de un lado a otro mientras intentaba decidir cuál era su mejor jugada. Cuando la encontró, dijo con voz suave:
—Cesarión, aún no has cumplido los quince. Sí, admito que eres un hombre. Así y todo, un hombre muy joven y sin experiencia. Gobierna Egipto sabiamente y te daré nuevos poderes cuando Antonio y yo regresemos con los laureles de la victoria.
Él abandonó la discusión y la miró con los ojos llenos de lágrimas; sacudió la cabeza y salió de la habitación.
—Niño tonto —les dijo Cleopatra cariñosamente a Iras y a Charmian.
—Un niño hermoso —dijo Charmian, que soltó un suspiro.
—Ni es un chico ni es tonto —afirmó Iras con un tono grave—. ¿No te das cuenta, Cleopatra, de que es profético? Tendrías que tomar buena nota de lo que dice, no descartarlo.
Así que ella se marchó en el Filopátor con las palabras de Iras resonando todavía en sus oídos; eran ésas, y no lo que Cesarión había dicho, lo que provocaba su desdicha, un malhumor que la actitud de los colegas de Antonio en Éfeso hacía que aumentara, pero, autócrata como era, sólo servía para hacerla más altiva, más ruda, más insoportable.
Antonio no tenía la culpa de que su barco recalase en Samos; tuvo una vía de agua que no podía esperar llegar a Atenas para ser reparada, y Samos era la isla más cercana.
La Liga de Actores Dionisiacos tenía su sede central en Samos; mientras esperaba, Antonio se dijo que podía haber novedades entre los magos, bailarines, acróbatas, monstruos, músicos y otros que holgazaneaban en sus encantadoras casas hasta que algún festival los llamaba. De momento no había ninguna, le informó Calimaco, el presidente de la Liga, después de mostrarle un maravilloso truco que transformaba escarabajos en resplandecientes mariposas.
—Sin embargo, hemos decidido organizar una fiesta esta noche en tu honor. ¿Asistirás?
—¡Por supuesto!
Resistirse al deseo de beber vino no era nada comparado con su compulsión a buscar alegría en compañía de una variedad de artistas. El único problema era, como muy pronto descubrió, que la sobriedad disminuía severamente su disfrute; bebió una taza de vino y procedió a emborracharse.
Lo que sucedió durante los días que siguieron a esa decisión no lo recordaba; era verdad que el vino afectaba a su memoria más y más a medida que envejecía. Sólo su secretario, Lucilio, lo obligó a volver al terrible mundo de la sobriedad; y eso, con una única y sencilla frase:
—La reina acabará por enterarse —dijo Lucilio.
—¡Oh, Júpiter! —gimió Antonio—. Cacat!
Se enteró de que la vía de agua había sido reparada hacía un nundinae, cuando Lucilio y sus sirvientes lo subieron casi en andas a bordo, tembloroso y tambaleante. ¿De verdad había bebido tanto? ¿Es que ahora lo destruía más rápidamente? Bajo los efectos de la resaca fue consciente de un nuevo terror que finalmente los años de disipación se estaban haciendo sentir. Se habían acabado los días de levantar yunques. Había cumplido los cincuenta y uno y sus bíceps, cuando los flexionaba, se notaban un poco flojos, no saltaban. ¡Cincuenta y uno! Una venerable edad para un cónsul. Octavio sólo tenía treinta, y no cumpliría los treinta y uno hasta finales de septiembre. Peor aún, todos los mejores generales de Octavio eran jóvenes, mientras que los suyos eran como él, envejecían. Canidio tenía más de sesenta, ¿oh, dónde se había ido el tiempo? Se sintió enfermo, y tuvo que correr a la borda para vomitar.
Su mayordomo le trajo agua para beber y le limpió los labios y la barbilla.
—¿Te esta afectando algo, domine?
—Sí —replicó Antonio, tembloroso—. La vejez.
Pero para el momento en que su barco amarró en El Píreo, Antonio había recuperado algo del bienestar físico del año anterior, a pesar de que su humor era desagradable.
—¿Dónde está mi esposa, Octavia? —le preguntó al mayordomo en el palacio del gobernador.
El hombre pareció no entenderlo; no, asombrado.
