XXII

La conquista de Illyricum tardaría tres años, pero el primero de ellos, el mismo año en que Antonio se suponía que debería haber sido primer cónsul, fue el más duro, sencillamente porque tardó un año en comprender cómo realizar las funciones. Como cualquier empresa de Octavio, fue meticulosamente planeada como debía ser cualquier otra aventura militar. Gobernador de la Galia Cisalpina durante la campaña illírica, Cayo Antistio Veto tendría que enfrentarse a las revoltosas tribus que vivían en el valle de los Salassi, en la frontera noroccidental; aunque estaba a muchos centenares de millas de Illyricum, Octavio no quería que ninguna zona de la Galia Cisalpina estuviese a merced de las tribus bárbaras, y los salassi eran todavía un incordio.

La actual campaña fue dividida en tres escenarios separados: uno en el mar y dos en tierra.

De nuevo favorecido, Menodoro recibió el mando de las flotas adriáticas; su tarea era dirigirse a las islas que había delante de Istria y Dalmacia y barrer a los piratas liburnios del mar. Estatilio Tauro recibió el mando del grupo de legados que marchaban al este desde Aquileia a través del paso del monte Ocra hacia la ciudad de Emona y, eventualmente, a la cabecera del río Savo. Aquí vivían los tauriscos y sus aliados, que asediaban perpetuamente a Aquileia y Tergeste. Agripa debía atacar desde el sudoeste, desde Tergeste hasta las tierras de los dálmatas y la ciudad de Senia; a partir de ese punto, Octavio asumiría el mando personalmente, viraría al este, cruzaría las montañas y bajaría hacia el río Colapis. Una vez en el río marcharía a Siscia, en la confluencia del Colapis y el Savo. Ése era el territorio más salvaje y menos conocido.

La propaganda había comenzado mucho antes que la campaña, porque la conquista de Illyricum era parte del plan de Octavio para dejarle claro a los pueblos de Italia y Roma que él, y sólo él, se preocupaba tanto de su seguridad como de su bienestar. Una vez que la Galia Cisalpina estuviese libre de cualquier amenaza exterior, toda la nalga italiana limitada por los Alpes sería tan segura como la pierna.

Después de dejar a Mecenas para que gobernase Roma ante la mirada indiferente de los cónsules, Octavio navegó desde Ancona hasta Tergeste, y desde allí cabalgó para unirse a las legiones de Agripa como su comandante en jefe nominal. Illyricum fue toda una sorpresa; habituado como estaba a los espesos bosques, éstos le parecieron más cercanos a los páramos de los bosques germanos que a cualquier otra cosa que pudiesen ofrecer Italia y otros lugares civilizados. Húmedos, umbríos, densos más allá de lo que se podía imaginar, los gigantescos árboles se extendían inmensamente, el terreno escabroso debajo de su follaje tan carente de luz que sólo crecían helechos y hongos. Los habitantes, los iapudes, cazaban ciervos, osos, lobos, gatos monteses y toros, algunos para comer, otros para proteger sus patéticas aldeas. Sólo en unos pocos claros cultivaban la tierra para plantar mijo y escanda, la materia prima de un pan blanquecino. Las mujeres criaban unas pocas gallinas, pero la dieta era monótona y poco nutritiva. El comercio, que fluía a través de un único emporio, Nauportus, consistía en pieles de oso y otros animales, y oro extraído de ríos como el Corcoras y Colapis.

Halló a Agripa en Avendo, que se había rendido al ver a las legiones y sus formidables equipos de asedio.

Avendo fue la última rendición pacífica; a medida que las legiones comenzaron a cruzar la cordillera Capella, los bosques resultaron tener una maleza de arbustos demasiado densos para cruzar sin abrir físicamente un sendero.

—No es de extrañar —le comentó Octavio a Agripa— que países mucho más alejados de Italia que Illyricum hayan sido pacificados mientras Illyricum permanece sin ser conquistado. Creo que incluso mi divino padre hubiese empalidecido en este terrible lugar. —Se estremeció—. También desfilamos (si se me permite utilizar la palabra con ironía) con algún riesgo de ataque. La maleza hace imposible reconocer el lugar de una emboscada delante de nosotros.

—Es verdad —asintió Agripa, que esperó ver qué sugería César.

—¿Ayudaría si enviamos algunas cohortes a las cumbres de las montañas a cada lado de nuestro avance? Podrían tener la oportunidad de avistar a los atacantes cuando crucen un claro.

—Buena táctica, César —manifestó Agripa, complacido.

Octavio sonrió.

—No creías que las tuviese, ¿no?

—Nunca te he subestimado, César. Estás lleno de sorpresas.

El avance de las cohortes en las cumbres evitó varias emboscadas; Terpo cayó, delante estaba Metulum. Aquél era el mayor asentamiento en la zona, con una bien fortificada guarnición en lo alto de una grieta de sesenta metros. Las puertas estaban cerradas, y los habitantes, desafiantes.

—¿Crees que la puedes tomar? —le preguntó Agripa a Octavio.

—No lo sé; en cambio, sé que tú podrás.

—No, porque no estaré aquí. Tauro tiene un dilema: ¿continuar marchando al este o virar al norte, hacia Panonia?

—Dado que Roma necesita pacificar tanto el este como el norte. Agripa, será mejor que vayas y tomes la decisión por él. Pero ¡te echaré de menos!

Octavio observó Metulum cuidadosamente, y decidió que su mejor línea de ataque era construir un montículo desde el fondo del valle que llegara hasta los muros de troncos, sesenta metros más arriba. Los legionarios cavaron alegremente, apilaron la tierra y las rocas hasta la altura especificada. Pero los metulanos, que habían capturado máquinas y aparatos de asedio de Aulo Gabinio años antes, se apresuraron a utilizar sus magníficas espadas y palas romanas para socavar el montículo; atravesado de túneles, se desmoronó. Octavio lo volvió a construir, pero esta vez no contra los acantilados de Metulum, sino apartado, protegido por todos los lados con gruesas tablas. A su lado se levantó un segundo montículo. Capaces de hacer lo que fuese, los ingeniosos legionarios comenzaron a construir una estructura de madera entre los acantilados de la fortaleza y los dos montículos romanos; cuando la plataforma alcanzara la altura de los muros, se podrían hacer dos puentes de tablas desde cada montículo hasta las paredes. Cada una de esas cuatro pasarelas era lo bastante ancha como para permitir que pasasen ocho soldados en fondo, que prestaría al asalto un gran e inmediato poder de ataque.

Agripa regresó a tiempo para presenciar el ataque a las murallas de Metulum, y observó los trabajos de asedio pensativamente.

—Avaricum a pequeña escala y, con mucho, más débil —opinó.

Octavio pareció destrozado.

—¿Qué hice mal? ¿No es lo que se necesitaba? ¡Oh, Marco, no vayamos a desperdiciar vidas! ¡Si no está bien lo derribaremos, por favor! Tú pensarás en una manera mejor.

—No, no, está bien —lo tranquilizó Agripa—. Avaricum era una ciudad con murus Gallicus, y la plataforma de troncos de Divus Julius se tardó un mes en construir. Esto bastará para Metulum.

Para Octavio, de esta campaña dependía mucho, incluso por encima y más allá de su importancia política. Habían pasado ocho años desde Filipos, sin embargo, a pesar de la campaña contra Sexto Pompeyo, la gente todavía decía que era un cobarde, demasiado temeroso de enfrentarse a las tropas enemigas. El asma había desaparecido finalmente, y él creía poco probable su recurrencia en lugares como éste, húmedos y boscosos. Creía que el casamiento con Livia Drusilia lo había curado, porque recordaba que el médico egipcio de su divino padre, Hapd’efan’e, había dicho que una feliz vida doméstica era la mejor receta para una cura.

Aquí, en Illyricum, tenía que labrarse una nueva reputación; como un valiente soldado. No como general, sino como alguien que luchaba en las primeras filas con espada y escudo, de la misma manera que había hecho en muchas ocasiones su divino padre. De alguna manera tenía que encontrar la oportunidad de ser un soldado en la primera fila, pero hasta ahora no lo había conseguido. El hecho tenía que ser espontáneo y dramático, visible para aquellos que luchaban a su alrededor; algo verdaderamente notable, digno de ser relatado de legión a legión. Si esto ocurría, se vería libre de la mancha de Filipos. Podría mostrar las cicatrices del combate a todos.

Su oportunidad llegó cuando se puso en marcha el ataque a Metulum en la madrugada del día siguiente al regreso de Agripa. Desesperados por librarse de la presencia romana, los metulanos, sin ser descubiertos, habían perforado un túnel para salir de la ciudadela y emerger en la base de la plataforma en mitad de la noche. Serraron los postes de apoyo principal, pero no del todo; sería el peso de los legionarios, que avanzaban por las pasarelas, lo que provocaría el colapso.

Tres de los cuatro puentes se rompieron y cayeron, los soldados se desplomaron al fondo del valle por docenas. Por un feliz azar, Octavio estaba cerca del puente restante, y cuando sus tropas titubearon y comenzaron a retroceder, cogió un escudo, desenvainó la espada y corrió hasta la vanguardia, a medio camino.

—¡Adelante, legionarios! —gritó—. ¡César esta aquí, podéis hacerlo!

Verlo obró maravillas; con grandes gritos de guerra a Marte Invicto, las tropas se reagruparon y, con Octavio a la cabeza, avanzaron por la pasarela. Casi lo consiguieron. Ya casi junto a la pared, el puente cedió con un tremendo estrépito; Octavio y los soldados que estaban detrás de él cayeron al valle.

«¡No puedo morir!», continuó repitiendo la mente de Octavio, pero seguía siendo una mente fría. Mientras caía de la estructura se asió al extremo de una viga rota, se sujetó lo suficiente para ver otra por debajo de él, y así fue bajando los sesenta metros en etapas. Notaba el brazo arrancado de la clavícula, sus manos y los antebrazos estaban cubiertos de astillas, y en algún lugar su rodilla derecha recibió un golpe tremendo, pero cuando llegó al suelo cubierto de hierba y acabó sepultado debajo de los maderos, aún estaba vivo.

Los hombres, frenéticos, deshicieron la pila, al tiempo que le gritaban a sus horrorizados compañeros que César estaba herido pero no muerto. Mientras lo sacaban, sujetándole la pierna derecha con toda la suavidad que pudieron, llegó Agripa, pálido.

Octavio miró al círculo de rostros a su alrededor, consumido de dolor, pero dispuesto a no ser un mariquita y mostrarlo.

—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué estás haciendo aquí, Agripa? ¡Construye más puentes y toma de una vez esta maldita fortaleza!

Agripa, que sabía de las pesadillas de Octavio por la cobardía, sonrió.

—¡Muy propio! —gritó con voz estentórea—. César está malherido, pero sus órdenes son tomar Metulum. ¡Venga, muchachos, comencemos de nuevo! Para Octavio, la batalla se acabó en aquel momento; lo pusieron en una camilla y lo trasladaron hasta la tienda del cirujano, que estaba abarrotada de heridos, tantos que la llenaban y yacían alrededor de la misma.

Algunos estaban inmóviles, otros gemían, aullaban, gritaban. Cuando los camilleros se disponían a apartar a los heridos para que César recibiese atención inmediata, Octavio los detuvo.

—¡No! —jadeó—. ¡Ponedme donde me corresponda! Esperaré hasta que los cirujanos consideren que mi herida es la siguiente en la lista.

Por mucho que lo intentaron, no pudieron convencerlo.

Alguien vendó fuertemente la herida para detener la hemorragia y se tendió a esperar su turno; los soldados intentaban tocarlo para tener buena suerte, otros, todavía con fuerzas, se arrastraban para coger su mano.

En contra de sus deseos, cuando le llegó su turno fue tratado por el cirujano jefe, Publio Cornelio, que se encargó de la rodilla en persona, mientras un ayudante se ocupaba de quitarle las astillas de las manos y los antebrazos.

Cuando le quitaron el vendaje, Cornelio gruñó:

—Una mala herida, César —manifestó al tiempo que la tocaba delicadamente—. Te has roto la rótula, que se ha destrozado en algunas zonas y ha atravesado la piel. Por fortuna, ninguna de las venas principales se ha perforado, pero hay mucha hemorragia lenta. Tendré que quitar los fragmentos; eso es algo doloroso.

—Tú quita, Cornelio —dijo Octavio con una sonrisa, consciente de que todos los demás ocupantes de la enorme tienda lo miraban y escuchaban—. Si grito, siéntate sobre mí.

De dónde sacó la fortaleza para soportar la hora siguiente, no lo sabía; mientras Cornelio trabajaba en la rodilla, él se mantuvo ocupado charlando con los otros heridos: bromeaba con ellos, como si su propio sufrimiento no fuese nada. De hecho, de no haber sido por el dolor, toda la experiencia era fascinante. «¿Cuántos comandantes habían venido alguna vez a la tienda del cirujano para ver por sí mismos lo que hacía la guerra? —se preguntó—. Lo que he visto hoy es una razón más por la que, cuando sea el indiscutido Primer Hombre de Roma, colocaré en Pelión la Osa para evitar la guerra por la guerra; la guerra para asegurar un triunfo después de una gobernación se ha acabado. Mis legiones cuidarán, no invadirán. Sólo lucharán cuando no haya otra alternativa. Estos hombres son valientes mucho más allá de la obligación que impone el deber, y no se merecen sufrir sin necesidad. Mi plan para tomar Metulum fue malo, no conté con que el enemigo tuviese la inteligencia necesaria para hacer lo que hizo. Eso me convierte en un tonto. Pero un tonto afortunado. Porque he sufrido una grave herida como consecuencia de mi error, los soldados no me acusarán de la equivocación.»

—Tendrás que dar la tarea por acabada y regresar a Roma —dijo Agripa después de la capitulación de Metulum.

Habían reconstruido las pasarelas sobre una estructura más sólida y colocado guardias para asegurarse de que los mineros metulanos no repitiesen su trabajo; el hecho de que César hubiese resultado gravemente herido animó a sus hombres a entrar en Metulum, que ardió hasta el suelo después de que sus habitantes se entregasen al pánico. Ni botín, ni cautivos para ser vendidos como esclavos.

—Me temo que tienes razón —alcanzó a decir Octavio; el dolor ahora era mucho peor que en el momento de recibir la herida. Tiró de las mantas, los ojos hundidos en las órbitas—. Tendrás que continuar sin mí, Agripa. —Se rio con amargura—. ¡Ninguna traba al éxito, lo sé! De hecho, lo harás mejor.

—No te culpes a ti mismo, César, por favor. —Agripa frunció el entrecejo—. Cornelio me dijo que la rodilla se ve inflamada, y me pidió que te convenza de que tomes un poco de jarabe de amapolas para aliviar el dolor.

—Quizá cuando esté fuera del distrito, pero hasta entonces no puedo. El jarabe de amapolas no está disponible para un humilde legionario, y algunos de ellos sufren mucho más que yo. —Octavio hizo una mueca, se movió en su catre—. Si debo reparar lo de Filipos, debo mantener las apariencias.

—Siempre y cuando eso signifique que sobrevivas, César.

—Oh, sobreviviré.

Fueron necesarios cinco nundinae para transportar a Octavio en una litera a Tergeste, y otros tres para llevarlo a Roma vía Ancona. Una infección hizo que atravesase los Apeninos delirante, pero el cirujano asistente que había viajado con él pinchó el absceso que se había formado y, para el momento en que fue llevado a su propia casa, se sentía mejor.

Livia Drusilia lo cubrió con lágrimas y besos, y luego le dijo que dormiría en otra parte hasta que él estuviese totalmente fuera de peligro.

—¡No! —dijo con voz firme—. ¡No! Todo lo que me ha sostenido es el pensamiento de yacer junto a ti en nuestra cama.

Con tanto deleite como preocupación, Livia Drusilia consintió en compartir el lecho siempre y cuando se colocase un techo de caña curvada sobre la rodilla herida.

—Cecilio Antifanes sabrá cómo curarla —dijo ella.

—¡Maldito Cecilio Antifanes! —gruñó Octavio con aspecto fiero—. Si he aprendido alguna cosa en esta campaña, querida mía, es que nuestros cirujanos militares son infinitamente mejores que cualquier médico griego en Roma. Publio Cornelio me cedió los servicios de Cayo Licinio, y Cayo Licinio continuará atendiéndome, ¿está claro?

—Sí, Cesar.

Ya fuese por los cuidados de Cayo Licinio o porque Octavio, a los veintinueve años, estaba mucho más sano de lo que había estado a los veinte, una vez instalado en su propia cama, con Livia Drusilia a su lado, mejoró rápidamente. Cuando por primera vez se aventuró a salir y bajar al foro romano, lo hizo con dos bastones, pero dos nundinae más tarde se movía fácilmente con un solo bastón, que no tardó en descartar.

La gente lo aclamaba; nadie, ni siquiera los senadores más leales a Antonio, volvieron a hablar de Filipos. La rodilla (un lugar muy cómodo donde llevar una horrible cicatriz, como descubrió) podía ser desnudada para la inspección, y admitía exclamaciones y comentarios al ver que las vendas eran innecesarias. Incluso las cicatrices en sus manos y antebrazos eran impresionantes, porque algunas de las astillas habían sido enormes. Su heroísmo era manifiesto.

Junto con las noticias de su recuperación llegaron las nuevas de que había habido problemas en Siscia, que había tomado Agripa. Había dejado a Fufio Gemino al mando de una guarnición, pero los iapudes atacaron con fuerza. Octavio y Agripa marcharon en su ayuda, y se encontraron con que Fufio Gemino había conseguido contener el alzamiento sin ellos.

Por lo tanto, el día de Año Nuevo las ceremonias pudieron seguir adelante como estaban previstas; Octavio era el primer cónsul, y Agripa, aunque consular, asumió los deberes de edil curul.