—Han pasado algunos años desde que la dama Octavia residía aquí, Marco Antonio.
—¿A qué te refieres con algunos años? ¡Se supone que estaba aquí, junto con los veinte mil soldados de su hermano!
—Sólo puedo repetir, domine, que no está. Tampoco hay aquí soldados acampados en ningún lugar cerca de Atenas. Si el señor Octavio envió soldados, han tenido que marchar a Macedonia o, por tierra, a la provincia de Asia.
Comenzaba a recuperar la memoria; sí, habían pasado cinco años desde que Octavia había venido con cinco cohortes de tropas, no cuatro legiones. Y él le había ordenado que le enviase los regalos militares de Octavio a Antioquía y que ella regresase a casa. ¡Cinco años! ¿Había pasado tanto tiempo? No, quizá habían sido sólo cuatro, o tres. ¿Oh, qué más daba?
—He estado lejos de Roma demasiado tiempo —le dijo a Lucilio mientras se sentaba detrás de su mesa.
—La última vez fue en Tarentum, hace seis años —le recordó Lucilio desde su propia mesa.
—Entonces han pasado cuatro años desde que Octavia vino a Atenas.
—Sí.
—Escribe una carta, Lucilio… a Octavia, de Marco Antonio. Por la presente me divorcio de ti. Abandona mi casa de Roma y deja de ocupar cualquiera de mis otras casas en Italia. No te devuelvo la dote y declino continuar manteniéndote a ti o a cualquiera de mis hijos romanos. Acepta esto como definitivo y final.
Con la mirada firme en la hoja de papel, Lucilio escribió. «¡Oh, mi querida dama! Con este acto se ha perdido cualquier esperanza de salvación para Antonio…» Levantó la cabeza y le puso la hoja delante a Antonio. Uno de sus grandes talentos era la escritura. Era tan buena que no necesitaba ser copiada por un escriba profesional.
Antonio la leyó rápidamente y después la plegó.
—Cera, Lucilio.
El rojo era el color habitual para los documentos formales. Lucilio acercó la barra a la llama de una lámpara con tanta habilidad que no se descoloró con el humo, la retorció para apartaría en el momento en que un trozo del tamaño de un denario quedó pegado al pliegue exterior. Antonio apretó su anillo de sello en él con fuerza. Hércules rodeado por IMP. M. ANT. TRI.
—Envíala en el próximo barco a Roma —ordenó Antonio—, y búscame un barco que vaya a Éfeso. Mis asuntos en Atenas han acabado. —Sonrió agriamente—. Nunca existieron.
No había un momento exacto que pudiese señalar como la rotura de sus lazos con Roma, decidió Antonio mientras zarpaba de El Pireo; sólo que databa del momento en que había jurado entregarse a sí mismo y su botín a Cleopatra y Alejandría. Su amor por Octavia y las cosas romanas no había prosperado, mientras que su amor por Cleopatra lo englobaba todo. Por eso no sabía realmente cuándo se empezó a fraguar su desapego por la causa romana, excepto que ella estaba en lo más profundo de su ser, que no podía negarle nada incluso cuando sus exigencias eran escandalosas. En parte se debía a sus lapsus de memoria, sí, pero no podían ser responsables de todo. Quizá la gran reina se había instalado completamente en su corazón porque ella al menos le encontraba algún mérito; al menos lo creía poderoso y digno de tratar. Roma pertenecía a Octavio, entonces ¿por qué no renunciar a Roma totalmente? A eso se reducía todo, cuando todo estaba dicho y hecho. Si quería ser el Primer Hombre de Roma, tendría que derrotar a Octavio en el campo de batalla. Cleopatra lo había visto con claridad, siempre lo había hecho. Su peligrosa juerga en Samos y su terrible secuela de enfermedad y nuevas pérdidas de memoria le habían enseñado que había dejado atrás sus mejores años, aunque sabía que no había sido más que una juerga. Una juerga irresistible, cuando la verdadera razón para navegar de Éfeso a Atenas había sido para escapar de su amor, de sus votos a Cleopatra.
Así que, había pensado, al llegar a Atenas más o menos curado, ¿por qué no romper los lazos con Roma? Todos, desde Cleopatra hasta Octavio, lo querían, lo esperaban, no querían menos de él. Ahora debía regresar a Éfeso si no quería que Cleopatra crease nuevos problemas.