De alguna manera, éste iba a ser el año de la mayor gloria de Agripa, porque había comenzado la enorme tarea del abastecimiento de agua y las cloacas de Roma. La reconstrucción del Aqua Marcia estaba terminada y el Aqua Julia trajo un aumento del suministro de agua al Quirinal y al Viminal, que hasta ahora habían dependido en gran medida de los pozos. Maravilloso, sí, pero insignificante con lo que Agripa había emprendido con las inmensas cloacas de Roma. Tres arroyos subterráneos habían hecho posible este sistema de túneles en arco; había tres salidas, una directamente debajo del Trigarium del Tíber, un punto donde el río era limpio y puro para la natación, otra en el puerto de Roma y el tercero, el más grande, donde fluía la Cloaca Máxima, a un lado del puente de Madera. Allí, la abertura (que una vez había sido la salida del río Spinon) era lo bastante grande como para permitir la entrada en la Cloaca Máxima en un bote de remos. Toda Roma se maravillaba de los viajes que Agripa hacía en su bote de remos para trazar los mapas del sistema y tomar nota de los lugares donde las paredes necesitaban refuerzos o reparaciones. No habría, prometió Agripa, más retrocesos de las cloacas cuando el padre Tíber se inundara. Es más, dijo aquel hombre sorprendente, mientras viviese no pretendía entregar la supervisión de las cloacas y el suministro de agua después de abandonar el cargo. Marco Agripa sería como un perro negro de guardia delante de los locales de la compañía de agua y de cloacas, que durante mucho tiempo habían tiranizado Roma. Sólo Octavio conseguía ser la mitad de popular entre la gente. Después de dominar la compañía de agua y de cloacas, Agripa expulsó a todos los magos, profetas, adivinos y charlatanes médicos de Roma. Quitó el polvo de las pesas y medidas y obligó a todos los vendedores de lo que fuese a que las utilizasen, y después se puso a trabajar con los contratistas de obras. Por un tiempo intentó mantener la altura máxima de todos los apartamentos de las ínsulas a treinta metros, pero eso, como no tardó en aprender, era una tarea que incluso superaba a Marco Agripa. Lo que podía hacer —e hizo— fue asegurarse de que las conexiones que salían de las tuberías de agua tuviesen el tamaño adecuado; ¡se acabaría el exceso de agua para los elegantes apartamentos del Palatino y Carinae!

—Lo que me sorprende —le dijo Livia Drusilia a su marido—, es cómo Agripa hace todo esto y al mismo tiempo realiza su campaña en Illyricum. Hasta este año había creído que tú eras el más infatigable trabajador de Roma, pero pese a todo y lo mucho que te quiero, César, debo decir que Agripa hace más.

Octavio la abrazó y la besó en la frente.

—No me ofendo, meum mel, porque sé la causa. De tener Agripa una esposa tan encantadora como tú en casa no necesitaría trabajar tanto. Lo que hace es buscar cualquier excusa para no estar con Ática.

—Tienes razón —admitió ella con una expresión triste—. ¿Qué podemos hacer?

—Nada.

—El divorcio es la única respuesta.

—Eso tiene que decidirlo él por sí mismo.

Luego, el mundo de Livia Drusilia se puso patas arriba de una manera que ni ella ni Octavio habían esperado. Tiberio Claudio Nerón, que sólo tenía cincuenta años, murió tan repentinamente que fue su mayordomo quien descubrió el cuerpo, todavía inclinado sobre su mesa. El testamento, que Octavio abrió, lo dejaba todo en manos de su hijo mayor. Tiberio, pero no decía qué quería que se hiciese con sus hijos. El joven Tiberio tenía ocho años; su hermano, Druso, nacido después de que su madre se casase con Octavio, sólo tenía cinco.

—Creo, querida, que tendremos que adoptarlos —le dijo Octavio a una asombrada Livia Drusilia.

—¡César, no! —exclamó ella—. ¡Los han criado para que te odien! Sé que tampoco yo les gusto. ¡Nunca los he visto! ¡Oh, no, por favor, no me hagas esto! ¡No te hagas esto a ti mismo!

Bueno, él nunca se había hecho ilusiones con Livia Drusilia; a pesar de sus protestas en contrario, ella no era maternal. Sus hijos bien podían no haber existido, pensaba en ellos muy poco, y cuando alguien le preguntaba con qué frecuencia los visitaba, ella sacaba la prohibición de Nerón; no era deseada. Había ocasiones en las que él se preguntaba cuánto se esforzaba ella por quedar embarazada, pero su esterilidad no era un pesar para él. ¡Cuán afortunado era! Los dioses le habían dado los hijos de Livia Drusilia. Si la pequeña Julia no tenía hijos, él aún tendría herederos con su nombre.

—Lo haremos —dijo con una voz que informó a su mujer que no cambiaría de opinión—. Los pobres chicos no tienen a nadie salvo, oh, me atrevería a decir que unos primos en el grado más remoto. Los Claudio Nerón y los Livio Druso no son familias afortunadas. Tú eres la madre de estos niños. La gente esperará que los acojamos.

—No quiero, César.

—Lo sé. Sin embargo, ya se está en marcha. He enviado a buscarlos y llegarán aquí en cualquier momento. Burgundino está preparando los alojamientos adecuados para ellos: un salón, dos cubículos dormitorios, una aula y un jardín privado.

—Creo que la suite era para el joven Hortensio. Mañana iré personalmente a contratar a un pedagogo para ellos, mientras Burgundino irá hasta la casa de Nerón a recoger sus cosas. Estoy seguro de que habrá juguetes que no querrán perder, como también prendas y libros. No obstante, no aceptaré a su actual pedagogo, incluso si le tienen un gran aprecio. Pretendo acabar con su desagrado hacia nosotros, y eso es mejor hacerlo bajo los auspicios de extraños.

—¿Por qué no los puedes enviar con Scribonia y la pequeña Julia?

—Porque ésa es una casa de mujeres, una especie a la que no están acostumbrados. Nerón no tenía ni una sola mujer en su casa, ni siquiera una lavandera —dijo Octavio. Fue a besarla, pero ella apartó la cara—. No seas tonta, cariño, por favor. Acepta tu destino con toda la gracia que le corresponde a la esposa de César.

Su mente corría para adelantarse a la de Octavio. ¡Qué extraordinario que él pusiese su corazón en sus hijos! Por qué lo había hecho, eso era patente. Así que, por amarlo y comprender que su futuro dependía de él, se encogió de hombros, sonrió y lo besó.

—Supongo que no necesitaré verlos mucho —dijo.

—Todo lo mucho y lo poco que se le supone a una buena madre romana. Cuando esté fuera de Roma, espero que tú tomes mi lugar con ellos.

Los chicos llegaron tensos y sin lágrimas, sin los ojos hinchados que podrían sugerir que ya se les habían agotado las lágrimas. Ninguno de los dos recordaba a su madre, ninguno de ellos había visto a su padrastro, ni en el foro; Nerón los había encerrado en casa bajo una estricta supervisión.

Tiberio tenía el pelo y los ojos negros, la piel de aceituna y unas facciones muy regulares; era alto para su edad, pero terriblemente delgado. «Como si no hiciese bastante ejercicio», pensó Octavio. Druso era adorable; que llegase al corazón de Octavio fue por su parecido con su madre, aunque sus ojos eran más azules; tenía un aluvión de rizos negros, una boca de labios gruesos y los pómulos prominentes; como Tiberio, era alto y delgado. ¿Acaso Nerón nunca había dejado correr a sus hijos para que pusiesen algo de músculo sobre sus huesos?

—Siento mucho la muerte de vuestro tata—dijo Octavio sin sonreír, en un esfuerzo por parecer sincero.

—Yo no —dijo Tiberio.

—Yo tampoco —dijo Druso.

—Aquí está vuestra madre, chicos —dijo Octavio, perdido.

Ambos se inclinaron, los ojos ocupados en mirarlo todo.

Para Tiberio, aquel hombre y aquella mujer parecían amistosos y relajados, en absoluto lo que se había imaginado después de tantos años de escuchar a su padre hablar de ellos con tanto odio. De haber sido Nerón amable y abierto, sus sentimientos hubiesen calado en el chico mayor; en cambio, eran irreales. Dolorido por una salvaje paliza, ocultando sus lágrimas y sus sentimientos de injusticia, Tiberio había deseado la liberación de su atroz padre, un hombre que bebía demasiado vino y había olvidado que alguna vez había sido niño. Ahora había llegado la liberación, aunque en las pocas horas transcurridas desde que fuera descubierto el cuerpo de Nerón, Tiberio pensó que pasaría de las brasas al fuego. En cambio, descubrió que Octavio era especialmente agradable, quizá por su extraña justicia, por sus enormes y tranquilos ojos grises.

—Tendrás tus propias habitaciones —comentó Octavio con una sonrisa— y un fantástico jardín donde jugar. Tendrás que estudiar, por supuesto, pero quiero que tengas mucho tiempo para corretear. Cuando seas mayor, te llevaré conmigo de viaje; es importante que veas mundo. ¿Te gustará?

—Sí —respondió Tiberio.

—Tu rostro es duro —dijo Livia Drusilia, que lo acercó a ella—. ¿Sonríes alguna vez, Tiberio?

—No —contestó él, que se percató de que su perfume era exquisito y su redondez tremendamente consoladora. Apoyó la cabeza entre sus pechos y cerró los ojos para sentirla mejor y hundirse en aquel perfume a flores.

Tiempo para Druso, que miraba a Octavio como si fuese una estatua de oro refulgente. Octavio se puso en cuclillas para estar a su nivel y le acarició la mejilla, suspiró y apartó las lágrimas.

—Mi querido pequeño Druso —dijo, y se dejó caer de rodillas para abrazar al niño—. ¡Serás feliz con nosotros!

—Es mi turno, César —dijo Livia Drusilia, que no soltó a Tiberio—. Ven, Druso, deja que te abrace.

Pero Druso, aferrado a Octavio en busca de consuelo, se negó a ir.

Durante la cena, los asombrados y mucho más tranquilos nuevos padres descubrieron algunas de las razones por las que los chicos habían sobrevivido a Nerón sin imbuirse de su odio. Las revelaciones eran inocentes pero, sin embargo, asombrosas; habían tenido una infancia fría e impersonal y una escasa falta de atención. Su pedagogo estaba considerado el más barato en los libros de Stichus, por esa razón ninguno de los chicos sabía leer o escribir bien. Aunque no les pegaba, había recibido la orden de informar de sus ofensas a su padre, que obtenía un gran placer empuñando el látigo. Cuanto más borracho estaba, peor era la paliza. No tenían apenas juguetes, lo que provocó el desconsuelo de Octavio. Él había estado siempre rodeado de juguetes facilitados por su mimosa mamá; lo mejor de la casa de Filipo era para él.

Hombre frío y desapasionado y al que muchos llamaban frío como el hielo, Octavio, sin embargo, tenía un lado blando que salía a la luz cada vez que estaba con niños. No pasaba un día cuando estaba en Roma que no dispusiese de unos pocos momentos para ver a la pequeña Julia, una encantadora niña que ahora tenía seis años. Si bien no había añorado tener hijos —hacerlo hubiese sido poco romano—, siempre había anhelado la compañía de los niños, una característica que compartía con su hermana, cuyo cuarto de los niños era visitado por el tío César, que era divertido, alegre, siempre con ideas para nuevos juegos. Ahora, al ver a sus hijastros durante la cena, podría decirse de nuevo lo afortunado que era. Era obvio que Tiberio pertenecería a Livia Drusilia, que parecía haber perdido todo su malestar por su primer hijo. ¡Ah, pero el querido pequeño Druso! «Tendremos uno cada uno», pensó Octavio, que se sentía tan feliz que creyó que podía estallar. Incluso la cena fue una maravilla para los famélicos niños, que comieron sin darse cuenta de que revelaban que Nerón había racionado tanto la calidad como la cantidad de la comida que les servía. Fue Livia Drusilia quien les advirtió que no se empacharan y Octavio quien los animó a probar un poco de esto, un poco de lo otro. Por fortuna, los párpados se cerraron antes de que llegasen los postres; Octavio llevó a Druso y Burgundino a Tiberio a sus dormitorios, los acomodaron y abrigaron en sus colchones; el invierno todavía hacía sentir su rigor.

—¿Cómo te sientes ahora, esposa? —le preguntó Octavio a Livia Drusilia mientras se preparaban para irse a la cama.

—Mucho mejor; ¡oh, sí, mucho mejor! —Ella le apretó la mano—. Me avergüenzo de no haber intentado visitarlos más, pero nunca esperé que el odio de Nerón hacia nosotros perjudicase a sus hijos. ¡Qué mal los trató! ¡César, son patricios! Tenía todas las oportunidades para convertirlos en nuestros implacables enemigos, ¿y qué hizo? Los azotó hasta conseguir que lo odiasen. No se preocupó por su bienestar; los mató de hambre, no les hizo caso. Me alegro mucho de que esté muerto y de que podamos cuidar de nuestros chicos adecuadamente.

—Mañana tendré que dirigir su funeral.

Ella le puso una mano sobre su pecho.

—¡Oh, lo había olvidado! ¿Supongo que Tiberio y Druso tendrán que ir?

—Me temo que sí. Daré la elegía desde la rostra.

—¿Me pregunto si Octavia tendrá alguna toga negra de niño?

Octavio se rio.

—Está obligada. Enviaré a Burgundino para que pregunte, en cualquier caso. Si ella no tiene un par guardadas, tendrá que comprarlas en el Porticus Margaritaria.

Se acurrucó contra él y le besó la mejilla.

—¡Debes tener la suerte de Julio, César! ¿Quién hubiese imaginado que nuestros chicos madurarían para que nosotros los cogiésemos? Hoy hemos ganado dos importantes aliados para nuestra causa.

El día después del funeral Octavio llevó a los chicos a conocer a sus primos. Octavia, que había estado en el funeral, estaba ansiosa por darles la bienvenida al seno familiar.

Casi a punto de cumplir los dieciséis y de alcanzar la adultez oficial, Cayo Scribonio Curio debía abandonar las habitaciones infantiles y convertirse en contubernalis. Era un joven pelirrojo y pecoso que quería ser cadete de Marco Antonio, pero éste lo había rechazado. Así que iría con Agripa. El mayor de los dos hijos de Antonio con Fulvia, Antillo, tenía once años y se moría por hacer la carrera militar. El otro hijo, Julio, tenía ocho. Eran unos chicos apuestos: Antillo, con los cabellos rojizos de su padre; Julio, más como el marrón hielo de su madre. Sólo en una casa como la de Octavia podían haberse criado tan bien, porque ambos chicos eran impetuosos, aventureros y belicosos. La mano amable pero firme de Octavia los había mantenido, como dijo ella con un tono risueño, como «miembros de la gens humana».

Su propia hija, Marcela, tenía trece años, ya menstruaba y prometía ser una gran belleza. Morena como su padre, tenía su propia naturaleza: coqueta, altiva e imperiosa. Marcelo tenía once y era otro apuesto niño moreno. Él y Antillo, de su misma edad, no se podían ver el uno al otro, y estaban todo el día como el perro y el gato; nada de lo que inventó Octavia consiguió que se hiciesen amigos, así que, cada vez que el tío César estaba en la ciudad, se le llamaba para que administrara golpes en la palma con una palmeta. En privado, Octavio consideraba a Marcelo como el más agradable de los dos, porque tenía un temperamento tranquilo y una mente más clara que Antillo. Cellina, la hija menor de Octavia con Marcelo Menor, tenía ocho años, los cabellos rubios, los ojos azules y era muy bonita. Había un fuerte parecido entre ella y la pequeña Julia, que era una visitante habitual del cuarto de los niños, porque Octavia y Scribonia eran buenas amigas. Antonia, que tenía cinco años, tema los cabellos rubios y los ojos verdes; no era ninguna belleza porque había heredado la nariz y la barbilla de Antonio. Su naturaleza se había vuelto orgullosa y distante, y consideraba su compromiso con el hijo de Ahenobarbo, Lucio, por debajo de su posición. A menudo se la escuchaba quejarse: «¿Es que no había alguien mejor?» La más joven de todas, Tonilla, tenía los cabellos cobrizos y los ojos ámbar, aunque afortunadamente sus facciones eran de gens Julia más que de gens Antonia. En carácter, era decidida, inteligente y brava.

Julio y Cellina tenían más o menos la edad de Tiberio, mientras que Antonia y Druso cumplirían en poco tiempo seis años.

No importaban las intrigas y disputas que tenían lugar cuando aquella carnada estaba en presencia de Octavia, todos eran educados y alegres. Era evidente que a Druso le gustaba Tonilla mucho más de lo que le gustaba la siempre quejosa Antonia; procedió a tomarla bajo su protección y la hizo su esclava. Las cosas resultaron más difíciles para Tiberio, ya que resultó ser un chico tímido, inseguro de sí mismo e incapaz de conversar. La más bondadosa de las Marcela, Cellina, se hizo amiga de él inmediatamente, al intuir sus inseguridades, mientras que Julio, al descubrir que Tiberio no sabía nada de montar, batirse con una espada de madera o de la historia de las guerras de Roma, lo miraba con visible desprecio.

—¿Creéis que disfrutaréis con la visita a la tía Octavia? —preguntó Octavio mientras llevaba a los niños a casa por el foro, donde fue saludado desde todos los lados y detenido cada pocos pasos por alguien ansioso por obtener un favor o comunicar un rumor político.

Los chicos estaban aturdidos, no sólo por ser éste su primer viaje a la ciudad, sino por la comitiva de Octavio: doce lictores y una guardia germana.

A pesar de las diatribas y críticas contra Octavio que su padre había manifestado durante años, estaba claro en este primer paseo que Octavio —César, como debían aprender a llamarlo— era mucho más importante que Nerón.

Su pedagogo era un liberto, un sobrino de Burgundino llamado Cayo Julio Cimbrico. Como todos los descendientes de Burgundus, el amado de Divus Julius, era inmensamente alto y musculoso, un hombre rubio de rostro redondo con la nariz respingona y ojos azul claro. Ahora estaba con ellos, y les señalaba esto y aquello, cosas que él consideraba dignas de la atención de los chicos. Había mucho que aprender de él y nada que temer. No sólo les enseñaría en el aula, también les haría hacer ejercicios en su jardín y, con el tiempo, instruirlos en los ejercicios militares de forma tal que, cuando cada niño cumpliese los doce años, pudiesen ir al Campo de Marte con algo de experiencia en la disciplina militar.

—¿Creéis que disfrutaréis con la visita a la tía Octavia? —preguntó Octavio por segunda vez.

—Sí, César —respondió Tiberio.

—¡Oh, sí! —gritó Druso.

—¿Creéis que os gustará Cimbrico?

—Sí —respondieron a coro.

—No dejes que tu timidez te abrume, Tiberio. Tan pronto como te acostumbres a tu nueva vida desaparecerá. —Octavio le dirigió a su hijastro una sonrisa de conspirador—. Julio es un matón, pero en cuanto consigas poner un poco de músculo en tus largos huesos le darás una paliza.

Un pensamiento muy consolador; Tiberio miró a Octavio y ensayó su primera sonrisa.