Pero antes de que pudiese llegar a Éfeso, la presencia de Cleopatra estaba teniendo severas repercusiones. Primero, Saturnino y Arruntio partieron para Roma, alegando que preferían servir a un hombre al que odiaban antes que a una mujer; ¡al menos Octavio era romano! Luego los siguió Atratino, junto con un grupo de legados menores que estaban furiosos por la manera en que Cleopatra recorría sus campamentos y encontraba faltas, incluso había pronunciado severas palabras sobre un equipo mal atendido o unos centuriones mayores que no se ponían en posición de firmes cuando ella les hablaba.
Cuando Atratino llegó a Roma, Ahenobarbo y Sosio escucharon sus quejas con desconsuelo.
Las cosas tampoco iban bien en Roma. El tesoro estaba casi vacío, debido al coste de encontrar buenas tierras para tantos miles de veteranos. Todos los millones de sestercios que habían dado las cámaras de Sexto Pompeyo se habían gastado, por increíble que pareciese. La tierra había subido de precio, y muy pocos legionarios aceptaban retirarse a lugares extranjeros como Hispania, la Galia y África. Ellos también eran romanos, ligados a la tierra italiana. Sí, los retirados estaban felices, pero a un enorme coste para la nación.
Sin embargo, no se podía negar que Octavio estaba ganando, poco a poco, ascendencia en el Senado y entre los plutócratas y caballeros empresarios; las oportunidades en el Oriente de Antonio disminuían, y aquellos hombres y empresas que habían prosperado dos años atrás, ahora se desintegraban. Polemón, Arquelao Sisenes, Amintas y las dinastías menores nombradas por Antonio habían ganado la suficiente confianza para legislar y hacer imposible que el comercio romano floreciese. Y todo, como se sabía, impulsado por Cleopatra, la araña en el centro de la red.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Sosio a Ahenobarbo después de que se hubo marchado el furioso Atratino.
—Lo he estado pensando desde la carta de Antonio, Cayo, y creo que sólo nos queda una cosa por hacer.
—¡Bueno, dilo! —le pidió Sosio con ansia.
—Debemos reforzar la romanidad del gobierno de Antonio en Oriente, ése es el primer diente de este tenedor de dos dientes —dijo Ahenobarbo—. El segundo es conseguir que Octavio parezca ilegítimo.
—¿Ilegítimo? ¿Cómo diablos puedes hacer eso?
—Trasladando el gobierno de Roma a Éfeso. Tú y yo somos los cónsules de este año. La mayoría de los pretores también son de Antonio. Dudo que consigamos sacar a alguno de los tribunos de la plebe de sus bancos, pero si la mitad del Senado nos acompaña, tendremos un gobierno en el exilio que nadie discutirá. ¡Sí, Sosio, dejaremos Roma por Éfeso! De esta manera, al hacer a Éfeso el centro del gobierno, conseguiremos introducir quinientos romanos de confianza en el círculo de Antonio. Más que suficientes para forzar a Cleopatra a que regrese a Egipto, donde pertenece.
—Eso fue lo que Pompeyo Magno hizo después que César, oh, perdón, Divus Julius cruzó el Rubicón para entrar en Italia. Se llevó a los cónsules, a los pretores y a cuatrocientos senadores a Grecia. —Sosio frunció el entrecejo—. Pero en aquellos días el Senado era más pequeño, y no contaba con tantos novi homines. Hoy, el Senado cuenta con mil, y dos tercios son hombres nuevos. La mayoría de ellos, hombres de Octavio. Si queremos parecer un gobierno en el exilio tendremos que convencer por lo menos a quinientos senadores para que vengan con nosotros, y no creo que lo consigamos.
—Ni yo tampoco. Espero que nos sigan los cuatrocientos partidarios acérrimos. No es una mayoría, pero sí lo bastante impresionante para convencer a gran parte del pueblo de que Octavio está actuando ilegalmente si intenta formar un gobierno que nos reemplace —explicó Ahenobarbo con una expresión relamida.
—En cuanto hagas eso, Gneo, darás comienzo a la guerra civil.