—En cuanto a ti, jovencito —le dijo Octavio a Druso—, no veo señal alguna de timidez en tu comportamiento. Has hecho bien en preferir a Tonilla antes que a Antonia, pero espero que más tarde puedas tener cosas en común con Marcelo, aunque él sea un poco mayor que tú.

Livia Drusilia saludó a los chicos con un beso y los envió al aula con Cimbrico.

—¡César, he tenido una idea brillante! —gritó en cuanto se quedaron solos.

—¿Qué? —preguntó él con desconfianza.

—¡Una recompensa para Marco Agripa! Bueno, en realidad dos recompensas.

—Agripa no es de los que buscan recompensas, querida.

—Sí, sí, lo sé. Así y todo debería tener recompensa; lo mantendrá atado a ti los años que quedan.

—Él nunca necesitará estar ligado, porque el sentimiento no entiende de recompensas.

—¡Sí, sí, sí! Pero ¿no sería un gran matrimonio para él si se casara con Marcela?

—Tiene trece años, Livia Drusilia.

—Trece que van para treinta por lo que se ve. Dentro de cuatro años más cumplirá diecisiete, edad suficiente para el matrimonio. Cada vez son menos las famosas familias que siguen firmes la vieja costumbre de tener a las muchachas en casa hasta que cumplan los dieciocho.

—Desde luego lo consideraré.

—Después está la hija de Agripa, Vipsania. Sé que, cuando el viejo Ático muera, su fortuna será para Ática, pero he escuchado decir que, si Ática muere, su testamento estipula que todo debe ir a Agripa —explicó Livia Drusilia entusiasmada—. Eso hace que sea una muchacha en extremo deseable, y dado que la herencia de Tiberio es tan pobre, creo que debería casarse con Vipsania.

—Él tiene ocho años, y ella todavía no tiene ni tres.

—Oh, por todos los dioses, César, deja de ser tan tozudo. Soy muy consciente de la edad que tienen, pero serán lo bastante mayores para casarse antes que tú puedas decir Alammelech.

—¿Alammelech? —preguntó él con dificultades para decirlo.

—Es un río de Filistea.

—Lo sé, pero no sabía que tú lo supieras.

—¡Oh, ve y lánzate al Tíber!

Mientras su vida doméstica se convertía cada vez más en una alegría para Octavio, su quehacer público y político no daba mucho fruto digno de recoger. Sí que lo consiguieron los rumores, las calumnias contra Marco Antonio, aunque los agentes de Octavio no consiguieron cambiar la convicción de los setecientos senadores de que Antonio era el hombre al que había que seguir. Creían de verdad que él no tardaría en regresar a Roma; es más, tenía que hacerlo, aunque sólo fuese para celebrar su triunfo por sus victorias en Armenia. Sus cartas desde Artaxata se vanagloriaban de un enorme botín, desde estatuas de oro de seis cúbitos de altura hasta cofres de monedas de oro partas y literalmente centenares de talentos de lapislázuli y cristal. Traía a la decimonovena legión con él, y ya había exigido a Octavio que le buscase tierras para retirarse.

Si la influencia de Antonio no se hubiese extendido más allá del Senado, quizá se podría superar, pero toda la Primera y la Segunda clase, muchos miles de hombres ocupados en todo tipo de actividades, juraban alianza a la brillantez, integridad e ingenio militar de Antonio. Para complicar las cosas, los tributos estaban llegando al tesoro a un ritmo cada vez mayor, los recaudadores de impuestos y los plutócratas de cualquier descripción zumbaban por las provincias de Asia y Bitinia como abejas alrededor de las flores en busca del néctar, y ahora parecía que habría un inmenso botín para añadir al tesoro. La estatua de oro sólido de Anaitis sería el regalo de Antonio al templo de Júpiter Óptimo Máximo, pero la mayoría de las otras obras de arte, junto con las joyas, serían vendidas. El general, sus legados y sus legiones recibirían las partes legales, pero el tesoro se haría con el resto. Aunque había pasado bastante tiempo desde que Antonio había estado en Roma más de unos pocos días —la última visita había tenido lugar hacía cinco años—, su popularidad seguía intacta entre las personas importantes.

¿A esas personas les interesaba Illyricum? No, no les importaba. No tenía ninguna promesa de actividades comerciales, y a las pocas personas que vivían en Roma y que tenían villas en Campania y Etruria les importaba un pimiento si Aquileia era arrasada hasta el suelo o Mediolanum demolida.

La única cosa positiva que Octavio había conseguido hacer era que el nombre de Cleopatra fuera conocido por toda Italia. De ella, todos creían lo peor, el problema era que no se podía hacerles comprender que ella controlaba a Antonio. De no haber sido tan bien conocida la enemistad entre Octavio y Antonio, el primero quizá podría haber conseguido su objetivo, pero todos aquellos que eran partidarios de Antonio simplemente desechaban las acusaciones de Octavio como una parte de aquella enemistad.

Para entonces, Cayo Cornelio Gallo llegó a Roma. Aunque era muy buen amigo de Octavio, ese empobrecido poeta con una vena guerrera había suplicado el perdón de Octavio y se había ido a servir como uno de los legados de Antonio en el preciso momento para perderse la retirada desde Fraaspa. Así que había haraganeado en Siria mientras Antonio bebía y también había utilizado su tiempo para componer hermosas odas líricas al estilo de Píndaro y escribirle de vez en cuando a Octavio. Sufriente por el hecho de que su bolsa no fuera más pesada, permaneció en Siria hasta que Antonio se libró de la resaca y marchó hacia Armenia. Su odio hacia Cleopatra era ardiente y obstinado; nadie disfrutó más que él cuando Cleopatra regresó a Egipto y dejó a Antonio librado a su suerte.

Tenía treinta y cuatro años cuando buscó una entrevista con su antiguo amigo, Octavio. Gallo era notablemente apuesto de una manera un tanto cruel que era más un accidente de fisonomía que un rasgo de carácter. Sus elegías de amor, Amores, ya lo habían hecho famoso, y era íntimo de Virgilio, con quien tenían mucho en común racialmente; ambos eran galos italianos. Por lo tanto, no era un Cornelio patricio.

—Espero que puedas prestarme algo de dinero, César —dijo mientras aceptaba la copa de vino que le ofrecía Octavio. Una sonrisa triste marcaba las comisuras de sus extraordinarios ojos grises—. No es que esté exactamente en la ruina —añadió—. Es que he gastado lo que tenía en comprar un pasaje rápido desde Alejandría hasta Roma a sabiendas de que el invierno produciría noticias de lo que ocurrió en Alejandría alcanzando Roma.

Octavio frunció el entrecejo.

—¿Alejandría? ¿Qué estabas haciendo allí?

—Intentaba cobrar el porcentaje que me correspondía del botín armenio a Antonio y a aquella monstruosa cerda, Cleopatra. —Se encogió de hombros—. No tuve éxito. Ni tampoco nadie más.

—La última noticia que tengo —manifestó Octavio, y se sentó en su silla— es que Antonio estaba ocupado en recorrer el sur de Siria, región que no entregó a Cleopatra.

—Mentira —señaló Gallo con una expresión agria—. Estoy seguro de que nadie en Roma sabe todavía que Antonio se llevó hasta el último sestercio del botín armenio a Alejandría, donde celebró un desfile triunfal para deleite de los ciudadanos de Alejandría, con su reina sentada muy alta en un estrado de oro en el cruce de las avenidas Real y Canópica. —Respiró, bebió en abundancia—. Después del triunfo dedicó todo a Serapis: su parte, la de los legados, la de las legiones y la del tesoro. Cleopatra se negó a pagar al ejército, aunque Antonio consiguió convencerla de que las tropas debían ser pagadas, y pronto. Los hombres como yo que éramos de baja condición ni siquiera fuimos invitados a los espectáculos públicos.

—¡Dioses! —dijo Octavio débilmente, sacudido hasta la médula—. ¿Ha tenido la temeridad de dar aquello que no es suyo?

—Oh, sí. Estoy seguro de que al final todo el ejército cobrará, pero no el tesoro. Me quedé en Alejandría después del triunfo, pero después de que Antonio hiciese aquello que Delio llamó las Donaciones sentí tanta nostalgia de Roma que tuve que venir, sin recompensa alguna.

—¿Donaciones?

—¡Oh, una maravillosa ceremonia en el nuevo gimnasio! Actuando con su autoridad como representante de Roma, Antonio proclamó públicamente a Ptolomeo César y gobernante del mundo. Cleopatra fue nombrada reina de reyes, y sus tres hijos con Antonio recibieron la mayor parte de África, el reino parto, Anatolia, Tracia, Grecia, Macedonia y todas las islas en el lado oriental del Mare Nostrum. Sorprendente, ¿verdad? Octavio se quedó boquiabierto, los ojos como platos.

—¡Increíble!

—Quizá, pero del todo real. ¡Es un hecho, César, un hecho!

—¿Antonio le ofreció a sus legados alguna explicación?

—Sí, una muy curiosa. Lo que Delio sabe está más allá de mí; él disfruta de una posición especial. Al resto de nosotros (todos, legados menores) se nos dijo que había prometido el botín a Cleopatra, que su honor estaba involucrado.

—¿Y el honor de Roma?

—No se encuentra por ninguna parte.