—Lo sé. Pero la guerra civil es inevitable de todas maneras. ¿Por qué sino Antonio ha llevado todo su ejército y su marina a Efeso? ¿Crees que Octavio no ha interpretado el movimiento correctamente? Detesto al hombre, pero soy muy consciente de su brillantez. Una retorcida contraparte de la mente de César vive dentro de la cabeza de Octavio, créeme.
—¿Cómo sabes que está en la cabeza?
—¿Qué? —preguntó Ahenobarbo, desconcertado.
—La mente.
—Cualquiera que haya estado alguna vez en un campo de batalla lo sabe, Sosio. Pregúntale a cualquier cirujano militar. La mente está dentro de la cabeza, en el cerebro. —Ahenobarbo gesticuló, exasperado—. ¡Sosio, no estamos discutiendo de anatomía y de la ubicación del animus! ¡Estamos discutiendo la mejor manera de ayudar a Antonio a salir del pantano egipcio y volver a Roma!
—Sí, sí, por supuesto. Perdóname. Será mejor que nos demos prisa. Si no lo hacemos, Octavio nos impedirá abandonar Italia.
Pero Octavio no lo hizo. Sus agentes le informaron de la súbita actividad de algunos senadores: retiros de fondos bancarios, ocultamiento de bienes para impedir que fuesen embargados, desmontar casas, movimiento de esposa, hijos, pedagogos, tutores, amas de cría, mayordomos, sirvientes, peluqueros, maquilladores, modistas, guardaespaldas y cocineros. Sin embargo, no hizo ningún movimiento, ni siquiera lo mencionó en el Senado o en la rostra del foro romano. Había dejado Roma a principios de la primavera, pero ahora estaba de regreso, alerta como un perro perdiguero y, sin embargo, inactivo.
Así pues, Ahenobarbo, Sosio, diez pretores y trescientos miembros del Senado marcharon a toda prisa por la Vía Apia a Tarentum a caballo o en carros y dejaron a sus subordinados que viajasen en literas junto con centenares de carretas tiradas por bueyes cargadas con sirvientes, muebles, telas, comidas y mil cosas más. Finalmente, todo zarpó desde Tarentum, que era el puerto más cercano para los viajes que iban a Atenas rodeando el cabo Taenarum o para Patrae, en el golfo de Corinto.
¡Sólo trescientos senadores! Ahenobarbo se sentía desilusionado por no haber conseguido convencer a una cuarta parte de los leales antonianos, y mucho menos a ninguno de los neutrales, pero el número era lo bastante respetable, estaba seguro, para hacer imposible que Octavio formase un gobierno que actuase sin grandes fricciones. Un juicio formado en gran parte por un hombre en cierta manera exclusivo, ya que Ahenobarbo pertenecía al Palatino, con una visión elitista de Roma.
Antonio se mostró encantado de verlos, y se apresuró a montar un Antisenado en el Ayuntamiento de Éfeso. Los ricos comerciantes se indignaron cuando fueron expulsados de sus mansiones; afortunadamente, Éfeso era un gran centro comercial y le dio a Antonio el número necesario de residencias para acomodar a aquella enorme avalancha de hombres importantes y sus familias. Los plutócratas fueron reubicados en Esmirna, Mileto y Priene, cosa que llevó a la desaparición de la navegación comercial de la bahía, otra bendición; ahora podían anclar allí más galeras de guerra. Qué podría pasarle a la ciudad cuando se marchase todo este conjunto de romanos, no le preocupaba en lo más mínimo a Antonio y a sus camaradas, una pena; Éfeso tardaría años en recuperar la prosperidad.
Cleopatra no estaba en absoluto complacida con la llegada de Ahenobarbo y el gobierno en el exilio, que rehusaba firmemente permitirle asistir al Antisenado. Lo que la llevó a soltarle una imprudente declaración a Ahenobarbo:
—¡Lamentarás esto cuando esté sentada para juzgar en el Capitolio!
—¡Tú no me juzgarás, señora! —replicó él—. Si tú te sientas a juzgar en el Capitolio, yo estaré muerto y todos los buenos romanos conmigo. Te lo advierto, Cleopatra, más te vale quitarte estas ideas de la cabeza porque nunca ocurrirán.
—¡No te atrevas a dirigirte a mí por mi nombre! —dijo ella con un tono helado—. ¡Te dirigirás a mí como su majestad y te inclinarás!
—Y una mierda, Cleopatra.
Ella se fue a ver directamente a Antonio, que había regresado de Atenas con un malhumor que ella atribuyó al resultado de sus juergas en Samos, como había dicho Lucilio.
—¡Quiero asistir al Senado y quiero que el insolente de Ahenobarbo sea castigado! —gritó, con los puños apretados contra los muslos y los labios como si fueran una fina cinta roja.
—Querida, no puedes asistir al Senado; está consagrado a Quirino, el dios de los hombres romanos. Tampoco estoy en posición de disciplinar a hombres tan augustos como Gneo Domitio Ahenobarbo. Roma no está regida por un rey, es una democracia. Ahenobarbo es mi igual, como lo son todos los hombres romanos, y no importa lo pobre o lo poco distinguidos que sean. A los ojos de la ley, los hombres romanos son iguales. Primus inter pares, Cleopatra; todo lo que puedo hacer es ser el primero entre mis iguales.
—Entonces, eso debe cambiar.
—Eso no puede cambiar. Nunca. ¿De verdad le dijiste que te sentarías a juzgar en el Capitolio? —preguntó Antonio con expresión ceñuda.
—Sí. Una vez que haya derrotado a Octavio y Roma sea nuestra me sentaré allí como delegada de Cesarión hasta que cumpla la edad necesaria.
—Ni siquiera Cesarión podrá hacer eso. No es romano, ésa es una razón. La otra es que ningún hombre o mujer vivo habita en el Capitolio. Es un lugar consagrado a nuestros dioses romanos.
Ella golpeó el suelo con el pie.
—¡Oh, no te entiendo! En un momento nombras a mi hijo Rey de Reyes y al siguiente mantienes una conversación con unos pocos romanos y vuelves a ser romano de nuevo. ¡Decídete! ¿Voy a continuar financiando la apuesta de mi hijo por el mundo o debo hacer el equipaje y regresar a Alejandría? ¡Eres un tonto, Antonio! ¡Un enorme torpe e indeciso idiota!
En respuesta, Antonio le dio la espalda; era hora de demostrarle que, una vez que derrotase a Octavio, Roma continuaría siendo como siempre había sido; una república sin rey. Mientras tanto, ella continuaba pagando las cuentas. Eso no la hacía propietaria de un ejército romano, pero sí la hacía propietaria de aquella campaña. Oh, podría obligarla a regresar a Egipto. Eso era lo que todos los legados furiosos le decían que hiciese. Más y más con el paso de los días. Pero si la enviaba a casa, se llevaría su cofre de guerra con ella, los veinte mil talentos de oro. Algunos, como Atratino, le habían dicho con todas las palabras que podía matar a la cerda, confiscar su cofre de guerra y anexar Egipto al Imperio. Consciente de que sería incapaz de hacer nada de eso, soportaba las diatribas de Cleopatra en silencio y les recordaba a sus legados quién pagaba. Pero algunos, como Atratino, habían acabado prefiriendo el gobierno de Octavio al de Cleopatra.
—¿Cómo puedo enviarla a su casa? —le preguntó a Canidio, uno de los dos partidarios romanos de Cleopatra.
—No puedes, Antonio, lo sé.
—Entonces, ¿por qué tantos otros me exigen que lo haga?
—Porque ellos no están acostumbrados a que las mujeres manden, y han sido incapaces de meterse en sus cabezotas que es ella quien paga a los músicos.
—¿Alguna vez considerarán metérselo en sus cabezotas?
Canidio se rio ante lo que era una pregunta realmente divertida.
—No, no lo harán. Afirmarlo sería una sofisticación, una actitud helenística, todas las cualidades que no poseen.
El otro partidario era Lucio Munatio Planeo, a quien ella había comprado con un generoso soborno. Aquella inversión también le había hecho ganar a Marco Titio, su sobrino, aunque litio, más abierto que Planeo, no conseguía ocultar su desagrado y desprecio por la empleadora de su tío. Lo que Cleopatra no comprendía de Planeo era su infalible habilidad para escoger el bando ganador en cualquier choque entre potenciales primeros hombres romanos. Como el abuelo del presente Lucio Marcio Filipos, era un tergiversador innato, no veía nada malo en cambiar de bando cada vez que se lo decía el instinto.