Durante el transcurso de la siguiente hora, Octavio escuchó todo el relato de Cayo, en el meticuloso detalle de alguien que veía su mundo como hacía el poeta. El nivel de la garrafa de vino bajó, pero a Octavio no le importó eso ni la gran suma que le pagaría a Gallo por recibir esa información antes que cualquier otro en Roma. ¡Un fabuloso tesoro! El invierno, aquel año, había llegado antes y había durado mucho; no era de extrañar que hubiese pasado tanto tiempo. El triunfo y las Donaciones habían sido en diciembre, y ahora era abril. Sin embargo, advirtió Gallo, tenía razones para creer que Delio le había escrito a Poplicola con todas esas nuevas por lo menos dos meses atrás.

Finalmente, todo lo que quedaba por explicar era una última curiosidad.

Octavio se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, la barbilla en las manos.

—¿Ptolomeo César fue proclamado por encima de su madre?

—Cesarión, lo llaman. Sí, lo fue.

—¿Porqué?

—¡Oh, la mujer lo mima! Si hablamos comparativamente, sus hijos con Antonio no importan. Todo es para Cesarión.

—¿Es él el hijo de mi divino padre, Gallo?

—Sin duda —afirmó Gallo—. La imagen de Divus Julius en todos los sentidos. No soy lo bastante viejo como para haber conocido a Divus Julius en su juventud, pero Cesarión tiene el aspecto que me imagino que debió de tener Divus Julius a su misma edad.

—¿Qué es?

—Trece. Tendrá catorce en julio.

Octavio se relajó.

—Entonces todavía es un niño.

—¡Oh, no, todo lo contrario! Ya está bien avanzado en la pubertad, César, tiene una voz profunda, el aire de un hombre crecido. Tengo entendido que su intelecto es tan profundo como precoz. Él y su madre tienen algunas espectaculares diferencias de opinión, según Delio.

—¡Ahí! —Octavio se levantó, le extendió el brazo a Gallo y le estrechó la mano firme y cálidamente—. Ni siquiera puedo empezar a agradecerte lo mucho que te debo por tu celo, así que dejaré algo más tangible que hable por mí. Ve al banco de Oppio el próximo nundinum y te encontrarás un bonito presente. Es más, ahora que soy el custodio de las propiedades de mi hijastro, te puedo ofrecer la casa de Nerón durante los próximos diez años a un precio ridículo.

—¿Qué hay del servicio en Illyricum? —preguntó el poeta guerrero, ansioso.

—Por supuesto. No tanto en forma de botín, sino por una muy buena pelea.

La puerta se cerró detrás de un Cayo Cornelio Gallo que flotaba varios centímetros por encima de los adoquines mientras se dirigía a la casa de Virgilio. Octavio se quedó en mitad de su sala de negociaciones, ocupado en clasificar la mina de información en una secuencia que le permitiese evaluarla correctamente. Que Antonio hubiese hecho algo tan estúpido le asombraba, siempre sería para él la parte más intrigante de todo el asunto, pues sospechaba que nunca sabría el porqué. ¿Una promesa? Eso no tenía sentido. Como nunca se había creído su propia propaganda, Octavio se encontró a sí mismo casi inseguro de lo que hacer. Casi. Quizá la arpía había drogado a Antonio, aunque hasta ese momento Octavio había sido escéptico en cuanto a las pócimas capaces de superar las exigencias más básicas de la existencia. ¿Qué era más básico para un romano que Roma? Antonio había vaciado el botín de Roma en la falda de Cleopatra, al parecer, sin siquiera considerar si ella podría ser convencida o no de que pagase a su ejército los porcentajes debidos del botín. ¿Se había puesto de rodillas para suplicar antes que ella consintiese pagar al menos a los soldados rasos? «¡Oh, Antonio, Antonio! ¿Cómo has podido? ¿Qué dirá mi hermana? ¡Qué insulto!»

Sin embargo, había una cosa más importante que todo el resto junto: Ptolomeo César. Cesarión. De alguna manera, Cleopatra había hecho bien al mimar a su hijo mayor. El hecho de que el muchacho fuese la imagen de su padre, incluso hasta en el temprano florecer y en la inteligencia, era una sorpresa. Catorce años de edad en unos meses, sólo a cinco años de la audacia de César, de la inteligencia de César. Nadie sabía mejor que Octavio lo que la sangre Julia podía hacer; él mismo había buscado el poder a los dieciocho, después de todo, ¡y lo había conseguido! Aquel muchacho tenía muchas otras ventajas; estaba habituado al poder, tenía la fuerza de voluntad suficiente para enfrentarse a su madre, sin duda, tan fluido en latín como lo era ella y, por lo tanto, capaz de engañar a Roma y de hacerle creer que era un verdadero romano.

Para el momento en que Octavio abrió la puerta del estudio y fue a buscar a Livia Drusilia, sus prioridades estaban clasificadas. Ella, como siempre, fue directamente al grano.

—¡Hagas lo que hagas, César, no puedes permitir que Italia o Roma pongan sus ojos en este chico! —exclamó, los puños apretados—. Él anuncia la ruina.

—Estoy de acuerdo, pero ¿cómo lo impido?

—De la manera que puedas. Lo primero y principal es mantener a Antonio en el este hasta que tu supremacía en Roma sea indiscutible. Porque si él viene, traerá a Cesarión con él. Es su jugada lógica. Si la madre es tan devota del chico, no pondrá objeciones a quedarse en Egipto. Su hijo es el Rey de Reyes. ¡Todos los senadores partidarios de Antonio así como el resto, se caerán de espaldas cuando vean la sangre de Divus Julius en su hijo! El hecho de que sea un mestizo y ni siquiera un ciudadano romano no los detendrá, tú lo sabes tan bien como yo. ¡Por lo tanto, debes mantener a Antonio en el este a cualquier precio!

—Bueno, el triunfo alejandrino y las Donaciones son un punto de partida. Soy muy afortunado de tener un testigo impecable en Cornelio Gallo.

—Pero ¿se quedará a tu lado? —Ella parecía preocupada—. Te abandonó por Antonio hace dos años atrás.

—Resultado de la ambición y la penuria. Ha vuelto escandalizado, y le he pagado bien. Él puede encargarse de la casa de Nerón, otro requisito. Yo creo que sabe dónde está el mejor pan.

—Convocarás al Senado, por supuesto.

—Por supuesto.

—¿Mandarás a Mecenas y a tus agentes a que le digan a toda Italia lo que ha hecho Antonio?

—Eso no hace falta decirlo. Mi molino de rumores molerá a la reina Cleopatra hasta hacerla polvo.

—¿Qué hay del muchacho? ¿Hay alguna manera de que podamos desacreditarlo?

—Oppio hace viajes a Alejandría. Que Cleopatra rehúsa verlo no es algo muy conocido. Le diré a Oppio que escriba un panfleto de Cesarión donde diga que no se parece en absoluto a mi divino padre.

—También que es, en realidad, hijo de un esclavo egipcio.

Octavio se rio.

—Quizá debería dejarte a ti que lo escribas.

—Lo haría de haber estado alguna vez en Alejandría. —Sujetó el brazo de Octavio con las dos manos y lo sacudió—. Oh, César, nunca hemos estado en mayor peligro.

—No preocupes a tu preciosa cabeza, amor mío. ¡Soy el hijo de Divus Julius! No habrá ningún otro.

Las noticias del triunfo y las Donaciones sacudieron Roma; muy pocos le dieron crédito al principio, pero, poco a poco, otros como Cornelio Gallo regresaron en persona o escribieron cartas demoradas mucho tiempo por los mares invernales. Trescientos de los senadores de Antonio dejaron sus filas para sentarse como neutrales mientras las invectivas y las acusaciones cruzaban el suelo de la sala. También los senadores empresarios desertaron en masa. Pero no era suficiente.

De haber hecho Octavio a Antonio el blanco de su campaña podría haber conseguido una mayor victoria, pero era demasiado astuto. Era a la reina Cleopatra a quien lanzaba sus dardos, porque había visto el camino claro: si estallaba la guerra, como parecía inevitable, no sería una guerra contra Marco Antonio, sería una guerra contra Egipto, un enemigo extranjero. A menudo había añorado a alguien como Cleopatra para aplastar a Antonio sin parecer que Antonio fuese su verdadero objetivo. Ahora, al aceptar el botín de Roma y forzar a Antonio para que la coronase a ella y a sus hijos como gobernadores del mundo, Cleopatra aparecía como la enemiga de Roma.

—Pero no es suficiente —le dijo, desconsolado, a Agripa.

—Creo que éste es el primer deslizamiento de piedras en lo que acabará siendo un alud que derribará todo el este —lo consoló Agripa—. Ten paciencia, César. Lo conseguirás.

Gneo Domitio Ahenobarbo y Cayo Sosio llegaron a Roma en junio; ambos serían cónsules al año siguiente, algo parecido a un éxito para Antonio, ya que eran partidarios suyos. Aunque todos sabían que las elecciones estaban amañadas, ambos hombres causaron gran impresión con sus togas blanqueadas especialmente mientras caminaban para pedir votos.

La primera tarea de Ahenobarbo fue leer una carta de Marco Antonio al Senado que hizo con las puertas de la sala abiertas de par en par; era vital que el mayor número posible de visitantes del foro pudiesen escuchar lo que Antonio tenía que decir.