Como le dijo a Titio, al final de un mes en Éfeso:
—Comienzo a ver que Antonio continúa sin hacer nada cuando se trata de enfrentarse a aquella mujer. Creo que es una tontería eso de que lo droga o incluso lo hechiza como hace un marso con una serpiente. Son sus deficiencias lo que lo ligan a ella; es un marido calzonazos, y conocemos a muchos de ésos. Preferiría raptar a Cerbero de las puertas del Hades que enfrentarse a ella, ya sea por una minucia o un tremendo ultimátum. Cuando yo creía estar enamorado de Fulvia, vi cómo era; ella podía obligarme a hacer cualquier cosa, y, como Cleopatra, intentó ocupar la tienda de mando. Su única recompensa fue que Antonio se divorció de ella por su temeridad, pero ¿Cleopatra? Ella es su mamá, su amante, su mejor amigo y su cocomandante.
—Quizá ahí está el centro del problema —dijo Titio, pensativo—. Toda Roma ha conocido a Antonio durante veinte años como una fuerza de la naturaleza. Se levantaba diez veces por noche cada noche, dejó un rastro de corazones rotos, bastardos y maridos cornudos en su estela, partió cabezas como si fuesen melones, condujo cuadrigas tiradas por leones; es una leyenda que iba camino de convertirse rápidamente en un mito. Marcó una diferencia en el Senado, sirvió con valor en Farsalia y ganó con brillantez en Fílipos. ¡Fue adulado! Ahora, todos nosotros que lo amamos estamos descubriendo que nuestro ídolo tiene los pies de barro; Cleopatra lo domina. Un golpe aplastante.
—El ineludible poder de Némesis… está pagando por una vida legendaria. Bien, Titio, miraremos y esperaremos. Todavía tengo amigos en Roma, ellos me mantendrán informado de cómo Octavio se enfrenta a esta inminente crisis. En el momento que las balanzas se inclinen a favor de Octavio nos largamos.
—Quizá debamos largarnos ahora.
—No, creo que no —dijo Planeo.
Gran parte de la arrogancia y la rudeza aparente de Cleopatra surgía de una inseguridad tan nueva como alarmante; la cultura de la que venía y las circunstancias de su vida, hasta aquel momento nunca la habían imbuido de ninguna conciencia como mujer —desde luego una, que era reina—: que era inferior a un hombre. Nunca se le ocurrió que, al entrar en el mundo de los hombres romanos, ni su posición ni su incalculable riqueza podrían hacer que la viesen como una igual. Su error básico fue creer que era su condición de extranjera lo que provocaba su antipatía; nunca consideró que era su sexo lo intolerable. Por lo tanto, cuando imitaba el comportamiento de sus enemigos romanos dentro del círculo de Antonio, lo hacía para parecer más romana, menos extranjera. Ataviada con un casco emplumado, una coraza sobre una camisa de cota de malla y una espada corta en un tahalí enjoyado, marchaba por el cuartel general y maldecía como cualquier legado, con la impresión de que ellos, cuando la miraban con odio, lo hacían porque no había conseguido ser lo bastante romana. Cuando recorría los campamentos antes del regreso de Antonio desde Atenas vestida con su armadura y soltando sus maldiciones, los legionarios se reían de ella con descaro, los centuriones intentaban contener las carcajadas, los tribunos militares la miraban de arriba abajo como si fuese un monstruo, los legados menores la insultaban y no le hacían el menor caso. En una ocasión le ordenó a un comandante de la legión que azotase a su primipilus centurión por insubordinación; el hombre se negó en redondo, sin asustarse en absoluto.
—Vete a jugar con las muñecas, no con soldados de juguete —le replicó.
Él le había dado la respuesta, pero ella no la vio. No era su condición de extranjera, sino el hecho de que sus labios femeninos escupiesen obscenidades y un cuerpo femenino vistiese prendas militares. Las mujeres no interferían en las cosas de los hombres, no en persona y debajo de las narices de los hombres.