Teniendo en cuenta al autor, la carta era muy larga, cosa que llevó a Octavio (y a algunos a los que Antonio no les caía bien) a creer que su autor había tenido ayuda al redactarla. Naturalmente, tuvo que ser escuchada entera, cosa que significó un montón de ronquidos. Dado que él también había roncado en el pasado, Ahenobarbo era muy consciente de esa tendencia y sabía cómo tratarla. Había leído la carta muchas veces y señalado los pasajes que debían ser escuchados por los hombres bien despiertos. Por lo tanto, leía con voz monótona cuando el contenido carecía de importancia (una gran falta de aquella carta) o contenía términos tautológicos, mientras que en las partes importantes daba berridos que hacían sobresaltar y sacudir a los senadores, y continuaba así hasta el fin de esas partes, gritando con una voz famosa por su volumen. Luego volvía al tono monótono y todos podían disfrutar de una bonita siesta. Tanto los partidarios de Antonio como los de Octavio estaban tan agradecidos por esa técnica, que Ahenobarbo se ganó un montón de amigos.

Octavio estaba sentado en su silla curul de marfil delante de la tarima de los magistrados curules e intentaba con todas sus fuerzas mantenerse despierto. No obstante, ya que todos los senadores dormían, él se sentía moralmente respaldado para poder dormir también. El edificio estaba poco ventilado, a menos que un fuerte viento soplase entre las aberturas del triforio, algo que aquel día no sucedió, ya que era principios de verano. Sin embargo, para él era más fácil mantenerse despierto; tenía mucho en que pensar, y el fondo de suaves ronquidos no era un impedimento. Para él, el principio de la que sería la famosa carta era la parte más interesante.

—El este —decía Antonio (¿o Cleopatra?)— es fundamentalmente ajeno al mos maiorum romano, por lo tanto, no puede ser comprendido por los romanos. Nuestra civilización es la más avanzada del mundo; elegimos libremente a los magistrados que nos gobiernan, y para asegurarnos de que ningún magistrado comience a creerse indispensable, su duración en el cargo está limitada a un año. Sólo en tiempos de grandes peligros internos acudimos a prolongar un gobierno más dictatorial, como es este momento, cuando tenemos tres (perdón, dos, senadores, dos) triunviros para supervisar las actividades de los cónsules, pretores, ediles y cuestores, si no los tribunos de la plebe.

»Vivimos bajo el imperio de la ley, cuyo proceso es formal e imparcial…

Sonaron unas risas en las gradas; Ahenobarbo esperó a que se acabasen los ruidos, y luego continuó como si no hubiese sido interrumpido.

—… y claro en sus penas. No mandamos a la cárcel por cualquier crimen. Los delitos menores son resueltos con una multa, los mayores, incluida hasta la traición, con la confiscación de la propiedad y el exilio a una distancia determinada de Roma. Ahenobarbo describió meticulosamente el sistema penal, las clases de ciudadano, las clases de gobierno romano en las ramas del ejecutivo y el legislativo, y el lugar de las mujeres en el orden romano de las cosas.

»Senadores, acabo de detallar el mos maiorum y, en efecto, la manera cómo un romano ve el mundo. Imaginaos entonces, si podéis, a un gobernador romano con imperium proconsular que se presenta en alguna provincia oriental como Cilicia, Siria o Pontus. Cree que su provincia piensa como los romanos, y cuando dispensa justicia o redacta edictos piensa en romano.

»Pero —rugió Ahenobarbo— Oriente no es romano, no piensa en romano. Por ejemplo, en ninguna parte sino en Roma los pobres son alimentados a expensas del Estado. Los pobres del este son considerados como una molestia, y se les deja morir de hambre si no pueden permitirse comprar pan. Los hombres y las mujeres están encerrados en terribles mazmorras, algunas veces por ofensas que un romano consideraría dignas de una nimia multa. Aquéllos en la autoridad hacen lo que les place, porque las leyes son pocas, y cuando se presentan, a menudo resultan ser que se aplican de una manera diferente, según la posición económica o social del acusado…

—¡Lo mismo es en Roma! —gritó Mesalla Corvino—. Marco Caco de la Subura pagará un talento en multas por vestir como una mujer y buscar clientes delante de Venus Erucina, mientras Lucio Cornelio Patricio sale indemne en más de una ocasión.

El Senado se sacudió de la risa; Ahenobarbo esperó, incapaz de suprimir su propia risa.

—Las ejecuciones son comunes. Las mujeres no tienen ciudadanía ni dinero. No pueden heredar, y lo que ganan ha de ser puesto a nombre de un hombre. Se pueden divorciar de ellas, pero ellas no pueden divorciarse de sus maridos. Los cargos oficiales pueden ser ocupados por elección, pero más habitualmente son ocupados por sorteo, y lo más común es que sea por derecho de nacimiento. Los impuestos se aplican de manera diferente a Roma, cada lugar tiene su propio sistema de impuestos.

A Octavio se le cerraron los párpados; era obvio que Antonio (o Cleopatra) estaba dispuesto a embarcarse en los detalles. La amplitud de ronquidos aumentó, Ahenobarbo comenzó a hablar con voz monótona.

—¡Roma no puede gobernar directamente en Oriente! —vociferó Ahenobarbo—. ¡Se debe gobernar a través de clientes-reyes! ¿Qué es mejor, senadores? ¿Un gobernador romano que imponga la ley romana en personas que no la entienden, que dirige guerras que no benefician a las poblaciones locales y que engorda su propia bolsa, o un cliente-rey que aplica las leyes que su pueblo entiende y a quien no se le permite en absoluto ir a la guerra? Lo que Roma quiere del este son tributos, pura y llanamente. Una y otra vez ha sido demostrado más allá de cualquier duda que el tributo fluye mejor de un reino cliente que de un gobernador romano. Los clientes-reyes saben cómo exprimir a su gente, los clientes-reyes no provocan rebeliones.

De nuevo a la letanía; Octavio bostezó, los ojos llenos de lágrimas, y decidió hacer un poco de gimnasia mental sobre el tema de manchar la reputación de la reina Cleopatra. Estaba absorto en eso cuando Ahenobarbo comenzó a gritar.

—Intentar controlar el este con tropas romanas es idiota. ¡Se vuelven nativos, senadores! ¡Mirad lo que les pasó a las cuatro legiones de Gabiniani que quedaron de guarnición en Alejandría al servicio de su rey Ptolomeo Auletes! Cuando el difunto Marco Calpurnio Bibulo los llamó de servicio a Siria, se negaron a obedecer. Sus dos hijos mayores protegidos sólo por lictores insistieron. ¡Con el resultado que Gabiniani los asesinó, los hijos de un gobernador romano superior! La reina Cleopatra se comportó de manera ejemplar al ejecutar a los cabecillas y enviar a las cuatro legiones de regreso a Siria…

—¡Vamos! —le interrumpió Mecenas despectivamente—. Cuatro legiones tienen un total de doscientos cuarenta centurias. Como Marco Antonio ya ha señalado, los centuriones son los oficiales de la legión. Divus Julius, se dice, lloró por la muerte de un centurión, pero no por la muerte de un legado. ¿Qué hizo Cleopatra? Las diez cabezas más incompetentes rodaron, pero los otros doscientos treinta centuriones nunca fueron enviados de regreso a Siria. ¡Los retuvo en Egipto para fortalecer su propio ejército!

—¡Eso es mentira! —gritó Poplicola—. ¡Retira lo dicho, marica perfumado!

—Orden —dijo Octavio con voz cansada.

Los senadores guardaron silencio.

—Hay algunos lugares lo bastante romanizados o helenizados para aceptar el gobierno directo de Roma, que pueden ser vigilados por tropas romanas. Son Macedonia, incluida Grecia, y la costera Tracia, Bitinia y la provincia de Asia. En ninguna otra parte. ¡En ninguna otra parte! Cilicia nunca funcionó como una provincia, ni tampoco Siria desde que la creó Pompeyo Magno. Pero no hemos intentado incorporar lugares como Capadocia y Galacia como provincias; ¡ni debemos hacerlo!

—Cuando Pontus estaba gobernado como parte de Bitinia, el gobierno era un chiste. ¿Cuántas veces durante su mandato un gobernador de Bitinia fue alguna vez a Pontus? ¡Una o dos veces, como mucho!

«Ya llegamos —pensó Octavio, y se irguió—. Estamos a punto de escuchar las excusas de Antonio por sus acciones.»

—No pediré disculpas por mis disposiciones en el este —dijo Ahenobarbo en nombre de Antonio—, porque son las disposiciones correctas. He dado algunas de las anteriores posesiones directas de Roma al gobierno de nuevos clientes-reyes y fortalecido la autoridad de los que siempre han reinado. Antes de dejar mi presente triunvirato completaré mi trabajo dando toda la Anatolia, excepto la provincia de Asia y Bitinia, a los clientes-reyes, y también toda el Asia Menor. Serán gobernadas por hombres capaces íntegros y extremadamente leales a Roma.

Ahenobarbo hizo una pausa para tomar aliento y después continuó.

—Egipto —dijo, y dejó que la palabra cayese en el profundo silencio— es más un apéndice de Roma que cualquier otro reino oriental. Con esto quiero decir que es un primo hermano de Roma, demasiado entrelazado con el destino de Roma para ser un peligro. Egipto no tiene un ejército, ni tiene intensiones de conquista. Los territorios que he cedido a Egipto en nombre de Roma están mejor gobernados por Egipto, porque todos ellos una vez pertenecieron a Egipto durante siglos. Mientras el rey Ptolomeo César y la reina Cleopatra están ocupados estableciendo gobiernos estables en estos lugares, no se pagará ningún tributo a Roma, pero los tributos volverán a pagarse en alguna fecha futura.