Cuando Antonio regresó de Atenas, ella exigió retribución, pero él declinó actuar, y prefirió decirle que se mantuviese apartada de los campamentos si no quería quedar como una tonta; nunca se le ocurrió que ella no comprendía la causa de la enemistad romana. Si ella no lo obedeció del todo, se aseguró de que en el futuro los únicos campos que visitara perteneciesen a los aliados no romanos de Antonio. ¡Ah, ellos sabían cómo tratarla! Licomedes, el hijo de Polemón (Polemón había marchado de regreso a Pontus para proteger el Lejano Oriente contra los medos y los partos), Amintas de Galacia, Arquelao Sisenes de Capadocia, Deiotaro Filadelfo de Paflagonia y el resto de clientes-reyes que habían venido a Éfeso la respetaban.
Ella había advertido que Herodes de Judea no había aparecido, ni tampoco enviado a un ejército; una vez que sus quejas por el tratamiento habían sido rechazadas sumariamente al regreso de Antonio, ella dirigió su atención a la ausencia de Herodes, cosa que lo preocupó lo suficiente como para escribirle una carta al rey de los judíos. La respuesta de Herodes fue rápida y llena de floridas y obsequiosas frases que, quitados los adornos y resumida, decía que los asuntos en Jerusalén impedían su presencia, lo mismo que el envío del ejército. Estaba a un paso de la rebelión abierta, así que, mil perdones, pero… era verdad, aunque no la verdadera razón para la delincuencia de Herodes. El instinto de supervivencia de Herodes estaba tan afilado como el de Planeo, y le decía que Antonio quizá no ganaría aquella guerra. Para mejorar sus posibilidades, le había enviado una bonita carta a Octavio en Roma, junto con un regalo para el templo de Júpiter Óptimo Máximo: una esfinge de marfil esculpida por el propio Fidias. Había pertenecido a Cayo Verres, que la había robado de su provincia de Sicilia y que se la había dado como pago a Hortensio por defender a Verres, sin éxito, de las muchas acusaciones de extorsión. De Hortensio había ido a parar a uno de los Perquitieno por mil talentos; en la bancarrota, aquel Perquitieno la vendió por cien talentos a un mercader fenicio, cuya viuda, una ignorante en temas artísticos, se la vendió a Herodes por diez talentos. Su valor real, calculaba Herodes, estaba entre los cuatro y los seis mil talentos, y se había enterado de que Antonio estaba regalando obras de arte a Cleopatra por centenares. La reina Alejandra sabía que él la tenía, y si se lo decía a Cleopatra, no seguiría siendo suya mucho tiempo. Como odiaba a su vecina egipcia con toda su fuerza, decidió que el mejor lugar para ella era Roma; en un lugar público de gran santidad. Para arrebatársela de Júpiter Óptimo Máximo, Cleopatra tendría que sentarse efectivamente en el Capitolio. Representaba una inversión para el futuro de su reino y de él mismo. Pero si Antonio ganaba… ¡Maldito pensamiento, ligado como estaba a Cleopatra! Sin saber que repetía los sentimientos de Atratino, Herodes decidió que la única manera que tenía Antonio de salir de sus actuales problemas era matar a Cleopatra y anexar Egipto al Imperio.
Mientras el ejército y las flotas comenzaban a moverse desde Éfeso hasta Grecia al final del verano, Antonio encontró el mejor regalo de todos para dárselo a Cleopatra, y así apartar de su mente las constantes peleas en la tienda de mando: envió una orden a Pergamum para que los doscientos mil pergaminos de su biblioteca fuesen embalados y enviados a Alejandría.
—Una pequeña recompensa por la quema de tus libros por parte de César —dijo—. Muchos de ellos son duplicados, pero hay algunos volúmenes únicos en Pergamum.
—¡Tonto! —dijo ella cariñosamente y le alborotó los cabellos—. Fue un almacén de libros en el muelle lo que ardió, no la biblioteca de Alejandría. Ésa está en el museo.
—Entonces los enviaré de vuelta a Pergamum.
Ella se sentó, muy erguida.
—Desde luego que no. Si se quedan en Pergamum, algún gobernador romano los confiscará para Roma.