—Qué consuelo —dijo Messala Corvino.

«Ahora la perorata», pensó Octavio. Sería breve, algo digno de agradecer. Ahenobarbo leía bien, pero una carta nunca podía reemplazar un discurso dado en persona. Sobre todo, por alguien como Antonio, un muy buen orador.

—Todo lo que quiere Roma de Oriente —tronó Ahenobarbo— son el comercio y los tributos. Mis disposiciones fortalecerán ambos.

Se sentó en medio de vivas y aplausos, aunque los trescientos que habían desertado de Antonio después del triunfo alejandrino y las Donaciones no vitorearon ni aplaudieron. Antonio los había perdido para su causa con la última sección de aquella carta, que todos los verdaderos romanos consideraban una prueba del dominio que ejercía Cleopatra sobre él. No hacía falta mucha imaginación para deducir que lo que quedaba de Analolia y el territorio de Asia Menor acabarían en poder de aquel maravilloso apéndice, aquel primo hermano, Egipto.

Octavio se levantó, acomodó los pliegues de la toga sobre su hombro izquierdo con la mano izquierda y se movió hasta que encontró aquel rayo de sol que entraba por un pequeño agujero en el techo. Una vez encontrado le iluminó brillantemente el pelo y, mientras se movía, él también se movió. Lo que nadie sabía, excepto Agripa, era que él había mandado hacer el agujero.

—Qué asombroso documento —dijo una vez hechas las salutaciones—. ¡Marco Antonio, aquella fabulosa autoridad en Oriente! Uno se siente tentado a decir que es un nativo del lugar. En naturaleza puede que lo sea, dado que es muy adicto a acostarse en divanes y de meterse uvas en la boca, tanto líquidas como sólidas, muy adicto a las bailarinas con pocas prendas y muy adicto a todas las cosas egipcias. Pero claro que puedo estar en un error, porque no soy una autoridad en el este. A ver, veamos… ¿cuántos años han pasado desde Filipos, después de cuya batalla Antonio se marchó al este? Nueve años, más o menos… En ese tiempo sólo ha hecho tres breves visitas a Italia, dos de ellas incluyeron un viaje a Roma. Sólo una vez se quedó en Roma durante un tiempo. Aquello fue hace cinco años, después de Tarentum, como bien recordaréis, padres conscriptos. A su regreso al este después de aquello dejó a mi hermana, su esposa, en Corcira. Estaba a punto de dar a luz, pero fue gracias al bueno de Cayo Fonteio, que la trajo de regreso a casa.

Muy bien, nueve años desde luego convierten a Marco Antonio en un experto en el este, eso lo admito. Durante cinco años ha mantenido a su esposa romana en casa, mientras que mantiene a su otra esposa, la Reina de las Bestias, tan cercana a su lado que no puede pasar mucho tiempo sin ella. Esa mujer ocupa el lugar de honor entre los clientes-reyes de Antonio, porque al menos ha demostrado su fuerza, su decisión. No puedo decir lo mismo del resto de sus clientes-reyes. Una pandilla que da pena. Amintas el escribiente, Tarcondimoto el bribón, Herodes el salvaje, el yerno de Antonio, Pitodoro el baboso griego, Cleón el tunante, Polemón el sicofante, Arquelao Sisenes el hijo de su amante. ¡Oh, podría seguir y seguir!

—¡Vete y vete, Octavio! —gritó Poplicola.

—¡César! Soy César. Sí, una pandilla de pena. Es verdad que los tributos comienzan a llegar por fin de la provincia de Asia, Bitinia y la Siria romana, pero ¿dónde están los tributos de cualquiera de los clientes-reyes de la penosa pandilla? ¿Sobre todo de aquella joya resplandeciente, la Reina de las Bestias? Uno cree que su dinero está mejor gastado en comprar pócimas para alimentar a Antonio, porque no puedo imaginarme que un Antonio sano y cuerdo diese el botín de Roma como regalo a Egipto. Ni dar todo el mundo al hijo de la Reina de las Bestias, y un patético esclavo.

Nadie lo interrumpió; Octavio hizo una pausa, se colocó otra vez en el foco de luz y esperó pacientemente un comentario que no llegó. Entonces continuó para hablar de las legiones y ofrecer su propia solución al problema de «hacerse nativo»; trasladar las legiones de guarnición en guarnición de una provincia a otra.

—No pretendo convertir vuestro día en un suplicio, mis compañeros senadores, así que concluiré diciendo que si las legiones de Marco Antonio (¡sus legiones!) se han vuelto nativas, ¿cómo espera que yo encuentre para ellos tierras de retiro en Italia? Imagino que se sentirían más felices si Antonio les encuentra tierras en Siria, o Egipto, donde al parecer tiene la intención de asentarse permanentemente.

Por primera vez desde que había ingresado en el Senado, diez años atrás, Octavio se sintió aplaudido de corazón; incluso algunos de los cuatrocientos partidarios de Antonio lo aplaudieron, mientras que sus propios seguidores y los trescientos neutrales lo ovacionaron de pie. Nadie, ni siquiera Ahenobarbo, se había atrevido a pitar. Había cortado demasiado cerca del hueso para permitírselo. Dejó el Senado del brazo de Cayo Fonteio, que se había convertido en cónsul sufecto en las calendas de mayo; él había abandonado su propio consulado di segundo día de enero, de la misma manera que Antonio lo había hecho el año anterior. Habría más cónsules sufectos, pero Fonteio continuaría en el cargo hasta final de año, todo un honor. El consulado se había convertido en un regalo del triunvirato.

Como si le hubiese leído la mente a Octavio, Fonteio exhaló un suspiro y dijo:

—Es una pena que hoy en día cada año haya tantos cánsales. ¿Te imaginas a Cicerón abdicando para que algún otro tuviese su turno?

—O Divus Julius —replicó Octavio con una sonrisa—. Estoy de acuerdo, a pesar de mi propia abdicación. Pero dejar que más hombres sean cónsules aparta las miradas de un triunvirato a largo plazo.

—Al menos no podrás ser acusado de ansias de poder.

—Mientras sea triunviro tengo el poder.

—¿Qué harás cuando se acabe el triunvirato?

—Que se acaba al final de este año. Haré algo que no creo que Antonio haga: dejaré de usar mi título y colocaré mi silla curul en el primer banco. Mi auctoritas y dignitas son tan intocables que no sufriré por la carencia de un título. —Miró a Fonteio con una expresión astuta—. ¿Adónde vas desde aquí?

—Subiré al Carinae para visitar a Octavia —respondió Fonteio con toda tranquilidad.

—Entonces, si no te molesta, iré contigo.

—Estaré encantado, César.

Su recorrido a través del foro se vio demorado por las habituales multitudes que rodeaban a Octavio, pero cuando les hizo un gesto a los veinticuatro lictores que tenía entre él y Fonteio para que se abriesen paso sin hacer caso de la muchedumbre, la guardia germana cerró filas delante y detrás, y la marcha avanzó a paso rápido.

Al pasar por delante de la residencia del rex sacrorum en la Velia, Cayo Fonteio habló de nuevo.

—¿César, crees que Antonio volverá alguna vez a Roma?

—Tú piensas en Octavia —dijo Octavio, muy consiente de lo que Fonteio sentía por ella.

—Sí, lo hago, pero más que en ella. ¿Es que él no ve que está perdiendo terreno cada vez más rápido? Sé de senadores que se han puesto físicamente enfermos cuando se enteraron del triunfo alejandrino y de las Donaciones.

—Ya no es el viejo Antonio, eso es todo.

—¿Crees sinceramente lo que dijiste del poder que Cleopatra tiene sobre él?

—Confieso que comenzó como una maniobra política, pero es casi como si el deseo fuese padre del pensamiento. Su comportamiento es difícil de explicar en cualquier otra circunstancia que no sea por el dominio de Cleopatra (y por mucho que me esfuerzo no logro entender por qué ella tiene ese dominio). Aunque, por encima de todas las cosas, soy un pragmático, así que tiendo a descartar las estratagemas como las drogas, como algo imposible. —Sonrió—. Sin embargo, no soy una autoridad en el este, así que quizá tales pócimas existan.

—Comenzó en su último viaje, sino antes —señaló Fonteio—. Me abrió su corazón una noche de tormenta en Corcira; su soledad, su falta de piedad, su convicción de que había perdido su suerte. Incluso entonces creo que Cleopatra ya lo roía, pero no de una manera peligrosa. —Soltó una exclamación de desagrado—. ¡La reina de Egipto es una arpía! No me gusta. Pero claro que a ella tampoco le caí bien. Los romanos la llaman arpía, pero yo la veo más como una sirena; tiene la más bella de las voces, hechiza los sentidos, hace que uno crea todo lo que dice.

—Interesante —opinó Octavio, reflexivo—. ¿Sabías que han acuñado monedas con sus imágenes a ambos lados?

—¿Juntos?

—Sí, juntos.

—Entonces está absolutamente perdido.

—Eso creo. Pero ¿cómo convenzo de ello a esos senadores con cerebro de mosquito? ¡Necesito pruebas, Fonteio, pruebas!